La ciencia siempre amplía nuestro concepto del universo material. Nos alejamos de la antigua idea del hombre como el fin principal de la creación. Para el salvaje, el universo es su valle, los cielos arqueándose sobre su cabeza y él mismo como ser supremo. La ciencia ha descubierto un millón de mundos nuevos, y se ha perdido en ellos. La Tierra se ha convertido en una mota cósmica, el hombre en un ser efímero e insignificante. Sólo la ciencia y la inteligencia siguen siendo datos considerables. Entonces, si la vida sobre la Tierra es un breve instante en el tiempo, surge esta cuestión: ¿Debe el hombre pasar con la Tierra, o seguirá gobernando la inteligencia humana, un nuevo factor en el universo? La idea es sobrecogedora. La ciencia es la puerta hacia el futuro; la ciencia ficción es la llave dorada.
La función principal de la ciencia ficción es la creación de cuadros auténticos de cosas nuevas, de ideas nuevas, de nuevas máquinas. La ciencia ficción es el producto de la imaginación humana, guiada por las sugerencias de la ciencia. Así toma la base que le da la ciencia, examina todas las pistas que ésta puede ofrecerle, y luego añade algo que es extraño a la ciencia: la imaginación. Va por delante e ilumina el camino. Y, cuando la ciencia ve las cosas que han cobrado realidad en la mente del autor, las hace reales de verdad. La ciencia trata únicamente con lo que puede ver, pesar o medir; sólo con hipótesis, experimentos, influencias y cálculos lógicos. La ciencia ficción empieza donde termina la ciencia.
Las predicciones de la ciencia ficción son proverbiales. Apenas ha dado un paso la ciencia que no haya previsto la ciencia ficción. Y, en cambio, la ciencia ha descubierto un millón de hechos nuevos y asombrosos para servir de alas a la mente del autor de ciencia ficción.
La ciencia ficción toma mil hechos acumulados y con ellos crea un cuadro auténtico e impresionante de las épocas pasadas, según las cuales puede predecirse el futuro de la raza. Monta en una máquina del tiempo y se aventura por el futuro, revelando los resultados de las condiciones y tendencias ya conocidas.
La ciencia sabe que la vida en otros mundos es posible, pero a la ciencia ficción le corresponde el hacer real esa visión y sugerir que el navegante del espacio lo compruebe. Entonces la ciencia puede construir la nave y verlo por sí misma. La energía incalculable del átomo, la cuarta dimensión, el subuniverso inferior y el superuniverso que existe por encima, son todos absurdos científicos hasta que la ciencia ficción los hace realidad.
Y la ciencia continúa, con la ciencia ficción como su faro. Aquí está el cuadro, sólo con que pudiéramos contemplarlo. Un universo gobernado por la mente humana. Una nueva Edad de Oro de ciudades imaginarias, con nuevas leyes y nuevas máquinas, con capacidades humanas en las que aún no se ha soñado, y una civilización que ha conquistado la materia y la naturaleza, la distancia y el tiempo, la enfermedad y la muerte. Un cuadro glorioso de un imperio que se extiende más allá de un millón de soles brillantes hasta llegar al negro infinito del espacio desconocido para continuar aún más allá. El cuadro nos parece ahora increíble. Incluso a la luz de la ciencia ficción es vago y distorsionado. La idea del producto definitivo de la evolución está por encima de nosotros. Pero es un cuadro sublime que la ciencia ficción puede construir a través de las épocas y que tal vez la ciencia llegue a comprender para el avance definitivo del hombre.
Jack Williamson
Elida, Nuevo México, East Star R.
Aparte de esa antigua mentira de que la imaginación es extraña a la ciencia, lo más notable del artículo es la fe ingenua en el progreso científico. En el anuncio editorial de «Una nueva clase de revista», en el primer número de «Amazing Stories», Gernsback había demostrado el mismo optimismo sin límites. Recalcando el contenido científico y el carácter profético de la ciencia ficción, prometía que la posteridad reconocería que «Amazing Stories» había abierto un nuevo camino, no sólo a la literatura y la ficción, sino también al progreso.
Incluso entonces, naturalmente, el contenido auténtico de la revista no siempre estaba a la altura de tal declaración. Durante los primeros años, en cada número se publicó una de las grandes historias de H. G. Wells, siempre tan críticas ante la idea del progreso como he intentado demostrar en mi disertación doctoral y en el libro basado en ella.
Pero la ciencia ficción era, desde luego, más optimista en 1928 de lo que lo es hoy día. Su cambio más señalado, desde que yo empecé a escribir, es la pérdida de la visión utópica que intentaba expresar en aquel artículo. Las razones son diversas y vagas. Más y más escritores y lectores han visto ya los límites humanos y los límites cósmicos del futuro del hombre que Wells descubriera mucho tiempo antes. Inventos tan horribles como las bombas nucleares y los cohetes para arrojarlas, han lanzado una sombra de duda cada vez más densa sobre la promesa definitiva de la ciencia. Los herederos de Wells —Zamyatin, Huxley, Orwell, Vonnegut y cien más— han imaginado futuros más y más carentes de esperanza, hasta que casi hemos perdido la antigua fe en nuestra ciencia y en nosotros mismos.
Yo creo que el pesimismo ha ido demasiado lejos. Aunque la situación humana sí parece bastante alarmante, pienso que hay una predisposición puramente accidental en favor de la ciencia ficción pesimista. A falta de un conflicto dramático que mantenga el interés de la historia, el escritor se siente tentado a exagerar las fuentes de la maldad y el peligro. La catástrofe es apasionadamente dinámica; la sociedad perfecta es estática y, casi por definición, aburrida.
Mi propio optimismo, aunque superado en ocasiones, aún sigue vivo. Me siento razonablemente confiado en que la humanidad, la ciencia y la civilización sobrevivirán a estos tiempos tan alarmantes. Sin embargo, mientras reunía el material para este libro, me sorprendió el exceso de pesimismo en alguna de mis primeras historias; y en mi libro de mayor éxito publicado posteriormente, Los humanoides, toda libertad humana ha quedado en poder de las máquinas diseñadas para defenderla.
Aparte de esta pérdida de confianza en la tecnología y en el progreso, la ciencia ficción ha cambiado, naturalmente, por otros aspectos. Sus maravillas son ahora familiares a todos lo bastante mayores para contemplar los dibujos animados de la televisión y del cine. En 1928 aún era todo apasionadamente nuevo, al menos como una clase distinta de literatura con su nombre propio.
Aun sin ese nombre, la ciencia ficción había aparecido intermitentemente desde hacía cien años. Brian Adliss empieza su historia con el Frankenstein de Mary Shelley, publicado en 1918. Poe escribió ciencia ficción, si es que no la inventó él mismo. Julio Verne, su primer gran maestro, publicó De la Tierra a la Luna en 1865. H. G. Wells fue, en mi opinión, el primer futurólogo sistemático y el que tiene más derecho al título de «padre de la ciencia ficción moderna». Su Máquina del tiempo apareció en 1895. En Norteamérica, Edgar Rice Burroughs ganó una fortuna con sus novelas de Tarzán en la selva, y John Carter en Marte. «Weird Tales» publicaba relatos de «ciencia horripilante» antes de que apareciera «Amazing Stories». Y «Argosy», que era todo ciencia ficción, imprimía las grandes narraciones de Merritt como historias «diferentes».
Los primeros números de «Amazing Stories» estaban llenos de historias clásicas: la primera, en el primer número, era un episodio de la novela de Verne Volando en un cometa. Lo único nuevo era el nombre «ciencia ficción» y el hecho de que «Amazing Stories» fuera una revista «pulp». Tal vez deba explicar este nombre. En la década de 1920, antes de la radio y la televisión, antes de la moda de los clubs del libro y las ediciones en rústica, los quioscos estaban llenos de revistas de ficción de dos categorías. Las «relucientes» utilizaban papel más caro y pagaban más por las historias, hasta un dólar por palabra.
Las «pulp» eran revistas de ficción, impresas en papel barato y gris fabricado con pulpa de madera. Gernsback encargó una clase especial. Y los volúmenes extra de «Amazing Stories», más gruesos, ofrecían al lector más cantidad por el mismo dinero. Las mejores «pulp» pagaban sólo unos centavos por palabra, y Gernsback me dio únicamente un cuarto de centavo.
Ese nombre despectivo de «pulp» lanzó a la ciencia ficción a un reducto del que ahora está escapando. Durante muchos años —de hecho, hasta los últimos cuarenta— no hubo mercado de libros para la ciencia ficción ni tuvo espacio en las revistas más respetables. Incluso en las «pulp» se veía desplazada por las publicaciones de mejor venta, dedicadas a novelas del Oeste o de misterio, historias de guerra o de amor.
Ganarse la vida escribiendo únicamente ciencia ficción era casi imposible. Ed Hamilton y yo figuramos entre los primeros que lo intentaron. Al menos para mí, jamás fue fácil. Mis ingresos anuales, hasta la época en que me convertí en meteorólogo de las Fuerzas Aéreas, en 1942, nunca sobrepasaron los dos mil dólares.
Naturalmente el dólar valía más entonces. Yo estaba acostumbrado a economizar, y aún era soltero. En ocasiones logré vivir por algún tiempo en Nueva York o en Hollywood, en Santa Fe o en Key West. Cuando los tiempos eran malos siempre podía retirarme a la pequeña cabaña que me construyera en el rancho familiar. Vivía… y disfrutaba de la libertad inapreciable para escribir.
Aunque las revistas «pulp» eran miradas con menosprecio, su influencia en la ciencia ficción no fue del todo mala. Los editores exigían argumentos que tuvieran fuerza y con una redacción clara, personajes muy definidos, una acción constantemente motivada y temas positivos. Creo que todo escritor debería saber mucho de lo que ellas enseñaban, y es una lástima que hayan desaparecido y no puedan leerlas los jóvenes que hoy aprenden a escribir.
Había grandes escritores de revistas «pulp». Max Brand era el que yo deseaba sobre todo emular. Utilizando una veintena de seudónimos, escribía cuatro mil palabras diarias de una ficción llena de movimiento, sin repasarlas nunca. Bajo su nombre auténtico, Frederick Faust, era también poeta. Más tarde, cuando llegué a estudiar las épicas clásicas, se me ocurrió que Brand tenía mucho en común con Homero: su estilo rítmico, sus figuras de dicción y sus personajes monumentales en la acción heroica pertenecían a una tradición oral, a una especie de literatura en principio no escrita sino cantada o recitada a los atentos oyentes.
En mis primeros años en la profesión yo no trataba de crear literatura, sino de escribir ficción para las revistas «pulp». A fin de evaluar aquellas primeras historias, esta diferencia es significativa. Mi idea de la buena literatura era aún muy elemental, y en aquel tiempo no confiaba en que se imprimieran mis obras excepto en las revistas baratas que se leían a toda prisa y luego se tiraban. Más tarde, al ampliarse mi horizonte, me atreví poco a poco a esperar algo más.
De todas formas aquí está la primera historia que publiqué. He resistido con todas mis fuerzas la tentación de poner al día la ciencia, corregir el estilo e incluso de quitar una coma que sobrara. Excepto la corrección de algunas erratas tipográficas, todas estas historias se reimprimen aquí tal y como aparecieron entonces.