Debo dar las gracias por este libro al buen doctor Isaac Asimov, que después de publicar una antología de sus primeras obras persuadió generosamente a los directores de la editorial Doubleday de que también debía publicarse una antología de mis primeros cuentos.
Aunque me siento adulado y satisfecho, la verdad es que me resulta difícil recordar al joven Williamson. Casi han pasado cincuenta años desde que probé a escribir por primera vez ciencia ficción. Buscando la verdad sobre aquel individuo casi olvidado, e interrogándome también acerca de lo que llega a hacer de un hombre un escritor de ciencia ficción, he hecho comparaciones entre lo que recuerdo de él y lo que sé acerca de Isaac.
Y he encontrado extrañas similitudes y grandes contrastes… lo que, probablemente, no signifique nada en absoluto.
He conocido y admirado a Isaac desde el momento en que él empezó a vender ciencia ficción. Afortunadamente para mí, yo ya era un veterano entonces, pues había comenzado doce años antes que él. En cierto modo nuestras carreras han sido parecidas, aunque no alcanzo, ni con mucho, su número impresionante de libros publicados, ni su fama bien ganada como autoridad en diversos campos.
Ambos crecimos en unas familias que hubieron de luchar realmente para sobrevivir, aunque yo creo que su familia gozaba de un poco más de seguridad que la mía. Ambos fuimos el mayor de varios hermanos; ambos, jóvenes introvertidos.
Y ambos nos enamoramos muy pronto de la ciencia ficción, lo que transformó nuestra vida.
Isaac nació en Rusia en 1920. Su familia había sufrido bajo el duro régimen de los zares. En 1923, un año de hambre, vinieron a América, y pronto adquirieron una pastelería en Brooklyn. Aunque yo nací en Arizona, en 1908, pasé la mayor parte de mis primeros tres años en otro país, México. Isaac casi murió de pulmonía doble a los dos años. A los tres, yo estuve tan cerca de la muerte debido a algo llamado «cólera infantil» que incluso tuve que aprender a caminar de nuevo. Isaac empezó a ayudar en la tienda a la misma edad, poco más o menos, en que yo empezaba a encargarme de los trabajos de la granja. Y aún he encontrado más paralelos.
Pero, antes de descubrir qué hace a un escritor de ciencia ficción, los contrastes empiezan a desconcertarme. Mis padres eran de Texas. Los antepasados de mi padre habían emigrado hacia el Oeste, generación tras generación, desde antes de la Revolución: de Nueva Jersey a Ohio; luego a Indiana, en carros tirados por bueyes; y después a Minnesota. Mi abuelo, ignoro por qué razón, y poco después de la guerra civil, se dirigió al sur, a Texas. Mi padre nació allí, en una pequeña granja. Como era el séptimo hijo, fue dedicado al Señor desde su nacimiento, y se le educó para el ministerio. La educación cambió su fe, sin embargo, y dejó la Iglesia para hacerse ranchero y granjero, aunque siempre fue un moralista algo puritano. En mi opinión él era, sobre todo, un pionero americano que buscaba en vano la frontera perdida.
Los antepasados de mi madre habían sido, en cierto modo, como esos aristócratas meridionales de Faulkner que se refugiaron en Texas cuando la guerra les arruinó, pero que seguían demasiado inclinados a vivir según el estilo de un mundo que habían perdido. Mi madre estaba mal preparada para la dura vida que fue la suya. Aún me parece ver los recuerdos de su pasado que atesoraba en un viejo baúl. A menudo estaba enferma… Supongo que la enfermedad se había convertido en su mejor medio de enfrentarse a la pobreza y al desastre.
Muchacho de la ciudad, Isaac siempre ha vivido entre gentes y máquinas. En mi propia infancia yo estaba casi siempre solo. El rancho La Loba, donde pasé mis primeros años, estaba en lo más alto de la Sierra Madre de Sonora, a un largo día a caballo, como solía decir mi madre, de cualquier camino de carro. Allí la vida estaba casi al nivel de la Edad de Piedra.
Mi padre había tenido un rancho en sociedad con los hermanos de mi madre. Cuando llegó la Revolución, en 1910, nos trasladamos de México a una granja de regadío, cerca de Pecos, Texas, y allí nos arruinamos. Cuando yo tenía siete años nos trasladamos de nuevo en una carreta cubierta a una región arenosa y árida de Nuevo México, donde crecí.
No conozco demasiado los problemas de supervivencia en una pastelería de Brooklyn, pero en el caso de nuestras tierras fueron muy graves. Habíamos sido los últimos en establecernos, y las mejores tierras estaban en manos de otros. Nuestra propiedad carecía de agua, y habíamos de subirla por las colinas arenosas en una carreta-cuba. Pronto descubrimos que tampoco era buena tierra de labor: cuando la arábamos salía volando. Recogíamos boñigas de vaca y raíces de mezquite como combustible. Ordeñábamos algunas vacas y vendíamos la leche, y nos contratamos para trabajar las tierras de nuestros vecinos y compartir la cosecha. Un invierno muy duro mi padre se fue a Arizona, a trabajar en las minas de cobre. Más tarde mi hermano Jim y yo pasamos un invierno en el valle de Pecos, recogiendo algodón.
Incluso en Nuevo México vivíamos a varios kilómetros del vecino más cercano, y yo estaba casi totalmente aislado de las maravillas de la tecnología; tal vez por eso aún me resultan tan apasionantes. Cuando pienso en el impacto de la edad de las máquinas en mi vida, recuerdo que me mareé debido al movimiento de la diligencia el día en que salimos de México. Y se me ha quedado vivamente grabado el primer automóvil que examiné, un Ford recién comprado por el propietario de una granja vecina en Pecos, que lo puso en marcha y encendió los faros para maravillarme aún más. Había luces eléctricas en el campamento de las carretas donde nos deteníamos en las raras ocasiones en que hice con mi padre el viaje de tres días desde casa a Portales, y recuerdo que desenrosqué una bombilla para probar la electricidad con el dedo. Lo hice varias veces, sin sentir más que un asombro maravillado. Recuerdo mi terror ante el primer avión que vi, y la emoción que siempre sentía al ver, oír y oler el vapor de una locomotora de ferrocarril.
Tres años mayor que Jo, la hermana que venía después de mí, a menudo jugaba solo. A partir de la edad de ocho o nueve años también pasé solo muchas jornadas de trabajo, cabalgando tras las vacas o dirigiendo el arado con un equipo de mulas. En el año de sequía de 1918 recuerdo que conduje la carreta tras nuestro pequeño rebaño de reses hambrientas en una larga expedición a Texas, a la búsqueda de pasto. Esas faenas no me hicieron daño, como tampoco a Isaac le perjudicó el tener que atender la tienda. En realidad creo que es bueno para un niño saberse parte útil de la familia. Pero el aislamiento y la monotonía de esas tareas sí ayudaron a formar el carácter del joven Williamson.
Tanto mi padre como mi madre habían sido maestros, con el mismo respeto por los libros que sentía la familia de Isaac, y casi toda la primera parte de mi educación escolar tuvo lugar en casa. El primer año en una escuela auténtica me resultó bastante penoso. Para sobrevivir a otro año de sequía, mi padre había aceptado un empleo como director de una escuela de dos habitaciones. Mi hermana Jo y yo íbamos allá cabalgando con mi padre, en una vieja yegua ruana. Fui admitido en el cuarto grado, excepto en aritmética. La enseñanza en casa de esa materia había sido floja. Recuerdo que traté de copiar, en un esfuerzo desesperado por mantenerme al nivel de la clase de tercer grado. Nunca había aprendido a convivir con otros niños y, al ser hijo del profesor, recibí un trato bastante salvaje por parte de mis compañeros. Como no valía mucho para los deportes, me pasaba los recreos leyendo libros que encontré en el estante de un armario lleno de polvo. Con el alivio y la sensación de aventuras que éstos me proporcionaron, conseguí pasar el trimestre. Después de otros dos años en casa volví a la escuela, en el séptimo grado, y, al final de curso, conseguí pasar los exámenes de octavo grado. ¡Incluso la aritmética!
Ésta es la imagen que se ofrece a mis ojos cuando trato de hallar al joven Jack Williamson. Un pobre muchacho campesino de poca cultura, incómodo entre la gente y distraído en su trabajo, bastante seguro en su ambiente familiar pero desgraciado ante cuanto le rodeaba y anhelando otra cosa.
Siempre ha habido una vía de escape: la imaginación. Desde que puedo recordar, me escapaba de la dureza de mi vida y del aburrimiento lanzándome a un ciclo constante de aventuras en las que yo era el héroe, y por las que, con demasiada frecuencia, olvidaba algún deber de la granja. En ocasiones, en medio del campo, y entre mis hermanitos, les entretenía con sagas orales interminables. Más tarde inventamos nuestro propio mundo ficticio, completo hasta con gobierno, fuerzas armadas y dinero… que eran los huesos de melocotones.
Mis contactos con la literatura de ficción fueron bastante esporádicos. Teníamos un ejemplar del Libro de la Feria Roja. Mi padre estaba suscrito al Saturday Evening Post y otras revistas, y mi madre solía leernos en voz alta los relatos de ficción. Mi abuela acostumbraba a regalarme suscripciones de El compañero de la juventud y El muchacho americano. Luego, con gran alegría, descubrí a Edgar Allan Poe. Recuerdo que me pasé todo un día solo en la granja, leyendo en voz alta el Hiawatha de Longfellow. En aquel estante de libros, en la escuela, encontré Los últimos días de Pompeya y La raza futura, de Bulwer-Lytton. Un amable profesor me prestó El yanqui de Connecticut, de Mark Twain. Recuerdo que en una ocasión estuve contemplando en un quiosco un ejemplar de Weird Tales el tiempo suficiente para empaparme de su apasionante originalidad, aunque no tenía dinero para comprarlo.
También pasé cuatro años en una escuela superior rural en Richland, lugar que, desde entonces, ha dejado de figurar en el mapa. Fuera de la escuela, me sentía atrapado por las circunstancias. La vida en la granja y en el rancho no prometía nada de lo que yo deseaba. Nuestras cosechas quedaban destruidas con demasiada frecuencia antes de la recolección, ya fuera por los bichos, el viento, el granizo, o la sequía. Incluso cuando había algo que recoger, generalmente carecía de valor en el mercado. Y la cría del ganado no tenía ese encanto de las películas del Oeste. En una ocasión llegué a tener seis o siete reses descendientes de una vaquilla llamada Easter. A excepción de un novillo de un año, todos murieron durante una temporada de sequía por haber comido hojas venenosas. El novillo, que estaba junto a una valla de alambre espinoso, fue muerto por un rayo. Yo anhelaba escapar a todo aquello.
Sentía el vago deseo de llegar a ser un científico. Había empezado a dar mis primeros pasos en la ciencia con unos textos de física, ya pasados de moda, que encontré en un baúl de libros roídos por las ratas que utilizaran mis padres y un tío mío en sus estudios, y con una enciclopedia en dos volúmenes, algo más reciente, que me regalara un maestro generoso. Pero no había fondos a la vista para una educación científica.
En aquella situación casi desesperada descubrí la ciencia ficción. Hugo Gernsback había iniciado la publicación de Amazing Stories en la primavera de 1926, un año después de mi salida de la escuela superior. Un amigo mío, radioaficionado, me mostró el número de noviembre. Poco más tarde aproveché un anuncio en un pequeño periódico para granjeros, el Pathfinder, para solicitar un ejemplar gratis.
Aún recuerdo mi excitación ante el ejemplar que recibí. Estaba fechado en marzo de 1927. La cubierta, de brillantes colores, pintada por Frank R. Paul, mostraba la nave espacial despegando en dirección al planeta Júpiter, correspondiente al relato Las manchas verdes, de T. S. Stribling. En el interior encontré también la visión notable del Cosmos de H. G. Wells en Bajo el cuchillo; mundos de aventuras extrañas en el segundo episodio de La tierra que el tiempo olvidó, de Edgard Rice Burroughs; y el encanto cautivador de A. Merritt en su obra Las gentes del agujero.
Totalmente fascinado, convencí a mi hermana para que me ayudara a pagar una suscripción. Pronto me hallé enfrascado en las maravillas de El estanque de la Luna de Merritt. Los ejemplares amarillentos y abarquillados de aquellas viejas revistas todavía me producen extrañas sensaciones cuando los veo hoy. Las cubiertas resultan groseras y espeluznantes, y el estilo de A. Merritt es ahora demasiado recargado para mi gusto. Pero entonces suponían para mí ventanas a nuevos mundos.
Decidí escribir para Amazing Stories.
Si se mira objetivamente, las circunstancias estaban en mi contra. Mi educación escolar apenas comprendía seis años. Sabía más de lo que hubiera querido saber de la cría de ganado y la agricultura en tierras de secano, pero muy poco sobre la gente o la literatura. Mi madre tenía esperanzas en mí, tal vez porque también ella había querido escribir. Con un escepticismo bien fundado, mi padre trataba de conseguirme un empleo como ayudante de carpintero o conserje del tribunal.
A modo de adiestramiento yo había leído una serie de folletos sobre «cómo escribir» que mi madre adquiriera por correo. En realidad fueron lecciones útiles: aún puedo repetir de memoria la cita de Poe sobre el relato corto. Mi tío me prestó una vieja máquina de escribir Remington con una cinta de un rojo violento. Sin dejar de trabajar en la granja empecé a dedicar mi tiempo libre a la redacción de historias, enviándoselas por correo a Hugo Gernsback.
Tres o cuatro de ellas volvieron a mis manos con notitas de rechazo. La única que recuerdo con claridad se titulaba En el subterráneo del vacío, y la palabra «vacío» estaba mal escrita en el título. Para aquel tiempo, la idea no era mala. Trataba de poner al día La vuelta al Mundo en ochenta días, de Verne. Mi protagonista ganaba una carrera de ochenta minutos alrededor del Mundo viajando en un metro del futuro, en el interior de un túnel en el que se había hecho el vacío. La historia quería ser humorística, pero supongo que no divirtió a los editores.
Otra historia, El hombre metálico, había tomado como modelo a Las gentes del agujero, de Merritt. El encuentro con seres extraños en un cráter volcánico hacía del argumento algo similar, y el estilo seguía también la costumbre que tenía Merritt de utilizar adjetivos rimbombantes. Lo repasé cuidadosamente y lo envié muy esperanzado. Las semanas de espera se convirtieron en meses, pero no supe nada de él.
Aquel verano mi padre vendió los derechos de propiedad de nuestras tierras a cuatro dólares el acre, y utilizó parte del dinero para enviarnos a Jo y a mí a la universidad, en Canyon, Texas. A fin de economizar, alquilamos una pequeña casita y nosotros mismos nos preparábamos las comidas. Un día de aquel otoño, recién llegado de West Texas State, iba de compras cuando pasé por casualidad ante el escaparate del drugstore y vi el número de diciembre de Amazing Stories, con una brillante cubierta que mostraba un dibujo de Paul parecido a mi propio «hombre metálico».
Examiné el interior de la revista. El relato era realmente mío. Por increíble que parezca, el editor la comparaba con El estanque de la Luna, de Merritt, y añadía:
«Confiemos en poder inducir al señor Williamson para que escriba más narraciones en una vena similar».
Nada había que yo deseara más. Aturdido por mi sensación de júbilo, compré los tres ejemplares que quedaban y olvidé allí la bolsa de ultramarinos.
Aquella mi primera alegría quedó algo atemperada por el hecho de que no me habían pagado la historia. Yo no sabía nada en absoluto del negocio de la literatura. Una o dos semanas antes, en el número de otoño de Amazing Stories Quarterly, habían publicado un artículo que yo presentara a un concurso que ofrecía un premio de cincuenta dólares. El texto era de quinientas palabras; la historia, de cinco mil. Aún recuerdo que, según mis cálculos demasiado optimistas, esperaba recibir tal vez quinientos dólares.
En enero, después de haber escrito dos o tres cartas de queja, Gernsback me envió setenta y cinco dólares: cincuenta por el artículo y veinticinco por la historia. El valor tan pequeño del cheque fue una gran desilusión; sin embargo, no me sentí realmente desanimado. Amazing Stories quería más relatos. ¡Ya era un escritor!
Aquel artículo se titulaba Ciencia ficción, faro de la ciencia. El término «ciencia ficción» no se había inventado todavía. Gernsback lo acuñó al año siguiente, cuando ya había perdido el control de Amazing Stories e iniciado en su lugar Science Wonder Stories. Incluyo aquí el artículo para demostrar lo que la ciencia ficción significaba para el joven que lo escribió en el verano de 1928.
Amazing Stories Quarterly, Volumen 1, Número 4, Otoño de 1928
SE PAGARÁN 50 DÓLARES
POR CADA ARTÍCULO IMPRESO AQUÍ