Y allí estaban: un grupo de turistas.

No reconocí a la guía, una mujer joven que llevaba varias camisetas superpuestas de color rojo y amarillo, falda corta y medias negras.

Miré a Edward y le sonreí. ¡Estaba tan contenta que no podía dejar de sonreír!

—¡Lo has conseguido, Edward! —exclamé—. ¡Lo has conseguido! ¡Tu conjuro ha funcionado!

—Llámame Eddie —respondió, riendo alegremente—. Llámame Eddie, ¿de acuerdo, Sue?

El conjuro había funcionado a la perfección. Habíamos vuelto al siglo XX. Habíamos regresado a la Torre del Terror, ¡pero como turistas!

—En esta pequeña celda de la torre es donde encarcelaron al príncipe Edward y a la princesa Susannah de York —anunció la guía—. Fueron encerrados aquí y sentenciados a muerte, pero no llegaron a ser ejecutados.

—¿No murieron aquí arriba? —le pregunté a la guía—. ¿Qué pasó?

La guía se encogió de hombros y masticó su chicle.

—Nadie lo sabe. La noche en que iban a ser asesinados, el príncipe y la princesa desaparecieron. Se esfumaron. Es un misterio sin resolver.

Los miembros del grupo hicieron comentarios en voz baja y contemplaron la habitación.

—Miren los gruesos muros de piedra —prosiguió la guía, masticando el chicle mientras hablaba—. Fíjense en la ventana con barrotes que hay en el techo. ¿Cómo lograron escapar? Nunca lo sabremos.

—Nosotros sí sabemos lo que pasó —me susurró alguien al oído.

Cuando Eddie y yo nos dimos la vuelta, vimos a Morgred, que nos sonreía y nos guiñaba un ojo. Llevaba una chaqueta deportiva de color violeta y pantalones gris oscuro.

—Gracias por traerme con vosotros —dijo alegremente.

—Teníamos que traerte, Morgred —respondió Eddie—. Necesitamos un padre.

Morgred se llevó un dedo a los labios.

—¡Chist! No me llaméis Morgred. Ahora soy el señor Morgan, ¿vale?

—Vale —dije yo—. Entonces yo soy Sue Morgan y éste es Eddie Morgan. —Le di a mi hermano una palmadita en la espalda.

El grupo empezó a salir de la celda y nosotros les seguimos. A continuación Eddie sacó los tres guijarros blancos del bolsillo de los téjanos y comenzó a juguetear con ellos.

—Si no hubiera tomado prestadas estas piedrecitas —le dijo al señor Morgan—, esa guía habría contado una historia muy distinta, ¿no?

—Sí —respondió el Mago con gesto pensativo—. Una historia totalmente diferente.

—¡Salgamos de aquí! —propuse—. ¡No quiero volver a ver esta torre en toda mi vida!

—¡Me muero de hambre! —exclamó Eddie inesperadamente.

De repente me di cuenta de que yo también estaba hambrienta.

—¿Queréis que haga aparecer comida con un conjuro? —sugirió el señor Morgan.

Eddie y yo soltamos un gruñido de protesta.

—Creo que ya he tenido bastantes conjuros por hoy —repuse—. ¿Y si nos vamos al Burger Palace y nos zampamos unas buenas hamburguesas del siglo veinte con patatas fritas?