Ante mi sorpresa, Edward parecía mantener la calma. Entonces levantó la mano y vi que guardaba algo en el puño.
Al abrir la mano reconocí las tres piedras; eran los guijarros blancos de Morgred, que inmediatamente empezaron a brillar.
—Edward, ¿otra vez? —exclamé.
Sus labios formaron una sonrisa y sus ojos oscuros se iluminaron.
—Se los birlé a Morgred cuando me abrazó.
—¿Te acuerdas del conjuro? —le pregunté.
La sonrisa de Edward se desvaneció.
—Creo…, creo que sí.
Fuera oí la voz del Verdugo y el ruido de unos pasos que se acercaban por la escalera.
—¡Edward, date prisa! —le dije.
Oí que corrían la aldaba y abrían la pesada puerta lentamente. Entre tanto, Edward se apresuró a apilar las piedras brillantes una encima de otra, pero la de arriba no cesaba de resbalar.
Finalmente, consiguió que los tres guijarros se aguantaran en forma de torre sobre la palma de su mano.
La puerta se abrió unos centímetros más.
Edward sostuvo los guijarros resplandecientes en alto y gritó: «¡Movarum, Lovaris, Movarus!»
Las piedras desprendieron un enorme resplandor de luz blanca que se desvaneció rápidamente. Eché un vistazo a mi alrededor.
—¡Oh, Edward! —gemí, decepcionada—. ¡No ha funcionado! ¡Todavía estamos en la Torre!
Antes de que mi hermano pudiera replicar, la puerta se abrió del todo.