Di un paso para echar a correr, pero me quedé helada, con un pie en el aire.

Al volverme, vi a Edward también paralizado, con los brazos extendidos hacia delante y las piernas en posición de correr. Intenté moverme, pero no pude. Tenía la sensación de que mi cuerpo se había tornado de piedra.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que Morgred nos había hechizado. Mientras permanecía petrificada en el centro del pequeño cuarto, observé que el Mago se dirigía hacia la puerta. Una vez fuera, se volvió hacia nosotros.

—Lo siento muchísimo —nos dijo con voz temblorosa—, pero no puedo dejaros huir. Tenéis que comprenderlo; he hecho lo que he podido, de verdad. Pero ahora no puedo hacer nada; nada de nada.

Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas para ir a morir en su barba blanca. Morgred nos dirigió una última mirada lánguida y cerró la puerta de golpe.

En cuanto corrió la aldaba desde fuera, el hechizo se rompió y Edward y yo recuperamos la movilidad.

Me dejé caer al suelo. De pronto me sentía débil y cansada. Edward permaneció de pie junto a mí, tenso y con los ojos clavados en la puerta.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté a mi hermano—. Pobre Morgred, él quería volver a ayudarnos, pero no podía. Si…

Me callé al oír unos sonoros pasos. Al principio pensé que se trataba de Morgred, que había decidido regresar, pero luego oí hablar a gente en voz baja. Eran varios hombres, y estaban justo al otro lado de la puerta.

Reconocí la voz atronadora de uno de ellos: el Verdugo del Reino.

Me puse en pie con nerviosismo y me volví hacia Edward.

—Vienen a por nosotros —susurré.