Un hombre de cabello blanco, largo hasta los hombros y completamente enredado, entró en la celda. Su barba, corta y puntiaguda, también era blanca, y vestía una túnica violeta que le llegaba hasta los pies.

Sus ojos eran del mismo color violeta que la túnica. Primero dirigió la mirada hacia Eddie y luego hacia mí.

—Habéis vuelto —afirmó solemnemente. Su voz era suave y baja, y sus ojos revelaban una gran tristeza.

—¿Quién es usted? —exclamé—. ¿Por qué nos ha encerrado en esta torre?

—¡Déjenos salir! —exigió Eddie en tono enfadado—. ¡Déjenos salir de aquí ahora mismo!

El hombre del pelo blanco se acercó a nosotros, barriendo el suelo con la túnica. Sacudió la cabeza con pesadumbre, pero no respondió.

A través de la diminuta ventana que había más arriba de nuestras cabezas nos llegaron los gritos y gemidos de los prisioneros que estaban encerrados más abajo. El ventanuco también dejaba entrar la tenue luz del atardecer.

—No me recordáis —comentó el hombre sin alzar la voz.

—¡Pues claro que no! —exclamó Eddie—. ¡Nosotros no tenemos nada que ver con esto!

—Se han equivocado —le dije.

—No me recordáis —repitió, mientras se rascaba la barba con una mano—. Pero me recordaréis.

Parecía dulce y amable, completamente distinto del Verdugo. Sin embargo, cuando su mirada se clavó en mis ojos sentí un escalofrío. Me di cuenta de que ese hombre tenía poder y era peligroso.

—¡Déjenos marchar! —suplicó Eddie de nuevo.

El hombre suspiró.

—Ojalá estuviera en mi poder soltarte, Edward —dijo suavemente—. Y ojalá pudiese soltarte a ti también, Susannah.

—Espere un momento. —Alcé la mano para indicarle que parara—. Sólo un momento. Me llamo Sue, no Susannah.

Las manos del anciano desaparecieron en los grandes bolsillos de su túnica.

—Quizá debería presentarme —dijo—. Me llamo Morgred y soy el Mago del Reino.

—¿Hace trucos de magia? —preguntó Eddie.

—¿Trucos? —El anciano parecía confundido por la pregunta.

—¿Fue usted el que dio la orden de que nos encerraran? —le pregunté—. ¿Fue usted el que nos hizo viajar al pasado? ¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho?

—No es una historia fácil de contar, Susannah —respondió Morgred—. Tú y Edward tenéis que creer…

—¡Deje de llamarme Susannah! —grité.

—¡Y yo no soy Edward! —insistió mi hermano—. Me llamo Eddie. Todo el mundo me llama Eddie.

El anciano sacó las manos de los bolsillos de la túnica. A continuación apoyó una mano en el hombro de Eddie y la otra en el mío.

—Más vale que empiece por la mayor de todas las sorpresas —anunció—. Vosotros no sois Eddie y Sue, y no vivís en el siglo veinte.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir? —exclamé.

—Que en realidad sois Edward y Susannah —respondió Morgred—. Sois el príncipe y la princesa de York, y habéis sido enviados a la Torre por vuestro tío, el rey.