Permanecí en la oscuridad de la cesta con el corazón en un puño.

«¡Menuda traición! Esa mujer ha aceptado mi dinero —pensé indignada—, y luego me ha delatado. ¿Cómo ha podido hacerme esto?»

Todavía estaba a gatas, completamente encogida y aterrorizada. Todo el cuerpo se me quedó dormido y pensé que en cualquier momento me desvanecería.

No obstante, respiré hondo y me incorporé un poco para intentar abrir la tapa. Cuando vi que no se movía, emití un gemido de frustración.

¿La habrían cerrado con la correa? ¿O la estaría aguantando el hombre de la capa?

No importaba; estaba atrapada, y no tenía escapatoria posible. Ahora era su prisionera.

De pronto la cesta se movió bruscamente y yo salí disparada contra uno de los lados. A continuación noté que se deslizaba por el suelo de la casa.

—¡Eh! —exclamé, pero el ruido amortiguaba mi voz. Me tendí sobre el áspero fondo de la cesta, mientras mi corazón palpitaba con fuerza—. ¡Déjenme salir!

Volvieron a zarandear la cesta y a arrastrarla por el suelo.

—¡Niña! ¡Tú, niña! —La mujer intentaba susurrarme algo—. Lo siento mucho —dijo—. Espero que puedas perdonarme, pero no he osado enfrentarme al Verdugo del Reino.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Qué dice?

La cesta se deslizaba cada vez más deprisa, dando tumbos.

—¿Qué ha dicho?

Por toda respuesta hubo un silencio, y ya no volví a oír la voz de la mujer.

Un instante más tarde, oí relinchar a unos caballos. Noté que levantaban la cesta y la zarandeaban. Poco después, la cesta empezó a saltar y agitarse al compás del trote del caballo.

Aunque no veía nada, sabía que me llevaban en un carruaje o carro de algún tipo.

¿El Verdugo del Reino? ¿Era eso lo que había dicho la mujer? ¿Sería el hombre de la capa el Verdugo del Reino?

Empecé a temblar dentro de aquella pequeña y oscura celda. Al principio sólo sentía frío en la espalda, pero poco a poco todo el cuerpo se me fue quedando dormido y helado.

El Verdugo del Reino.

Las palabras resonaban una y otra vez en mi cabeza como un canto terrorífico.

El Verdugo del Reino.

Entonces me pregunté: «¿Qué querrá de mí?»