Suspiré, totalmente derrotada. Sabía que no podía ir mucho más lejos y que el hombre de la capa me capturaría con facilidad.

La mujer apretó al bebé contra su vestido negro, mientras seguía al hombre con la mirada.

—¡Le…, le pagaré! —se me ocurrió decirle inesperadamente.

De pronto había recordado las monedas que el taxista se había negado a aceptar. ¿Las aceptaría ahora la mujer?

Me metí la mano en el bolsillo y saqué el dinero.

—¡Aquí tiene! —exclamé—. ¡Tómelas! ¡Quédeselas todas! ¡Pero escóndame, por favor!

Le puse todas las monedas en la mano. Al examinarlas, la mujer abrió los ojos y la boca, totalmente estupefacta.

«Tampoco las aceptará —pensé—. Me las va a devolver como hizo el taxista.»

Pero me equivocaba.

—¡Soberanos de oro! —exclamó en voz baja—. Soberanos de oro. Solamente he visto uno en mi vida, cuando era niña.

—¿Los acepta? ¿Me va a esconder? —imploré.

Ella se metió las monedas en el escote del vestido y luego me empujó hacia su casa. Dentro olía a pescado y había tres cunas en el suelo, junto a un pequeño fuego.

—Rápido, métete en el cesto de la leña —me ordenó la mujer—. Está vacío. —Me empujó suavemente hacia una gran cesta de mimbre con una tapa.

Con el corazón desbocado, destapé la cesta y me introduje en su interior. Ella volvió a colocar la tapa, dejándome en la más completa oscuridad. Me encogí y apoyé las rodillas y las manos en el áspero fondo de la cesta. Aunque no se me oía, deseé parar de jadear y que mi corazón no palpitara tan fuerte.

Entonces me di cuenta de que la mujer había aceptado las monedas encantada, sin decir que eran dinero de juguete, como el taxista.

«Son monedas muy antiguas», pensé.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. De pronto me di cuenta de por qué todo tenía un aspecto tan distinto, tan antiguo.

«Hemos retrocedido en el tiempo de verdad —me dije—. Estamos en el Londres de hace varios siglos. El hombre de la capa nos trajo aquí con ayuda de esos guijarros y cree que soy otra persona. Me persigue porque me ha confundido con otra. ¿Y cómo le haré ver la verdad? —me pregunté—. ¿Cómo saldré del pasado y volveré a mi época?»

Intenté olvidar esas preguntas y escuchar atentamente. Oí voces fuera de la casita: primero la de la mujer y luego el atronador vozarrón del hombre de la capa.

Contuve el aliento para poder oír sus palabras a pesar de los fuertes latidos de mi corazón.

—Está ahí dentro, señor —dijo la mujer.

Entonces oí unos pasos y sus voces se hicieron cada vez más fuertes. Se acercaron más y más, hasta detenerse junto a la cesta.

—¿Dónde está? —exigió saber el hombre de la capa.

—La he metido en ese cesto, señor —respondió la mujer—. Está empaquetada y lista para llevar.