—¿Eddie? ¡Eddie!

Cada vez que pronunciaba su nombre, mi voz sonaba más aguda y aterrorizada. ¿Dónde se había metido?

—¡Eeee-ddie! —grité.

Las dos mujeres que arrancaban patatas levantaron la vista.

—¿Han visto adónde ha ido mi hermano? —les pregunté.

Ellas negaron con la cabeza y volvieron a su trabajo.

—¡Aahh! —Tuve que pegar un salto para evitar que me atropellara un carro tirado por un buey enorme. El conductor, un hombre gordo, sin camisa y cuyo cuerpo obeso estaba curtido por el sol, en lugar de frenar, chasqueó las cuerdas que usaba como riendas y le gritó al animal para que fuera más deprisa.

Cuando el carro pasó por aquella parte del camino, las ruedas se hundieron en el barro y dejaron unos surcos profundos en el suelo. Las gallinas cloquearon y se apartaron del camino rápidamente, pero las mujeres ni siquiera levantaron la cabeza.

Yo me dirigí a la entrada de la abadía.

—¿Eddie? ¿Estás ahí dentro?

Abrí la puerta y eché una ojeada furtiva al interior. Allí volví a ver el largo pasillo iluminado con velas y a varios hombres vestidos con hábitos que se congregaban alrededor de la entrada.

«Acabamos de salir de ahí —me dije, y acto seguido cerré la puerta—. Eddie no volvería a entrar.»

¿Entonces dónde estaba? ¿Por qué se había ido y me había dejado tirada? ¿Cómo podía haber desaparecido así?

Grité su nombre varias veces más hasta que se me hizo un nudo en la garganta. Tenía la boca completamente seca.

—¿Eddie? —repetí, desesperada.

De camino a una de las casitas, las piernas me empezaron a temblar.

«No te asustes, Sue —me dije—. Lo encontrarás. Sobre todo no te asustes.»

Demasiado tarde; estaba muerta de miedo.

¿Dónde se habría metido?

Al asomarme por la puerta abierta de la casita, percibí un olor desagradable, pero salvo una mesa de madera rústica y un par de taburetes no había nadie.

Me dirigí a la parte trasera de la casa, desde la que se extendía un prado de hierba que hacía un poco de pendiente. Más abajo, en medio de la colina, pastaban cuatro o cinco vacas.

Puse las manos en forma de altavoz y llamé a mi hermano una vez más. Por toda respuesta oí el suave mugido de una vaca. Con un suspiro de preocupación, di media vuelta para regresar al camino.

«Supongo que tendré que registrar todas las casitas —decidí—. Eddie no puede haber ido muy lejos.»

Sólo había dado un par de pasos cuando una sombra se proyectó sobre el camino. Totalmente sorprendida, alcé la vista y me quedé mirando a la figura oscura que me cerraba el paso.

Su capa negra ondeaba al viento. Llevaba otro sombrero negro, pero bajo el ala asomaba la misma cara pálida.