—¿Nos conocen? —me preguntó Eddie en voz baja.
Nosotros también nos quedamos mirándolos. Todo el mundo parecía haberse quedado congelado en su sitio. El cocinero dejó de asar el venado y el único sonido que se oía en todo el comedor era el crepitar de las llamas en las dos chimeneas gemelas.
El hombre de la túnica blanca bajó la mano lentamente y su cara se tornó de un rojo escarlata.
—Sólo queremos encontrar la salida —expliqué con timidez.
Nadie se movió ni respondió.
Yo respiré hondo y volví a intentarlo.
—¿Hay alguien que pueda ayudarnos?
Silencio.
«¿Quién será esta gente tan extraña? —me pregunté—. ¿Por qué nos miran de este modo? ¿Y por qué no nos contestan?»
Eddie y yo dimos un paso atrás cuando ellos empezaron a avanzar hacia nosotros. Algunos murmuraban muy excitados, hablaban entre ellos en susurros y hacían aspavientos con las manos.
—¡Eddie, más vale que nos vayamos de aquí! —murmuré.
Aunque no podía oír lo que decían, no me gustaba la expresión de sus caras. Tampoco me hacía ninguna gracia que vinieran hacia nosotros de todas direcciones, como intentando rodearnos.
—¡Eddie, corre! —grité.
Cuando dimos media vuelta y nos abalanzamos hacia la puerta abierta, oímos un griterío enorme. Los perros se pusieron a ladrar y los niños a llorar. Nosotros nos adentramos en el oscuro pasillo y seguimos corriendo a toda velocidad.
Mientras corríamos, todavía podía notar el calor del fuego en la cara y el intenso aroma del asado. Los gritos de ira de la gente resonaban por todo el pasillo. Cuando me volví, casi sin aliento, creí que los vería detrás de nosotros, pero el pasillo estaba vacío.
Doblamos una esquina y continuamos corriendo. A ambos lados parpadeaban las velas, mientras el suelo de madera crujía bajo nuestras zapatillas deportivas. Aquella luz tenue y tenebrosa, las distantes voces detrás de nosotros, el pasillo en forma de túnel interminable, todo me daba la sensación de estar en un sueño.
Doblamos otro recodo sin dejar de correr. La borrosa luz de las velas empezaba a desenfocarse.
«Estoy flotando en una nube de color naranja brillante —pensé—. ¿Cuándo llegaré al final de estos pasillos vacíos?»
De repente apareció una puerta delante de nosotros, y Eddie y yo gritamos de alegría. Parecía una salida.
«¡Tiene que dar al exterior!», me dije.
Corrimos hasta la puerta sin frenar. Cuando llegamos a ella, extendí las manos, la abrí de un empujón y salimos a la luz del día.
¡Estábamos fuera! ¡Habíamos escapado del oscuro laberinto del hotel!
Tardé unos instantes en librarme del resplandor blanco que me había cegado al salir. Parpadeé varias veces y finalmente miré a mi alrededor.
—¡Oh, no! —grité, agarrando a mi hermano por el brazo—. ¡No! Eddie, ¿qué ha pasado?