—¡Nooo! —lloró Eddie—. ¡Yo quiero salir! ¡Quiero salir de aquí! —repitió, golpeando furiosamente la pared con los puños.
Yo lo aparté con suavidad.
—Debemos de habernos equivocado de dirección al doblar uno de los recodos —le dije.
—¡Ni hablar! —protestó—. ¡Es el mismo pasillo! ¡Lo sé!
—¿Y entonces dónde está el restaurante? —repliqué—. ¿No creerás que han sellado la puerta mientras caminábamos por los pasillos?
Eddie me miró con ojos asustados.
—¿No podemos salir y dar la vuelta al hotel? —preguntó desesperadamente.
—Podríamos hacerlo —reflexioné en voz alta—, si encontráramos una puerta que diese al exterior. Pero de momento…
Me interrumpieron unas voces.
Al volverme descubrí un estrecho pasadizo a nuestra derecha que no había visto antes. De él parecían proceder las voces, y también se oían risas.
—El restaurante debe de estar por ahí —le dije a Eddie—. ¿Lo ves? Sólo teníamos que seguir un poco más. Saldremos de aquí en unos segundos.
El rostro de Eddie se animó un poco.
A medida que avanzábamos por el pasadizo, las voces y risas se hacían más audibles. Al fondo vimos una brillante luz amarilla que salía de una puerta abierta. Cuando entramos, los dos lanzamos una exclamación de sorpresa. ¡Aquél no era el hotel donde habíamos merendado!
Me agarré a Eddie y contemplé la enorme sala. Estaba completamente estupefacta. La única luz procedía del fuego de dos chimeneas enormes. La gente iba disfrazada y estaba sentada en bancos junto a largas mesas de madera.
En el centro de la sala estaban asando un venado sobre una gran fogata. Las mesas rebosaban de comida: carne, coles, verduras, frutas, patatas y otros alimentos que no pude reconocer. Curiosamente, no vi ningún plato o bandeja; la comida estaba dispuesta directamente encima de las largas mesas y la gente alargaba la mano y cogía lo que quería.
Todos comían ruidosamente y hablaban a gritos, reían y cantaban. Bebían a grandes tragos de unas copas de metal, dejándolas con estrépito sobre las mesas y brindando alegremente.
—¡Comen con las manos! —observó Eddie.
Tenía razón; en las mesas no había cubiertos de ningún tipo.
Un gran perro marrón perseguía a dos gallinas por la sala, y una mujer que sostenía a dos bebés sobre el regazo dedicaba toda su atención a masticar un gran trozo de carne.
—Es una fiesta de disfraces —le susurré a Eddie, sin atreverme a moverme de la puerta—. Aquí es donde debían de venir los hombres encapuchados.
Contemplé embobada los trajes de colores: túnicas largas, monos azules y verdes que parecían pijamas y, sobre los hombros, muchas pieles. Las llevaban tanto hombres como mujeres, a pesar del calor procedente de las chimeneas.
En un rincón, junto a un barril, un hombre con una gran piel de oso iba llenando las copas de un espeso líquido color marrón.
Dos niños harapientos jugaban con una herradura debajo de una de las mesas, mientras otro niño vestido que llevaba las piernas enfundadas en unas medias verdes perseguía a una de las gallinas.
—¡Menuda fiesta! —susurró Eddie—. ¿Quién es esta gente?
Yo me encogí de hombros.
—No lo sé. No entiendo muy bien lo que dicen. ¿Y tú?
Eddie negó con la cabeza.
—Tienen un acento raro.
—Pero quizás alguien de aquí pueda decirnos cómo salir —sugerí.
—Intentémoslo —dijo Eddie.
Empecé a caminar y, aunque avanzaba lentamente, por poco tropecé con un perro que dormía en el suelo. Me dirigí hacia uno de los hombres que estaba asando el venado, mientras Eddie me seguía a poca distancia. El hombre sólo llevaba unos pantalones cortos de arpillera, y la frente y el torso le brillaban a causa del sudor.
—Perdone —le dije.
El hombre levantó la vista y me miró con una expresión de completa sorpresa.
—Perdone —repetí—, ¿podría decirnos cómo salir del hotel?
Él continuó mirándome sorprendido, sin responder a mi pregunta. Me miraba como si nunca hubiera visto a una niña de doce años vestida con una camiseta y téjanos.
Dos niñas con vestidos de color gris, largos hasta el suelo, se acercaron a nosotros y nos miraron con la misma expresión de asombro que el hombre. Tenían el pelo largo y rubio, pero totalmente enredado. ¡Parecía que no se lo hubieran peinado en toda su vida!
Ambas nos señalaron con el dedo y soltaron unas risitas. En ese momento me di cuenta de que toda la sala se había quedado en completo silencio, como si alguien hubiera accionado un botón para bajar el volumen al mínimo.
Mi corazón empezó a latir con fuerza y el intenso olor del asado me mareó. Al volverme, vi que toda la sala había enmudecido y que todos nos estaban mirando boquiabiertos.
—Sien…, siento interrumpir la fiesta —tartamudeé con voz asustada.
De pronto todos se pusieron en pie. Uno de los largos bancos de madera se volcó y toda la comida se desparramó por el suelo. Unos niños nos señalaban y se reían en voz baja. Incluso las gallinas parecían haber cesado de cloquear y de pasearse por la sala.
Fue entonces cuando un hombre enorme con la cara encendida y una túnica blanca levantó la mano y nos señaló con el dedo a Eddie y a mí.
—¡Son ELLOS! —gritó—. ¡Son ELLOS!