—¿Qué abadía? —pregunté—. ¿Por qué dice eso?
El anciano no respondió, simplemente asintió con gesto solemne mientras la luz de las velas se reflejaba en sus ojos húmedos. Entonces se volvió para reunirse en silencio con los otros, arrastrando la túnica por el suelo.
—¿Qué quería decir? —inquirió Eddie en cuanto el anciano encapuchado hubo desaparecido—. ¿Por qué intentaba asustarnos?
Sacudí la cabeza.
—Debe de ser una broma —deduje—. Seguramente iban a alguna fiesta.
Eddie frunció el entrecejo, pensativo.
—Eran bastante siniestros, Sue. No tenían pinta de ir de juerga.
Yo suspiré.
—Busquemos el ascensor y volvamos a la habitación. Esta parte del hotel me da miedo; es demasiado oscura y solitaria.
—Eh, se supone que soy yo el que tiene miedo —dijo Eddie, siguiéndome por el pasillo—. Tú eres la valiente, ¿recuerdas?
Continuamos caminando por aquellos pasillos, sintiéndonos cada vez más perdidos. No había forma de encontrar ni el ascensor ni un modo de salir.
—¿Es que vamos a caminar eternamente? —se lamentó Eddie—. Tiene que haber una salida, ¿no?
—Volvamos atrás —sugerí—. El taxista ya debe de haberse ido. Regresemos hacia donde vinimos y salgamos por el restaurante.
Eddie se apartó el cabello de la frente.
—Buena idea —murmuró.
Dimos media vuelta e iniciamos el largo camino de regreso al restaurante. Nos resultó fácil; simplemente seguimos el pasillo y doblamos a la izquierda en lugar de a la derecha. Andábamos rápido y sin hablar.
Mientras caminábamos, intenté recordar nuestro apellido y a nuestros padres. Me esforcé en recordar sus caras o cualquier cosa sobre ellos, pero no hubo manera.
Perder la memoria es algo terrorífico; mucho peor que ser perseguido por alguien, puesto que la culpa está en tu interior, en tu propia mente. Resulta imposible escapar o esconderse; es un problema que no puedes resolver y te hace sentir completamente impotente.
Mi única esperanza era que papá y mamá estuvieran esperándonos en la habitación y que pudiesen explicarnos lo que nos había ocurrido.
—¡Oh, no! —exclamó Eddie, interrumpiendo mis pensamientos.
Habíamos llegado al final del pasillo, donde debía estar la puerta de cristal. Pero no había ninguna puerta, ni que diera al restaurante ni a cualquier otra parte.
Eddie y yo estábamos delante de una pared de piedra.