Una luz intermitente de color naranja rompió la oscuridad.

Abrí los ojos y parpadeé varias veces. A continuación respiré profundamente. El hombre de la capa ya no estaba.

—Eddie, ¿estás bien? —le pregunté con voz temblorosa.

—Creo…, creo que sí —tartamudeó Eddie.

Miré el largo pasillo y descubrí asombrada que estaba lleno de puertas. Al lado de cada puerta había un candelabro con una vela.

—Sue, ¿cómo hemos llegado a este pasillo? —preguntó Eddie en voz baja—. ¿Dónde está el hombre de la capa?

—No lo sé —respondí—. Estoy tan confusa como tú.

Eddie y yo caminamos por el pasillo.

—Ésta debe de ser la parte vieja del hotel —supuse—. Deben de haberlo decorado así para que parezca antiguo.

Pasamos por delante de muchas puertas. Aparte del ruido de nuestras zapatillas deportivas sobre el suelo de madera, todo estaba silencioso. No había nadie más a la vista. La luz de las velas, las puertas oscuras, el silencio inquietante… me daban escalofríos. Me temblaba todo el cuerpo.

Eddie y yo seguimos andando bajo la débil luz anaranjada.

—Quie…, quiero volver a la habitación —dijo Eddie cuando doblamos otro recodo—. Quizá papá y mamá hayan vuelto y estén esperándonos arriba.

—Quizá —respondí con escepticismo.

Entramos en otro pasillo igual de silencioso, bañado por la luz tétrica y danzante de las velas.

—Tiene que haber un ascensor por aquí cerca —murmuré.

Pero solamente pasábamos ante puertas cerradas.

Al doblar otra esquina, casi nos dimos de bruces contra un grupo de personas.

—¡Ooohhh! —exclamé, sorprendida por el hecho de encontrar gente en aquellos pasillos tan desiertos.

Cuando pasaron me quedé mirándolos; llevaban unas túnicas largas y las caras ocultas bajo capuchas oscuras. Era imposible decir si eran hombres o mujeres. Se movían silenciosamente, sin hacer el más mínimo ruido, y no nos prestaron ninguna atención.

—Oiga… ¿Podrían decirnos dónde está el ascensor? —preguntó Eddie.

No se volvieron ni contestaron.

—¡Eh! —gritó Eddie, mientras corría detrás de ellos—. ¡Por favor! ¿Han visto el ascensor?

Uno de ellos se detuvo y se volvió hacia Eddie. Los otros continuaron avanzando lentamente por el pasillo, arrastrando sus largas túnicas. Al colocarme junto a mi hermano, vi la cara del encapuchado: era un hombre viejo con las cejas pobladas y blancas.

El anciano miró primero a Eddie y luego a mí. Sus ojos eran profundos, y su expresión, triste.

—Percibo el Mal a vuestro alrededor —nos anunció en voz baja.

—¿Qué? —exclamé—. Mi hermano y yo…

—No salgáis de la abadía —nos aconsejó el anciano—. Percibo el Mal muy cerca. Vuestra hora está próxima, muy próxima…