Pegué un salto y la servilleta fue a parar a mi zapato, así que me deshice de ella dándole una patada. A continuación tiré con fuerza del brazo de Eddie.
—Venga, vámonos de aquí.
Con cara de duda, Eddie me miró a mí y luego al taxista, que acababa de detenerse junto a la entrada y estaba registrando el restaurante con la mirada.
—Date prisa —susurré—. Todavía no nos ha visto.
—Quizá deberíamos explicarle… —dijo Eddie.
—¿Explicarle qué? —le corté—. ¿Que no podemos pagarle porque hemos perdido la memoria y no nos acordamos de nuestro propio nombre? Dudo mucho que se lo crea, ¿y tú?
Eddie frunció el entrecejo.
—Tienes razón, pero ¿cómo salimos de aquí?
El taxista bloqueaba la puerta de entrada, pero había otra al fondo del restaurante, justo detrás de nuestra mesa. Era una puerta de cristal con una cortina y un rótulo que decía «NO PASAR», pero no importaba. No había elección; teníamos que escapar.
Agarré el picaporte y abrí la puerta de un tirón. Eddie y yo nos escabullimos y cerramos la puerta detrás de nosotros.
—Creo que no nos ha visto —susurré—. Me parece que nos hemos salvado.
Ante nosotros había un pasillo largo y oscuro. El suelo estaba sin enmoquetar, y las paredes, sucias y sin pintar.
«Debe de ser una zona reservada al personal del hotel», pensé.
Antes de doblar un recodo, levanté una mano para que Eddie se detuviera. Nos quedamos en silencio un instante para comprobar si se oían pasos. ¿Nos habría visto el taxista? ¿Nos habría seguido hasta allí?
Lo cierto es que me resultaba imposible oír nada salvo los fuertes latidos de mi corazón.
—¡Qué día tan horrible! —me quejé.
Pero entonces el día se volvió aún más horrible; el hombre de la capa negra apareció ante nosotros.
—¿Creíais que no iba a seguiros? —preguntó—. ¿O acaso pensabais que podíais escapar de mí?