—Tenemos que conservar la calma —le dije a mi hermano—. Si nos tranquilizamos, seguro que podremos recordarlo.
—Supongo que sí —respondió Eddie, aunque no parecía estar muy convencido. Permaneció con la mirada perdida y los dientes apretados; luchaba por no llorar.
Eddie y yo estábamos en el restaurante del hotel, siguiendo la sugerencia del recepcionista, que había prometido localizar a nuestros padres mientras comíamos. Por supuesto habíamos aceptado encantados. ¡Nos moríamos de hambre!
Nos sentamos en una mesa pequeña al fondo del restaurante. Yo miré alrededor de aquella sala amplia donde las arañas de cristal brillaban sobre los elegantes comensales. En un pequeño palco un cuarteto de cuerda tocaba música clásica.
Eddie tamborileaba con nerviosismo sobre el mantel blanco, mientras yo jugueteaba con los pesados cubiertos de plata. Miré a mi alrededor y vi que las otras mesas estaban llenas de gente feliz y alegre. En la mesa de al lado tres niños cantaban una canción en francés ante sus sonrientes padres.
Eddie se inclinó sobre la mesa y me susurró:
—¿Cómo vamos a pagar la comida? Nuestro dinero no sirve.
—Podemos cargarlo en la cuenta de la habitación —respondí—. Cuando sepamos cuál es.
Eddie asintió con la cabeza y se hundió en la silla. Acto seguido apareció un camarero sonriente vestido de esmoquin.
—Bienvenidos al Barclay —dijo—. ¿Qué desean tomar?
—¿Podríamos ver el menú? —pedí yo.
—Ahora mismo no hay menú —contestó el camarero sin alterar su expresión—. Todavía estamos sirviendo el té.
—¿Té? —exclamó Eddie—. ¿No hay comida?
El camarero soltó una risita.
—Le llamamos «té», pero de hecho es una merienda que incluye bocadillos, bollos, cruasanes y una selección de pastas.
—Muy bien. Té para dos —le dije.
El camarero hizo una reverencia rápida, dio media vuelta y se encaminó hacia la cocina.
—Al menos comeremos algo —musité.
Creo que Eddie no me oyó; seguía mirando hacia la puerta de entrada del restaurante. Seguro que buscaba a papá y mamá.
—¿Por qué no recordamos nuestro apellido? —preguntó deprimido.
—No lo sé —confesé—. Estoy muy confusa.
Cada vez que empezaba a pensar en ello, me mareaba. No hacía más que repetirme a mí misma que la culpa era del hambre.
«Te acordarás cuando hayas comido algo», me decía una y otra vez.
El camarero trajo una bandeja de canapés en forma de triángulo. Reconocí los de huevo duro y atún, pero no supe de qué eran los demás. Sin embargo, a Eddie y a mí no nos importó, ya que empezamos a devorarlos en cuanto el camarero los dejó encima de la mesa.
Nos bebimos dos tazas de té y a continuación llegó la siguiente bandeja llena de bollos y cruasanes. Los untamos con mantequilla y mermelada de fresa y nos los zampamos con entusiasmo.
—Quizá si le hiciéramos al recepcionista una descripción de papá y mamá, eso le ayudaría a encontrarlos —sugirió Eddie, mientras cogía el último cruasán antes de que yo pudiera hacerme con él.
—¡Buena idea! —exclamé.
Pero entonces volvió a embargarme la misma sensación de mareo.
—Eddie —dije—. ¡No me acuerdo de cómo son papá y mamá!
Eddie dejó caer el cruasán.
—Yo tampoco —murmuró, bajando la cabeza—. ¡Esto es de locos, Sue!
Yo cerré los ojos.
—Chist. Intenta imaginártelos —insistí—. Aparta otros pensamientos y concéntrate en una imagen.
—¡No…, no puedo! —tartamudeó Eddie, con voz asustada—. Aquí está pasando algo muy raro. Algo nos está afectando.
Tragué saliva y abrí los ojos. Me resultaba imposible recordarlos. Intenté pensar en mamá: ¿era rubia o morena?, ¿alta o baja?, ¿gorda o delgada? Lo había olvidado.
—¿Dónde vivimos? —se lamentó Eddie—. ¿Vivimos en una casa? No me acuerdo, no me acuerdo de nada.
Noté por su voz que Eddie estaba a punto de llorar. Yo sentí un nudo en la garganta que me impedía respirar. Me quedé mirando a Eddie, incapaz de pronunciar una sola palabra.
¿Qué podía decir? El cerebro me daba vueltas como una peonza.
—Hemos perdido la memoria —dije finalmente—. O al menos parte de ella.
—¿Cómo? —preguntó Eddie con voz trémula—. ¿Cómo puede habernos ocurrido lo mismo a los dos?
Junté las manos sobre mi regazo y me di cuenta de que las tenía completamente heladas.
—Por lo menos nos acordamos de algunas cosas —observé, intentando ser optimista.
—Aún recordamos nuestros nombres —replicó Eddie—, pero no nuestro apellido. ¿Qué más recordamos?
—Nos acordamos de nuestro número de habitación —contesté—. La seiscientos veintiséis.
—¡Pero el recepcionista dice que no puede ser! —exclamó Eddie.
—Y recordamos por qué vinimos a Londres —proseguí—. Porque papá y mamá venían a un congreso.
—¡Pero no hay ningún congreso en el hotel! —exclamó Eddie—. Nuestros recuerdos son incorrectos, Sue. ¡Totalmente falsos!
Insistí en averiguar lo que recordábamos. Tenía la sensación de que, si hacíamos una lista, no nos sentiríamos tan mal. Era una idea absurda, pero no se me ocurría nada más.
—Recuerdo la excursión que hemos hecho hoy —dije—. Y recuerdo todos los sitios de Londres que hemos visitado. Recuerdo al señor Starkes. Recuerdo…
—¿Y ayer? —interrumpió Eddie—. ¿Qué hicimos ayer, Sue?
Iba a responder, pero de muevo me quedé sin respiración.
¡No recordaba el día de ayer! ¡Ni anteayer! ¡Ni el día anterior!
—Oh, Eddie —gemí, cubriéndome las mejillas con las manos—. Esto es horrible.
Eddie no pareció oírme; tenía la vista fija en la puerta del restaurante. Yo seguí su mirada y vi a un hombre esbelto y rubio que entraba en la sala.
El taxista.
¡Nos habíamos olvidado por completo de él!