—¡No pueden haberse ido por las buenas! —exclamé. Me dirigí al armario para asegurarme. No sé por qué lo hice, ya que desde el otro lado de la habitación se veía claramente que estaba vacío.

—¿Estás segura de que ésta es nuestra habitación? —preguntó Eddie, al tiempo que abría el resto de los cajones del tocador. Todos estaban vacíos.

Aunque buscamos por todo el cuarto, no había ni rastro de papá y mamá.

—Será mejor que volvamos a recepción —sugerí, tras pensármelo mucho—. Averiguaremos en qué sala es el congreso e iremos a buscarlos.

—No puedo creer que todavía estén en la reunión —murmuró Eddie, negando con la cabeza—. ¿Por qué habrían hecho las maletas y se las habrían llevado consigo?

—Seguro que hay una explicación lógica —respondí—. Venga, vamos abajo.

Salimos al pasillo y cogimos el ascensor hasta el vestíbulo. Cuando llegamos a recepción, nos encontramos con un corrillo de gente arracimada alrededor del mostrador. Una mujer gorda vestida con un mono verde se quejaba acaloradamente de la habitación que le habían asignado.

—Me prometieron una con vistas al río —le gritó a un recepcionista con la cara muy colorada—, ¡y quiero una con vistas al río!

—Pero señora —le contestó éste suavemente—, este hotel no está situado cerca del río, así que no hay ninguna habitación con vistas al río.

—Pues yo quiero ver el río —insistió ella—. ¡Mire, lo pone aquí!

La mujer plantó una hoja de papel delante de la cara del hombre. La discusión duró unos minutos más, pero enseguida perdí el interés. Estaba pensando en papá y mamá; me preguntaba dónde estarían y por qué no nos habían dejado una nota o un mensaje.

Tras unos diez minutos de espera, Eddie y yo nos dirigimos al recepcionista. Después de meter unos papeles en una carpeta, se volvió hacia nosotros y nos sonrió de forma automática.

—¿Puedo ayudaros?

—Estamos intentando encontrar a nuestros padres —le dije, apoyando los codos sobre el mostrador—. Están en el congreso, creo. ¿Podría decirnos dónde es?

El recepcionista me miró un buen rato, como si no entendiera lo que le había dicho.

—¿Qué congreso es ése? —preguntó finalmente.

Intenté pensar, pero por mucho que me esforzaba no recordaba el nombre del congreso ni de qué trataba.

—Es uno muy grande —respondí sin saberlo a ciencia cierta—. Con gente que ha venido de todas partes del mundo.

El recepcionista se quedó pensativo.

—Hummm…

—¡Es un congreso grandísimo! —intervino Eddie.

—Me parece que se trata de una confusión —dijo el recepcionista con el entrecejo fruncido—. Esta semana no hay ningún congreso en el hotel.

Me quedé mirándolo con la boca completamente abierta. Traté de decir algo, pero no me salían las palabras.

—¿Ninguno? —insistió Eddie tímidamente.

El empleado del hotel sacudió la cabeza.

—Ninguno.

En ese momento le llamó una chica joven desde el interior de la recepción y, tras indicarme con la mano que enseguida volvía, se marchó para averiguar qué ocurría.

—¿Estás segura de que estamos en el hotel correcto? —me susurró Eddie con gesto preocupado.

—Pues claro —le respondí con dureza—. ¿Por qué no dejas de hacerme esas preguntas tan tontas? No soy idiota, ¿vale? ¿Por qué no paras de preguntarme si es la habitación correcta o el hotel equivocado?

—Porque no entiendo nada —farfulló.

Estaba a punto de responder cuando el recepcionista regresó al mostrador.

—¿En qué habitación estáis? —preguntó, mientras se rascaba la oreja.

—La seiscientos veintiséis —contesté.

Después de teclear en el ordenador, se quedó mirando la pantalla verde.

—Lo siento, pero esa habitación está vacía.

—¿Qué? —exclamé.

El recepcionista me examinó detenidamente, entornando los ojos.

—En estos momentos la habitación 626 no está ocupada —repitió.

—¡Pero si estamos nosotros! —protestó Eddie.

El empleado esbozó una sonrisa forzada y levantó las dos manos como diciendo: «Calma, calma.»

—Encontraremos a vuestros padres —nos dijo con su sonrisa forzada, mientras tecleaba en el ordenador—. A ver, ¿cuál es vuestro apellido?

Abrí la boca para responder, pero no me vino ninguna respuesta a la cabeza. Miré a Eddie, que parecía muy concentrado.

—¿Cuál es vuestro apellido, niños? —repitió el recepcionista—. Si vuestros padres están en el hotel, podemos encontrarlos. Pero necesito saber vuestro apellido.

Lo miré fijamente sin decir nada. Entonces noté una extraña sensación que empezó en la nuca y me recorrió todo el cuerpo; por un instante pensé que no podía respirar, que el corazón se me había parado.

Mi apellido, mi apellido… ¿Por qué no conseguía recordarlo?

Noté que empezaba a temblar y los ojos se me llenaban de lágrimas. ¡Era horrible!

«Me llamo Sue —me dije—. Sue…, Sue, ¿qué más?»

Temblando y llorando, agarré a Eddie por los hombros.

—Eddie, ¿cuál es nuestro apellido? —le pregunté.

—No…, no lo sé —sollozó.

—¡Oh, Eddie! —exclamé, al tiempo que abrazaba a mi hermano—. ¿Qué nos pasa? ¿Qué nos pasa?