—¡Eh, vosotros! ¡Sí, vosotros!
El hombre se acercaba cojeando; bajo el grueso abrigo gris uno de sus hombros subía y bajaba.
Eddie y yo contemplamos abrazados al hombre que venía por el aparcamiento. Su pelo blanco asomaba por debajo de una pequeña gorra gris, y debajo del abrigo que le llegaba hasta los tobillos se adivinaba un cuerpo delgado.
El hombre se detuvo frente a nosotros y esperó hasta recuperar el aliento. Cuando la luz de la luna le iluminó el rostro, vimos que nos estaba examinando detenidamente: primero a Eddie y luego a mí.
—¿Sois los niños que buscaba el conductor del autocar? —preguntó con una voz aguda y estridente. Tenía un acento distinto al del señor Starkes. Creo que era escocés.
Eddie y yo asentimos con la cabeza.
—Bueno, yo soy el vigilante nocturno —nos informó el hombre—. Después de cerrar sólo quedo yo.
—Oiga…, ¿dónde está nuestro autocar? —preguntó Eddie con timidez.
—Se ha ido —respondió el hombre con dureza—. Os han buscado por todas partes, pero no podían esperar más. ¿Qué ha pasado? ¿Os habéis perdido ahí dentro? —Señaló con el dedo hacia la Torre.
—Nos ha perseguido un hombre —contestó Eddie—. Nos decía que fuéramos con él, y daba mucho miedo, y…
—¿Un hombre? ¿Qué hombre? —El vigilante nocturno nos miró con aire incrédulo.
—¡El hombre de la capa negra y el sombrero! —respondí—. Nos ha perseguido por la Torre.
—En la Torre no hay ningún hombre —dijo el vigilante, negando con la cabeza—. Ya os lo he dicho, después de cerrar, sólo me quedo yo.
—¡Pero estaba ahí! —protesté—. ¡Y quería hacernos daño! Nos ha perseguido por la cloaca y, entonces, las ratas…
—¿La cloaca? ¿Qué hacíais vosotros dos en la cloaca? —preguntó el vigilante—. Hay reglas sobre dónde pueden entrar los turistas. Si las incumplís, no podemos hacernos responsables. —El hombre suspiró—. Y ahora me venís con el cuento de un tipo con una capa negra, y de que habéis estado en las cloacas. ¡Menuda fantasía!
Eddie y yo nos miramos; sabíamos que este hombre no iba a creernos.
—¿Cómo vamos a volver al hotel? —quiso saber Eddie—. Nuestros padres estarán preocupadísimos.
Yo eché un vistazo a la carretera; no había ni coches ni autobuses.
—¿Tenéis dinero? —preguntó el vigilante, al tiempo que volvía a colocarse la gorra—. En la esquina hay una cabina telefónica y puedo llamar a un taxi.
Me metí la mano en el bolsillo de los téjanos y comprobé que todavía tenía las monedas que mis padres me habían dado antes de salir. Suspiré aliviada.
—Tenemos dinero —le dije al vigilante.
—Desde aquí el taxi os costará por lo menos unas quince o veinte libras —nos avisó.
—No pasa nada —contesté—. Nuestros padres nos han dado dinero. Si no tenemos suficiente, ellos pagarán al conductor.
El vigilante asintió y a continuación se volvió hacia Eddie.
—Pareces agotado, jovencito. ¿Te has asustado mucho ahí dentro?
Eddie tragó saliva.
—Sólo quiero volver al hotel —murmuró.
El vigilante asintió y, metiéndose las manos en los bolsillos de su abrigo gris, nos condujo hacia la cabina de teléfonos.
Al cabo de diez minutos llegó un taxi negro. El taxista era un hombre rubio con el pelo largo y ondulado.
—¿A qué hotel vais? —nos preguntó, asomándose por la ventanilla.
—Al Barclay —respondí.
Eddie y yo nos subimos a la parte trasera del taxi. Dentro se estaba muy calentito. ¡Qué gusto daba poder sentarse!
Al alejarnos de la Torre del Terror, no miré atrás. No quería volver a ver ese viejo castillo nunca más.
El coche se deslizó suavemente por las calles oscuras. El taxímetro hacía un tic-tac agradable y el taxista tarareaba una melodía. Cerré los ojos y me hundí en el asiento de piel. Intenté no pensar en el hombre terrorífico que nos había perseguido por la Torre, pero no me lo podía quitar de la cabeza.
Pronto regresamos al centro de Londres, donde las calles rebosaban de coches y gente. Por todas partes había rótulos iluminados de restaurantes y teatros.
Al llegar delante del hotel Barclay, el taxi se detuvo. El taxista abrió la mampara situada detrás de su asiento y me dijo:
—Son quince libras y sesenta peniques.
Eddie se incorporó, pero estaba medio dormido. Al descubrir que habíamos llegado a nuestro destino, parpadeó varias veces, asombrado.
Saqué las pesadas monedas del bolsillo y se las tendí al taxista.
—No sé muy bien qué es qué —confesé—. ¿Podría cobrarse de aquí?
El taxista echó un vistazo a las monedas y arqueó una ceja.
—¿Qué es eso? —preguntó con frialdad.
—Monedas —respondí. No sabía qué decir—. ¿Tengo suficiente para pagarle?
El hombre me miró fijamente.
—¿Tienes dinero de verdad? ¿O es que me vas a pagar con dinero de juguete?
—No…, no lo entiendo —tartamudeé. La mano me empezó a temblar y casi se me cayeron las monedas.
—Yo tampoco —contestó con dureza el taxista—. Lo que sí sé es que esto no son monedas de verdad. Aquí utilizamos libras esterlinas, señorita.
El taxista parecía enfadado; me estaba mirando fijamente a través de la mampara de cristal.
—Bueno, ¿me va a pagar en libras esterlinas o qué? ¡Quiero mi dinero ya!