La risa se hizo más fuerte, y la sangre se nos heló en las venas.

—Habéis entrado en el calabozo del rey. Abandonad toda esperanza —declaró la voz.

—¿Quién…, quién es? —imploré.

Por toda respuesta oímos unas carcajadas estremecedoras.

En la tenebrosa sala, la única iluminación era un pálido haz de luz verdosa procedente del techo. Abrazada a Eddie, escudriñé la oscuridad a fin de encontrar alguna forma de escapar.

—¡Allí! ¡Mira! —susurró Eddie señalando con el dedo el lado opuesto de la habitación.

Vislumbré una celda y avanzamos hacia ella. Entonces vimos una cosa entre los barrotes: una mano huesuda.

—¡Aaahhh! —exclamé.

Eddie y yo dimos un salto hacia atrás. Al mismo tiempo oímos golpes en la puerta y volvimos a sobresaltarnos.

—¡No podéis escapar! —gritaba furioso el hombre de la capa desde el otro lado.

Eddie me agarró de la mano mientras el hombre aporreaba la puerta de forma atronadora.

¿Aguantaría la barra?

Frente a nosotros, dos manos huesudas asomaron entre los barrotes de otra celda.

—¡Esto no puede estar pasando! —dijo Eddie, aterrorizado—. ¡Los calabozos ya no existen!

—¡Tiene que haber otra puerta! —susurré, sin poder apartar la vista de aquellas manos horribles—. Busca otra puerta.

Comencé a buscar frenéticamente hasta que, en un rincón, distinguí una pequeña grieta por la que se filtraba luz. Me abalancé hacia ella inmediatamente, pero tropecé con algo: un bulto encadenado al suelo.

Era un cuerpo, el cuerpo de un hombre.

El choque había producido un ruido seco y angustioso. Me volví, confusa, pero se me enredó un pie en las cadenas y acabé por caer al suelo. Aterricé sobre las rodillas y los codos, y sentí una fuerte punzada de dolor.

Sin embargo, el cuerpo no se movió.

Me incorporé y lo examiné de cerca. Entonces me di cuenta de que era un muñeco. No era una persona, sino un maniquí encadenado al suelo.

—Eddie, ¡no es de verdad! —grité.

—¿Qué? —Mi hermano me miró con una mueca de confusión y miedo.

—¡Nada es de verdad! —insistí—. ¡Mira! Las manos de las celdas… ¡no se mueven! Son parte de la exposición, Eddie.

Eddie iba a responder, pero le interrumpió la misma risa cruel que habíamos oído antes.

—Habéis entrado en el calabozo del rey. Abandonad toda esperanza —repitió la voz, seguida de más risas diabólicas.

Era una cinta, una grabación; no había nadie más en la sala con nosotros. El guarda del calabozo era un truco para los turistas.

Suspiré aliviada. El corazón todavía me latía aceleradamente, pero me sentía un poco mejor ahora que sabía que no estábamos encerrados en un auténtico calabozo.

—Todo saldrá bien —le aseguré a Eddie.

En ese momento la puerta se abrió con un gran chasquido y el hombre que nos perseguía irrumpió en la sala, gritando y arrastrando la capa. Sus ojos oscuros brillaban triunfales.