—¡No os mováis! —bramó el hombre mientras recogía el guijarro. Su voz profunda retumbó en las paredes de piedra—. Ya os lo he dicho: ¡no podéis escapar!
Aunque mi hermano estaba muerto de miedo, echó a correr sin que yo tuviera que decírselo dos veces.
—¡Alto! —gritó el hombre de la capa.
Su voz atronadora nos perseguía mientras bajábamos por la escalera de caracol a toda velocidad, tropezando y apoyándonos con las manos en las paredes para no caer.
Abajo, abajo, abajo.
Corríamos tan deprisa que la cabeza me daba vueltas. No obstante, me esforcé en distinguir algo pese a la escasa luz, no marearme y, sobre todo, no ceder al terror que se iba apoderando de mí.
En ese momento, la cámara se me cayó del bolsillo del anorak y rodó escaleras abajo con gran estrépito. No me paré a recogerla. De todos modos, ya estaba rota.
—¡Venga! —animé a Eddie—. ¡Vamos! ¡Ya estamos llegando!
¿O no? ¿Por qué el descenso parecía mucho más largo?
Aunque se oían nuestros pasos contra el suelo de piedra, las pisadas del hombre de la capa eran mucho más fuertes y pesadas. Sus gritos retumbaban en la estrecha escalera y nos envolvían; era como si nos estuvieran persiguiendo cien hombres en lugar de uno.
«¿Quién es? ¿Por qué nos persigue? ¿Y por qué está tan enfadado?», me preguntaba mientras bajaba a toda velocidad por la escalera de caracol. Desgraciadamente no había tiempo para encontrar las respuestas.
Finalmente, Eddie y yo llegamos a la gran puerta gris, pero no pudimos frenar a tiempo y nos estrellamos contra ella.
—¡La salida! ¡Ya hemos…, ya hemos llegado! —tartamudeé. Todavía se oían los pasos del hombre un poco más arriba, pero se aproximaban a marchas forzadas.
«¡Vamos a salir! —pensé—. ¡Estamos salvados!»
Eddie empujó la puerta con el hombro, primero una y luego otra vez. A continuación se volvió hacia mí con cara de espanto.
—¡Está cerrada con llave! ¡Estamos atrapados!
—¡No puede ser! —grité yo—. ¡Empuja fuerte!
Los dos apoyamos un hombro en la puerta y empujamos con todas nuestras fuerzas, pero no se movió.
El hombre se aproximaba peligrosamente. Estaba tan cerca que podíamos oír lo que estaba murmurando.
«No tenemos escapatoria —concluí—. Nos ha atrapado. Pero ¿qué quiere de nosotros? ¿Qué nos va a hacer?»
—Intentémoslo una vez más —dije con voz ahogada.
Eddie y yo nos volvimos hacia la puerta.
—¡Alto ahí! —gritó el hombre de la capa.
Sin hacerle caso, Eddie y yo le dimos un último empujón a la puerta, que finalmente cedió y se entreabrió con un gran crujido. Eddie respiró hondo y se escabulló por la abertura, y yo le seguí.
Jadeando, cerramos la puerta a nuestras espaldas. Por fuera la puerta tenía una larga barra de hierro, que corrimos para atrancarla por completo. Habíamos encerrado al hombre de la capa.
—¡Estamos salvados! —grité, apartándome de la puerta.
Entonces me di cuenta de que no estábamos fuera, sino en una enorme sala oscura. Una voz de hombre y una risita cruel me informaron de que en aquella sala tampoco estábamos fuera de peligro.