Cuando vimos que el hombre empezaba a avanzar hacia nosotros, Eddie gimió y yo me quedé boquiabierta.

Entonces deduje quién era.

—Usted es un guarda, ¿no?

Él no contestó.

—Me…, me ha asustado. —Solté una carcajada nerviosa—. Con ese disfraz… Usted trabaja aquí, ¿verdad?

El hombre avanzó un poco y alargó las manos hacia nosotros.

—Perdone que se nos haya hecho tan tarde —continué—. Es que hemos perdido a nuestro grupo. Supongo que querrá cerrar pronto para irse a casa.

Avanzó un paso más y sus ojos brillaron de modo siniestro.

—Ya sabes por qué estoy aquí —gruñó.

—No, no lo sé… Yo… —No pude acabar la frase porque el hombre me agarró por el hombro.

—¡Eh! ¡Suéltala! —gritó Eddie, pero entonces el hombre de la capa lo cogió a él también.

Me estaba clavando sus dedos enguantados con muchísima fuerza.

—¡Ay! —grité de dolor.

El hombre nos empujó contra la helada pared de piedra y en ese momento alcancé a verle la cara. Tenía una expresión de ira y unas facciones duras; la nariz, larga y afilada, los labios, finos, y los ojos, fríos y brillantes.

—¡Déjenos marchar! —exigió Eddie con valentía.

—¡Tenemos que volver con el grupo! —chillé—. Nos vamos. ¡No nos puede retener aquí!

El hombre hizo caso omiso de nuestras súplicas.

—No os mováis —dijo con voz cavernosa—. Quedaos aquí y no intentéis escapar.

—Oiga, señor…, si hemos hecho algo… —Mi voz se apagó cuando vi que metía la mano bajo la capa y sacaba algo.

Al principio pensé que eran tres pelotas de goma, pero cuando las hizo entrechocar me di cuenta de que se trataba de guijarros blancos.

«¿Qué está pasando? —me pregunté—. ¿Estará loco? ¿Será peligroso?»

—Oiga, por favor… —suplicó Eddie—. Tenemos que irnos.

—¡No os mováis, he dicho! —gritó el hombre al tiempo que se echaba la capa hacia atrás—. No os mováis y no hagáis ruido. ¡Es la última vez que lo repito!

Eddie y yo nos miramos asustados. Aproveché que estaba de espaldas a la pared de piedra para deslizarme disimuladamente hacia la escalera más cercana.

El hombre murmuraba unas palabras ininteligibles, totalmente concentrado en sus guijarros blancos. Los intentaba apilar uno encima de otro, pero de pronto se le cayó uno al suelo y profirió un grito de enfado al ver que rebotaba y salía disparado.

«¡Ésta es la nuestra!», me dije.

Empujé a Eddie hacia la otra escalera y le grité:

—¡Corre!