—¿Adónde han ido? —chilló Eddie aterrorizado—. ¡Nos han abandonado!
—Deben de estar bajando la escalera —dije mientras le empujaba suavemente—. Venga, vamos.
Eddie no se movió de mi lado.
—Tú primero —murmuró.
—No tendrás miedo, ¿verdad? —me burlé—. Estamos solos en la Torre del Terror.
No sé por qué me divierto tanto tomándole el pelo a mi hermano pequeño. Sabía que él estaba asustado y, para ser sinceros, yo también lo estaba, pero a pesar de ello no podía evitarlo. Como ya he dicho, cuando estoy con Eddie siempre acabo portándome mal.
Finalmente, me encaminé hacia la escalera y Eddie me siguió. Al mirar hacia abajo me pareció aún más oscura y empinada que antes.
—¿Cómo es que no los hemos oído cuando se iban? —preguntó Eddie—. ¿Y por qué se han marchado tan deprisa?
—Es tarde —le contesté—. Creo que el señor Starkes quería que volviéramos al autocar para regresar al hotel. La Torre cierra a las cinco, me parece. —Consulté mi reloj; eran las cinco y veinte.
—Date prisa —insistió Eddie—. No quiero quedarme encerrado. Este sitio me pone la carne de gallina.
—A mí también —confesé.
Empecé a bajar la escalera mientras escudriñaba la oscuridad para no resbalar por los escalones. Volví a palpar la pared intentando mantener el equilibrio.
—¿Dónde están? —preguntaba Eddie con impaciencia—. ¿Por qué no los oímos?
A medida que bajábamos, notamos que el aire se iba enfriando y divisamos una luz amarillenta que iluminaba tenuemente el rellano.
Al pasar la mano por la pared, noté algo blando y pegajoso: telarañas. ¡Qué asco!
Detrás de mí oía la respiración entrecortada de Eddie.
—El autocar nos esperará —le tranquilicé—. No te preocupes. El señor Starkes no se irá sin nosotros.
—¿Hay alguien ahí? —gritó Eddie—. ¿Alguien puede oírme?
Su voz aguda retumbó en la estrecha escalera de piedra.
No hubo respuesta.
—¿Dónde están los guardas? —insistió.
—Eddie, por favor, no te pongas histérico —le rogué—. Es tarde. Los guardas deben de estar cerrando. El señor Starkes estará abajo esperándonos, te lo prometo.
En ese momento llegamos a la luz pálida del rellano, donde estaba la pequeña celda que habíamos visto antes.
—No te pares —suplicó Eddie, respirando con fuerza—. Sigue bajando, Sue. ¡Rápido!
Le puse la mano en el hombro para tranquilizarle.
—Eddie, no pasa nada —le dije dulcemente—. Ya casi estamos abajo.
—¡Mira! —protestó Eddie, y señaló desesperadamente con el dedo.
Enseguida comprendí lo que le preocupaba. Había dos escaleras que llevaban abajo, una a la izquierda de la celda y la otra a la derecha.
—Qué extraño —observé mientras las contemplaba—. No recuerdo que hubiera dos escaleras.
—¿Cu…, cuál es la escalera correcta? —tartamudeó Eddie.
Yo vacilé un instante.
—No estoy segura —respondí.
Me dirigí hacia una de ellas y me asomé, pero no pude ver mucho porque tenía forma de espiral.
—¿Cuál es? ¿Cuál es? —repitió Eddie.
—No creo que importe —le dije—. Las dos llevan abajo, ¿no?
Le hice una señal para que me siguiera.
—Venga, creo que ésta es la escalera por la que subimos.
Bajé un escalón, pero me paré inmediatamente. Había oído pasos, unos pasos firmes que venían de abajo.
Eddie me cogió de la mano.
—¿Quién es? —susurró.
—Seguramente es el señor Starkes —le contesté—. Debe de haber vuelto a buscarnos.
Eddie exhaló un gran suspiro de alivio.
—Señor Starkes, ¿es usted? —grité.
Hubo un silencio absoluto que sólo rompía el ruido de pasos que se acercaban.
—¿Señor Starkes? —pregunté con un hilillo de voz.
Cuando la oscura silueta apareció en la escalera, me di cuenta inmediatamente de que no se trataba de nuestro guía.
—¡Oh! —chillé sorprendida al ver al enorme hombre de la capa negra.
Su rostro seguía sumido en la oscuridad, pero sus ojos brillaban como llamas. Por debajo del sombrero de ala ancha, nos miraba fijamente.
—Perdone, ¿la…, la salida es por aquí? —tartamudeé.
El hombre no contestó ni se movió, aunque sus ojos seguían clavados en los míos. Me esforcé por verle la cara, pero permanecía oculta por la sombra que proyectaba el sombrero.
Respiré hondo y volví a intentarlo.
—Nos hemos separado de nuestro grupo —expliqué—. Deben de estar esperándonos. ¿Sabe si ésta es la salida?
Tampoco esta vez respondió, sino que siguió mirándonos de forma amenazadora.
«Es enorme —pensé—. Bloquea toda la escalera.»
—Oiga —insistí—, mi hermano y yo…
El hombre levantó la mano, una mano grande enfundada en un guante negro, y nos señaló con el dedo.
—Vais a venir conmigo ahora mismo —ordenó.
Yo me quedé mirándole sin comprender nada.
—Vais a venir ahora —repitió—. No quiero haceros daño, pero si intentáis escaparos no me quedará más remedio.