—Eddie…, ¡mi cámara! —exclamé—. ¿Has visto dónde…?
Me callé al ver que una sonrisita traviesa se dibujaba en el rostro de mi hermano. Eddie levantó una mano, en la que sostenía mi cámara, y sonrió de oreja a oreja.
—¡El carterista loco ataca de nuevo! —anunció.
—¿Me la has robado del bolsillo? —me quejé. A continuación le di un empujón y Eddie se estrelló contra el potro.
Mi hermanito se echó a reír. Está convencido de que es el mejor carterista del mundo. Aunque parezca raro, es su pasatiempo preferido y lo practica en cuanto se le presenta una oportunidad.
—¡Las manos más veloces del planeta! —presumió, pasándome la cámara por delante de las narices.
Yo se la quité de un tirón.
—¡Eres un cerdo! —le dije.
No sé por qué le divierte tanto jugar a ladrones. Aunque la verdad es que es bastante bueno; cuando me robó la cámara del bolsillo, no me di ni cuenta.
Empecé a decirle que no se le ocurriera volver a tocar mi cámara, pero justo en ese momento el señor Starkes nos hizo una señal para que lo siguiésemos a la sala de al lado. Mientras Eddie y yo nos apresurábamos para no perdernos, vi de nuevo al hombre de la capa negra. Caminaba detrás de nosotros, como si estuviera al acecho, y mantenía la cara oculta bajo el ala del sombrero.
De pronto me invadió una sensación de pánico. ¿Nos estaría vigilando ese hombre a Eddie y a mí? ¿Y por qué?
Qué tontería. Probablemente era otro turista que estaba visitando la Torre. Pero ¿por qué tenía la extraña sensación de que nos estaba observando?
Mientras admirábamos los distintos instrumentos de tortura, yo iba echando ojeadas hacia atrás para ver qué hacía el hombre. La verdad es que no parecía nada interesado en la exposición. Caminaba pegado a la pared de modo que su capa se confundía con las sombras, y tenía los ojos clavados en… ¡nosotros!
—¡Mira esto! —exclamó Eddie, empujándome hacia una de las vitrinas—. ¿Qué son?
—Tornillos para los pulgares —respondió el señor Starkes, que se había situado detrás de nosotros y sostenía uno de ellos—. Parece un anillo —explicó—. ¿Lo veis? Se pone en el dedo como un anillo.
Se puso el ancho aro de metal en el pulgar y, a continuación, levantó la mano para que pudiéramos verlo con claridad.
—Dentro del aro hay un tornillo que, al girar, se va clavando en el pulgar. Cuantas más vueltas se le da, más se clava.
—¡Ay, qué daño! —exclamé.
—Sí, era horrible —convino el señor Starkes—. Esta sala está llena de artefactos horribles.
—No puedo creer que a la gente la torturaran con todo eso —murmuró Eddie con voz temblorosa. Estaba claro que no le gustaban las cosas que dan miedo, especialmente cuando son de verdad.
—¡Ojalá tuviese un par de tornillos para ponértelos! —bromeé. Eddie es tan miedica que a veces no puedo evitar decirle cosas así; me encanta tomarle el pelo.
En ese momento se me ocurrió alargar la mano por debajo de la barrera de cuerda y coger un par de esposas de hierro. Pesaban más de lo que parecía y dentro tenían una hilera de pinchos.
—¡Sue, deja eso! —me ordenó Eddie en voz baja.
Yo me puse una esposa en la muñeca.
—Mira, Eddie, cuando la cierras, los pinchos te cortan la carne —le expliqué.
De pronto la esposa se cerró y yo solté un quejido.
—¡Au! —chillé, mientras tiraba de ella desesperadamente—. ¡Eddie, ayúdame! ¡No me la puedo quitar! ¡Me está cortando! ¡Me está cortando!