Descendimos por una escalera muy estrecha, siguiendo al señor Starkes. Al llegar abajo, nuestras zapatillas de deporte resonaron contra el suelo de piedra de una sala amplia y mal iluminada.
Respiré hondo, mientras esperaba que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. El aire olía a viejo y a polvo. Noté con sorpresa que hacía bastante calor, así que me desabroché el anorak.
Miré a mi alrededor y vi que en las paredes había varias vitrinas. El señor Starkes nos condujo hasta una gran estructura de madera situada en el centro de la habitación. El grupo se congregó junto a él.
—Éste es el potro de torturas —proclamó, señalándolo con el estandarte rojo.
—¡Caramba! ¡Es de verdad! —le susurré a Eddie. Había visto instrumentos de tortura en películas y tebeos, pero no creía que existieran en la realidad.
—Cogían a un prisionero y lo obligaban a echarse aquí —explicó el señor Starkes—. Le ataban los brazos y las piernas, y cuando hacían girar la rueda, las cuerdas se tensaban y tiraban con gran fuerza. —Señaló la gran rueda de madera—. Cuanto más hacían girar la rueda, más tiraban las cuerdas de sus brazos y piernas —prosiguió. Los ojos le brillaban, como si aquello le divirtiera—. A veces tiraban tanto que los prisioneros se estiraban y estiraban hasta que… se les desencajaban los huesos. —Soltó una risita y añadió—: ¡Creo que a eso lo llaman «dormir de un tirón»!
Algunos miembros del grupo se rieron del chiste, pero Eddie y yo nos miramos con el semblante serio. Mientras contemplaba el artefacto de madera con sus gruesas cuerdas y correas, me imaginé a alguien allí atado, el crujido de las ruedas al girar y las cuerdas tensándose más y más…
Cuando levanté la vista, me llamó la atención la silueta de un hombre que estaba al otro lado del potro. Era muy alto y corpulento, y llevaba una larga capa negra y un sombrero de ala ancha que le tapaba casi toda la cara. Sus ojos brillaban entre las sombras.
¿Estaría mirándome?
Le di un codazo a Eddie.
—¿Ves a aquel hombre de allí? El que va vestido de negro —susurré—. ¿Está en nuestro grupo?
Eddie negó con la cabeza.
—No lo había visto antes —me respondió en voz baja—. Es un poco raro, ¿no? ¿Por qué nos mira así?
El hombre se caló el sombrero, cubriéndose los ojos. Mientras se internaba en las sombras, sólo alcancé a ver el vuelo de su capa.
El señor Starkes continuaba hablando sobre el potro. Al final preguntó si había algún voluntario para probarlo. Todo el mundo rió la gracia.
«Tengo que hacerle una foto a esto —decidí—. A mis amigos les alucinará.»
Metí la mano en el bolsillo para sacar la cámara, pero…
—¿Qué? —exclamé, sorprendida.
Busqué en el otro bolsillo y luego en los bolsillos de los téjanos.
—¡No puede ser! —me lamenté.
La cámara había desaparecido.