—¿Doctora Treverton?
Deborah despertó sobresaltada y vio que la azafata de la Pan Am le sonreía. Luego notó las sacudidas que indicaban que el avión iniciaba su descenso hacia Nairobi.
—¿Sí? —dijo a la joven, procurando despertarse del todo.
—Hemos recibido un mensaje para usted. La esperarán en el aeropuerto.
Deborah contuvo la respiración.
—Gracias —dijo. Volvió a cerrar los ojos. Estaba cansada. El vuelo había sido largo, veintiséis horas casi seguidas, con un cambio de avión en Nueva York, una escala en Nigeria para reponer combustible. La estarían esperando. «¿Quién?».
Llevaba en el bolso la carta que había recibido una semana antes en el hospital y que la había pillado por sorpresa. La carta procedía de la misión de Nuestra Señora de Grace, en Kenia, y le pedía que acudiera allí porque mamá Wachera se estaba muriendo y preguntaba por ella.
—¿Por qué vas si no quieres ir? —le había dicho Jonathan—. Tira la carta. Haz como si no la hubieses recibido.
Ella no había contestado. Había continuado en sus brazos, incapaz de decir nada. Él nunca comprendería por qué tenía que volver a África, ni por qué la perspectiva le asustaba tanto. Era a causa de aquel secreto que incluso a él le había ocultado, al hombre con quien iba a casarse.
Después de recoger su maleta y pasar por la aduana, vio que entre la multitud que aguardaba al otro lado de la puerta vigilada había un hombre que sostenía una pizarra en la que estaba escrito su nombre. DOCTORA DEBORAH TREVERTON.
Lo miró fijamente. Era un africano, un kikuyu, alto, bien vestido, y Deborah pensó que era el hombre que la misión había mandado a recibirla. Pasó por su lado y llamó a uno de los taxis que esperaban fuera, junto a la acera. Albergaba la esperanza de que esto le diese un poco más de tiempo. Tiempo para decidir si realmente quería seguir adelante, volver a la misión y presentarse ante mamá Wachera. El conductor de la misión diría que la doctora Treverton no había llegado en ese vuelo, de modo que no la esperarían. Todavía no.
—¿Quién es esta mamá Wachera? —le había preguntado Jonathan mientras los dos contemplaban cómo la niebla penetraba en la bahía de San Francisco.
Pero ella no se lo había dicho. No se había sentido capaz de decir:
—Mamá Wachera es una vieja hechicera africana que maldijo a mi familia hace muchos años.
Él se hubiese reído y la habría reñido por la seriedad de su tono.
Pero había más. Mamá Wachera era la causa de que Deborah viviese en Estados Unidos, el motivo por el cual hubiese abandonado Kenia. Estaba atada por el secreto que le ocultaba a Jonathan, el capítulo de su pasado del que nunca querría hablar, ni siquiera después de casarse.
El taxi corría velozmente bajo la oscuridad. Eran las dos de la madrugada, una madrugada negra y fría, y la luna ecuatorial asomaba entre las ramas de los espinos de copa plana. En lo alto las estrellas parecían polvo. Deborah se sumió en sus pensamientos. «Paso a paso», se recordó a sí misma. Desde el momento de recibir la carta reclamando su presencia venía moviéndose paso a paso, procurando no pensar en lo que había más allá de cada uno de esos pasos.
Lo primero que había hecho era encargarle a Jonathan que atendiera a sus pacientes. Ejercían la medicina juntos, dos cirujanos que compartían el mismo consultorio; se habían asociado profesionalmente antes de decidir asociarse matrimonialmente. Luego había cancelado la charla que tenía que pronunciar en la facultad de medicina y había buscado a otra persona para que presidiera la conferencia médica anual en Carmel. Los compromisos para el mes siguiente los había dejado como estaban, pues confiaba volver con tiempo suficiente.
Finalmente, había obtenido un visado de la embajada de Kenia —ahora era ciudadana de los Estados Unidos y ya no llevaba pasaporte keniano—, había comprado píldoras para la malaria, se había hecho vacunar contra el cólera y la fiebre amarilla y finalmente, milagrosamente, veintiocho horas antes había subido al avión en el aeropuerto de San Francisco.
—Llámame en cuanto llegues a Nairobi —le había dicho Jonathan, abrazándola fuertemente ante la puerta de salidas—. Y llámame todos los días mientras estés allí. Y vuelve pronto, Deb.
La había besado con fuerza, largamente, delante de los demás pasajeros, cosa muy impropia de él, como si quisiera darle un incentivo para volver.
El taxi siguió la carretera oscura y desierta, tomó una curva a gran velocidad y los faros iluminaron un instante un letrero que rezaba: BIENVENIDOS A NAIROBI, CIUDAD VERDE BAJO EL SOL.
Sintió una punzada que la hizo salir del aturdimiento en que la había sumido el largo viaje en avión. «He llegado a casa», pensó.
El Nairobi Hilton era una dorada columna de luz que se alzaba sobre la ciudad dormida. Cuando el taxi se detuvo ante la entrada brillantemente iluminada, el portero, un africano con levita granate y sombrero de copa del mismo color, bajó apresuradamente a abrirle la portezuela del vehículo. Al apearse, Deborah sintió el aire fresco de esa noche de febrero.
Sea usted bienvenida, señora.
No supo qué contestarle.
De pronto se puso a recordar esa otra época. Cuando era una adolescente solía acompañar a su tía Grace cuando iba de compras a Nairobi. Deborah se quedaba en la acera mirando con ojos fascinados los taxis que se detenían ante la entrada de hoteles fabulosos. De aquellos coches se apeaban turistas, personas asombrosas que procedían de lejanos lugares, pertrechadas con cámaras fotográficas, enfundadas en rígidas prendas de color caqui, para ir de safari, rodeadas de montones de equipaje, riéndose, excitadas. La joven Deborah las contemplaba con admiración, con curiosidad, envidiándolas, deseando formar parte de ese mundo maravilloso. Y ahora estaba pagando al taxista y siguiendo al portero por la escalinata de mármol y cruzando la puerta de cristales bruñidos que el hombre acababa de abrirle.
Sintió lástima por aquella chica adolescente. «Qué equivocada estaba entonces».
Todos los empleados de recepción eran africanos y jóvenes, vestían elegantes uniformes de color rojo y hablaban un inglés perfecto. Todas las muchachas llevaban el pelo trenzado formando complicados peinados que hacían pensar en jaulas para pájaros. También notó lo que ellas preferían no ver: su incipiente calvicie. Al llegar a la mediana edad, aquellas chicas serían casi calvas. Era el precio que se pagaba por la alta moda keniana.
Acogieron a la doctora Treverton efusivamente. Deborah les devolvió sus sonrisas, pero habló poco, refugiándose detrás de su fachada. No quería que supiesen la verdad sobre ella, no quería que su acento británico la traicionase. Los recepcionistas vieron a una mujer esbelta de treinta años y pico, de aspecto muy norteamericano con sus tejanos y la camisa que hacía juego. Lo que ignoraban era que Deborah no tenía nada de norteamericana, que era keniana pura como ellos, que hablaba su lengua nativa con la misma facilidad, que era una mujer que, de haberlo querido, tenía derecho a hacerse llamar condesa.
Había una cesta de fruta fresca esperándola en su habitación y la cama estaba preparada; sobre la almohada encontró un bombón de menta envuelto en papel de plata. Una nota de la dirección decía: «Lala sala ma» (Que duerma usted bien).
Mientras el botones le señalaba el cuarto de baño, el minibar y el televisor, ella repasaba el dinero que había obtenido del cajero en el vestíbulo tratando de recordar el tipo de cambio vigente. Dio al hombre veinte chelines de propina y por su sonrisa comprendió que era demasiado.
Y luego se encontró a solas.
Se acercó a la ventana y miró al exterior. No había mucho que ver, sólo las formas oscuras de una ciudad que se había recogido hasta el día siguiente. Reinaba el silencio, no había mucho tráfico y no se veía ni un solo transeúnte. Nairobi, la ciudad a la que había dicho adiós hacía quince años.
Aquel día una Deborah furiosa y aterrorizada, con sólo dieciocho años, había jurado que nunca volvería a poner los pies en ese país y había subido al avión decidida a encontrar un nuevo hogar, un nuevo sitio bajo el sol. Durante los años siguientes había trabajado denodadamente para crearse una nueva personalidad y para dejar atrás esa África que llevaba en la sangre. Había por fin encontrado un desenlace en San Francisco: Jonathan. Allí había encontrado un lugar que podía considerar suyo, y un hombre que podía ser su refugio.
Y entonces había llegado la carta. ¿Cómo la habrían localizado las monjas? ¿Cómo habían averiguado en qué hospital trabajaba, siquiera que estaba en San Francisco? Sin duda las monjas de la misión se habían tomado muchas molestias, habían gastado mucho dinero, para dar con ella. ¿Por qué? ¿Porque aquella mujer vieja se estaba muriendo por fin?
«¿Por qué habrá pedido que me llamasen? —preguntó mentalmente a su imagen reflejada en la ventana—. Tú siempre me odiaste, mamá Wachera, siempre me tuviste manía porque era una Treverton».
«¿Qué tengo yo que ver con tus últimos momentos en este mundo?».
«Urgente —decía la carta—. Venga en seguida».
Deborah apoyó la frente en el cristal frío. Recordaba sus últimos días en Kenia y aquella cosa terrible que la hechicera le había dicho. Junto con el recuerdo volvieron el dolor y el asco de antaño, el dolor y el asco de los que creía haberse liberado ya.
Entró en el cuarto de baño y encendió la luz. Después de llenar la bañera de agua caliente y perfumarla con la espuma Nivea que el Hilton proporcionaba a sus huéspedes, se volvió para mirarse en el espejo.
Ésa era su última cara, después de tantas, y se sentía satisfecha de ella. Quince años atrás, recién llegada a Norteamérica, su piel era muy morena, llevaba el pelo corto y ensortijado debajo de las orejas y un sencillo vestido sin mangas, de algodón keniano, y sandalias. Ahora su piel era pálida, tan blanca como había conseguido que fuera tras muchos años de evitar cuidadosamente el sol, y llevaba el pelo liso como una tabla de planchar, recogido con un cierre de oro, cayéndole sobre los hombros. La camisa y los tejanos llevaban la etiqueta del diseñador, igual que las costosas zapatillas deportivas. Había trabajado mucho para parecer norteamericana, para tener aspecto de mujer blanca.
«Porque soy blanca», se recordó a sí misma.
Y entonces pensó en Christopher. «¿La reconocería?».
Después del baño, se envolvió los largos y mojados cabellos con una toalla y fue a sentarse en el borde de la cama. Se dio cuenta de que no tenía ganas de dormir; ya había dormido lo suficiente en el avión.
Tomó su maletín de mano, que no había perdido de vista desde que saliera de San Francisco. Aparte del pasaporte, el billete de vuelta y los cheques de viaje, el maletín contenía algo más precioso, y Deborah extrajo ese algo y lo colocó sobre la cama, a su lado.
Era un paquetito hecho con papel de envolver y cordel. Lo abrió y separó el contenido: un sobre con fotografías semiborradas por el paso del tiempo, unas cartas también antiguas atadas con una cinta, y un diario.
Se quedó mirándolo todo fijamente.
Era su legado, todo lo que se había llevado al huir de África, todo lo que quedaba de la otrora orgullosa —e infame— familia Treverton. No había mirado las fotos desde que las metiera en ese sobre, cerrándolo después; habían pasado quince años; las cartas no las había vuelto a leer desde aquel día espantoso en que mamá Wachera le había dicho aquellas palabras; y el diario, un volumen viejo y maltrecho, encuadernado en piel, empezado hacía sesenta y ocho años, Deborah jamás lo había leído. En la tapa, inscrito en letras doradas, el nombre de Treverton.
Un nombre que era mágico en Kenia. Deborah había reconocido la expresión en el rostro de los recepcionistas al darles su nombre: la mirada breve, sobresaltada, luego la mirada más larga, fija, la fugaz expresión de encantamiento, seguida por el inevitable parpadeo, la retirada detrás de una sonrisa de circunstancias que disimulaba el odio y el resentimiento debidos a las otras cosas que habían representado los Treverton. Deborah se había acostumbrado a esas miradas cuando era niña y en realidad no le sorprendió volverlas a ver.
Hubo una época en que el nombre de Treverton era venerado en Kenia. El hotel estaba cerca de una calle ancha que en otro tiempo se llamó Avenida de Lord Treverton. Ahora era la calle de Joseph Gicheru, un mártir kikuyu de la independencia. El taxi había pasado por delante del antiguo Instituto Treverton y ella había visto el nuevo rótulo que rezaba INSTITUTO MAMÁ WANJIRU.
«Es como si trataran de borrar nuestro recuerdo de la faz de la tierra».
Pero ella sabía que la «kenianización», por intensa que fuera, no lograría borrar a los Treverton de ese país. Estaban demasiado grabados en él, eran parte integrante de su alma, de su destino. La misión donde mamá Wachera agonizaba era la de Nuestra Señora de Grace, el nombre que las hermanas católicas le habían dado al recibirla de la tía de Deborah hacía ya muchos años. Pero antes se llamaba sencillamente Misión de Grace, en honor de su fundadora, Grace Treverton, famosa pionera de la salud pública en Kenia.
La doctora Grace Treverton, tan legendaria como su extravagante hermano, el conde, había fundado la misión hacía sesenta y ocho años, en las soledades de la provincia Central. Esta mujer había criado a Deborah como si hubiera sido una verdadera madre y se había ido a la tumba con formidables secretos encerrados en su corazón. Deborah sabía que la tía Grace había pasado por todo ello, había sido testigo y parte de todos los triunfos y todas las vergüenzas de los Treverton, había visto cómo Kenia subía y caía y volvía a subir.
Alargó la mano para tocar los objetos que había encima de la cama; casi le daban miedo. Las fotos: apenas recordaba quiénes eran las personas que aparecían en ellas. «Christopher cuando era joven. Pero no cuando ya era hombre. Lástima». Y las cartas: de ellas, Deborah recordaba sólo unas pocas líneas, unas líneas devastadoras. Finalmente, el diario, lo único que quedaba del legado de la tía Grace.
Nunca lo había leído. Al morir Grace, el dolor le había impedido abrirlo; luego le había vuelto la espalda a la familia y al pasado que el libro representaba y contenía.
Lo cogió y lo sostuvo entre las manos.
Se imaginó que del libro salía energía. ¡Los Treverton! En público, personas hermosas, ricas hasta rozar lo inimaginable, miembros de la nobleza, gentes alegres que jugaban al polo, líderes de la buena sociedad, la fuerza motriz del África Oriental; pero, en privado, atormentadas por secretos, por la aflicción de un pobre chico que era la desgracia de la familia, por un proceso sensacional que había merecido los titulares de la prensa de todo el mundo, por amores y lujurias prohibidos, y por secretos todavía más tenebrosos, incluso rumores de sacrificio humano y asesinato.
Y de supersticiones: mamá Wachera y su maldición.
«¿Y Christopher? Mi guapo y dulce Christopher. ¿También nosotros fuimos víctimas del destino de la familia Treverton?».
Abrió el sobre y sacó las fotografías. Había siete, la primera tomada en 1963, poco antes de la independencia de Kenia y del fin del mundo que le tocara conocer. Era una foto de grupo, tomada con una vieja Box Brownie. Había cuatro niños colocados de acuerdo con su estatura: Christopher era el más alto, ya que también era el mayor: once años. A su lado estaba Sarah, su hermana menor, de la misma edad que Deborah, que contaba ocho años y se encontraba en medio. El último era Terry Donald, diez años y ya entonces un muchachito robusto que vestía un equipo de caza de color caqui.
Las lágrimas le empañaron la vista y acercó más los ojos a las caras sonrientes. Cuatro chiquillos descalzos, sucios y felices, de pie en medio de cabras y gallinas, con cara de no tener ninguna preocupación en el mundo, inconscientes de la tempestad que se estaba fraguando a su alrededor, que destruiría su mundo. Cuatro niños: dos africanos, dos blancos, y todos ellos la mar de amigos.
«Sarah, mi mejor amiga —pensó Deborah con tristeza—. Crecimos juntas, jugábamos con muñecas juntas, descubrimos a los chicos juntas». Sarah, negra y bella, había compartido sus sueños con Deborah. Estaban unidas como hermanas, habían hecho planes para el futuro juntas, sólo para verse separadas por la vieja hechicera. «¿Qué habrá sido de Sarah? ¿Seguirá en Kenia?».
Tomó otra foto. Era de la tía Grace, tomada en los años treinta. Al contemplar el rostro dulce y ovalado, la sonrisa, el pelo suavemente ondulado que parecía resplandecer como un halo en torno a su cabeza, le costó trabajo creer que en un tiempo hubiesen acusado a Grace Treverton de ser «hombruna». Esa mujer notable era conocida por otra cosa importante además de por haber fundado la misión: Había escrito un libro titulado Cuando el médico es usted. Publicado por primera vez hacía cincuenta y ocho años y revisado y puesto al día periódicamente, era uno de los manuales sanitarios más utilizados en el tercer mundo.
En la siguiente foto aparecía un hombre guapo y moreno montado en un poney para jugar al polo. Valentine, lord Treverton, su abuelo, un hombre al que ella no llegó a conocer. Incluso en esa foto pequeña y ligeramente desenfocada pudo ver lo que todo el mundo había visto en él: un hombre de un atractivo notable, que se parecía un poco a Laurence Olivier. En el dorso había algo escrito: «Julio de 1928, el día en que almorzamos con Su Alteza Real Eduardo, príncipe de Gales».
La cuarta fotografía no llevaba fecha, ni inscripción, pero Deborah sabía de quién era: lady Rose, condesa de Treverton. Parecía una instantánea. Rose miraba por encima del hombro, con cara de sorpresa. Había algo intemporal en la foto, en la sencillez del vestido blanco de gasa, en el ángulo despreocupado de su sombrilla blanca, el cabello cayéndole sobre los hombros, como una chica, pese a que en aquel entonces ya debía de contar unos treinta años. Deborah se sintió atraída por sus ojos; había una expresión absorta en ellos, una melancolía extraña que movía a preguntarse qué dolor había afligido a esta mujer.
No tuvo valor para mirar las últimas tres fotos. En la habitación ya empezaba a haber demasiados fantasmas, y algunos de ellos eran de personas que ni siquiera habían muerto. ¿Dónde estaba Sarah, por ejemplo, en ese momento? ¡Sarah, que había tenido tantos sueños, tanta ambición! Dotada de un talento artístico que llenaba a Deborah de asombro y envidia, Sarah había soñado con diseñar todo un nuevo «Kenia look» en el vestir. Había soñado con la fama y la riqueza y Deborah la había dejado, bruscamente, en ese frágil borde.
«Sarah Wachera Mathenge —pensó—. Mi hermana…».
Pensó luego en Terry Donald, un chico guapo, rubicundo, descendiente de los primeros aventureros y exploradores del Continente Negro: el último miembro de un linaje de hombres blancos nacidos en Kenia que llevaban la sabana, la jungla y la caza en los huesos.
Y finalmente, Christopher…
Deborah volvió a meter las fotos en el sobre.
«¿Seguirá Christopher en Kenia?». Quince años atrás Deborah lo había dejado sin explicarle por qué, sin siquiera decirle que se iba. Habían hecho planes para casarse; estaban enamorados. Pero ella lo había abandonado, como hiciera también con Sarah, sin volver la vista atrás.
De repente comprendió que no había vuelto a África porque una vieja moribunda reclamaba su presencia; había vuelto con la esperanza de reencontrarse a sí misma, de volver a su gente.
Lo vio todo con claridad. Jonathan estaba en San Francisco, esperándola. Pero ella sabía que había titubeado en comprometerse definitivamente con él y con la familia que pensaban fundar, antes de haber conciliado el presente con el pasado. Jonathan no sabía mucho acerca de su pasado, acerca de su búsqueda de identidad. No sabía nada de Christopher, ni de las dolorosas verdades que Deborah había descubierto acerca de él. Tampoco le había hablado a Jonathan del descubrimiento que hiciera quince años atrás, al enterarse de que mamá Wachera, la hechicera africana, era, de hecho, su abuela.
Volvió a tomar el diario de la tía Grace, sintiendo un ansia súbita de leerlo. Algo la atraía con fuerza hacia sus páginas. Tembló al pensar en las revelaciones que tal vez encontraría, pero quizá también hallaría respuestas y la clave que le permitiría tranquilizar su espíritu.
Cuando sus ojos se posaron en la primera página, en la tinta descolorida y en la fecha, 10 de febrero de 1919, Deborah pensó:
«Tal vez aquéllos fueron los mejores días, hace ya tantos años; entonces Kenia era joven e inocente; las visiones eran claras como el agua; las personas sabían adónde iban; sus corazones eran sinceros. Los hombres y las mujeres que vinieron a Kenia eran atrevidos y aventureros, no eran personas corrientes, eran personas empujadas por un espíritu pionero, por el deseo de crear una tierra nueva para ellas y para sus hijos… forman parte de mí, por mucho que haya tratado de huir de ellas; todavía viven en mí. Pero también hay otras, las que ya estaban aquí, viviendo en una tierra antigua, ancestral, cuando llegaron los forasteros blancos. También ellas forman parte de mí…».