66

Jonathan abrió los brazos para recibirla.

Pero Deborah se quedó titubeando junto a la puerta. No tenía intención de decírselo tan pronto. Quería tiempo para pensar, para prepararse. Así que se acercó al teléfono y llamó al servicio de habitaciones. Mientras encargaba ensalada, fruta, emparedados y té, estuvo observando a Jonathan. Se le veía cansado.

Cuando colgó el aparato y se quitó el suéter, Jonathan ya estaba arrodillado y encendiendo la chimenea.

Era una escena conocida, una escena que habían interpretado muchas veces en su piso de Nob Hill. Al llegar de la niebla o la lluvia de la calle y quitarse la ropa mojada, Jonathan encendía el fuego, Deborah preparaba el té y luego pasaban varias horas agradables en el ambiente cálido y acogedor del piso, los dos solos, hablando tranquilamente, pasando revista al día: pacientes, operaciones, planes para su nuevo consultorio. Era dentro de semejantes círculos dorados de luz donde su amor mutuo había crecido y se había hecho más fuerte, uniéndolos.

Pero ahora el fuego olía de otra forma porque la leña era extranjera y Jonathan no se había quitado la chaqueta de cuero; el té lo trajo un camarero africano que lo sirvió sin decir nada, mientras Deborah permanecía de pie con los cinco chelines de propina preparados; y luego, cuando volvió a quedar sola con Jonathan, no fue a sentarse a su lado en el sofá, apoyándose en él. Se quedó de pie junto a la chimenea, mirándole, presa de un temor repentino.

—¿Qué ha pasado, Debbie? —preguntó él por fin.

Deborah se esforzó en dominar su nerviosismo.

—Jonathan, te mentí.

La expresión de Jonathan no cambió.

—Me preguntaste qué tenía que ver conmigo una hechicera africana vieja y moribunda. Te dije que no lo sabía. Fue una mentira. Es mi abuela.

Jonathan permaneció completamente quieto, mirándola con fijeza.

—Al menos —agregó ella—, eso creía yo en aquel momento.

El fuego crepitaba ruidosamente y una cascada de chispas al rojo subía por la chimenea. En el exterior, la lluvia torrencial había hecho que el día fuese tan negro como la noche. El agua azotaba el tejado de la galería y empapaba la selva que crecía al borde de la pendiente cubierta de césped. Deborah se acercó a la mesita baja que había delante del sofá y sirvió dos tazas de té. Pero ni ella ni Jonathan las tocaron.

—¿Tu abuela? —dijo Jonathan—. ¿Una mujer africana?

Deborah evitó sus ojos. Resultaba más fácil mirar fijamente el fuego. Se sentó en el otro extremo del sofá, manteniendo una distancia entre los dos, y dijo:

—Bueno, yo creía que era mi abuela. Era lo que ella quería que yo creyese. Ella fue la razón de que me marchase de Kenia.

La voz queda de Deborah se unía a los susurros del fuego y la lluvia. Hablaba en voz baja, sin emoción, sin omitir nada. Jonathan la escuchaba sin moverse, observando su perfil tenso, el pelo negro que le caía sobre la espalda, revuelto a causa del viento y la lluvia. Oyó un relato increíble de guerrilleros del mau-mau y de amor racial prohibido, de enamoramientos infantiles, africanos y blancos, de una choza de soltero, de un entierro, del hallazgo de cartas de amor y de la maldición de una anciana. Jonathan estaba hechizado.

—Durante todos estos años he tenido en mi poder el diario de mi tía —dijo Deborah al llegar al final de la historia—, pero nunca lo leía. Lo abrí después de instalarme en el Hilton de Nairobi. Y fue entonces cuando descubrí —finalmente se volvió hacia Jonathan, con los ojos insólitamente sombríos, las pupilas dilatadas reflejando el resplandor del fuego— que, después de todo, Christopher no es hermano mío.

Los ojos de Jonathan se cruzaron con los suyos, luego fueron ellos los que se desviaron hacia otro lado.

Durante el relato de Deborah un leño se había separado de los demás y ahora yacía al borde de las llamas. Jonathan se levantó, tomó el atizador y volvió a colocar el leño en su sitio sobre el fuego. Luego se irguió y miró el retrato colocado en la repisa, un hombre anciano de bigote blanco y uniforme de Boy Scout. Lord Baden-Powell, que había renunciado a su cómoda vida en Inglaterra para vivir en la selva de Kenia.

Jonathan estaba perplejo. Se preguntó qué tendría aquel país que, al parecer, trastornaba el juicio de las personas: qué magia especial había en él que inducía a los hombres a abandonar la vida cómoda.

Se volvió para mirar a Deborah. Estaba sentada en el borde del sofá, tensa, como a punto de echar a correr. Tenía las manos apretadas sobre el regazo, el rostro ojeroso. Jonathan ya la había visto así cuando se encontraba al lado de un paciente en la unidad de cuidados intensivos. Observaba los monitores con una pasión singular.

—¿Por qué no me hablaste nunca de todo esto, Debbie?

Deborah lo miró con ojos llenos de dolor.

—No pude, Jonathan. Me sentía tan avergonzada. Tan… sucia. Lo único que quería era olvidar mi pasado y empezar de nuevo. No veía qué utilidad tenía sacarlo todo a relucir. No pensaba volver a Kenia jamás.

—No fue una mentira lo que me dijiste —dijo Jonathan quedamente—. Lo único que hiciste fue mantener en secreto un recuerdo desagradable.

—Pero hay más. Creía que en parte era negra, Jonathan. Y eso nunca te lo dije. Te dije que no podía tener hijos. No es verdad. No quería tenerlos. Me aterrorizaba la posibilidad de que mi ascendencia aflorase a la superficie.

—Podrías habérmelo contado todo, Debbie. Ya sabes que me importan un comino la raza y el color.

—Sí, ahora lo sé. Pero no estaba segura al principio, cuando empezamos a salir juntos. Así que te conté la misma mentira que a otras personas. Que había sufrido endometriosis.

—¡Pero más adelante, Debbie! Cuando nos dimos cuenta de que estábamos enamorados, cuando decidimos casarnos. Podrías habérmelo dicho entonces.

Deborah inclinó la cabeza.

—Iba a decírtelo. Y entonces me hablaste de Sharon, la mujer con la que estuviste a punto de casarte. Me dijiste que te había mentido.

Jonathan quedó estupefacto.

—¿Me echas la culpa a mí? ¿Me estás diciendo que yo tuve la culpa de que perpetuases tus mentiras?

—¡No, Jonathan!

—¡Dios mío, Debbie! —Se apartó de la chimenea y anduvo hasta la puerta ventana. Con las manos hundidas en los bolsillos, se quedó mirando fijamente la lluvia gris.

—Tenía miedo —dijo Deborah—. Tenía miedo de perderte si te decía que te había mentido.

—¿Tan tenue creías que era nuestra relación? —preguntó él, mirando el reflejo de Deborah en el cristal de la ventana—. ¿Tan mal concepto tenías de mí? ¿Tan superficial me creías?

—Pero Sharon…

Jonathan se volvió rápidamente.

—¡Debbie, lo de Sharon ocurrió hace diecisiete años! ¡Yo tenía veinte en aquel momento! ¡Era joven, intolerante y un hijo de perra arrogante! ¡Santo Dios, quiero pensar que he cambiado desde entonces! Al menos eso creía. Creía ser un hombre razonable y que tú te dabas cuenta de que lo era.

—Pero cuando me hablaste de ella…

—Debbie —dijo Jonathan, cruzando la habitación y sentándose a su lado—. Sharon y yo éramos dos personas jóvenes, egoístas. Las mentiras que me contó eran escandalosas. Me las contó para engañarme, hasta para hacerme daño. Pero tu mentira, Debbie, fue sólo para protegerte a ti misma y para protegerme a mí. ¿No ves la diferencia?

Deborah meneó la cabeza sin decir nada.

—Por Dios —dijo él con voz queda—, tienes que conocerme mejor, Debbie. Tienes que saber que te quiero demasiado para juzgarte por tu pasado. Ojalá me lo hubieses contado hace mucho tiempo. Podría haberte ayudado a aceptarlo.

—Es lo que trato de hacer ahora, Jonathan. Más que para ver a mamá Wachera, he vuelto a Kenia para averiguar quién soy. Leer el diario de la tía Grace me ha ayudado un poco. Al menos ahora conozco la historia de mi familia. Pero todavía tengo esta… sensación de desarraigo. No sé cuál es mi sitio.

Jonathan le escudriñó la cara, vio la sinceridad en sus ojos. Le tomó las manos y dijo:

—Dios mío, te quiero, Debbie. Quiero ayudarte. Me di cuenta por teléfono. Estabas rara y me dejaste preocupado. Así que cancelé mis compromisos y le pedí a Simonson que atendiera los casos urgentes. Durante todo el viaje, en el condenado reactor, traté de pensar qué sería lo que iba mal. Sabe Dios que no es esto lo que esperaba. Pero al menos no es tan malo como me imaginaba.

Al ver que Deborah permanecía callada, dijo:

—¿Hay más?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Qué es?

—Es Kenia, Jonathan. Tengo esta fuerte sensación de que debo quedarme y ayudar. Durante los últimos cinco días he visto tanta miseria, tanta enfermedad, tanta gente que vive en condiciones inhumanas. Exceptuando unas pocas personas abnegadas, como las monjas de la misión —«y Christopher», pensó, recordando lo fútil que le había parecido con su bolsa de medicinas y todos aquellos desesperados—, a nadie parece importarle un bledo todo el sufrimiento que hay en este país. Siento una atracción inexplicable, Jonathan. Algo me dice que me quede, que aplique aquí mis conocimientos médicos, igual que la tía Grace.

—Nuestra ayuda es necesaria en todo el mundo, Debbie. No sólo en Kenia. ¿Qué me dices de nuestros pacientes de San Francisco? ¿Te necesitan menos porque son blancos y viven en los Estados Unidos?

—Sí —contestó ella con sinceridad—. Porque tienen más médicos y mejores medios.

—¿Y qué me dices de Bobby Delaney?

Deborah miró hacia otro lado.

Bobby Delaney tenía nueve años y luchaba por su vida en la unidad de quemados del hospital. Su madre, que estaba loca, le había pegado fuego a propósito, y Deborah formaba parte del equipo de médicos que lo atendían. Habiendo sufrido quemaduras de tercer grado en él noventa por ciento de su cuerpo, Bobby soportaba atroces dolores y sufrimientos, un serio trauma mental además de físico, y vivía en una burbuja esterilizada donde su único contacto humano era por medio de guantes de caucho y sólo veía caras cubiertas con mascarillas. Por razones que nadie sabía, Bobby había escogido a la doctora Debbie como su única amiga. La forma en que los ojos se movían en aquel pobre rostro desfigurado cada vez que ella entraba a verle…

—Sabes que no quiere hablar con nadie más —dijo Jonathan—. Sabes que vive para tus visitas. Pero hay otros también. Todos tus pacientes se merecen tus cuidados, Debbie.

—No lo sé —dijo ella lentamente—. Me siento tan extraña, tan indecisa. ¿Dónde está mi sitio?

—Conmigo.

—Te creo, Jonathan. Pero al mismo tiempo… —Miró la lluvia de Kenia—. Nací aquí. ¿No crees que le debo algo a este país?

—Escúchame, Debbie. Todos tenemos dos vidas: la vida en la que nacemos y la que nos buscamos y nos forjamos nosotros mismos. Creo que te encuentras atrapada entre las dos. Necesitas encontrar la salida.

—Ojalá la tía Grace estuviese aquí. Podría hablar con ella. Me ayudaría.

—Déjame que te ayude yo, Debbie. Podemos encontrar una salida juntos.

—¿Cómo?

—Para empezar, puedes dejarme leer el diario.

Se instalaron cómodamente en el sofá, Jonathan en un extremo, leyendo a la luz de una lámpara de mesa, y Deborah acurrucada en el otro extremo, con cojines en la espalda. Al ver que Jonathan abría el viejo libro y empezaba a leer la primera página amarillenta, Deborah notó que la invadía una extraña sensación de complacencia. Había algo vagamente consolador en el hecho de que Jonathan leyera las palabras de su tía. Deborah escuchó la lluvia y cerró los ojos.

El timbre del teléfono la despertó con brusquedad cuando dormía profundamente, sin soñar.

Jonathan se levantó el primero para contestar. Luego colgó y dijo:

—Era la misión. Mamá Wachera está despierta y pregunta por ti, Debbie.

Deborah se desperezó y se frotó el cuello rígido.

—¿Qué hora es?

—Es tarde. Ya he leído más de la mitad del libro. —Jonathan levantó el diario en alto—. Acaban de encontrar al conde muerto en su coche. ¡Menuda familia la tuya, Debbie!

Deborah alargó la mano para coger el suéter, que se había secado junto al fuego, y dijo:

—Lamento muchísimo tener que dejarte, Jonathan.

—No te preocupes. Vete tranquilamente y aclara las cosas con la vieja. Seguiré aquí cuando vuelvas.

—No sé cuánto tardaré.

—Tengo compañía de sobras. —Jonathan sonrió y volvió a levantar el libro. En la puerta la abrazó y le dijo—: Quiero que vengas a casa conmigo, Debbie. Quiero que encuentres lo que estés buscando aquí, que lo aceptes y que luego te olvides del pasado. El futuro nos pertenece, Debbie.

—Sí —susurró Deborah, y lo besó.

Deborah se dio cuenta de que súbitamente se había puesto muy nerviosa. Mientras seguía a la enfermera de noche por la sala tenuemente iluminada, sintió que el pulso se le aceleraba, que su ansiedad iba en aumento.

Wachera descansaba apoyada en almohadas colocadas de forma que pudiera estar cómodamente semiacostada. Deborah observó que le costaba respirar. Los ojos color castaño oscuro se clavaron en ella mientras se acercaba a los pies de la cama y siguieron observándola cuando se sentó en una silla junto a la cabecera.

—Tú… —dijo Wachera con voz débil—. La memsaab. Has venido.

Deborah se llevó una sorpresa. Hacía años que no oía la palabra «memsaab»; la habían prohibido cuando la independencia. Pero también cayó en la cuenta de que la hechicera no la usaba para dirigirse a ella respetuosamente.

«¿Qué memsaab? —se preguntó Deborah—. ¿Creerá que soy mi madre?».

—Viniste —prosiguió la anciana voz—. Hace tantas cosechas. Con tus carretas y tus extrañas costumbres.

«¡Mi abuela!».

—Entre los wazungu, eras la única persona que comprendía a los Hijos de Mumbi. Trajiste medicina.

Y entonces Deborah lo comprendió:

«Me toma por la tía Grace».

—Me mandaste llamar, mamá Wachera —dijo Deborah con voz queda, acercándose a ella—. ¿Por qué?

—Los antepasados…

Wachera hablaba en kikuyu y Deborah quedó asombrada al ver con qué facilidad entendía las palabras y luego con qué facilidad ella misma hablaba aquella lengua.

—¿Qué les pasa a los antepasados, mamá?

—Estaré con ellos muy pronto. Volveré al seno de la primera madre. Pero me marcho llevando mentiras y thahu en el alma.

Deborah se puso tensa. Observó el rostro negro y envejecido, todavía lleno de dignidad después de casi un siglo; parecía extrañamente desnudo y vulnerable sin las cintas con cuentas y los grandes pendientes que Wachera había llevado siempre. Ahora yacía entre sábanas blancas, vestida con un sencillo camisón del hospital, los brazos largos y nervudos apoyados en la manta color azul claro. Deborah se preguntó si la hechicera se percataría de lo desnuda que se la veía, despojada de autoridad y poder.

—La última muchacha… —dijo Wachera, respirando trabajosamente—. Le hice creer que mi nieto era su hermano. Era mentira.

—Lo sé —dijo Deborah con dulzura.

—Tantos pecados… —dijo la anciana de un modo tan vago, que Deborah se preguntó si era siquiera consciente de su presencia junto a la cama—. La hija de mi esposo mató al bwana. La hice jurar que guardaría silencio mientras la esposa del bwana comparecía ante un consejo que debía decidir si tenía que vivir o morir.

Al principio Deborah no entendió a qué se refería; luego se dio cuenta de que Wachera hablaba del asesinato del conde.

Recordó lo que había leído sobre ello en el diario de su tía. Njeri. La doncella personal de Rose.

—¿Cómo? —preguntó Deborah—. Mamá Wachera, ¿cómo mató Njeri al bwana?

—Lo oyó salir de la casa grande. Njeri salió de la habitación donde dormía la memsaab y lo siguió. El bwana iba en la bestia que corre sobre ruedas. Fue a la casa de vidrio en la selva y Njeri vio lo que le hacía al forastero que estaba allí. Njeri se agarró a la bestia y cabalgó en ella a través de la noche. La ventanilla del bwana estaba abierta. Njeri lo apuñaló. Fue un castigo justo. Pero le entró miedo. Disparó contra él con su propia arma.

Deborah se imaginó la escena. La joven africana agarrada al automóvil de Valentine, tal vez agazapada en el estribo, aguardando una oportunidad. Matándole porque temía por la vida de su memsaab.

—Es muy malo que una mujer muera con pecados en su alma —dijo Wachera—. Su espíritu está inquieto y la mujer nunca duerme. Y vaga por las selvas y mora con las bestias salvajes. Yo, Wachera, deseo paz.

Se sumió en un largo silencio y su respiración fue haciéndose cada vez más dificultosa, el pulso en el cuello apenas era visible. Luego dijo:

—Las voces de los antepasados se vuelven débiles. Con la llegada del hombre blanco, los antepasados empezaron a irse de la tierra de los kikuyu. Para apaciguarlos, luché contra el hombre blanco. Pero ahora que la tierra de los kikuyu les ha sido devuelta a los Hijos de Mumbi, los antepasados volverán.

Wachera aspiró una larga y trabajosa bocanada de aire. Al expulsarlo, Deborah reconoció el estertor de la muerte.

—La thahu ha terminado —dijo la hechicera— tal como prometí. La tierra vuelve a pertenecer al africano; el hombre blanco se ha ido.

Wachera miró a Deborah y pareció verla realmente por primera vez. De repente los ojos viejos y sabios se volvieron penetrantes y la boca de Wachera dibujó una sonrisa breve, triunfal.

Memsaab Daktari —dijo—, he vencido.

Y entonces murió.

Deborah permaneció un rato junto al lecho. Había llegado a Kenia llena de odio contra aquella mujer que la había obligado a irse del país; ahora sólo veía el rostro reposado de una anciana cuya muerte simbolizaba la muerte de una historia.

Cuando finalmente se levantó, sus ojos se posaron en un crucifijo que había en la pared sobre la cama de Wachera. Era Jesús colgado de su cruz. Pero la figura era africana. Deborah se quedó mirándola fijamente. Era la primera vez que veía una. Cuando su tía aún vivía, todas las imágenes religiosas que había en la misión se importaban de Europa y eran blancas. A Deborah el Jesús negro le pareció un error, casi blasfemo.

Pero luego, cuando volvió a mirar la cara negra apoyada en la almohada del hospital y las hileras de caras negras que iban de un extremo a otro de la sala dormida, y al pensar en las hermanas africanas vestidas con sus hábitos azules, se dio cuenta de que durante el breve rato que llevaba en la misión no había visto ningún rostro blanco.

Y de repente Deborah comprendió que, después de todo, el Jesús negro era apropiado.

La lluvia ya había cesado cuando Deborah volvió a su habitación del Outspan. Vio con sorpresa que Jonathan se estaba preparando para irse.

—Ha llamado Simonson —dijo Jonathan—. Tengo que irme. El cuerpo de Bobby Delaney está rechazando los últimos injertos de piel. Tiene una infección tremenda y su estado es crítico. Me voy a Nairobi y reservaré plazas en el primer avión que salga. Quiero que vengas conmigo, Debbie. Te esperaré en el aeropuerto.

La besó y luego dijo:

—Dijiste que ojalá pudieras hablar con tu tía. Abre el diario por donde puse una señal. Quizá te ayude. Te quiero, Debbie. Y te estaré esperando.

Cuando Jonathan se hubo ido, se sentó en el sofá y tomó el diario. Jonathan había señalado un pasaje que a Deborah le pareció más bien insignificante. Estaba fechado en 1920 y en él Grace hablaba de una carta que había recibido de su hermano Harold, que estaba en Bella Hill. Pero ahora, al leer el pasaje con más atención que la primera vez, empezó a ver lo que Jonathan quería decir. La letra elegante de Grace decía:

Otra carta de Harold. Sigue aferrado a la idea de que no es posible que seamos felices aquí, en el África Oriental británica, y de que pronto tendremos que regresar a Suffolk. Su argumento es el mismo de siempre, el que utilizó al intentar disuadirme de mi propósito de marcharme al principio. «Suffolk es tu hogar —repite como un loro—. Éste es tu sitio. Aquí es donde está tu gente, y no entre desconocidos que no harán más que considerarte una intrusa. No conocerán tus costumbres. No te comprenderán».

Deborah alzó los ojos y contempló el amanecer azul y neblinoso que empezaba a apuntar a través de la selva. ¡Las palabras que acababa de leer le resultaban tan conocidas! ¿Dónde las había oído antes?

Y entonces se acordó: Christopher, quince años atrás, de pie en la orilla del río y diciendo:

«… Recuerda siempre que Kenia es tu hogar. Éste es tu sitio. Ahí fuera, en el mundo, serás una curiosidad y te comprenderán mal… Prométeme que volverás».

Volvió a mirar el diario:

Escribí en seguida a Harold y le dije que dejara ese tema de una vez por todas. He elegido el África Oriental británica como mi hogar y aquí me quedaré. Lo tengo bien decidido. Si la historia hubiese estado poblada de gente como Harold, ¿dónde estaríamos hoy? Si uno no siguiera nunca la llamada del espíritu y no se aventurara a explorar mundos nuevos, ¡qué aburrido sería! Forma parte de la naturaleza humana seguir avanzando, experimentar, contemplar el horizonte y preguntarse qué hay más allá. Pido a Dios que, cuando me llegue la hora, no esté tan osificada como mi hermano, que tenga el valor de decirle a un futuro Treverton: Busca tu destino en el lugar al que te lleve tu corazón. Recuerda y ama siempre el lugar donde naciste, pero luego sigue tu camino, del mismo modo que un niño debe dejar a su madre.

Deborah le dijo a Abdi que la esperase en la entrada. Primero fue al monumento de bronce que se alzaba junto a la iglesia de la misión y a cuyo lado se encontraba la tumba de Grace Treverton. Deborah vio indicios de que alguien cuidaba amorosamente la sepultura: las monjas arrancaban los hierbajos y cuidaban de las flores. La inscripción era sencilla —DOCTORA GRACE TREVERTON, ORDEN DEL IMPERIO BRITÁNICO, 1890-1973—, pero el monumento era un tributo tanto al artista que lo había creado como a la mujer a la que representaba de forma tan viva.

Deborah alzó los ojos hacia la figura que se hallaba sobre el pedestal. Llevaba una falda larga y anticuada, botines y una blusa de manga larga con un broche en el cuello. Extrañamente, la cabeza aparecía descubierta. En una mano tenía el salacot; en la otra, un estetoscopio. Y miraba eternamente hacia el monte Kenia.

Deborah permaneció un momento en la paz del cementerio; luego siguió caminando hasta la Casa Grace.

—Tenía la esperanza de volver a verla —dijo la madre superiora, recibiéndola en el pequeño museo—. Quería darle las gracias por estar con Wachera en sus últimos momentos. He informado al doctor Mathenge del fallecimiento de su abuela.

Deborah le explicó el motivo de su visita.

—He decidido aprovechar su generoso ofrecimiento, madre, y llevarme alguna de las cosas de mi tía.

—No faltaba más. ¿Qué le gustaría llevarse?

Deborah se acercó a una vitrina.

—Este collar. Verá, no pertenecía a mi tía. Era de mi madre. Alguien a quien ella quería mucho se lo dio hace muchos años.

—Es muy bonito —dijo la monja mientras abría la vitrina y sacaba el collar—. Es etíope, ¿verdad?

—Ugandés. Voy a escribirle a mi madre para decirle que lo tengo en mi poder.

Al despedirse en la puerta, la monja titubeó, como si quisiera decirle algo.

—¿Puedo preguntarle algo, doctora Treverton?

—Desde luego, pregunte lo que quiera.

—Verá, tenía muchas dudas sobre si hice bien al escribirle, apartándola de su trabajo y obligándola a hacer un viaje tan largo. ¿Era usted a quien quería ver Wachera?

Deborah reflexionó un poco; luego sonrió y con voz queda dijo:

—Sí, era a mí.

Deborah había pedido a Abdi que la llevase a Ongata Rongai, y ahora se encontraban aparcados en el mismo lugar que la otra vez, a una distancia prudencial de la estructura de madera de la Clínica Wangari. Una nutrida multitud esperaba pacientemente mientras el médico atendía a los enfermos de uno en uno, con la ayuda de una enfermera y del joven que tocaba la guitarra y cantaba en suajili a Dios.

Deborah se apeó del coche, pero se quedó junto a él, observando a Christopher mientras trabajaba.

El aire era fresco, vivo. Kangas multicolores, colgados en una cuerda en el pequeño mercado, ondeaban como banderolas. El olor a humo se mezclaba con los olores de las cabras, la comida y los excrementos de animales. Deborah pensó que era el olor de Kenia.

Vio que Christopher tomaba bebés en brazos, los examinaba y los devolvía a sus madres mientras les daba instrucciones con voz severa. Le vio examinar el interior de las bocas y los oídos de ancianos y escuchar las dolencias que las mujeres le describían pudorosamente. Le vio utilizar instrumentos, aplicar vendajes, poner inyecciones y apoyar el estetoscopio en pechos descarnados. A veces sonreía, otras veces fruncía el ceño, pero en todo momento conservaba el aire digno y autoritario del médico, el aire que inspiraba un temor reverencial en sus pacientes. Y observó también que la bonita enfermera que estaba a su lado desempeñaba su tarea con gran competencia, anticipándose a sus necesidades, riendo a veces con Christopher y los niños. Rezaban junto con la gente y con frecuencia cruzaban una mirada especial.

Pensó en las palabras pesimistas de Terry Donald sobre el fin de los blancos en Kenia; recordó lo que mamá Wachera había dicho segundos antes de morir; vio mentalmente el Jesús negro en la cruz. Pero Deborah sabía que las huellas de los pioneros coloniales como su abuela jamás serían borradas por completo del África Oriental; la mano del hombre blanco había dejado una señal indeleble.

Porque estaba allí, en medio de aquella multitud que buscaba esperanza, en la persona del doctor Christopher Mathenge. ¡Él, Christopher, era el legado auténtico y duradero de Grace Treverton!

Kwa heri —dijeron los labios de Deborah, expresando un adiós mudo.

Luego volvió a subir al coche y dijo a Abdi:

—Llévame al aeropuerto Jomo Kenyatta, por favor. Me voy a casa.