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—Me pregunto si se acuerda usted de mí, doctora Treverton —dijo la madre superiora a Deborah mientras caminaban por la senda que llevaba a la Casa Grace—. En aquel tiempo yo era la hermana Perpetua. Y creo que fui la última persona que vio viva a su tía.

—Sí, la recuerdo —dijo Deborah, maravillándose al ver los recuerdos que acudían a su cerebro desde que entrara en la misión. La Misión Grace había sido su primer hogar, el único que había conocido en la infancia. Y le parecía, sin saber por qué, que en la conocida veranda debiera haber una mujer de cabellos blancos y bata también blanca, con el consabido estetoscopio colgado del cuello, en lugar de una monja vestida de azul.

En la pared, junto a la puerta principal, una placa de bronce decía: CASA GRACE. FUNDADA EN 1919.

Deborah se sorprendió al comprobar que en la casa ya no vivía nadie.

—Aquí tenemos las oficinas administrativas —dijo la madre superiora— y un pequeño centro para visitantes. Se sorprendería si viera cuántas personas vienen de todo el mundo para visitar el hogar de la doctora Grace Treverton.

La sala de estar aparecía convertida en un pequeño museo, con vitrinas y cartas y fotografías con marco en las paredes. Guardada bajo llave en una vitrina se exhibía la medalla de guerra de Grace; junto a ella estaban las insignias de la orden del Imperio Británico, que la reina Isabel había dado a Grace en 1960, al ennoblecerla. Incluso había un botiquín antiguo lleno de instrumentos médicos viejos, botellas de medicinas y notas de diagnóstico ilegibles.

Deborah se detuvo ante una foto de la tía Grace de pie en la base de Treetops con la princesa Isabel en 1952 y los ojos se le empañaron. Era como si Grace no hubiese muerto, como si aún estuviese viva.

—En realidad todo esto le pertenece a usted, doctora Treverton —dijo la madre superiora—. Después de que usted se marchara a Norteamérica, encontré cajas llenas de recuerdos. Había pensado que usted volvería a recogerlos. Incluso le escribí a California. ¿No recibió mis cartas?

Deborah dijo que no con la cabeza, sin hablar. Había tirado todas las cartas —todo lo que llevase sello de Kenia— sin abrirlas.

—Y entonces decidimos compartir estas cosas con el mundo. Desde luego, si desea llevarse alguna cosa, está en su derecho, doctora Treverton.

Quince años atrás Deborah se había ido de Kenia llevándose los únicos recuerdos que quería, entre ellos el broche con una turquesa de su tía. Por desgracia, le habían robado aquella piedra durante su primer año en la facultad de medicina. Una compañera, otra de las pocas muchachas que estudiaban allí, una persona desgraciada, había admirado la piedra hasta el extremo de preguntarle a Deborah si quería vendérsela. Al notar su desaparición, Deborah adivinó quién se la había robado, pero no tenía ninguna prueba. La misma chica dejó la facultad a las pocas semanas y volvió a su casa en el norte de Washington. La pérdida de la piedra había disgustado a Deborah en aquel momento, pero con el paso de los años había aprendido a aceptar que nada era permanente —los bienes materiales, las relaciones— y había decidido que la turquesa estaba destinada a pasar a otras manos.

Deborah se volvió hacia la amable monja, cuyo rostro negro contrastaba vivamente con el blanco de su toca, y dijo:

—En efecto, estas cosas pertenecen al mundo, como dice usted. Yo no las necesito. ¿Puedo ver a mamá Wachera ahora?

Mientras cruzaban el césped, Deborah dijo:

—¿Sabe usted por qué pregunta por mí, madre?

La monja frunció levemente el ceño.

—No me resultó fácil tomar esa decisión, la de avisarla, doctora Treverton. Porque, verá usted, no estoy segura de que pregunte por usted. La pobre mujer está terriblemente confundida. Vino aquí ella sola, ¿sabe usted? Se presentó cierto día, muy cansada y enferma (calculamos que ya pasa de los noventa) diciendo que los antepasados le habían ordenado que viniera a morir aquí. Tiene algunos momentos de lucidez, pero la mayor parte del tiempo parece estar confundida. Su cerebro se mueve entre épocas diferentes. ¡A veces hasta se despierta y pregunta por Kabiru Mathenge, su esposo! Pero ha pronunciado el apellido Treverton tantas veces, y en esas ocasiones se muestra tan insistente, y tan agitada que hay que medicarla, que pensé que tal vez convenía mandarle a usted una carta. Espero que descanse más fácilmente una vez la haya visto a usted.

Dentro del bungalow las recibió una joven hermana enfermera que llevaba un uniforme azul y un velo del mismo color y las acompañó hasta una cama situada en un extremo de la sala bañada por el sol. Wachera dormía, la cabeza oscura reposando apaciblemente sobre la almohada blanca.

Deborah la miró fijamente, dispuesta a sentir ira y rencor contra aquella mujer que tan cruel había sido con ella. Pero, extrañamente, lo único que vio fue una mujer vieja y frágil, en modo alguno amenazadora. Deborah no recordaba que Wachera fuese tan pequeña…

—Suele despertarse ya entrado el día —dijo la joven enfermera africana—. ¿Podemos telefonearle?

—Desde luego. Estaré en el Outspan.

—Permítame ofrecerle un poco de té, doctora Treverton —dijo la madre superiora—. Nos sentimos tan honradas por su visita.

Deborah pasó un rato conversando con la madre superiora, bebiendo té Condesa Treverton y hablando de mamá Wachera.

—Su nieto la visita con mucha frecuencia —dijo la superiora—. El doctor Mathenge es un hombre bueno. Su esposa murió hace unos años. ¿Lo sabía usted?

—Sí. Pero no sé de qué murió.

—De malaria. Justo cuando creíamos haberla vencido, ahora ha aparecido una variedad nueva que es inmune a la cloroquina. El doctor Mathenge prosigue la labor que antes llevaba a cabo junto con su esposa. Rezamos por él todos los días. El doctor Mathenge lleva la medicina y el Señor al pueblo de Kenia.

Después, Deborah visitó el claro de los eucaliptos, donde un anciano vigilante seguía cuidando del Sacrario Duca d’Alessandro y donde la luz seguía ardiendo en el interior. A Deborah le gustaba pensar que su abuela y el duque italiano moraban en una especie de galanteo espiritual, eterno.

Llovía con fuerza cuando Deborah volvió al hotel Outspan. Se encaminó directamente a su casita, evitando el comedor, donde estaban sirviendo el almuerzo. Al cerrar la puerta, dejando fuera el viento y la lluvia, y empezar a quitarse el suéter mojado, Deborah recibió una fuerte sorpresa.

—¡Jonathan!

Jonathan se levantó del sofá.

—Hola, Debbie. Espero que no te importe. Les he dicho que era tu marido. Y a cambio de un soborno me han dado la llave de tu habitación.

—Jonathan —volvió a decir Deborah—. ¿Qué haces aquí?

—Te noté tan extraña la última vez que hablamos por teléfono, que empecé a preocuparme y decidí venir a averiguar lo que pasaba.