Comprobó con sorpresa que la dirección del hotel Outspan la instalaba en Paxtu Cottage, el último hogar de lord Baden-Powell, fundador de los Boy Scouts.
En su bungalow, consistente en un dormitorio, sala de estar, dos chimeneas y dos cuartos de baño, el jefe de los exploradores había vivido sus últimos años y había muerto. Estaba enterrado en Nyeri, en una sepultura de cara al monte Kenia, en el mismo cementerio donde reposaba sir James Donald. El hotel estaba lleno hasta los topes, según le había explicado el director. Normalmente, la casita de Baden-Powell no la utilizaban, pues era un venerado monumento nacional. Pero no tenían ninguna otra habitación libre. El director era el señor Che Che y Deborah se preguntó si sería descendiente del mismo Che Che que había guiado la carreta de bueyes de su tía desde Nairobi hacía ahora sesenta y nueve años.
Paxtu Cottage se hallaba situado entre suaves pendientes cubiertas de césped verde con un perímetro de selva. Era un lugar aislado y silencioso y Deborah se alegró de que se lo hubiesen asignado. El empleado del hotel le llevó la maleta y mientras apartaba las cortinas, revelando una galería espaciosa y una vista del monte Kenia, Deborah echó una ojeada a las fotos y cartas históricas que aparecían cuidadosamente conservadas y enmarcadas en las paredes. Baden-Powell había bautizado el lugar con el nombre de Pax, que era su hogar ancestral en Inglaterra; Deborah se preguntó si habría seguido el ejemplo de Bellatu, que se encontraba cerca de allí.
Como ya había pasado la hora del almuerzo y los grandes grupos de turistas ya habían llegado, comido y vuelto a irse montaña arriba para pasar la noche en Treetops, el comedor y la terraza panorámica aparecían silenciosos y casi vacíos. Se sentó a una mesa y se puso a contemplar el monte Kenia, cuyos picos de carbón vegetal se recortaban sobre nubes de acero y parecían burlarse de su regreso al África Oriental. Un camarero de hablar sosegado, pantalones negros y chaqueta blanca le trajo una tetera y señaló una mesita en la que había pastas y emparedados.
A pesar de la «africanización» y la «kenianización» como iniciativas oficiales del gobierno para borrar los vestigios coloniales del país, Deborah pensó que esa clase de tradiciones estaban demasiado arraigadas. Había visto servir el té de las cinco también en el Hilton y no le cabía la menor duda de que, como muchas otras costumbres británicas de los tiempos coloniales, el té de las cinco y los camareros con guantes blancos perdurarían.
—¡Que me cuelguen si no es Deborah Treverton!
Deborah alzó los ojos, sobresaltada, y vio que un desconocido la estaba mirando fijamente.
Le devolvió la mirada y luego dijo:
—¿Eres Terry?
El hombre se le acercó con la mano extendida.
—¿Eres Terry? —volvió a decir ella, incrédula, creyendo que veía un fantasma. Pero la mano que apretó la suya pertenecía a un hombre muy vivo.
El hombre tomó una silla y se sentó.
—¡Menuda sorpresa! Te he visto aquí sentada y me he dicho: «¡Que me aspen si esa mujer no se parece muchísimo a Deborah Treverton!». Y luego me he dicho: «¡Es ella!».
Deborah siguió mirándolo fijamente, incapaz de pronunciar palabra. Terry estaba igual a como ella lo recordaba, sólo que su parecido con el tío Geoffrey era todavía mayor, en el rostro tostado por el sol, en el aire de confianza en sí mismo. Terry Donald era un hombre muy atractivo, vestido con su camisa de algodón beige, el suéter de color verde oliva, los pantalones cortos, los calcetines hasta las rodillas y las botas. Los cabellos de color castaño oscuro aparecían mucho más claros de lo que ella recordaba, sin duda por efecto de muchos años de sol, y los ojos eran más azules.
—¡Dios mío, Deb! ¡No puedo creer que seas tú! ¿Cuánto tiempo ha pasado?
El camarero se les acercó.
—Nataka tembo baridi, tafadhali —le dijo Terry, pidiéndole una cerveza—. ¿Cómo es que nunca me escribiste, Deb? ¿Acabas de llegar o llevas ya mucho tiempo en Kenia?
—Te creía muerto —fue lo único que Deborah pudo decirle.
Terry rió.
—¡Ni pensarlo! En serio, Deb. Me parece recordar que en el entierro de tu tía dijiste que no irías a Norteamérica, después de todo. Y al día siguiente te fuiste. ¿Qué pasó?
Deborah trató de recordar. El entierro de Grace. Había decidido no aceptar la beca y seguramente se lo había dicho a todo el mundo. Sonrió forzadamente.
—Cambiar de idea es prerrogativa de la mujer. Al final me fui a California.
—¿Es ésta la primera vez que vuelves a Kenia?
—Sí. —Deborah le miró, todavía bajo los efectos de la sorpresa. ¡Cuántos recuerdos le despertaba Terry!—. No lo entiendo, Terry. De veras que te creía muerto. En la agencia me dijeron que tu familia se había matado en un accidente de automóvil.
La sonrisa agradable de Terry se esfumó.
—Y así fue.
El camarero le trajo la cerveza. Terry abrió la botella y llenó un vaso alto. Luego sacó un cigarrillo y lo encendió con el encendedor que llevaba en una bolsa de cuero colgada del cuello. Dio una chupada al pitillo, aspiró el humo y luego, en un gesto de consideración, volvió la cabeza para expulsarlo.
—Papá, mamá, el tío Ralph y mis dos hermanas —dijo—, todos de una vez. Sucedió en la maldita carretera de Nanyuki. Iban camino del Club Safari. Uno de esos malditos matatus se les echó encima, al tratar de adelantar a otro matatu. Doce personas que iban en el otro vehículo murieron también. —Soltó una carcajada breve, de amargura—. Lo que me obsesiona es que yo tenía que ir con ellos, pero se me pinchó un neumático cuando subía de Nairobi, así que se fueron sin mí. Cuando me dirigía al Club Safari pasé por el lugar del accidente. Justo en el momento en que los metían en la ambulancia.
—Oh, Terry, lo siento muchísimo.
—Estas condenadas carreteras —dijo él, haciendo girar el vaso sobre la mesa—. No hacen nada para conservarlas en buen estado, ¿sabes? Y cada año están peor. Pronto no quedará ninguna.
—¿De modo que vendiste la agencia?
—¡Venderla! ¡Ni lo sueñes! ¡Viajes Donald es una de las empresas más rentables del África Oriental! ¿Por qué habría de venderla?
—Estuve en la agencia esta mañana y me dijeron que ahora el propietario es un tal señor Mugambi.
—Ah, eso. —Terry se sonrojó y rió un poco—. ¡Yo soy el señor Mugambi! Cambié de nombre. Ya no me llamo Donald.
—¿Por qué lo hiciste?
Terry alzó los ojos e inspeccionó discretamente la terraza.
—Se me ocurre una idea, Deb —dijo en voz baja—. ¿Estás muy ocupada en este momento? ¿Por qué no te vienes a casa conmigo? Me gustaría presentarte a mi esposa. Mi casa está aquí en Nyeri, no cae lejos.
Deborah, siguiendo la dirección de la mirada de Terry, volvió la cabeza y vio a dos africanos que bebían té, sentados a una mesa en un rincón, hablando en voz baja.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Ven, cariño. Tengo el Rover ahí enfrente.
Cuando estuvieron solos en el camino que cruzaba los jardines del hotel, Terry dijo:
—Esos hombres eran de la brigada especial. Hoy en día, hay que tener cuidado con lo que se dice.
En el momento en que el Rover tomaba la carretera principal, Terry dijo:
—¿Cómo has subido hasta aquí? ¡Espero que no conduciendo tú misma!
—Alquilé un coche con chófer. Le he dicho que se tomara libre el resto del día.
—Entonces, ¿qué es esto para ti? ¿Unas vacaciones? ¿Has vuelto para ver los viejos lugares? Verás que han cambiado muchas cosas. Oh, puede que no por fuera, pero por debajo de la superficie Kenia ha cambiado.
Deborah se puso pensativa cuando pasaron por delante de la iglesia en cuyo cementerio estaba enterrado el abuelo de Terry, sir James. Su abuela, Lucille, a quien ninguno de los dos había conocido, estaba enterrada en Luanda, igual que la tía Gretchen. Deborah, en vista de ello, se preguntó si Terry sería el último de los Donald.
—¿Tienes hijos? —le preguntó, sintiendo súbitamente la necesidad de saberlo.
—Tengo un chico y una chica. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Qué te ha traído a Kenia?
—¿Te acuerdas de mamá Wachera, la hechicera que vivía en una choza junto al campo de polo?
—¡Aquella pájara rara! Sí, la recuerdo. ¿Todavía vive? ¡Dios mío, juraría que es la última de su generación!
Deborah le habló de la carta de las monjas.
—¿Qué crees que querrá de ti? —preguntó Terry mientras el Rover rebotaba por culpa de los baches.
—No tengo la menor idea. Pienso ir a la misión por la mañana y averiguarlo.
—¿Vas a quedarte en Kenia, Deb? —preguntó Terry, mirándola de reojo.
La pregunta sorprendió a Deborah. Y entonces, de repente, pensó:
«¿He venido para quedarme?».
—No lo sé, Terry —contestó con sinceridad.
Llegaron a una valla metálica donde unos letreros decían: ¡HATARI! ¡PELIGRO! ¡PERROS KALI! SIGA EN EL COCHE Y HAGA SONAR LA BOCINA.
—¿Incluso aquí? —dijo Deborah cuando un africano de uniforme les abrió la puerta.
—Hay mucha delincuencia en toda Kenia. Y va en aumento. Es el problema demográfico, ¿comprendes? Kenia tiene la tasa de natalidad más alta del mundo. ¿Lo sabías?
—No, no lo sabía.
—No hay suficiente tierra para alimentar a todos, ni suficientes empleos para todo el mundo. Kenia se está convirtiendo en una nación de jóvenes. Sin duda los habrás visto, africanos jóvenes en Nairobi, sin nada que hacer. ¡Te costaría creerlo si te contase las jugarretas que les gastan a los turistas inocentes! Siempre les estoy diciendo a mis clientes que no tengan ningún trato con extraños. A muchas clientas mías les han robado el bolso.
—¿Entonces es que los policías son ineficaces?
—¡Ineficaces! Sólo lo son si no les pagas suficiente magendo. Pero yo tengo un sistema mejor para asegurarme de la honradez de mi gente. Si a alguno o alguna de mis clientes le desaparece algo, hago correr la voz de que voy a llamar a un hechicero. Nunca falla. Al día siguiente, el objeto robado, sea cual fuere, le es devuelto a su dueño.
—¿Tanto predomina aún la superstición?
—Sospecho que más que nunca.
Entraron en un recinto polvoriento donde los africanos reunían a unos perros con cara de pocos amigos. La casa era muy antigua; Deborah reconoció la construcción original de paredes de barro enjalbegadas y techo de paja. Era grande, larga y baja, de aspecto desaplomado, pero se encontraba en buen estado y parecía bien cuidada.
—Tengo tres residencias —explicó Terry cuando entraron—. Una en Nairobi, otra en la costa. Pero en ésta es donde tengo la familia. Es la más segura. Hasta el momento.
El interior de la casa era fresco y oscuro, con un techo bajo y suelo de madera reluciente, sofás de cuero y trofeos animales por todas partes. Un africano que llevaba pantalones caqui y un suéter estaba poniendo la mesa para el té.
—Lo tomaremos aquí, Augustus —dijo Terry al hombre, luego condujo a Deborah hacia unos sofás colocados alrededor de la mayor chimenea que había visto en su vida.
Se sentaron. Terry encendió otro cigarrillo y dijo:
—¿Cuánto hace que te fuiste, Deb? ¿Catorce años? ¿Quince? No has vuelto a la vieja Kenia que conocías. Entre otras cosas, ¡el gobierno es una broma! Fíjate cómo trata de poner coto al crecimiento de la población. Las mujeres que no tienen marido, lo que quiere decir casi todas las mujeres de este desdichado país, reciben algún tipo de apoyo económico por cada hijo que tienen. Como medida para controlar la natalidad, el gobierno de Moi ha dicho que de ahora en adelante sólo recibirán ayuda los cuatro primeros bebés; los que vengan luego tendrán que arreglárselas como puedan. ¡Ya me dirás tú de qué va a servir eso!
El criado colocó la bandeja del té en una mesita baja delante de ellos.
—Asante sana, Augustus —dijo Terry. Luego prosiguió—: Los organismos extranjeros que velan por la salud y los misioneros médicos tratan de promover el control de la natalidad, pero los hombres de Kenia no quieren saber nada del asunto. De modo que las mujeres, si lo desean, lo practican a hurtadillas. Si un hombre descubre que su esposa toma la píldora o usa un diafragma, le pega una paliza impresionante, y tiene derecho a pegársela.
Terry apagó su cigarrillo y sonrió a Deborah.
—¡Cielos! ¡Qué cosas digo! ¿Qué clase de reencuentro es éste? ¡No sé cómo expresar lo mucho que me alegro de verte, Deb! ¿Qué tal ha resultado vivir en California?
Deborah le habló de su vida, pero sólo superficialmente.
—Este tipo con el que vas a casarte, ¿quiere venir a vivir en Kenia?
—Nunca ha estado aquí. No sé si le gustaría.
Apenas hubo terminado de decirlo, Deborah se dio cuenta de algo que nunca se le había ocurrido antes: lo poco que Jonathan sabía de Kenia.
«En tal caso, ¿cómo puede conocerme a mí?», se preguntó.
—Miriam no está en este momento, ha ido a visitar a su hermana. Pero volverá pronto. Quiero que la conozcas.
—¿Y los niños?
—Los dos están en la escuela. Aguarda un momento —dijo, levantándose. Tomó dos fotografías que había en la repisa de la chimenea y se las entregó a Deborah—. Éste es Richard. Tiene catorce años.
—Es un chico guapo —dijo Deborah, contemplando una versión joven de Terry.
—Y ésta es Lucy. Tiene ocho años.
Deborah puso cara de sorpresa. Lucy era africana.
Como si leyera sus pensamientos, Terry se sentó, encendió otro cigarrillo y dijo:
—La madre de Richard fue mi primera esposa. Nos divorciamos cuando él era muy pequeño. Fue cuando yo empezaba en el negocio de mi padre. Anne no podía soportar mis largas ausencias cuando me iba de safari. Y tenía celos de mis clientes femeninas. Así que me dejó y se casó con un exportador de Mombasa. Richard pasa medio año conmigo y la otra mitad con Anne.
—¿Y Lucy?
—Es la hija que tuve con mi segunda esposa, Miriam.
—¿Kikuyu?
Terry asintió con la cabeza y expulsó humo.
—De hecho, el apellido que adopté es el de mi esposa. Mugambi.
—¿Por qué? —preguntó Deborah, dejando las fotos sobre la mesita.
Terry se encogió de hombros.
—Más que nada para sobrevivir. Tratan de echar a los blancos de Kenia. Hay muchísimos prejuicios contra los negocios europeos. No voy a entrar en detalles, pero comprendí que lo que más me convenía para conservar la agencia era adoptar un apellido africano.
—Creía que todo eso se había terminado hace ya muchos años.
—Desde que murió Jomo, en 1978, las cosas andan un poco revueltas en Kenia. Por supuesto, hay tipos que no están de acuerdo conmigo. Pero hablo por experiencia personal. La educación de mi hijo, por ejemplo.
Antes de seguir con sus explicaciones, Terry llamó a Augustus y cuando el hombre se presentó le dijo en suajili que trajera una botella de vino.
—Ésta es una ocasión especial —dijo Terry, sonriendo a Deborah—. Es vino de papaya elaborado en Kenia y dudo que pueda compararse con vuestros famosos vinos californianos, pero es lo mejor que tenemos.
—Ibas a decirme algo sobre Richard.
—En este momento estudia en un internado de Naivasha. Pero ya tiene catorce años y ha llegado el momento de que pase a un nivel superior. El problema está en que la escuela a la que quiero que vaya ha sido totalmente africanizada. La Rey Jorge de Nairobi, ¿la recuerdas? Ahora es la Academia Uhuru. Hay un director nuevo, un africano que se niega rotundamente a aceptar alumnos blancos. Lo que me fastidia es que se trata de la escuela a la que iba mi padre cuando era niño. De hecho, mi padre fue de la primera promoción, cuando se inauguró la escuela en 1926. En la fachada hay una placa con los nombres de los alumnos fundadores. Geoffrey Donald es el primero de la lista. Y yo también estudié en ella, desde luego, en 1967. Pero ahora la escuela está cerrada para los blancos. Y lo que es peor, no hay ninguna otra escuela secundaria en Kenia que acepte alumnos blancos.
—¿Qué harás?
—No me queda más remedio que mandarlo a un internado de Inglaterra. Puedo permitírmelo, por supuesto, pero se trata de una cuestión de principio. Richard nunca ha puesto los pies en Inglaterra. Maldita sea, Deb. ¡Su bisabuelo nació en Kenia!
Augustus trajo el vino y lo dejó en la mesita junto con dos copas, luego se llevó el servicio de té. Terry escanció el vino y le entregó una copa a Deborah, que bebió un sorbo. El vino tenía un sabor áspero, amargo.
—¿Qué haces ahora, Terry? —preguntó Deborah, para desviarlo de un tema de conversación que le estaba poniendo visiblemente furioso—. ¿Sigues acompañando a los turistas o te ocupas estrictamente de la parte administrativa?
Terry rió, encendió otro cigarrillo y volvió a sentarse con la copa en la mano.
—Acompaño a los clientes en los safaris de caza.
—Creía que cazar era ilegal aquí.
—En Tanzania. Allí es legal. La mayoría de los clientes son norteamericanos.
Deborah habló con reserva.
—¿Da beneficios?
—¡No puedes imaginarte hasta qué punto! Estoy comprometido hasta bien entrado 1991. Cuando la caza fue prohibida aquí, hace ahora diez años, los cazadores nos fuimos a otros países en busca de trabajo. Estuve mucho tiempo controlando rebaños en el Sudán. Principalmente reduciendo el número de animales, en el norte de Juba, a orillas del Nilo. La población de elefantes había crecido demasiado y estaba destruyendo las cosechas. Aquellos colmillos —señaló un par de colmillos más altos que un hombre colocados a uno y otro lado de una puerta— son de un viejo bribón al que habían herido con un fusil anticuado, tipo mosquete. Estaba absolutamente enloquecido. Mató a unos treinta miembros de la tribu dinka. Acabé con él de un solo disparo y pedí que me pagasen con los colmillos en lugar de con libras sudanesas, que no valen nada.
Terry probó su vino.
—Bueno, el caso es que ahora me va muy bien en Tanzania. ¡Y me pagan con dólares norteamericanos!
—Pero ¿no es ilegal importar trofeos de caza a los Estados Unidos?
—Era ilegal. Jimmy Cárter prohibió la importación de leopardo, jaguar y marfil. Pero la administración Reagan permite los trofeos que se hayan cobrado en países donde la caza esté autorizada. Mis clientes tienen garantizados un león, un leopardo, dos búfalos y dos gacelas. Me los llevo durante veintiún días, les proporciono campamentos y rastreadores y me pagan treinta mil dólares.
Deborah no dijo nada.
—Sé que no apruebas la caza —dijo Terry con voz queda—. Nunca te pareció bien. Pero los cazadores cumplíamos una misión útil. Impedíamos que los furtivos actuasen en Kenia. Éramos el cuerpo de policía extraoficial. Al prohibirse la caza en 1977, los cazadores nos fuimos y los furtivos ocuparon nuestro lugar. A los furtivos no les importa cuántos animales matan ni de qué manera los matan. El resultado son sufrimientos terribles y una verdadera carnicería. ¿Sabes que sólo quedan unos quinientos rinocerontes en Kenia?
Deborah tenía los ojos clavados en las fotos de los hijos de Terry.
—Me alegro de que te vaya bien —dijo en voz baja—. Me he preguntado tan a menudo si…
—Sí, me va bien —dijo Terry, llenando de nuevo su copa y encendiendo otro cigarrillo—. Pero ¿cuánto tiempo durará? Kenia es un país muy inestable, Deb. Tú no eres ciega. Has visto las condiciones en que nos encontramos. Al parecer, los africanos no saben llevar las cosas. O todo les da lo mismo. No sé cuál de las dos es la causa. Arriba hay un puñado de cochinos elitistas ricos que piensan: «Que se jodan los veinte millones que poco a poco van muriendo de hambre». Ya ves lo que le están haciendo al monte Kenia. Cortan todos los árboles sin planificar absolutamente nada. No estudian la ecología; no replantan; no piensan en las consecuencias de eliminar selvas enteras. Los ríos de estos alrededores empiezan a secarse porque las montañas se están convirtiendo en yermos.
Terry meneó la cabeza.
—Los africanos no piensan en el futuro. Nunca han pensado en el futuro, ni siquiera en tiempos de mi abuelo. Agotan todos los recursos y no paran de tener hijos. No se les ocurre hacer nada con vistas al mañana. Ahí tienes el ejemplo de Kilima Simba, el antiguo rancho de mi padre. Mi abuelo había creado un sistema de surcos que servía para traer agua de los pozos. Pero los africanos que viven ahora allí, en cientos de shambas pequeñas, no han conservado los surcos, y ahora no tienen agua para regar y sus cultivos se están convirtiendo en polvo.
Terry miró a Deborah con sus intensos ojos azules.
—Kenia es un barril de pólvora, Deb. Una bomba de relojería que va haciendo tictac, tictac. Con su tasa de natalidad desenfrenada, el hambre empeorará.
—Creía que otras naciones estaban ayudando.
Terry apagó su Embassy King a medio fumar y se sirvió un poco más de vino.
—¿Te refieres a «Estados Unidos por África»? ¿Cuánto dinero de esa procedencia crees que llegó a manos del pueblo, Deb? Sé de buena tinta que de los millones de dólares donados generosamente por norteamericanos, menos del diez por ciento se destinó a alimentar al pueblo. ¿Que qué fue del resto? Pues, no tienes más que contar los Mercedes-Benz que hay en los aparcamientos del gobierno. Algún día habrá otra revolución, Deb. Te lo digo yo. ¡Y a su lado el mau-mau parecerá una merienda campestre!
—Entonces, ¿por qué sigues aquí, Terry?
—¿Y adónde voy a ir? Éste es mi país, mi hogar. ¡El viejo Moi está muy equivocado si cree que conseguirá echarnos a fuerza de meternos miedo!
De pronto Terry calló, miró por encima del hombro en dirección a la cocina y en voz baja dijo:
—Te lo digo yo, Deb. Cuando venga la próxima revolución, me considerarán un maldito colonialista… un chivo expiatorio. Aunque he hecho todo lo que he podido, me he casado con una mujer kikuyu, he cambiado de apellido, estoy preparado para irme en un abrir y cerrar de ojos.
Y toda persona blanca con un poco de sensatez está preparada para hacer lo mismo. He estado enviando dinero a Inglaterra, discretamente. Compré una casa en los Cotswolds. Cuando las cosas se pongan feas de verdad, sacaré a los chicos de aquí, si hace falta sólo con lo puesto, y me instalaré en Inglaterra. Lo que ser keniata me ha enseñado, Deb, es a sobrevivir. Y si eres inteligente, te quitarás de la cabeza toda idea de volver y quedarte a vivir aquí.
Los perros del patio empezaron a ladrar de repente. Al mirar por la ventana, Deborah se sorprendió: ya era de noche y empezaba a llover.
—Ésa debe de ser Miriam —dijo Terry, levantándose—. Quédate a cenar, por favor, Deb. Prometo no seguir aguándote la fiesta. ¡Tenemos que ponernos al corriente de tantas cosas!
Terry la acompañó al Outspan al cabo de unas horas.
Y como en San Francisco eran las tres de la tarde, Deborah decidió llamar a Jonathan.
Primero probó llamando al piso.
Mientras esperaba que el telefonista del hotel le pasara la llamada, Deborah se dio un baño caliente y se puso a reflexionar sobre la velada con Terry, que había resultado a la vez ilustrativa y aterradora. Pero en vez de asustarla, como al parecer pretendía Terry, sus palabras pesimistas estaban surtiendo curiosamente un efecto contrario. Cuanto más oía hablar de los problemas de Kenia, más responsable se sentía Deborah, mayor era su deseo de hacer algo para resolverlos.
Se estaba poniendo el albornoz cuando se presentó un empleado para encenderle la chimenea. Mientras el hombre hacía su trabajo, Deborah se acercó a la puerta ventana que daba a la galería de la casita y contempló la llovizna que caía como polvo de plata bajo la luz de las ventanas. La llovizna le recordó otra noche fría y húmeda en la que también ardía el fuego en la chimenea y el mundo y sus problemas quedaban al otro lado de la ventana. Era la noche en que ella y Jonathan habían hecho el amor por primera vez.
—He evitado las relaciones serias hasta ahora —había dicho Jonathan con su voz sosegada.
Deborah, que yacía entre sus brazos y contemplaba las llamas que se movían, sintiéndose por primera vez completamente relajada y a gusto con un hombre, había escuchado a Jonathan mientras él iba contándole su vida, cosa que no había hecho nunca en el año que llevaban juntos.
—¿Por qué no te casaste con ella? —preguntó Deborah, refiriéndose a la mujer que había hecho daño a Jonathan años antes—. ¿Qué ocurrió?
A Jonathan no le resultaba fácil hablar de ello. Deborah notó las vacilaciones, la incomodidad, las palabras escogidas cuidadosamente por un hombre que confesaba un dolor secreto quizá por primera vez. Deborah comprendió sus sentimientos. Su propio pasado se encontraba oculto detrás de confesiones jamás hechas. Ni siquiera el hombre del que se estaba enamorando sabía del crimen cometido en la choza de Christopher; tampoco Deborah le había hablado de la mezcla racial de su sangre. Pensaba que de nada servía exponer sus demonios en público. Había trabajado con ahínco para enterrar el pasado; incluso había inventado mentiras para explicar ciertas situaciones. Tales como el problema de los hijos. Nunca iba a tenerlos debido a su ascendencia. La asustaba pensar lo que podía producir un agrupamiento imprevisible de sus genes. ¿Cómo podía arriesgarse a tener un bebé que fuera menos blanco que su padre? La parte africana que llevaba escondida, ¿cuándo se revelaría de pronto y en circunstancias inoportunas? De modo que se había inventado un historial clínico.
—No puedo tener hijos. Endometriosis —había dicho más de una vez, también a Jonathan, por lo que casi ella misma lo creía.
Ahora, después de meses de trabajar juntos en el quirófano, de sonreírse por encima de las mascarillas verdes, de compartir chistes privados, de luchar por salvar vidas, de hablar de las ventajas mutuas de asociarse para ejercer la medicina, ahora, después de perderse una velada de ballet y de pasar dos horas gloriosas ante la chimenea de Jonathan, los dos habían dado el siguiente paso determinante. Tras comprometerse recíprocamente con sus cuerpos, Jonathan empezaba a preparar el camino que llevaba al compromiso espiritual: por medio de la confesión de secretos y pasados ocultos.
—¿Por qué no te casaste con ella? —había preguntado Deborah aquella noche lluviosa en San Francisco—. Estabais tan unidos. Sólo faltaba una semana para la boda. ¿Qué sucedió?
Y él había contestado con voz tan tensa, que Deborah aún oía el dolor después de tantos años.
—Porque averigüé que ella había hecho una cosa imperdonable. Había hecho algo que no puedo tolerar en una mujer que supuestamente ama a un hombre. Me había mentido.
El timbre del teléfono la sobresaltó. Deborah se apartó de la puerta ventana y vio que estaba sola. El empleado se había ido discretamente tras encender la chimenea. Y el teléfono estaba sonando.
¡Jonathan!
Descolgó el aparato, sintiendo de repente la necesidad de oír su voz, pero la única voz que oyó fue la del telefonista del hotel diciendo:
—Lo siento, señora. Pero en este número no contesta nadie. ¿Quiere que lo intente más tarde?
Deborah reflexionó un momento. El consultorio estaba cerrado los miércoles por la tarde, pero tal vez estaría en cirugía. Así que dio al hombre el número de su servicio de contestación de llamadas. Se encargarían de localizarle y decirle que la llamase.
No valía la pena quedarse junto al teléfono, puesto que se necesitaba media hora para conectar con California; así que se sentó en el sofá, con las piernas debajo del cuerpo, y se puso a contemplar el fuego.
Aquella otra noche de lluvia, hacía un año, había contemplado fijamente el fuego en la chimenea de Jonathan, sintiéndose como aturdida por lo que Jonathan acababa de decir.
—Es una manía que tengo —había añadido él, explicándose, tranquilizándose a medida que hablaba y se sentía cómodo y seguro con ella—. Toda mi vida, desde que tengo uso de memoria, he detestado las mentiras. Quizá se deba a mi estricta educación católica. Puedo perdonarlo casi todo siempre y cuando una persona sea sincera. Pero decirme que me amaba y dejar que me creyese una mentira, una mentira que más adelante reconoció que no tenía intención de corregir jamás, me puso furioso y me hizo mucho daño.
—¿Qué mentira te dijo? —había preguntado Deborah.
—No tiene importancia. Lo que importa es que a sabiendas de que yo creía lo que en realidad era mentira, pensaba ir al altar conmigo. Y a sabiendas de que nos cubría el manto de la insinceridad, estaba dispuesta a llevar vida de casada conmigo. La mentira en sí no importa, Debbie; lo único que importa es que me mintió y que lo averigüé por otra fuente.
Deborah había cerrado los ojos y le había abrazado con fuerza.
«Sí, sí importa la mentira propiamente dicha —pensó—. Tengo que saber si fue tan grande como la mía».
En lo sucesivo le habían asustado sus propias mentiras. Aquella misma noche Deborah había estado a punto de contárselo todo a Jonathan. Pero su relación, que acababa de dejar el mundo despreocupado de la amistad para pasar al plano, tan frágil e importante, del amor, era demasiado nueva, podía romperse con demasiada facilidad.
«Esperaré —se había dicho a sí misma—. Se lo diré cuando no represente ningún peligro».
Pero nunca dejó de representar un peligro. Deborah descubrió con desánimo que a medida que su relación se hacía más fuerte, que el amor que se tenían se hacía más profundo y Jonathan se convertía para ella en lo más importante de su vida, la oportunidad se le había ido escapando. Hasta que finalmente habían fijado fecha para la boda y ella se presentaría ante el altar con mentiras.
Cuando el teléfono volvió a sonar, Deborah miró su reloj. Había tardado únicamente cinco minutos.
—Soy la doctora Treverton —dijo al servicio de contestación—. ¿Pueden localizarme al doctor Hayes?
—Lo lamento, doctora Treverton. No puedo ponerla con el doctor Hayes. El doctor Simonson se está haciendo cargo de sus llamadas.
—Pero ¿saben dónde está el doctor Hayes?
—Lo lamento. No lo sé. ¿Quiere que le localice al doctor Simonson?
—No. No, gracias —dijo Deborah tras reflexionar un momento. Colgó el teléfono y decidió que volvería a intentarlo por la mañana, cuando en San Francisco sería de noche y con toda seguridad Jonathan se encontraría en el piso. Encargó a los de recepción que la despertasen temprano y se sumió en un sueño agitado.