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El chófer de Deborah era un somalí amistoso que se llamaba Abdi y vestía pantalones y una camiseta con la imagen de los Beach Boys; cubría su cabeza una gorra de punto de color blanco lo que quería decir que era un musulmán que había hecho la peregrinación a La Meca.

—¿Adónde vamos, señorita? —preguntó mientras colocaba la maleta en el maletero del Peugeot pequeño y blanco.

—A Nyeri. Al hotel Outspan. —Deborah hizo una pausa. Luego dijo—: Primero me gustaría detenerme en Ongata Rongai. Es un poblado masai. ¿Sabes dónde está?

—Sí, señorita.

Tardaron cierto tiempo en abrirse paso entre el tráfico congestionado y llegar a una de las carreteras principales que salían de la ciudad. Deborah iba en el asiento de atrás, contemplando Nairobi.

Se preguntó cuántos habitantes habría ahora en la ciudad; le parecía que muchos más que al irse. Y se veían tan pocas caras blancas entre la corriente incesante de transeúntes, que se preguntó cuántas personas formarían ahora la pequeña minoría blanca.

Debido a un accidente de tráfico delante de ellos, permanecieron detenidos algunos minutos en la avenida Harambee, enfrente del Centro de Conferencias Kenyatta. Deborah pudo observar con mayor atención el nuevo y bello edificio, y vio lo que las postales no mostraban: las señales de descuido, la falta de reparación y mantenimiento, la sordidez general de lo que por lo demás era una notable obra arquitectónica. Como en toda la ciudad, vio allí a la gente de la calle: lisiados y mendigos; niñas pequeñas con bebés famélicos en brazos. Pero en el otro lado de la valla, en el aparcamiento del centro, había filas de limusinas relucientes.

Abdi tomó la avenida Haile Selassie y la siguió hasta la calle Ngong, por la que acabaron saliendo de la densa ciudad y entrando en el campo, cada vez menos urbanizado y más rural. No tardaron en entrar en Karen, que era un distrito de cultivos verdes, bosques y casas de gente rica. Mientras circulaban velozmente por carreteras llenas de grietas y baches, Deborah contemplaba las casas coloniales que se alzaban detrás de la protección de los árboles, con vallas altas y vigilantes de uniforme.

Aparecieron luego las shambas sencillas, donde las mujeres trabajaban con la espalda doblada. En otros tiempos aquellas vastas hectáreas habían pertenecido a agricultores europeos; ahora estaban divididas en parcelas propiedad de africanos, pequeñas como un sello de correos.

Al pasar junto a un grupo de minibuses turísticos aparcados ante lo que parecía una shamba vulgar y corriente, Deborah preguntó a Abdi qué era.

El somalí aflojó la velocidad del Peugeot y dijo:

—La sepultura de Finch Hatton. ¿Ha visto usted Memorias de África, señorita? ¿Quiere pararse?

—No, no, sigue, por favor.

Volvió la cabeza para mirar a los turistas que se arremolinaban alrededor de la sepultura con las cámaras y pensó que, al parecer, la necesidad de peregrinar era un rasgo universal del hombre.

La carretera bajaba, cruzaba la selva y salía luego por un sitio donde había hectáreas y hectáreas de granjas diminutas, cruzando poblados ruinosos y pasando por delante de «tabernas» de carretera, estructuras cuadradas construidas con hojalata y cartón, donde había grupos de hombres ociosos con botellas en las manos.

Deborah se puso a pensar en esa inexplicable sensación de encontrarse en una tierra extraña; era como estar en un país que nunca antes hubiese visitado. ¿Era realmente posible que en quince años hubiera olvidado la pobreza de Kenia, la brutalidad de las distinciones sociales, las masas de mujeres y niños que apenas comían lo suficiente para subsistir? ¿Acaso la ausencia de quince años había pintado una pátina engañosa sobre las realidades más desagradables del África Oriental, como hacían las guías para turistas?

Llegó por fin a Ongata Rongai, que era un poblado masai de casas destartaladas y callejas cubiertas de barro. De cara a la carretera se hallaba el «centro de la ciudad», típico de los poblados kenianos: toscas estructuras de madera con tejados de cinc, pintadas de horribles tonalidades turquesa y rosa, una de ellas con un rótulo que decía:

SALÓN Y HOTEL MATHARI, CARNICERÍA Y PIENSOS PARA ANIMALES.

Algunos viejos haraganeaban cerca de los sombríos umbrales o se encontraban sentados en el suelo, vestidos prácticamente con harapos. El poblado propiamente dicho era un grupo desordenado de casuchas, muchas de ellas sin puertas ni ventanas, orientadas todas hacia el lecho de un río, donde las vacas se encontraban en el agua llena de excrementos, con la que las mujeres masai llenaban calabazas para beber. Reinaba en el lugar una atmósfera general de derrota y desesperanza.

Mientras, Abdi maniobraba el Peugeot entre chozas de piedra y restos oxidados de automóviles abandonados, seguido por chiquillos desnudos con la cara cubierta de moscas, brazos y piernas delgados como cerillas, los vientres hinchados por la mala nutrición. Los chiquillos miraban fijamente a la mujer blanca que iba en el coche con ojos demasiado grandes para sus cabezas.

Al encontrar lo que andaba buscando, Deborah dijo:

—Para aquí, por favor.

Tras parar el motor, Abdi se apeó y dio la vuelta al vehículo para abrirle la portezuela. Pero Deborah meneó la cabeza. Intrigado, Abdi volvió a colocarse detrás del volante y esperó.

Deborah miraba un edificio de piedra en cuyo tejado de hierro había una cruz de madera. Aparcado enfrente vio un Land-Rover con unas letras en un lado que decían: CLÍNICA WANGARI. LA OBRA DEL SEÑOR. Sarah le había dicho que Wangari era el nombre de la esposa de Christopher. Pensó que él debía de estar dentro del edificio porque la multitud que esperaba en el exterior se encontraba de cara a una puerta cerrada. Deborah se quedó observando la puerta, sin atreverse a parpadear por miedo a que se esfumara.

Finalmente la puerta se abrió y el corazón de Deborah dio un salto al ver al hombre que salió por ella.

No había cambiado en absoluto. Christopher caminaba con la misma gracia que en su juventud; su cuerpo seguía siendo esbelto y sus movimientos revelaban un poder masculino oculto. Llevaba unos tejanos y una camisa y de su cuello colgaba un estetoscopio. Cuando se volvió, Deborah vio los reflejos del sol en la montura de oro de sus gafas. La multitud avanzó al verle. Fue entonces cuando Deborah se fijó en que todos los niños llevaban algo en las manos. Algunos sostenían escudillas; muchos sujetaban con fuerza botellas vacías; y vio con sorpresa que algunos tenían unos objetos que parecían tapacubos. Descubrió en seguida el motivo al ver que del edificio sacaban grandes peroles y los colocaban sobre una larga mesa de madera. Los niños se alinearon de una forma extrañamente silenciosa y ordenada, mientras sus madres, casi todas ellas con bebés a cuestas, se colocaban respetuosamente a un lado.

Un joven africano que estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, tocó un acorde con su guitarra y se puso a cantar, y entonces empezaron a dar de comer a los niños.

Era una escena sobrenatural. No había empujones ni rivalidad, ni el menor asomo de codicia. Sólo la tarea silenciosa de servir una especie de potaje de maíz en los recipientes que traían los pequeños. Mientras servían la comida, los ayudantes cantaban al unísono con el guitarrista —un himno suajili que Deborah reconoció— y Christopher, ayudado por una enfermera, empezó a examinar a los pacientes.

La enfermera era africana, joven y bonita, y también ella cantaba mientras hacía su trabajo.

Abdi miró a su pasajera por el espejo retrovisor.

—¿Quiere irse ahora? —preguntó.

Deborah alzó la mirada.

—¿Cómo dices?

Abdi dio unos golpecitos en su reloj.

—¿Nos vamos a Nyeri ahora, señorita?

Deborah volvió a mirar por la ventanilla. Pensó en apearse del coche, acercarse a la clínica y saludar a Christopher. Pero algo la retuvo en su sitio. Todavía no estaba preparada para presentarse ante él.

—Sí —dijo—. Ahora nos vamos a Nyeri.

La carretera de Thika atravesaba una llanura en la que había gran número de pequeños cultivos. En un momento dado, Deborah vislumbró una mezquita pequeña y modesta entre unas acacias. Más allá había algunas industrias: Cervecerías Kenia, Neumáticos Firestone, fábricas de papel, curtidos y conservas. Curiosamente, algunas parecían abandonadas.

Cables de teléfonos y de electricidad seguían la carretera; había estaciones de servicio de la Shell y anuncios de Coca-Cola. Un anuncio de cigarrillos Embassy King decía: SAFIRI KWA USALAMA («Conduce en paz»). La carretera era un río de automóviles: Audis, Mercedes, Peugeots. Muchos llevaban una pegatina que decía YO AMO A KENIA en el parachoques. Pasaban matatus, vehículos para nueve pasajeros en los que se hacinaban quizá veinte o más personas, avanzando trabajosamente. Junto a la carretera, otro letrero decía: CUIDADO AL CONDUCIR: VEINTICINCO PERSONAS MURIERON AQUÍ EN MAYO DE 1985.

Inesperadamente, Abdi salió de la carretera y detuvo el coche en el aparcamiento del hotel Blue Posts.

—¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó Deborah.

—Un lugar muy histórico, señorita. Todos los turistas se paran aquí.

Deborah miró el edificio viejo y bajo que era apenas una sombra de su gloria colonial de antaño. En otro tiempo el Blue Posts había sido lugar de recreo para colonos blancos. Ahora había carteles anunciando cuellos de pollo a la parrilla y barbacoa de costillas de cabra.

—No quiero detenerme aquí —dijo Deborah—. Sigamos hasta Nyeri.

Abdi la miró con expresión divertida, luego se encogió de hombros y volvió a tomar la carretera. De vez en cuando miraba a su pasajera por el retrovisor.

Puso la radio. Dieron un breve anuncio sobre un producto para aclarar la piel llamado Mona Lisa y luego un locutor de La Voz de Kenia dijo:

—Nuestro amado presidente, el honorable Daniel Arap Moi, ha dicho hoy que el gobierno se esfuerza por colocar la asistencia sanitaria al alcance de todos los kenianos antes del año 2000.

Deborah recordó el poblado de Ongata Rongai, los niños famélicos y enfermos, la suciedad, las moscas, y pensó en Christopher, que intentaba introducir un poco de esperanza, un poco de alivio, en aquellas vidas miserables. Pensó en Sarah, que cruzaba las turbulentas calles de Nairobi a bordo de su Mercedes con chófer, y pensó también en los mendigos sentados a la sombra del ostentoso y mal cuidado centro de conferencias. Deborah se dio cuenta de que era como si dos mundos completamente distintos ocupasen el mismo espacio.

Dio unos golpecitos en el hombro de Abdi, señaló la radio y dijo:

—Si no te importa.

—Oh, perdone, señorita. —Cerró la radio, se sacó el tallo de una hoja de miraa del bolsillo de la camisa y se lo metió en la boca. Aunque la miraa era considerada un estimulante, Deborah sabía que en realidad servía para levantar el ánimo y los keniatas la masticaban porque les ayudaba a soportar sus problemas.

El Peugeot avanzaba velozmente entre kilómetros y kilómetros de tierras de labranza. Había mujeres en los campos y mujeres transportando cargas pesadas sobre sus espaldas por los caminos. Deborah se fijó en que casi todas estaban embarazadas o llevaban un bebé a cuestas. Había mujeres en los cruces con niños colgados de sus faldas; otras caminaban con paso cansino por el borde de la carretera, donde unos tenderetes vendían verduras. Las había también en los estanques sucios donde estaban las vacas, inclinadas para llenar las calabazas. Otras se encontraban de pie en las paradas de autobús, esperando los matatus que ya iban peligrosamente sobrecargados. Deborah pensó que más allá de los límites de Nairobi, Kenia era una nación de mujeres y chiquillos.

—Pronto llegarán las lluvias —dijo Abdi, interrumpiendo sus pensamientos.

Deborah miró el cielo azul.

—¿Cómo lo sabes?

—Mamas en los campos, cavando.

Deborah se había olvidado, pero ahora recordó que las mujeres en las shambas eran unos barómetros muy seguros. Aunque no hubiese ni una nube en el cielo ni se notara presagio alguno de lluvia en el aire, una podía tener la seguridad de que se aproximaban las lluvias al ver a las mujeres trabajando afanosamente la tierra.

«Pronto llegarán las lluvias».

¿Cómo podía habérsele olvidado? De niña se había acostumbrado al ritmo de los períodos de lluvia y de sequedad y había aprendido a presentir el cambio como las mujeres africanas. Pero había perdido esa intuición en California, donde había experimentado sus primeros veranos de verdad seguidos de otoños de tonalidades castañas y doradas, gélidos eneros y primaveras floridas.

«¿Qué más habré perdido?», se preguntó mientras contemplaba los campos de maíz y de té.

El paisaje empezó a cambiar y una ansiedad creciente se apoderó del corazón de Deborah. La carretera recta y lisa fue estrechándose y empezó a serpentear mientras subía entre colinas cubiertas de lujuriantes rectángulos de tierra de labranza. Al acercarse al monte Kenia, también Deborah vio las oscuras nubes de lluvia que comenzaban a extenderse por el cielo.

—Llegaremos a Nyeri pronto, señorita —dijo Abdi, cambiando de marcha para adelantar a un camión de cerveza Tusker.

Sufrieron un retraso por culpa de un accidente de carretera. Al pasar lentamente el Peugeot por la caótica escena del accidente, Deborah miró a los policías y a los indiferentes hombres de las ambulancias y vio que una enorme multitud de mujeres y niños contemplaba los retorcidos restos de cuatro automóviles. Pensó en el tío Geoffrey y en el tío Ralph.

«Toda la familia se mató…».

De pronto se acordó de otro accidente, ocurrido el año anterior en San Francisco. Era la noche en que se inauguraba la temporada de ballet. Actuaba Baryshnikov y las entradas estaban agotadas desde hacía meses. Jonathan, valiéndose de su influencia, había conseguido unas entradas de palco y una invitación al banquete que se celebraría después. Llevaban semanas esperando con ilusión que llegara la gran noche y Deborah se había comprado un vestido especialmente para la ocasión. Jonathan la había recogido en su piso y habían llegado ya al cruce de Masón con Powell cuando presenciaron el accidente. La calzada estaba resbaladiza a causa de la lluvia y un automóvil derrapó y fue a chocar con un coche de teleférico.

Con la misma tranquilidad con que hubiera organizado una merienda campestre, Jonathan se había hecho cargo de la situación, separando los heridos de los muertos, dando órdenes a los enfermeros que acudieron al lugar, tranquilizando a las víctimas, ensuciándose el esmoquin, utilizando la bufanda blanca a guisa de venda, poniendo orden en el caos para facilitarles las cosas a los policías y los sanitarios, trasladándose al hospital en una de las ambulancias. Deborah había trabajado con él y entre los dos habían salvado vidas y atajado los brotes de histeria. Aquella noche se perdieron el ballet y el banquete, y a Deborah se le estropeó el vestido nuevo. Pero tuvo la impresión de haber sido compensada más que generosamente, porque se había enamorado de Jonathan.

En las afueras de Nyeri pasaron por delante de una escuela para niñas. Deborah había estudiado en ella cuando era pequeña. Se preguntó si la señorita Tomlinson seguiría siendo la severa directora, y luego se dijo que seguramente la escuela ya habría sido africanizada. La directora sería una mujer negra. Deborah forzó la vista para ver algo cuando pasaron por delante de la escuela. Los edificios y los jardines parecían descuidados y entre las estudiantes que se encontraban en los polvorientos campos de juego no vio ni una sola cara blanca.

Finalmente, vio un letrero grande y descolorido que se alzaba junto a un camino de tierra: COOPERATIVA AFRICANA DE CAFÉ, DISTRITO DE NYERI.

La antigua plantación Treverton.

—Métete allí, por favor —dijo al chófer. El camino de tierra seguía el curso del río Chania, que pasaba por un barranco a la izquierda del coche. Al llegar al punto donde empezaba la plantación, Deborah dijo—: Por aquí, por favor. —Y Abdi desvió el coche hacia un lado. Al enmudecer el motor, un silencio impresionante les envolvió.

Deborah miró fijamente por la ventanilla. La plantación estaba exactamente tal como la recordaba. Pulcras hileras de cafetos cargados de bayas verdes cubrían dos mil hectáreas de terreno suavemente ondulado. A su derecha, en el horizonte, el monte Kenia se alzaba de la tierra llana hasta alcanzar un pico perfecto, «como un sombrero chino», había escrito Grace en su diario. A la izquierda de Deborah estaba Bellatu, que parecía restaurada y llena de vida.

Deborah se apeó del coche y dio unos pasos por el camino de tierra. Se volvió de espaldas al viento que presagiaba lluvia y miró la casa grande.

¿Quién la habrá comprado? ¿Quién vivirá ahora en ella?

Entonces vio que alguien salía por la puerta principal y se detenía un momento en la galería. Era una monja católica que vestía el hábito azul de la orden que se había hecho cargo de la Misión Grace.

¿Sería Bellatu una residencia para hermanas? ¿Quizá un convento?

Deborah se volvió, cruzó el camino hasta un risco cubierto de hierba y miró hacia el otro lado de un barranco ancho por cuyo fondo pasaba el Chania. Ahora estaba completamente desforestado; la tierra aparecía afeitada y cubierta de cicatrices, dividida en humildes shambas. Vio las chozas de barro y las mujeres trabajando en los campos.

Forzando los ojos para mirar hacia abajo, Deborah pudo ver el campo de rugby, que en otro tiempo había sido de polo, donde en ese momento jugaban dos equipos de muchachos africanos. Intentó imaginarse a su abuelo, el gallardo conde, montado en su poney y cabalgando hacia la victoria.

Junto a la valla metálica había un hogar modesto consistente en pulcras parcelas de verduras, un corral para cabras y cuatro chozas de barro con techo de cinc. Unas mujeres con bebés trabajaban la tierra. Deborah se preguntó quiénes serían.

Finalmente miró hacia el Chania y vio un fantasma en la orilla: el joven Christopher, los ojos escondidos detrás de las gafas de sol. Le pareció que por encima del agua sonaba una risa fantasmagórica, la risa de una Sarah más amable, más inocente.

Sintió grandes deseos de volverse de espaldas a la dolorosa escena.

Pero estaba clavada en aquel lugar, en la tierra roja que sus pies descalzos habían conocido tan bien cuando era niña. Se estremeció. El viento alzó los cabellos, recogidos detrás del cuello y cayéndole sobre la espalda. Le pincharon las mejillas, revolotearon enfrente de sus ojos. Se los apartó con la mano y continuó de pie en el risco cubierto de hierba.

La tierra seguía siendo tan bella, el aire tan terso y puro y tan lleno de la magia que la había nutrido en una tierna edad. Deborah volvía a sentirse como una niña pequeña, corriendo libremente por la orilla del río, enamorada de África, sin más compañía que una familia de monos y un par de nutrias. No había fealdad ni pobreza en aquel mundo; aquella Kenia era un lugar burbujeante y lleno de fantasía. Y a aquel país había esperado volver Deborah, para encontrar el principio y empezar de nuevo, esperando también encontrarse a sí misma.

Pero, al parecer, aquella Kenia ya no existía y Deborah empezaba a preguntarse si había existido alguna vez. Y si no podía empezar de nuevo desde el principio, ¿cómo encontraría sus raíces, las pistas que la ayudarían a estar en paz consigo misma?

Finalmente miró hacia la misión, donde una vieja hechicera yacía moribunda.