Deborah se dio cuenta de que miraba con curiosidad a todos los hombres que entraban en el restaurante. Cualquiera de ellos podía ser Christopher.
Estaba desayunando copiosamente. Dos horas antes, al despertar, había descubierto que acababa de dormir catorce horas seguidas; se sentía sorprendentemente fresca y descansada y, además, famélica. Un baño caliente le había devuelto la vitalidad, y ahora estaba en el restaurante Mará, que daba al vestíbulo del Hilton, donde camareras de uniforme verde y peinado afro acompañaban a hombres de negocios africanos a sus mesas. Mientras comía croissants y compota, rodajas de papaya y piña, y una tortilla acompañada de setas, cebollas, aceitunas, jamón y queso, Deborah examinaba con disimulo a todos los hombres que entraban.
La mayoría eran africanos vestidos a la europea o con prendas tropicales hechas a la medida, de algodón verde o azul claro. Llevaban carteras en la mano, lucían anillos y relojes de pulsera y se estrechaban la mano antes de sentarse a desayunar. Hablaban diversos dialectos y, al prestar atención, Deborah comprobó que entendía gran parte de lo que decían en suajili o en kikuyu. Mientras bebía el café pensó que seguramente Christopher no estaba en Kenia, ya que su nombre no constaba en la guía de teléfonos. En tal caso, ¿dónde estaría? ¿Por qué se habría ido?
«Fue en mi busca, hace quince años», pensó.
Pero luego se dijo que, en tal caso, hubiera ido a la universidad que le había dado la beca y la hubiese encontrado.
Prescindiendo de lo que hubiese hecho y de adonde hubiera ido, Deborah sabía que no podría irse de Kenia sin averiguar qué había sido de Christopher.
Después de desayunar se acercó a recepción, pagó la factura, pidió que le reservaran una habitación en el Outspan y encargó un coche con chófer. Cuando le dijeron que el coche tardaría un poco en llegar, miró a su alrededor en busca de un lugar donde pudiera esperarlo.
En el vestíbulo había un ajetreo monstruoso. Al parecer, varios grupos de turistas estaban llegando y marchándose al mismo tiempo, causando un atasco de gente en recepción, de equipaje cerca de las puertas dobles de cristal y de camionetas de safari en la calle. Los guías turísticos andaban como locos de un lado a otro, gritando órdenes en inglés y suajili, mientras los viajeros cansados buscaban asiento en alguno de los numerosos sofás instalados en el espacioso vestíbulo. Deborah había oído decir que el turismo era un gran negocio en Kenia y supuso que, después del café y del té, sería la principal fuente de ingresos con que contaba el país.
«Gracias a hombres como el tío Geoffrey», pensó mientras se dirigía hacia la puerta.
Se detuvo en los escalones de la entrada para recobrar el aliento.
¡La luz!
Se le había olvidado lo tersa y flotante que era la luz de Kenia. Era como si el aire no estuviese hecho de oxígeno, sino de algo indescriptiblemente ligero, por ejemplo de helio. Todo era tan claro, tan nítido. Los colores parecían más vivos que en cualquier otra parte; los contornos y los detalles parecían sobresalir. Aunque el aire olía a humo y a gases, era asombrosamente tenue y fresco. Según había leído en el diario de su tía, ésta era una de las razones que habían hecho que su abuelo, el conde de Treverton, se hubiese enamorado del África Oriental.
A Deborah le gustó ese pensamiento: el de que compartía algo con el hombre responsable de que ella hubiese nacido en Kenia. Le daba una sensación de herencia, de linaje familiar.
Echó a andar hacia la calle de Joseph Gicheru, que en otro tiempo había sido la avenida de Lord Treverton, y en pocos minutos llegó a la avenida de Jomo Kenyatta, donde se encontró ante la oficina principal de Viajes Donald.
No se atrevía a entrar.
Así que retrocedió hacia el bordillo, donde un árbol que nacía de la acera agrietada protegía con su sombra de los cortantes rayos del sol. Entrar en la agencia era como entrar en su pasado. Tal vez el tío Geoffrey estaría en la oficina. Deborah no dudaba de que, pese a haber cumplido ya los setenta, estaría tan vigoroso y robusto como siempre. O posiblemente estaría Terry, organizando algún safari de caza. Se pregunto si se habría casado, si habría sentado la cabeza y tendría hijos. ¿O poseería el espíritu inquieto y aventurero de sus antepasados? Deborah recordó lo que su tía había escrito en el diario en 1919: «Sir James me ha dicho que su padre fue uno de los primeros que exploraron el interior del África Oriental británica. Albergaba la esperanza de adquirir fama e inmortalidad haciendo que dieran su nombre a algo, como en los casos de Stanley y Thompson. Por desgracia, lo mató un elefante antes de que ese sueño se hiciera realidad».
«La inmortalidad», pensó Deborah mientras contemplaba el moderno rótulo colocado sobre el gran escaparate de cristal. El sueño de aquel primer e intrépido Donald se había hecho realidad, después de todo.
Entró.
La puerta daba a una oficina decorada con gusto en la que había un mostrador, alfombras y asientos con revisteros. Al cerrarse la puerta, el ruido de Nairobi quedó fuera y Deborah oyó una música suave. Una mujer joven alzó los ojos de la terminal de un ordenador y sonrió.
—¿Se le ofrece algo? —preguntó.
Deborah miró a su alrededor. Las tres paredes estaban cubiertas de murales, vistas panorámicas de los elegantes hoteles Donald y de los paisajes impresionantes que podían contemplarse desde ellos. Encima del mostrador había folletos y prospectos de vivos colores, uno para cada hotel, así como otros que hablaban de diversas excursiones. La joven africana era bonita, iba bien vestida y lucía un peinado complicado. Toda la agencia Donald daba la impresión de prosperidad y riqueza.
—Me gustaría ver al señor Donald, por favor. Dígale que Deborah Treverton pregunta por él.
La joven puso cara de sorpresa.
—¿Cómo dice usted, señora?
—¿El señor Donald no está?
—Lo lamento, señora, pero aquí no hay ningún señor Donald.
—Pero ésta es la agencia turística Donald, ¿no es así? ¿La propietaria del pabellón de safaris Kilima Simba?
—Sí, en efecto, pero no hay ningún señor Donald aquí.
—Quiere decir que está de safari.
—No tenemos ningún señor Donald.
—Pero…
En ese momento una mujer salió de detrás del tabique que separaba la oficina principal de la de atrás. Era asiática y vestía un elegantísimo sari de color rojo vivo; sus cabellos eran negros y espesos, recogidos en un moño.
—¿Busca usted al señor Donald, señora? —preguntó.
—Sí. Soy una vieja amiga.
—Lo siento muchísimo —dijo la mujer con una expresión que daba a entender que lo sentía de veras—. El señor Donald murió hace unos años.
—Oh. No lo sabía. ¿Y su hermano, Ralph?
—El otro señor Donald también murió. Se mataron en un accidente de automóvil en la carretera de Nanyuki.
—¡Se mataron! ¿Iban juntos cuando sucedió?
La mujer asintió con la cabeza, tristemente.
—Fue toda la familia, señora. La señora Donald, sus nietos…
Deborah buscó apoyo en el mostrador.
—No puedo creerlo.
—¿Me permite ofrecerle una taza de té? Quizá le gustaría a usted hablar con el señor Mugambi.
Deborah se sentía aturdida y oyó su propia voz que decía:
—¿Quién es el señor Mugambi?
—El dueño de esta agencia. Tal vez él…
—No —dijo Deborah—. No, gracias. —Se dirigió apresuradamente hacia la puerta—. No hace falta que le moleste. Yo era amiga de la familia. Gracias. Muchísimas gracias.
Se mezcló entre las numerosas personas que circulaban por la acera y se dejó llevar. Una sensación de náusea se apoderó de ella al pensar que habían muerto juntos, luego se le pasó, dejándola como vacía, como si una parte de ella hubiese muerto.
Anduvo durante lo que le pareció largo rato, cruzando calles llenas de coches, recibiendo bocinazos por cruzar mirando primero a la derecha, mezclándose con mujeres africanas que calzaban zapatos de tacón alto y lucían vestidos a la última moda, pasando por delante de lisiados y mendigos harapientos, haciendo caso omiso de jóvenes insistentes que trataban de venderle brazaletes de pelo de elefante y cestas kikuyu, cruzándose con turistas que caminaban temerosamente en grupos, los brazos entrelazados. Pasó por delante de guardias de uniforme en la puerta de comercios caros, prostitutas altas que lucían grandes aros de oro en las orejas y policías de uniforme mal cortado, y mujeres sentadas en el suelo con niños mal alimentados en los brazos. Por la calle congestionada circulaban limusinas Mercedes-Benz, los cristales ahumados de las ventanillas ocultando a los pasajeros de élite que iban dentro; taxis desvencijados luchaban por el espacio; camionetas de safari llenas de turistas avanzaban a paso de caracol hacia las salidas de la ciudad; pasó un autobús tan repleto, que la gente colgaba de los lados, donde un letrero rezaba La violencia contra las mujeres… ¡Va contra la ley!
Deborah apenas se daba cuenta de nada. Recordaba su primera noche en el pabellón de safaris Kilima Simba, cuando no era más que un campamento en la selva y había oído por casualidad cuando su madre le decía al tío Geoffrey que se iba con Tim Hopkins y no quería llevarse a su hija con ella. Aquella noche había llorado en la tienda que compartía con Terry. Y Terry, que a la sazón sólo tenía diez años, había intentado consolarla a su manera, infantilmente.
Finalmente se detuvo al darse cuenta de que había ido a parar al recinto de la Universidad de Nairobi. Dieciséis años antes había recibido allí clases de hombres como el profesor Muriuki. Al bajar por el sendero y ver el hotel Norfolk, se sobresaltó al pensar que debía de estar andando por donde antes se encontraba la cárcel vieja y que, probablemente, era en ese mismo sitio donde habían matado a Arthur Treverton. Aquella protesta organizada, que Grace describía en su diario, había tenido por objeto expresar el deseo del pueblo de que se creara una universidad africana en Kenia. Irónicamente, el lugar formaba ahora parte del recinto de la Universidad de Nairobi.
Deborah regresó al Hilton.
El coche de alquiler aún no había llegado, así que se acercó al pequeño quiosco de prensa y compró un periódico.
Miró los escaparates de las tiendas que había en la arcada del Hilton. Detrás del cristal aparecían expuestas antigüedades valiosas: Biblias etíopes de la Edad Media; una antiquísima silla árabe para montar en camello; palmatorias de hierro del Congo; collares confeccionados por los toro de Uganda. Las tiendas de souvenirs ofrecían «artesanía nativa auténtica», postales, guías y camisetas adornadas con leones, hipopótamos, espinos bajo la puesta de sol. Las tiendas de ropa eran elegantes y caras y ofrecían una amplia gama de «conjuntos para ir de safari» que no existían hacía quince años.
Deborah se detuvo delante de un escaparate. Había un maniquí con un asombroso vestido de incomparable diseño africano que le resultó conocido.
Presa de súbita excitación, entró en la tienda.
La etiqueta indicaba el precio en chelines. Deborah hizo un cálculo y le salieron más de cuatrocientos dólares. Alargó una mano para buscar la etiqueta del fabricante en el cuello. La encontró; decía: «Sarah Mathenge».
—¿Desea algo, señora?
Al volverse, Deborah se encontró ante la sonrisa esnob de la dependienta asiática. Llevaba un sari de color lavanda y el pelo negro en una larga trenza que le caía sobre la espalda.
—Este vestido —dijo Deborah—, ¿lo ha confeccionado Sarah Mathenge?
—Sí.
—¿Sabe usted dónde fue confeccionado? ¿En Nyeri, tal vez?
—No, señora. Fue confeccionado aquí, en Nairobi.
—¿Sarah Mathenge viene aquí muy a menudo?
La joven frunció el ceño.
—Lo que quiero decir es si sabe usted cuándo volverá a verla.
—Lo siento, señora. Nunca he visto a la señorita Mathenge.
—Verá, es que soy una vieja amiga suya. Me gustaría ponerme en contacto con ella.
La expresión ceñuda se disolvió y de nuevo apareció la sonrisa de superioridad.
—Quizá la encuentre en el edificio Mathenge. Allí tiene su oficina principal.
—¡Oficina principal!
—Sí, en el edificio Mathenge. Al salir del hotel, señora, tire hacia la derecha. Está justo enfrente, al lado de los archivos.
—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias!
Deborah echó a andar apresuradamente y esta vez se fijó mucho en la multitud que transitaba por la acera, porque le estorbaba.
¡El edificio Mathenge!
Deborah se había imaginado que Sarah confeccionaba sus vestidos en su casa de Nyeri y luego los ofrecía de tienda en tienda. ¡Pero tenía una oficina principal!
Se detuvo en el bordillo y miró hacia el edificio que se alzaba en la acera de enfrente, al lado de los archivos nacionales. Era un edificio alto y moderno, como mínimo de siete pisos, y había un rótulo enorme que decía Edificio Mathenge.
Cruzó rápidamente la calle entre el tráfico, pasó por delante de las tiendas y pequeños negocios que ocupaban la planta baja del edificio, encontró la entrada, que estaba vigilada por un negro uniformado, y entró. Un vestíbulo pequeño, donde se percibía el olor penetrante de algún producto para la limpieza, contenía un indicador de secciones y dos ascensores. Al leer el indicador, Deborah vio con asombro que todo el edificio se encontraba ocupado por las Empresas Sarah Mathenge.
Entró en el ascensor y apretó el último botón; le pareció que el viaje iba a durar eternamente. Pero al final la puerta se abrió en una pequeña sala de recepción donde una joven africana escribía a máquina y hablaba por teléfono al mismo tiempo.
—Quisiera ver a Sarah Mathenge, por favor —dijo Deborah.
—Creo que la señorita Mathenge ha salido y no volverá en todo el día.
—Pero si es muy temprano. Compruébelo, por favor.
La recepcionista descolgó el teléfono, apretó uno de los muchos botones y habló rápidamente en suajili. Alzó los ojos para mirar a Deborah.
—¿Me da su nombre, por favor?
—Deborah Treverton.
La recepcionista repitió el nombre por teléfono, esperó un momento, luego colgó el aparato y dijo:
—La señorita Mathenge saldrá en seguida.
Deborah se dio cuenta de que estaba retorciendo la correa de su bolso. Se preguntó cómo sería Sarah después de tantos años, cómo la recibiría.
«¿Se enfadaría conmigo por desaparecer, por abandonarla tras prometerle que le ayudaría a colocar sus vestidos en los hoteles del tío Geoffrey? ¿Seguirá enfadada conmigo?».
—¡Deborah!
Se volvió. Una puerta sencilla, sin ninguna placa, daba a la pequeña sala de recepción y en ella se encontraba una mujer hermosa, una visión de color y elegancia.
Sarah avanzó hacia ella con los brazos abiertos. Las dos mujeres se abrazaron con la misma naturalidad con que lo hubieran hecho de haberse visto la noche antes.
—¡Deborah! —volvió a decir Sarah, retrocediendo un par de pasos—. ¡Tenía la esperanza de que vinieras a verme! Hace un rato llamé a la misión y me dijeron que no habías llegado anteanoche, como esperaban.
Deborah apenas podía hablar. Sarah seguía siendo su vieja amiga; había cambiado muy poco, exceptuando que su vestido, una creación de tonalidades cobrizas realzadas espectacularmente por negros y púrpuras, era algo que la Sarah de dieciocho años nunca habría podido llevar. La cabeza aparecía cubierta por un turbante del mismo tejido; llevaba unos enormes pendientes de cobre que reposaban sobre sus hombros, y brazaletes, igualmente de cobre, en ambas muñecas. Deborah tenía la sensación de haber vuelto a su pasado feliz.
—¿Sabías que iba a venir a Kenia? —preguntó.
—La misión se puso en contacto conmigo hace tres semanas, cuando mi abuela ingresó en el hospital que hay allí. La madre superiora me dijo que mi abuela preguntaba por ti. Quería saber si yo sabía dónde estabas. Les di el nombre de la Universidad de California que te dio la beca.
—¿Cómo sabías que me había ido allí?
—El profesor Muriuki nos lo dijo. ¡Pero me alegro tanto de verte! ¡No has cambiado nada, Deb! Bueno, puede que un poquito. Se te ve más madura, más sabia. Por poco no me encuentras. Estoy citada en casa del presidente dentro de un rato.
—¡En casa del presidente!
—Soy la modista de la señora Moi. —Sarah rió al tiempo que enlazaba su brazo con el de Deborah—. Ven a mi casa conmigo, Deb. Debo hacer algo antes de acudir a la cita. ¡Y la señora Moi puede que me entretenga durante horas! Hablaremos durante el viaje.
Un Mercedes-Benz esperaba junto al bordillo, con un sonriente chófer africano que sostenía abierta la portezuela de atrás. Al subir, Sarah rió y dijo:
—Ahora soy una wabenzi, Deb. ¿Qué te parece?
Era la primera vez que Deborah oía esa palabra, pero sus conocimientos de suajili eran suficientes para saber que wa significa «gente de».
—Somos una raza totalmente nueva, Deb —dijo Sarah mientras el Mercedes luchaba por encontrar espacio entre el tráfico—. A los que dirigimos Kenia nos llaman miembros de la raza «benzi». Es un insulto que la gente vulgar nos lanza. Pero no te dejes engañar, Deb. ¡Ellos también aspiran a ser wabenzis!
Permanecieron en silencio unos momentos, sentadas en el suntuoso interior del automóvil, rodeadas por el olor del cuero fino, la música de la radio apagando el grosero ruido de Nairobi.
—No encuentro palabras para decirte cómo me has impresionado, Sarah. Has llegado muy lejos.
—¡Prefiero no pensar en ello! —dijo Sarah, riendo—. Dejo el pasado en el pasado. Y procuro que muy poca gente sepa de las chozas miserables a orillas del río Chania. Pero háblame de ti, Deb. ¿Qué te hizo huir de aquella manera? ¿Por qué no nos escribiste nunca?
Deborah habló entrecortadamente al principio, pero, al mencionar el descubrimiento de las cartas de amor de su madre a David, sus dudas sobre la suerte que había corrido el fruto de su amor, se dio cuenta de que las palabras acudían a ella con una rapidez y una facilidad asombrosas. Al llegar a la parte que hacía referencia a la visita a Wachera y a lo que ésta le había dicho, Sarah se volvió bruscamente.
Pero Deborah se apresuró a añadir:
—No, Sarah. Christopher no es mi hermano. Por algún motivo, Wachera quería hacerme creer que lo era. Y yo lo creí, ¿comprendes? Y habíamos hecho el amor en su choza. No podía soportarlo. Era demasiado inmadura. Lo único que quería era huir y esconderme. Desde luego, no podía seguir viviendo en Kenia. ¡Estaba enamorada de mi propio hermano! Al menos eso creía. —Acabó contándole a Sarah las respuestas que había encontrado en el diario de su tía, con quince años de retraso.
—Mi abuela —dijo Sarah, mirando los barrios bajos de Nairobi, donde, la calle se convertía en un camino polvoriento y los edificios parecían inclinarse bajo el peso de la pobreza—. Esa vieja estúpida. Siempre les tuvo manía a los blancos, siempre esperó que se fueran de Kenia. Tenía algún sueño loco en el que todos íbamos a volver al pasado en cuanto se fueran los blancos. Supongo que trató de librarse de ti para completar su necia maldición.
El Mercedes tuvo que aflojar la marcha porque había niños jugando en la calle. Sarah se inclinó hacia adelante, abrió la ventanilla del cristal que separaba el asiento delantero del trasero y dijo en suajili al chófer:
—Date prisa, ¿quieres?
Al volver a recostarse en el asiento, miró a Deborah y dijo:
—¿Así que al final te hiciste médica?
—Sí.
—¿Estás casada? ¿Tienes hijos?
—No y no.
Sarah enarcó sus finas cejas.
—¿No tienes hijos? Deb, una mujer debe tener hijos.
Habían dejado atrás el centro de la ciudad y ahora el Mercedes circulaba por una calle arbolada de uno de los distritos ricos. Detrás de los setos y las vallas Deborah podía ver los tejados de casas antiguas y señoriales. Estaban en Parklands, uno de los barrios residenciales más elegantes de Kenia.
—¿Y tú, Sarah? ¿Estás casada?
—¡Ni soñarlo! Una de las lecciones que aprendí de mi madre fue no ser la esclava de un marido. Sé lo que sufrió en el campo de detención a manos de los hombres. Sé cómo fui concebida. Aprendí de ella a utilizar a los hombres del modo que ellos siempre han utilizado a las mujeres. Volví las tornas, por así decirlo, y lo encuentro bastante refrescante. Pero tengo amigos especiales. Como el general Mazrui. En estos momentos es uno de los hombres más poderosos del África Oriental, y me conviene cultivar una relación íntima con él.
Sarah miró su reloj y volvió a decirle algo al chófer en tono de impaciencia.
—Me gustaría que conocieras al general Mazrui, Deb. Creo que te impresionará mucho. Esta noche doy una cena en honor del embajador francés; por eso tengo que pasar ahora por casa. Si no estoy constantemente encima del servicio, nunca hacen las cosas como es debido. ¿Vendrás a la cena, Deb?
—Salgo para Nyeri dentro de poco. Tengo una habitación en el Outspan. Y no sé cuánto tiempo le queda a tu abuela.
Sarah se encogió de hombros.
—No he hablado con ella desde hace años. Pero puedes darle recuerdos de mi parte si quieres.
El chófer metió el automóvil en una calzada corta y se detuvo ante una valla metálica. Había letreros de advertencia que con letras grandes decían:
«¡PERROS KALI! ¡NO SE APEE DEL COCHE!».
Y luego un negro de uniforme que llevaba un fusil en la mano salió de una garita y, al ver el coche, abrió la puerta y saludó a su señora.
La calzada cruzaba una gran extensión de césped y flores que despertó la admiración de Deborah. Había más vigilantes, sujetando las correas de perros que ladraban.
—¡Sarah! —exclamó Deborah—. ¡Me has dicho que íbamos a tu casa y no a la del presidente!
—¡Ésta es mi casa! —dijo Sarah cuando el Mercedes se detuvo cerca de la puerta principal.
—¡Parece una fortaleza! —dijo Deborah, mirando la valla coronada por alambre de púas. Parecía rodear toda la propiedad.
—No finjas que tú no vives así también, Deb.
Deborah miró a Sarah con expresión de sobresalto, intrigada, y en ese momento un africano de edad avanzada que llevaba un kanzu largo y blanco a la antigua usanza abrió la puerta principal. Se mostró muy serio y ceremonioso y Deborah vio con sorpresa que incluso llevaba guantes blancos.
El interior de la casa dejó a Deborah boquiabierta.
Era una de las antiguas mansiones coloniales que en otro tiempo utilizaran a modo de refugio los colonos aristocráticos, como los abuelos de Deborah, cuando acudían a Nairobi para la semana de las carreras. Pero no había retratos de la reina Victoria ni del rey Jorge, ni espadas regimentales en la pared; tampoco se veía ninguna bandera británica ni ninguna cabeza de animal disecada y montada. Deborah pensó que era como si Sarah hubiera tomado una escoba para barrer todos los vestigios del imperialismo colonial y los hubiese sustituido por… África.
Alfombras de punto cubrían relucientes suelos de baldosas rojas; los sofás de cuero aparecían protegidos por mantas procedentes de la India; y sobre las sillas de junquillo había cojines confeccionados por el método «batik». Las paredes se encontraban totalmente cubiertas por máscaras africanas colgadas con cuidado, talladas y pintadas, algunas de ellas antiquísimas, representando las tribus y las naciones del continente. Deborah reconoció muchos de los objetos que decoraban la habitación: calabazas samburu, un tocado masai confeccionado con una melena de león, muñecas turkana, una calabaza pokot, lanzas, escudos y cestas. Era como un museo.
—Hace unos diez años me di cuenta —explicó Sarah, invitando a Deborah a sentarse— de que la cultura africana estaba desapareciendo rápidamente. Se estaban olvidando tantas cosas; las antiguas artesanías ya no eran transmitidas a las nuevas generaciones; y se estaban abandonando antiguas ceremonias. De modo que empecé a coleccionar ciertos artículos que sabía que algún día tendrían mucho valor.
Sarah dijo algo al criado anciano, luego se sentó en un sofá de cuero y cruzó las piernas. Pero su postura era rígida; parecía una mujer en movimiento incluso cuando se encontraba sentada y quieta.
—Es una colección preciosa, Sarah.
—La he hecho tasar. Vale casi un millón de chelines.
—¿Por esto tienes vigilantes y perros?
—No, no. Los vigilantes y los perros los necesitaría aunque en la casa no hubiera nada. Los vigilantes y los perros están para impedir que entren delincuentes. Pero gracias a mi amistad especial con el general Mazrui, estoy completamente fuera de peligro aquí. Pero, sólo para estar segura, cada mes pago un magendo a la policía local.
Deborah no comprendía.
—¿Delincuentes?
—¡Sin duda también los tenéis en Norteamérica! —dijo Sarah, riendo sonoramente. Miró su reloj y luego miró hacia la cocina—. En todas las partes del mundo hay delincuencia, Deb. Tú lo sabes. En Kenia tenemos nuestras bandas de delincuentes. Es debido a la elevada tasa de desempleo. Según la cifra oficial, hay un noventa por ciento de parados. Nairobi está llena de jóvenes parados e inquietos. ¿Los has visto?
Deborah los había visto. Circulaban en parejas o grupos, jóvenes vestidos de modo bastante decente, llenos de educación y energía, sin ningún lugar adonde ir, sin empleos para ganarse la vida.
—Atacan las residencias particulares —explicó Sarah—. Un grupo de veinte o treinta escoge una casa y la asaltan en plena noche con garrotes y arietes. La semana pasada, sin ir más lejos, al vecino de al lado le despertó el ruido de un ataque. Consiguió meter a su esposa y a sus hijos en un armario del piso de arriba y allí se quedaron esperando mientras abajo les limpiaban la casa.
—¿No podía haber llamado a la policía?
—¿De qué le hubiera valido? Sencillamente se niega a pagar magendo.
—Magendo?
Sarah frotó los dedos unos con otros.
—Un soborno. El dinero es la única lengua que la gente comprende hoy día. Y el dinero es la única forma de sobrevivir.
Dio una fuerte palmada y dijo:
—¿Por qué tardará tanto ese viejo tonto? ¡Simón! Maraka!
El anciano del kanzu apareció en ese momento con el carrito del té. Bajo la mirada vigilante de Sarah sirvió el té de una tetera de plata con toda la finura de un criado de los viejos tiempos y Deborah se preguntó si alguna vez habría trabajado para un amo británico. También le sorprendió que Sarah hubiera adoptado el sistema.
Sarah invitó a Deborah a servirse del contenido de las bandejas de emparedados y galletas, frutas y quesos, y dijo:
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Kenia, Deb?
—No lo sé. ¡Hace cuatro días ni siquiera sabía que iba a venir!
—¿Cómo es tu vida en California? ¿El ejercicio de la medicina te resulta provechoso?
En ese momento una joven con uniforme de doncella entró en la habitación y se quedó esperando. Al verla, Sarah le hizo una señal para que se acercase y le dijo a Deborah que la dispensara un momento mientras echaba un vistazo al papel que la doncella tenía en la mano.
—No, no —dijo Sarah con cierta impaciencia—. ¡Dile al cocinero que la sopa fría tiene que ser de pepinos y no de puerros! Y el Cabernet Sauvignon en lugar del Chardonnay. —Sarah hablaba en suajili y Deborah escuchaba—. La disposición de los invitados me parece bien, excepto… —Tomó el lápiz de la doncella y escribió algo en el papel—. Pon al obispo Musumbi a la derecha del embajador. Y al general Mazrui aquí, al lado del ministro de Asuntos Exteriores. Y dile a Simón que los bailarines tienen que estar reunidos y listos para actuar a las nueve en punto.
Cuando la doncella se hubo ido, Sarah volvió a pedirle disculpas a Deborah.
—Si no estoy siempre encima de ellas, no hacen nada a derechas. ¡Estas chicas campesinas son tan lentas!
Deborah se dio cuenta de que miraba con curiosidad a su vieja amiga, preguntándose si aquella elegante dama de sociedad de Nairobi era la misma Sarah que una vez, descalza y sentada en la orilla del Chania, había deseado una minifalda. Deborah tuvo la sensación de que la mansión colonial se movía a su alrededor, como si también ella se sintiera incómoda de pronto.
—¿Nunca te sientes sola, Sarah, viviendo en esta casa tan grande?
—¡Sentirme sola! ¡Deb, no tengo tiempo para sentirme sola! En mi casa siempre hay algo en marcha… casi todas las noches. Y los fines de semana me los llenan los invitados. Y durante las vacaciones me visitan mis hijos, por supuesto.
—¡Hijos!
—Tengo dos chicos y tres chicas. Los chicos están estudiando en Inglaterra y las chicas en Suiza.
—Pero me dijiste que nunca te habías casado.
—¡Qué provinciana eres, Deb! Te tenía por una mujer liberada. Una mujer no necesita casarse para tener hijos. Yo quería tenerlos, pero no quería un marido. Verás, Deb, el varón keniata es muy machista. Si me casara con uno, me vería convertida en su sirvienta. ¡Hasta podría apoderarse de mi negocio! Mis hijos son de cinco padres diferentes. Quise que fuera así. Y ahora se están educando en Europa. Cuando vuelvan a Kenia, tendrán asegurado un puesto en la buena sociedad.
Deborah contempló su té. Algo iba mal. Sarah parecía tan dura, tan competitiva. Hablaba de la liberación de la mujer y usaba palabras como «machismo» y había adoptado el sistema de amo y sirviente que en otro tiempo denunciara. Al verla salir por aquella puerta sencilla en el Edificio Mathenge, Deborah había experimentado un alivio muy grande porque su vieja amiga parecía no haber cambiado ni pizca. Pero ahora, llena de tristeza, se daba cuenta de que Sarah sí había cambiado. A cada minuto que pasaba, la mujer que tenía delante iba transformándose en una desconocida.
En otra habitación sonó un teléfono y a los pocos momentos entró Simón y le dijo algo a su señora en voz baja. Sarah le contestó en suajili, por lo que Deborah la entendió:
—Diles que voy para allí.
Pero Deborah necesitaba saber algo primero, antes de salir de la casa de Sarah.
—¿Qué sucedió cuando me fui? —preguntó—. ¿Qué hiciste?
—¿Qué podía hacer, Deb? ¡Sobrevivir! Al principio usé el dinero de mi abuela para comprar la máquina de coser vieja de la señora Dar. Hice unos cuantos vestidos y los ofrecí a las tiendas de Nairobi. Pero cuando se me terminó aquel dinero —hizo una pausa para dejar la taza en su platillo con gesto elegante, medido—, no tuve más remedio que acudir de nuevo a los banqueros de Nairobi, los que estaban dispuestos a tratar conmigo a cambio de ciertos «favores». Y al cabo de un tiempo, Deb, comprendí que no era tan terrible. ¡Qué estupidez es el orgullo!
Sarah hizo otra pausa, miró su reloj y luego continuó:
—Al final, el éxito empezó a sonreírme. Compré las empresas más pequeñas que la mía y de esta forma reduje la competencia. Cuando vi que confeccionar vestidos para la típica secretaria de Nairobi no era rentable, lo dejé correr y me puse a diseñar originales, que me dieron mucho más dinero. Resultó una jugada muy ventajosa para mí. —Sarah hacía girar una y otra vez los brazaletes de cobre de la muñeca—. Ahora mis vestidos se venden en todo el mundo. Hay una tienda en Beverly Hills que los vende, y otra en los Champs Élysées de París.
—Me alegro por ti —dijo Deborah con voz queda.
—¿Y tú has tenido éxito, Deb? Me parece recordar que tenías una idea bastante curiosa… que pensabas dirigir la misión de tu tía cuando ella se fuese. ¡Espero que te lo quitaras de la cabeza!
—Ejerzo con otro cirujano. Nos va bien.
Se sumieron en un silencio embarazoso, evitando mirarse a los ojos. Finalmente Deborah le preguntó por Christopher.
—Le va bien —dijo Sarah bastante a la ligera, y seguidamente preguntó por la madre de Deborah.
Deborah no le dijo la verdad: que se había sentido tan mal quince años antes, creyendo haber hecho el amor con su hermano —se había puesto tan furiosa con su madre por no haberle dicho nunca la verdad—, que había escrito una carta terrible a su madre, una carta llena de odio en la que desahogaba toda su amargura. Dos semanas después había recibido la respuesta por correo, pero la había roto en pedacitos sin leerla. Después había recibido varias cartas más de Australia, y las había tirado todas sin abrirlas, hasta que finalmente dejaron de llegar.
—Sarah —preguntó Deborah—, ¿tú sabes por qué tu abuela pregunta por mí?
—No tengo la menor idea. Probablemente quiere hacer el numerito de los huesos de pollo delante de ti o algo por el estilo. —Sarah se levantó, grácil y majestuosa, como una reina dando por terminada una audiencia—. Lo siento, Deb. Pero de veras tengo que irme. ¿Estás segura de que no vendrás esta noche?
—Segurísima. Tengo que ir a Nyeri. —Al llegar a la puerta, Deborah se detuvo para mirar a aquella desconocida que en otro tiempo había sido como una hermana para ella—. ¿Dónde está Christopher, Sarah? ¿Alguna vez recibes noticias suyas?
—¿Que dónde está? Déjame ver. ¿A qué día estamos? Me imagino que estará en Ongata Rongai.
—¿Quieres decir que está en Kenia?
—Por supuesto. ¿En qué otra parte iba a estar?
—Busqué su nombre en la guía de teléfonos y…
—Aparece con el nombre de su clínica. Wangari. El tonto de mi hermano encontró a Jesús hace unos años, después de morir su esposa. Ahora es predicador laico además de médico. Hace obras de caridad entre los masai. ¡Como si fueran a agradecérselo alguna vez! Le tengo dicho que sólo conseguirá perder el tiempo.
El silencio descendió sobre ellas, como si saliera de detrás de las máscaras africanas, de debajo de los viejos tambores tribales, de calabazas y de faldas de hierba que se usaban para la irua. Deborah se imaginó que la mansión colonial volvía a moverse, como si se sintiera tan desconcertada y perdida como ella y como si los pasos susurrados de los numerosos e invisibles sirvientes de Sarah dijeran:
«El pasado ha muerto, el pasado ha muerto…».