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Las cuatro jóvenes negras mostraban la tranquilidad y la confianza en sí mismas de las personas que saben quiénes son y adonde van. Iban peinadas de acuerdo con el nuevo estilo afro, cúmulos finamente esculpidos de rizos prietos y negros. Sus vestidos estaban confeccionados con tejido nigeriano de vivos dibujos y bordados profusamente con hilo de seda blanca en las mangas y el cuello. Lucían enormes pendientes en forma de aro e hileras de brazaletes de cobre, así como collares de hierro y madera. Llevaban nombres tales como Dará, Fatma y Rasheeda. Eran elegantes, hablaban rápidamente, tenían sabiduría política y eran bellas. Y hacía unas semanas que habían excluido a Deborah Treverton de su círculo.

Deborah las miró desde el otro lado de la enorme sala de fiestas, donde había mucha gente celebrando la Navidad. Los ojos de Deborah reflejaban sentimientos de confusión, envidia y soledad. No había querido ofender a nadie intentando trabar amistad con ellas, pero había descubierto que un abismo enorme la separaba de esas mujeres afro-norteamericanas, un abismo que jamás podría cruzar. Su esperanza inicial, la esperanza de haber encontrado algo de Sarah en ellas, se había desvanecido en septiembre, cuando, a las dos semanas de empezar el trimestre en la universidad de California, Deborah había solicitado entrar en su grupo.

«Mujeres Contra la Represión es un grupo de mujeres negras —le había dicho la que se hacía llamar Rasheeda, aunque su verdadero nombre era LaDonna—. ¿Por qué quieres afiliarte?».

A Deborah le había resultado imposible expresar con palabras sus sentimientos de pérdida, la necesidad de pertenecer a algo, el recuerdo de Sarah, la soledad que sentía en ese país nuevo y desconcertante.

Norteamérica le parecía tan extraña como Deborah se imaginaba que Kenia debía de haberles parecido a los primeros blancos que llegaron a ella. No entendía la lengua, a pesar de que era inglés, porque predominaba el argot y la gente decía «malo» cuando quería decir «bueno». No alcanzaba a descifrar las completas reglas sociales, tan diferentes de las de Kenia. Y le extrañaban las numerosas capas subculturales por las que todos los norteamericanos parecían nadar tan fácilmente. Deborah andaba buscando su lugar en esa tierra nueva y desconcertante que parecía tener uno para todo el mundo. De modo que había contestado:

—Porque soy negra.

Y la habían aceptado, con gran sorpresa por su parte. Le habían explicado que una sola gota de sangre negra colocaba a una persona en las filas de los oprimidos. Y durante un tiempo la acogieron como hermana.

Pero pronto pudo comprobar que la piel negra no las hacía africanas. Aunque ellas se empeñaban en considerarse como tales, Deborah no había visto a ninguna de sus amigas kikuyu en aquellas mujeres agresivas, mundanas y enemigas de los hombres que hablaban libremente, escandalizando con ello a Deborah, del aborto, el sexo y la castración del varón negro norteamericano. No había en ellas ni pizca de la ingenuidad africana, el recatado respeto a los ancianos, el pudor femenino que Deborah estaba acostumbrada a ver en Sarah y sus amigas. Eran mujeres furiosas y luchaban contra un enemigo mutuo que hasta el momento Deborah no había encontrado tan amenazador como ellas afirmaban que era: el varón blanco.

A pesar de todo, había tratado de seguir con ellas, de conservar su lugar entre ellas, porque necesitaba un lugar, del mismo modo que necesitaba rodearse de una barrera que impidiera el paso a las abrumadoras oleadas de dolor que se encontraban justo en el borde de una playa amenazadora.

Se había ido de Kenia sin despedirse de Christopher ni de Sarah.

Alguien pasó apresuradamente por su lado y le dio un golpe en el brazo, haciéndole derramar su Coke. Retrocedió hasta la pared para no obstaculizar el paso pero sin dejar de formar parte de la multitud. La música navideña sonaba estruendosamente en los altavoces instalados en lo alto; las mesas largas crujían bajo el peso de las fuentes de comida; las dos chimeneas, una en cada extremo de la sala, ardían alegremente a pesar de que era una noche calurosa y fragante de California y todo el mundo llevaba ropa de verano.

Deborah se apretó contra la pared y observó a la multitud bulliciosa, feliz y polifacética. Empezaba a sentirse mareada, como si estuviera contemplando un tiovivo que diese vueltas cada vez más rápidas.

No estaba acostumbrada a las multitudes. En Nairobi, las clases de la universidad eran pequeñas y las reuniones de estudiantes siempre eran íntimas. Pero en esta universidad con vistas al océano Pacífico había veinte mil estudiantes y a Deborah le parecía que todos ellos se encontraban en la fiesta de Navidad de esa noche.

Las multitudes y la velocidad de la vida californiana eran sólo dos de los numerosos choques culturales que Deborah había experimentado desde que se refugiara allí huyendo de Kenia. Había tantas cosas que no comprendía y que temía no llegar a comprender nunca: chistes y alusiones para enterados que provocaban respuestas de todo el mundo pero que a ella no hacían más que dejarla perpleja. En una ocasión había preguntado dónde estaba la cuarta dimensión y todo el mundo se había reído. De modo que no había hecho más preguntas. Finalmente había descubierto que gran parte de la vida de California nacía de la televisión, que era algo nuevo para ella. Tenía la impresión de haberse perdido una parte de la historia, como si fuera una especie de Rip van Winkle[7] que hubiese estado dormido durante una revolución. Tantas de las cosas que observaba y oía parecían estar relacionadas de algún modo con la televisión o nacer de ella: la forma de hablar, gestos, musiquillas, hasta modas y alimentos. Pero lo que más perpleja la dejaba era que, directamente al lado de semejante anclaje cultural en la televisión, ¡estas mismas personas afirmaban no verla nunca!

De pronto las cuatro mujeres afro-norteamericanas rieron. Se encontraban en el núcleo de la popularidad, a gusto con su condición de negras y con su sentido de superioridad. La que se hacía llamar Fatma —en realidad se llamaba Frances Washington— era la que había excluido a Deborah de su círculo.

Fatma, la militante más activa del grupo, era miembro de las Panteras Negras y amiga íntima de Ángela Davis. Pronunciaba discursos y hablaba contra tres siglos de abusos raciales.

—¿Por qué el hombre blanco habla de nosotras como si fuéramos comestibles? —había exclamado en un mitin de hermanas—. ¡Leed sus novelas! ¡Escuchad cómo habla! Al describir a las mujeres negras, dice que tienen la piel de cacao, café con leche, chocolate, regaliz o azúcar moreno. ¡Somos negras! ¡No somos comestibles!

Era Fatma la que se había acercado a Deborah un día de principios de octubre, cuando aún formaba parte del grupo, y le había preguntado cómo podía costearse una escuela tan cara. Fatma, que, como todo el mundo, suponía que Deborah era inglesa, se había llevado una sorpresa al saber que era de Kenia y que estudiaba en los Estados Unidos gracias a una beca Uhuru de la universidad.

—Pero —había dicho Fatma—, ¡esas becas son para africanos!

—Yo soy africana. Nací en Kenia.

—Pero ese dinero tenía que ser para una estudiante negra.

—Yo soy medio negra.

—Pero no lo suficiente —había dicho Fatma—. Ya sabes a qué me refiero. Ese dinero iba destinado a nuestros hermanos y hermanas negros y oprimidos. Estudiantes que necesitan nuestra ayuda.

—¡Yo necesito la ayuda! No tengo dinero, ni familia. Y gané la beca limpiamente. Competí con mil quinientos estudiantes.

—Deberías habérsela dado a una hermana negra.

—¿Por qué?

—Porque tú tienes ventajas que ella no tiene.

—¿Qué ventajas tengo yo?

—Eres blanca.

En aquel tiempo, el bronceado keniano de Deborah ya empezaba a convertirse en un tono dorado oscuro, a la vez que el pelo corto y ensortijado empezaba a crecer y a hacerse lacio. En aquel momento comprendió que las afro-norteamericanas no la consideraban realmente como hermana suya porque no poseía la apariencia necesaria.

«¡Pero soy africana en el alma! —había querido gritar—. ¡Soy más africana que cualquiera de vosotras! ¡Mi padre fue David Mathenge, el gran guerrillero del mau-mau!».

En ese momento las vio moverse entre la multitud con una seguridad y una arrogancia que casi eran un desafío. Diez años antes, quizá a las cuatro no las habrían aceptado en una escuela tan exclusiva; a Deborah le parecía que ahora, en esa época de súbita conciencia liberal, todo el mundo ansiaba ganarse la amistad de aquellas mujeres.

Había asistido a una pequeña fiesta en el piso de Dará, en donde las hermanas, Deborah y unos cuantos blancos se habían mezclado en una especie de ostentación racial. En la fiesta Deborah había conocido el vino californiano, lo había bebido en exceso y había terminado ofendiendo a los dos bandos con una de las anécdotas graciosas de la tía Grace sobre Mario:

—Un día lo pilló en la cocina, ¡para hacer albóndigas se frotaba la carne picada en el pecho y luego las echaba en la sartén!

La risa de Deborah se había apagado pronto al ver que los demás la miraban con cara seria, que en la habitación reinaba el silencio, roto únicamente por la música de Hair en el tocadiscos.

Dará había preguntado:

—¿Por qué dices que era vuestro «criado»?

Y Deborah no había sabido qué contestar.

—A mí me parece —había dicho otra persona— que los imperialistas kenianos no son diferentes de los rodesianos y los sudafricanos. ¡Unos cabrones racistas todos ellos!

Deborah había querido explicarles que estaban equivocados, que Kenia no era de aquella manera. Bueno, su tío Geoffrey era racista, pero su tía Grace y muchas otras personas nunca lo habían sido, y a ella le parecía que en Kenia había mucho menos prejuicio racial que en ese país pretencioso donde las personas cambiaban de nombre, se disfrazaban y pretendían ser amigos por una noche porque era la moda del momento. Se había puesto furiosa con aquellos norteamericanos. Le habían entrado deseos de decirles a las «hermanas» que no tenían nada de africanas, que eran una parodia ridícula y que Sarah no las habría reconocido como gente suya, y que, de haber sabido la verdad, no habrían ansiado tanto ser «africanas», porque serlo significaba encontrarse bajo el dominio de un esposo o del padre, y trabajar en los campos, y tener un bebé tras otro, y transportar cargas sobre la espalda como un animal. Luego pensó en Sarah y en su bello tejido y en la imposibilidad de obtener ayuda para producirlo, y pensó en Christopher y su hogar junto al río Chania y había llorado y aquello había sido el final de su pertenencia al movimiento de mujeres negras.

Pero en la universidad había otros grupos donde podía encontrar un hogar: asociaciones, coaliciones de jóvenes blancos progresistas que, al parecer, no juzgaban a una persona por el color de su piel, su ropa o su forma de hablar. Deborah había buscado su compañía a modo de panacea contra la soledad y la alienación, que iban en aumento. Y también se había llevado un desengaño.

—Hola —dijo una voz a su lado.

Al volverse, Deborah se encontró ante un rostro sonriente y barbudo. Lo había visto en la escuela; había mil como él. Tomaba parte en las manifestaciones contra la guerra, esquivaba el reclutamiento y se preguntaba cómo Nixon había llegado a la presidencia cuando él y diez millones insistían en que no lo habían votado.

—Bonita fiesta, ¿eh?

Deborah sonrió forzadamente. El chico estaba cerca de ella y la hacía sentirse atrapada. Y el dolor, que llevaba consigo a todas partes como una joya pequeña y negra, empezaba a crecer en intensidad.

—¿Estudias aquí? —preguntó él.

—Sí.

—¿Qué especialidad?

—Voy a hacer medicina.

—No me digas. Yo, filosofía, aunque no sé para qué diablos me servirá. Medicina, ¿eh? ¿A qué facultad piensas ir?

—No lo sé. «Vivo los días de uno en uno».

—Me gusta tu acento. ¿Eres inglesa?

—No. De Kenia.

—¡No me digas! Un primo mío fue allí con los Voluntarios para la Paz. Pero no estuvo mucho tiempo. Dijo que era demasiado sucio. Yo no sabía que quedaban blancos en Kenia. ¿No hubo allí una sublevación de los zulúes hace veinte años o algo así?

—De los mau-mau —dijo Deborah.

Él se encogió de hombros.

—Da lo mismo. Oye, ¿quieres que te traiga algo de comer? Tienen un curry increíble. ¡Eh! ¿Adónde vas?

Deborah huyó a través del gentío, encontró las puertas dobles que daban al patio y se entregó a la cálida noche californiana.

Cruzó corriendo el césped y encontró un banco desocupado. Se sentó en él, con los ojos llenos de lágrimas, y sintió que la negra gema de dolor crecía dentro de ella hasta llenar su cuerpo y empezar a cortar con sus facetas afiladas. Una noche extraña la envolvió; el alma de una tierra que no era la suya se movía sigilosamente a su alrededor, como si le estuviera tomando las medidas, dudando si debía dejarla permanecer allí o no.

«No debo amarte, Christopher. Jamás debo pensar en ti de esta manera…».

Finalmente Deborah dio rienda suelta a las lágrimas. Lloró como había llorado casi todos los días desde que se marchara de Kenia, desde el día en que había encontrado las cartas de su madre. Deborah apenas recordaba lo sucedido después. Con las palabras de mamá Wachera resonando en sus oídos, había vuelto a la misión para telefonear al abogado de su tía:

—Quiero cederles esta casa a las monjas —le había dicho—. Y quiero que venda Bellatu tan rápidamente como sea posible. No me importa lo que le den por ella. Y todo lo que hay dentro será para el comprador. Me voy de Kenia y no volveré jamás.

Ni siquiera había pasado la noche en la misión; estaba demasiado embrujada. Tras hacer el equipaje a toda prisa, había ido a Nairobi, donde, después de una noche terrible en el hotel Norfolk, había tomado el primer vuelo con destino a Los Ángeles. La escuela le había permitido instalarse en el dormitorio, pese a que era aún demasiado pronto. Y allí Deborah había pasado una semana de soledad y agitación espiritual. Después, al comenzar las clases, se había entregado a un agotador programa de estudios.

Había intentado escribir a Christopher y Sarah. Pero no había podido. Christopher no debía conocer la verdad nunca. El incesto era uno de los peores tabúes de los kikuyu, uno de los más condenatorios. Lo hubiera perseguido durante el resto de su vida, llenándosela de infelicidad.

Tampoco había sido capaz de escribir a Sarah. Deborah había dejado el tejido al cuidado de la hermana Perpetua, con instrucciones de devolvérselo a Sarah Mathenge y no había vuelto a ver a su amiga.

Alguien cruzaba el césped por delante de Deborah. La reconoció. Era Pam Weston. Deborah esperó que no la viese sentada a solas en el banco y vio con alivio que Pam se reunía con los demás en la sala de recreo.

Pam Weston había sido una de las nuevas amistades liberales de Deborah.

—Dios mío —había declarado Pam una noche durante la cena—. La virginidad no es más que un estado mental. Las chicas sencillamente ya no se reservan para el matrimonio. Y cualquier chica que se reserve no hace sino engañarse a sí misma. Se deja manipular por la tiranía del machismo.

Pam había pronunciado esas palabras tres semanas antes, cuando Deborah estaba tomando el café de después de la cena con sus nuevas amigas. La habían aceptado con mayor facilidad que las militantes negras, pero, a pesar de ello, había que reunir ciertos requisitos para pertenecer al grupo.

—Cualquier chica que todavía se depile las piernas no está liberada —decía Pam, y el grupo estaba de acuerdo.

Eran unas mujeres extrañas para Deborah, que nunca había oído hablar de la liberación de la mujer. Las noticias del extranjero llegaban con retraso a Kenia y estaban sujetas a la censura gubernamental. Sus nuevas amigas, que debido a su acento la tomaban por inglesa, se habían llevado una sorpresa al ver lo ignorante que era. A Deborah no le sonaban nombres tales como Gloria Steinem y Betty Friedan y no tenía la menor idea de lo que era el machismo. Deborah les parecía una paradoja: por un lado era blanca y perspicua, educada e inteligente, pero, por otro lado, era irremediablemente ingenua y provinciana.

—Si examinas el vestido de la mujer a lo largo de la historia —declaró Pam Weston—, verás lo esclavizadas que hemos estado. ¡Corsés, cotillas, cinturas de cuarenta y cinco centímetros! Pero por fin las mujeres están despertando y se visten como quieren. ¡Ya no seguiremos a merced de los diseñadores de moda machistas!

—Mi mejor amiga —se aventuró a decir Deborah con voz queda— está diseñando unos vestidos preciosos. Hasta confecciona su propio tejido, por el método «batik».

—¡Me encanta el «batik»! —exclamó la estudiante de ciencias empresariales—. Intenté hacerlo una vez, pero se me corrían los colores.

—Sarah aprendió el método ella sola. Es muy inteligente. Sus tejidos son verdaderas obras de arte. No me extrañaría que llegase a ser famosa algún día.

—¿Crees que me haría un vestido? —preguntó la de ciencias empresariales—. Se lo pagaría, por supuesto.

—Verás, es que Sarah no está aquí. Está en Kenia.

—Oh, «batik» africano. ¡Mejor todavía!

—¿Qué hace tu amiga en Kenia? —preguntó Pam Weston—. ¿Es de los Voluntarios para la Paz?

—Vive allí.

—Los blancos ya han explotado el África Oriental durante suficiente tiempo —intervino una estudiante de ciencias políticas—. Tu amiga debería dejar Kenia a la gente del país.

—Bueno —dijo Deborah—, Sarah no es blanca.

Todos la miraron.

—¿Tu mejor amiga es negra? —preguntó Pam Weston—. ¿Por qué no lo dijiste de buen principio? ¿O es que te da vergüenza?

Deborah no hizo caso. Sencillamente no entendían nada. Empujadas por el vivo deseo de demostrar su tolerancia racial, aquellas mujeres de mentalidad liberal perpetuaban la conciencia del color de la piel. A Deborah jamás se le había ocurrido pensar en Sarah o en Christopher de otra forma que como amigos, como personas.

En aquel momento se había dado cuenta de que nunca encajaría. No la aceptaban los negros ni la entendían los blancos. Estaba condenada a vagar por una especie de olvido racial. Las costumbres norteamericanas no eran las suyas; la historia y los dialectos del país le resultaban extraños. Era una mujer sin raza, sin país y ahora, finalmente, sin familia.

«Nunca podré volver a Kenia. Jamás debo ver a Christopher otra vez. La tía Grace ha desaparecido. Estoy sola. Debo forjarme una vida aquí, entre extraños, en un mundo en el que no nací».

—Hola. ¿Te importa que me siente contigo?

Deborah alzó los ojos y vio a una joven que vestía jersey de cuello redondo y tejanos. Su cara le pareció conocida.

—Vamos a la misma clase de fisiología —le explicó la joven—. Te he visto en clase. Me llamo Ann Parker. ¿Puedo sentarme contigo?

Deborah le hizo sitio.

—No sé por qué he venido a esta fiesta —dijo Ann—. Sólo que el dormitorio está tan vacío y solitario. Todo el mundo se ha ido a pasar las vacaciones en casa. No estoy acostumbrada a las multitudes.

—Yo tampoco. —Deborah sonrió.

—Soy de una ciudad pequeña del Medio Oeste, así que ya sabes lo que quiero decir.

—¿Dónde está el Medio Oeste?

—¡Buena pregunta! —Ann rió—. A veces me pregunto si me equivoqué al venir a estudiar aquí. Esta universidad es mayor que la ciudad donde crecí. A veces me da miedo.

—Comprendo lo que sientes.

Ann sonrió.

—Me gusta tu acento. ¿Eres de Inglaterra?

Deborah vio las sabanas doradas de Amboseli y la silueta de los pastores masai recortándose sobre el cielo azul. Olió la tierra roja, el humo y las flores silvestres de la orilla del Chania. Oyó el tintineo de los cencerros de las cabras y el habla aguda y rápida de las mujeres kikuyu en sus shambas. Sintió los brazos fuertes y el cuerpo de guerrero del hombre al que tenía prohibido amar.

—Sí, soy de Inglaterra —dijo Deborah, consultando el reloj, y se permitió pensar, por última vez, que en ese mismo momento, en el otro lado del mundo, el sol se alzaba sobre el monte Kenia.