58

Grace se quitó el estetoscopio y lo guardó en el bolsillo de la bata blanca. Se volvió hacia la hermana que estaba a su lado, una monja africana que vestía el hábito azul claro de su orden, y dijo:

—Téngalo en observación y si advierte algún cambio, avíseme en seguida.

—Sí, memsaab Daktari.

Grace echó un último vistazo a la gráfica médica del muchacho, luego, frotándose distraídamente el brazo izquierdo, salió de la sala de pediatría.

Mientras caminaba por la calle bordeada de árboles camino de su casa muchas personas la saludaron: un sacerdote que se dirigía apresuradamente a un bautismo; estudiantes de enfermería que llevaban libros en la mano; monjas católicas vestidas con hábitos azules; pacientes en sillas de ruedas; visitantes que traían flores. La Misión Grace era como una pequeña ciudad; era una comunidad independiente que se bastaba a sí misma y llenaba hasta el último centímetro de sus doce hectáreas. Y decían que era la misión más grande de África.

Grace Treverton seguía siendo la directora, pero gran parte de la tarea de dirigir la misión estaba en manos de otras personas, en quienes Grace había ido delegando autoridad a lo largo de los años, gradualmente. A sus ochenta y tres años, ya no podía hacer ella misma todo el trabajo, como le hubiera gustado.

Los faroles se encendieron porque la noche caía ya. La gente caminaba de prisa hacia los comedores, las clases nocturnas, las vísperas en la iglesia. Grace subió despacio los escalones de su cómoda y familiar veranda y, al entrar por la puerta principal, se alegró de ver que Deborah había vuelto de Amboseli.

—Hola, tía Grace —dijo Deborah, abrazándola—. Llegas en el momento justo. Acabo de preparar el té.

El interior de la casa había cambiado poco con los años. Los muebles, que ahora eran considerados antiguos, aparecían protegidos por fundas y antimacasares. Como siempre, su enorme mesa de trabajo estaba llena de facturas, pedidos, revistas médicas, correspondencia de todo el mundo.

—¿Qué tal Kilima Simba? —preguntó Grace acompañando a su sobrina a la cocina.

—¡Tan lujoso como siempre! ¡Y tan lleno, que han tenido que obligar a los huéspedes a compartir las habitaciones y aun así no hay suficiente! El tío Geoffrey dice que va a construir un pabellón nuevo aquí mismo, en los Aberdare. Dice que le hará la competencia al Treetops.

Grace meneó la cabeza, riendo.

—El tío Geoffrey es de ésos que saben ver el futuro. Hace diez años todos dijimos que estaba loco. Ahora es uno de los hombres más ricos del África Oriental.

Aunque se habían registrado algunos problemas en los primeros años de la independencia —el ejército de Kenia se había rebelado, algunos forajidos habían tratado de aterrorizar a los blancos—, no había ocurrido nada serio, como predecían muchos; no se había producido una segunda rebelión del mau-mau. Mediante el trabajo arduo y la cooperación y el espíritu de harambee, «permanecer juntos», y bajo el fuerte liderazgo de Jomo Kenyatta, Kenia se había convertido en una nación unida y próspera, ganándose el título de «joya del África negra». Sólo el tiempo diría si esa estabilidad iba a durar durante los próximos diez años de uhuru.

Mientras untaba los bizcochos con mantequilla y ponía la compota y la crema en la mesa, Grace observó con atención a su sobrina. Deborah no aparecía tan animada como de costumbre.

—¿Todo va bien? —preguntó Grace, sentándose a la mesa—. ¿Te encuentras bien, Deborah?

La sonrisa que recibió a modo de respuesta fue una sonrisa sin vida.

—Estoy bien, tía Grace.

—Pero algo te preocupa. ¿Se trata de tu viaje a California?

Deborah clavó los ojos en el té.

—Tienes dudas sobre si ir o no ir —dijo Grace con dulzura—, ¿verdad?

—¡Oh, tía Grace! ¡Estoy tan confusa! Sé que es una oportunidad maravillosa para mí, pero…

—Te da miedo, ¿no es así?

Deborah se mordió los labios.

—¿Entonces es que hay algo más? No estarás preocupada por mí, ¿verdad? Ya hemos hablado de eso. Yo quiero que vayas. No me sentiré sola. Y los tres años pasarán volando.

Para una muchacha de dieciocho años como Deborah tres años eran como tres siglos.

Grace esperó. En los años que llevaban juntas, viviendo más como madre e hija que como tía y sobrina, Deborah siempre había acudido a ella con sus temores, sus preguntas, sus sueños. Habían pasado muchas noches junto al fuego, hablando. Grace le había contado historias sobre los Treverton que la muchacha escuchaba con embeleso. Jamás había habido secretos entre ellas, exceptuando la identidad del padre de Deborah; Mona había hecho prometer a Grace que guardaría ese secreto. Y al marcharse Mona y escribir sólo de vez en cuando, impersonalmente, Deborah no tenía más familia que su tía. Estaban tan unidas como se podía estar y vivían la una para la otra.

Finalmente Deborah dijo con voz queda:

—Se trata de Christopher.

—¿Qué le pasa?

Deborah removió el té con la expresión propia de quien busca las palabras justas.

—No os habréis peleado, ¿verdad? —dijo Grace—. ¿Es por eso que se fue a Nairobi el día en que volvió de Inglaterra? —Grace recordó el niño de corta edad que Deborah había traído a tomar el té cierto día, un niño que ella, Grace, había reconocido inmediatamente como reencarnación de David Mathenge. Desde aquel día hasta que Christopher se había ido a Oxford, Deborah y él habían sido inseparables.

—No sé por qué se fue a Nairobi, tía Grace. No sé por qué no viene por aquí.

—Bueno, sí viene. Debéis hacer las paces mañana.

Deborah alzó la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Que está aquí?

—Lo vi a primera hora de la tarde. Llevaba una maleta y se disponía a entrar en su choza.

—¡Ha vuelto!

Al notar la expresión en los ojos de su sobrina y el tono de excitación de su voz, Grace de pronto lo comprendió todo.

—Tengo que verle —dijo Deborah, levantándose—. Tengo que hablar con él.

—Ahora, no, Deborah. Espera hasta mañana.

—No puedo esperar, tía Grace. Hay algo que debo saber. ¡Y debo saberlo ahora!

Grace meneó la cabeza. ¡La impaciencia de la juventud!

—¿Qué es tan importante que te hace ir corriendo a verle ahora mismo?

—Es que —dijo Deborah en voz baja— estoy enamorada de él. Y necesito saber qué siente él por mí.

Grace no se sorprendió.

«Hace veinte años —pensó con tristeza— tu madre siguió el mismo camino. Pero tú tienes suerte. Hoy no existe ninguna barrera racial. Mona y David nacieron demasiado pronto. Su amor estaba condenado».

—No deberías ir a verle ahora, Deborah. Deberías esperar hasta mañana.

—¿Por qué?

—Porque cuando una muchacha soltera entra en la choza de un hombre soltero, lo hace sólo por una razón. Los kikuyu lo llaman ngweko. Es una costumbre antigua que los misioneros han tratado de borrar, pero estoy segura de que todavía se practica en secreto en muchos lugares.

—¿Qué es ngweko?

—Es una forma de noviazgo, y está gobernada por reglas y tabúes. Si visitaras la choza de Christopher esta noche, Deborah, significaría una sola cosa para quien te viese.

—Me da igual lo que piense la gente.

—Entonces considera lo que podría pensar Christopher. ¿Él siente por ti lo mismo que tú por él?

—No lo sé —repuso Deborah con acento compungido.

Grace apoyó una mano en el brazo de la muchacha y dijo dulcemente:

—Sé lo que estás pasando. Yo también estuve enamorada, hace muchos años, y sufría las mismas angustias que tú sufres ahora. Pero debes proceder despacio y con cuidado, Deborah. Tenemos que vivir de acuerdo con ciertas reglas. A Christopher lo gobierna la tradición kikuyu tanto como a nosotras nos gobierna la moral europea. Si le visitas en su choza de soltero, corres el riesgo de echar a perder tu reputación. Y él podría perderte el respeto. Espera hasta mañana. Invítale a tomar el té aquí.

Grace se levantó de la mesa y, dándose masaje en el brazo, dijo:

—Será mejor que me vuelva a la sala de pediatría. Tengo en observación a un chiquillo que me temo que tiene meningitis.

—¿No puede hacerlo otra persona, tía Grace? Trabajas demasiado. Pareces cansada.

Grace sonrió tranquilizadoramente.

—En cincuenta y cuatro años, Deborah, exceptuando las pocas veces que me he ausentado de la misión, nunca he dejado de hacer la ronda nocturna. No te preocupes por mí, querida. Descansa un poco y piensa en tu emocionante viaje a California.

Cuando su tía se hubo ido, Deborah se sentó junto al fuego, triste e indecisa, preguntándose si debía esperar o ir a verle en seguida.

Recorrió la sala de estar con la mirada. Una de las paredes aparecía cubierta de libros, muchos de ellos muy viejos, de los primeros tiempos de Grace en el África Oriental. Deborah, acercándose, echó un vistazo a los títulos. Encontró lo que buscaba: De cara al monte Kenia, de Jomo Kenyatta.

Había una descripción de la costumbre denominada ngweko en la página 155.

Yacía despierta en la cama, escuchando la noche. La misión dormía y en lo alto de la colina la plantación de café estaba vacía de trabajadores y máquinas. Deborah se encontraba en la cama que había ocupado durante diez años, la misma cama, de hecho, en que su madre había dormido durante el estado de excepción y en el mismo dormitorio donde habían muerto David Mathenge y sir James, aunque esto ella no lo sabía. La noche era de viento y luna llena. Las ramas torcidas del Jacaranda y las gráciles varitas de los alisos y los álamos trazaban dibujos móviles en las paredes enjalbegadas del dormitorio. El viento movía los árboles y las sombras de la pared hacían pensar en una escena submarina. Deborah tenía la impresión de estar flotando entre algas y hierbas submarinas que se mecían a impulsos de las profundas corrientes oceánicas. También el silencio se parecía al silencio del mar.

Escuchó el ritmo acompasado de su corazón, sintiendo su pulso en el cuello, las puntas de los dedos, los muslos. La noche era fría, pero Deborah tenía calor. De un puntapié apartó las mantas y se quedó tendida boca arriba, con los ojos clavados en el techo. El viento gemía. Una nube cubrió la luna y Deborah se vio sumida en las tinieblas. Luego la luz volvió y el mundo quedó bañado por un resplandor sobrenatural.

No podía dormir pensando en lo que acababa de leer en el libro de Kenyatta, la descripción del ngweko. «Los kikuyu no besan a las muchachas en los labios como hacen los europeos; por consiguiente, el ngweko, las caricias, sustituyen a los besos. La muchacha trae al muchacho su comida preferida como muestra de afecto. El muchacho se quita toda la ropa. La muchacha se quita la prenda de arriba y conserva la falda puesta. Los enamorados se tumban uno de cara al otro, con las piernas entrecruzadas. Se acarician mutuamente y hablan de hacer el amor. Esto es el disfrute del calor del pecho».

Deborah suspiró con el viento.

Desde la sala de estar le llegaron las quedas campanadas del reloj de la repisa. Era medianoche.

Finalmente, incapaz de seguir en la cama, se levantó y con movimientos rápidos se puso una falda y una blusa. Pasó sigilosamente por delante del dormitorio de su tía y entró en la cocina, donde llenó una cesta con provisiones: dos botellas de cerveza Tusker, un pedazo grande de queso y todo un pastel de especias, el favorito de Christopher. Titubeó un solo momento en la puerta de atrás, lo suficiente para pensar en lo que iba a hacer y decidir que gustosamente arriesgaría cualquier cosa para saber, antes de marcharse a Norteamérica, lo que Christopher sentía por ella.

Sabía que el sendero que bordeaba el río no era peligroso, pues hacía ya mucho tiempo que los animales salvajes habían desaparecido de esa zona y ahora sólo cabía encontrarlos en lo más hondo de las selvas de la montaña.

Estremeciéndose, caminó a través del viento besado por la luna. Dio la vuelta a la choza de mamá Wachera, que estaba oscura y silenciosa, pasó por delante de la de Sarah y llegó a la entrada de la de Christopher.

Miró atentamente hacia la oscuridad del interior, temerosa y cada vez más excitada. Tenía la sensación de que su cuerpo formaba parte del viento, como si hubiera salido de los árboles susurrantes, o como si el río la hubiese creado, depositándola luego en una ola delante de la choza. Se movía empujada por algo que le era imposible dominar, y que no tenía ningún deseo de dominar. Al llamar a Christopher, el viento se llevó el nombre de sus labios hacia la noche. Esperó un momento de silencio y entonces dijo:

—¿Christopher? ¿Puedo entrar?

Le pareció que transcurría un año antes de que súbitamente Christopher surgiera de la oscuridad, un guerrero alto, delgado, vestido solamente con pantalones cortos de futbolista.

—¡Deborah! —exclamó él.

—¿Puedo entrar? Hace frío aquí fuera.

Christopher la observó con atención un momento, luego se echó a un lado.

Deborah conocía el interior de la choza; habían jugado allí cuando eran niños. Las paredes eran de barro cocido al sol y el techo estaba construido con hierba larga. El único mueble era una cama consistente en una armazón de madera con correas de cuero cubiertas con mantas.

—Deborah —volvió a decir—, es muy tarde. ¿Qué haces aquí?

Deborah se volvió de cara a él. La luz de la luna entraba en la choza y delineaba los contornos de las extremidades largas y musculosas de Christopher. Deborah tuvo la sensación de estar contemplando un fantasma del pasado de Christopher.

«Dadle un escudo y una lanza», pensó.

—¿Qué haces aquí, Deb? —preguntó Christopher, bajando un poco la voz.

—¿Por qué te fuiste a Nairobi, Christopher? ¿Por qué has tardado tanto en volver?

Christopher puso cara de turbación y miró hacia otro lado.

—¿Estás enfadado conmigo? —susurró Deborah.

—¡No, Deb! No…

—Entonces, ¿por qué?

—Fue porque…

El corazón de Deborah latía con violencia. Había sólo una distancia corta entre los dos. Sabía que le bastaba alzar la mano para tocarle.

—Fue un golpe tan fuerte, Deb —dijo él con voz tensa—, volver a casa después de cuatro años y encontrarme con que te ibas a Norteamérica. Pensé que lo mejor era permanecer alejado de aquí hasta que te hubieses ido. De esta forma tu partida habría sido más soportable.

—Pero has vuelto demasiado pronto. No me voy hasta la próxima semana.

Christopher la miró, contempló la forma en que la luz de la luna le blanqueaba la piel.

—Lo sé —dijo—. No podía permanecer más tiempo lejos de aquí.

Escucharon silbar el viento a través del techo de hierba y sintieron que las frías corrientes de aire se movían alrededor de sus tobillos. Finalmente Christopher preguntó con voz queda:

—¿Por qué has venido, Deb?

La muchacha le ofreció la cesta.

—¿Qué es?

—Tómala —dijo ella.

Christopher tomó la cesta y, al abrirla y ver su contenido, supo por qué había venido.

Al ver que él no decía nada, la muchacha se volvió de espaldas a él, se quitó la blusa y la dejó cuidadosamente en el suelo. Luego se acercó a la cama y se echó en ella, de costado, de cara a él. Con un brazo se cubría pudorosamente los senos; temblaba.

—¿Se hace así? —susurró.

Christopher, con la cesta, en brazos, la miró durante un momento; luego dejó la cesta, se quitó los pantalones cortos y fue a acostarse a su lado.

Quedaron echados cara a cara en la oscuridad. Christopher le apartó el brazo y le puso una mano sobre el pecho.

—Si tú me pides que no vaya a Norteamérica —musitó Deborah—, entonces no iré.

Christopher le tocó la mejilla y le acarició los cabellos con los dedos.

—Yo no puedo pedirte eso, Deb. ¡Pero, por Dios, no quiero que te vayas! —La tomó entre sus brazos y apretó la cara contra su cuello—. ¡Quiero que te cases conmigo, Deb! Te amo.

—Entonces me quedaré. No iré a Norteamérica.

Christopher se apartó un poco y dulcemente le tapó la boca con la mano. La miró bajo la luz plateada de la luna, que hacía que su piel fuera casi luminiscente, y tuvo la seguridad de que estaba soñando. ¡Sin duda Deborah no estaba entre sus brazos por fin, no la estaba acariciando y haciéndole el amor como había soñado tan a menudo! Pero sí, sí estaba, el cuerpo firme apretado contra el suyo, el pecho desnudo calentando el suyo, la boca alzándose en busca de la suya.

La besó. Luego apoyó la mano en el muslo de la muchacha y lentamente le levantó la falda.

—Sí —susurró ella.

Grace abrió los ojos y miró al techo. El viento y los árboles dibujaban formas extrañas en las paredes de su dormitorio. Siguió echada durante un largo rato, pensando.

Había oído salir a Deborah, sabiendo adonde iba. No había intentado detenerla, consciente de que era inútil tratar de tenerla separada de Christopher. Grace sabía que era tan imposible como en otro tiempo hubiera sido tener a la madre de la muchacha apartada de David, o a su abuela del duque italiano. Se dijo que las mujeres Treverton eran muy tozudas en el amor.

Grace, que siempre había dormido bien, no comprendía por qué ahora estaba tan despierta. Tal vez era a causa de Deborah; quizá se debía sólo al viento. Al levantarse e ir a la cocina para calentar un poco de leche, Grace pensó en su sobrina y comprobó que, curiosamente, no la preocupaba lo que hiciera la muchacha. Sabía que Christopher era un hombre bueno y que no haría ningún daño a Deborah. Si la quería tanto como Grace esperaba que la quisiese, juntos serían muy felices en la Kenia nueva e interracial.

«¿Qué pensará Mona cuando se entere?», se preguntó mientras echaba la leche en un tazón.

Sospechó que a Mona no le importaría. Ella y Tim se habían lavado las manos de su «error» hacía años.

Dándose cuenta de que la leche no surtía efecto y que, por alguna razón inexplicable, el sueño no quería acudir a ella esa noche, decidió hacer una visita a la sala de pediatría y echarle un vistazo al posible caso de meningitis.

Se abrigó bien con el suéter mientras recorría con pasos apresurados la carretera desierta. Resultaba extraño pensar que en otro tiempo todo aquello había sido una selva espesa y que no hubiera podido salir sola sin un rifle o un policía negro. Mientras subía los escalones del bungalow del hospital alzó los ojos hacia el cielo nocturno y vio que, debido a las nubes, la luna tenía forma de corazón.

La sala estaba iluminada tenuemente, con una enfermera junto a una mesa en un extremo y la hermana Perpetua sentada junto a la cama del niño. No se sorprendió al ver aparecer de repente a la memsaab Daktari. La doctora Treverton era conocida por su dedicación a los pacientes, y a veces pasaba largas horas velándolos. Después de recibir un informe sobre el estado del pequeño, Grace le dijo a la monja que se fuese a tomar una taza de té, que ella la sustituiría durante un rato.

Al sentarse en la silla que la hermana acababa de dejar vacante, Grace se dio cuenta de que le dolía el estómago y pensó que tal vez por eso no podía dormir.

Recordó lo que ella y Deborah habían comido para cenar: chuletas de ternera con puré de patatas y salsa.

Decidió que era demasiado para una mujer de su edad y pensó que debería modificar su dieta.

Bajó los ojos hacia la cara dormida y pensó en todas las caras dormidas que había visto a lo largo de los años. ¿Era sólo ayer que había supervisado la construcción de cuatro postes y una techumbre de paja? Y luego recordó Birdsong Cottage.

Se sobó el estómago. El dolor estaba empeorando.

El viento parecía levantar más que hojas y polvo esa noche; levantaba también recuerdos viejos, olvidados. Su cabeza se llenó de imágenes y de rostros de personas cuyos nombres ya no recordaba. Hasta vio a Albert Schweitzer, a quien una vez había visitado en su clínica de la jungla.

Al notar que las náuseas aumentaban y que de pronto le sudaban las manos y la cara, comenzó a preguntarse si la comida se encontraría en mal estado. Phoebe, su cocinera meru, normalmente era muy exigente en la cocina. Grace no había tenido, que preocuparse por la comida desde los tiempos de Mario, que no tenía nada de exigente.

En ese momento se le cortó la respiración y su preocupación se convirtió en alarma.

Aquello era algo más que un trastorno vulgar y corriente del estómago.

Finalmente, cuando un dolor agudo nació de su pecho y le bajó por el brazo izquierdo, supo lo que era.

«¡Todavía no! ¡Me quedan tantas cosas por hacer…!».

Intentó ponerse en pie, pero volvió a caer sobre la silla, apretándose el pecho. Trató de llamar pidiendo ayuda, pero no tenía aliento. Sus ojos recorrieron la larga sala y se posaron en la mesa del extremo. Las hermanas no estaban allí.

—Socorro —susurró.

De nuevo trató de levantarse, pero el dolor se lo impidió. Parecía tenerla clavada en la silla, como si una lanza le hubiera atravesado el corazón. La sala se inclinaba y giraba a su alrededor. Luchó por tomar aire. Una debilidad la invadía, como si sus huesos se hubieran derretido de pronto. Y el dolor era inmenso.

Oyó voces, lejanas y metálicas, como si sonaran en una Victrola antigua.

«Che Che, ¿no puedes hacer que esas carretas vayan más aprisa?».

«¿Me estás diciendo, Valentine, que la casa ni siquiera ha sido construida aún?».

«Grace, te presento a sir James Donald».

«Thahu! ¡La maldición pesará sobre ti y sobre tus hijos hasta que esta tierra sea devuelta a los Hijos de Mumbi!».

El grito patético de una muchacha joven, Njeri, en la ceremonia de la irua.

—Socorro —volvió a susurrar Grace.

Se aferró a los brazos de la silla. El dolor parecía partirla en dos. Se imaginó que su corazón estallaba.

«Aún no. Déjame terminar mi trabajo…».

Pero su única compañía eran voces del pasado.

«Lamento tener que informarles que lord Treverton se fue en su coche durante la noche y se suicidó con una pistola».

«Voy a tener un bebé, tía Grace. El bebé de David Mathenge».

«Debemos unirnos todos en nuestra nueva Kenia. Harambee! Harambee!».

Notó que la luz disminuía a su alrededor, que las tinieblas penetraban en los bordes de su visión. Notó también que todas las sensaciones huían de su cuerpo, dejando sólo el intenso dolor coronario. No podía moverse, no podía pedir auxilio. Una sensación extraña, de estar flotando, se apoderó de ella. Y entonces sintió que una presencia preocupada y amorosa daba vueltas a su alrededor, como una neblina cálida.

Inclinó la cabeza.

—James. —Fue la última palabra que pronunció.