Sarah estaba enfadada.
Después de dos semanas de recorrer Kenia buscando su «estilo», había llegado al final del camino en la costa, y no estaba más cerca de la meta que al salir de casa.
Mientras caminaba por las antiguas calles de Malindi, ciudad exótica y en decadencia que en otro tiempo había sido puerto donde los árabes embarcaban esclavos, y contemplaba las paredes cegadoramente blancas, las mujeres que usaban velo, los mercados abarrotados de gente y los mangos en flor, con la sensación de estar andando por un siglo muy remoto, su exasperación iba en aumento.
Había empezado su búsqueda a orillas del lago Victoria, donde había visitado a la tribu luo. Los había estudiado y dibujado —mientras trabajaban, en el mercado, sentados ante sus hogueras— y se había encontrado con que la mayoría de los hombres usaba pantalones largos o cortos y que las mujeres se envolvían en kangas. Luego había visitado a los masai y los samburu, y había encontrado sencillos shukas de color rojo, atados sobre un hombro o envolviendo el cuerpo por debajo de los sobacos, tanto en los hombres como en las mujeres. Las mujeres kamba y taita también vestían kangas, a veces incluso sobre un vestido o una blusa a la usanza europea, o en la cabeza a modo de pañuelo. El rojo parecía ser el color dominante, lo cual se debía al color ocre del suelo de Kenia; también predominaba el marrón, sobre todo entre la gente que todavía llevaba taparrabo y capa de cuero suave. En la costa, donde la influencia árabe era grande, Sarah encontró mujeres musulmanas vestidas totalmente de negro, tan tapadas que sólo se les veían los ojos, y mujeres asiáticas que llevaban saris de vivos colores importados de la India. Sarah había viajado por toda Kenia, su bloc de dibujo estaba lleno de apuntes y la ansiada inspiración brillaba por su ausencia.
Le habría gustado que Deborah la hubiese acompañado. Podrían haber sido como unas vacaciones, viajando en el Benzi del doctor Mwai y visitando la campiña. Habría sido una buena despedida antes de que Deborah se fuera a Norteamérica; además, Deborah la habría aconsejado o hubiese escuchado sus ideas. Pero iban a darle una fiesta de despedida en el pabellón de caza Kilima Simba en Amboseli, y Deborah se había sentido obligada a asistir a ella. Así que se había ido con Terry Donald mientras Sarah le contaba su problema al doctor Mwai, que se había mostrado comprensivo y le había prestado su coche.
Ya habían transcurrido las dos semanas y tenía que devolver el Benzi. Sarah había estado en todas partes y lo había visto todo, y lo único que tenía era un centenar de dibujos sin inspiración.
Se sentó en un banco desde el que se divisaba una amplia franja de playa de arenas blancas y verdes arrecifes de coral, a la sombra de una palmera, y observó el avance titubeante de un grupo de europeos que exploraba el perímetro de una mezquita semiderruida.
Convencidos de la estabilidad del gobierno Kenyatta y de que no habría más revoluciones, los turistas empezaban a llegar en gran número a Kenia. En Nairobi y en la costa se estaban construyendo hoteles a la vez que surgían lujosos pabellones de caza en la selva; minibuses Volkswagen recorrían las carreteras de Kenia, ahuyentando a los animales y deteniéndose en los poblados para que sus ocupantes pudieran tomar fotografías. Algunos llegaban muy al norte, hasta Nyeri, camino del hotel Treetops; una vez Sarah se había encontrado con un grupo de norteamericanos empeñados en fotografiar a mamá Wachera delante de su choza.
Mientras observaba a los turistas, que se habían metido en el cementerio musulmán buscando la forma de entrar en la mezquita abandonada, Sarah se fijó en sus pantalones de poliéster, sus tejanos y sus camisetas de manga corta. Y pensó:
«¿Por qué hemos de ser nosotros los imitadores? ¿Por qué tratamos de parecer norteamericanos? ¿Por qué no pueden ser ellos los que nos imiten a nosotros?».
Volvió a pensar en las mujeres jóvenes de Nairobi, recién salidas de la escuela de secretariado, caminando elegantemente por las aceras en protectores grupos, confiadas, riéndose, el pelo peinado al estilo africano para decirle orgullosamente al mundo que ellas, al igual que su país, ahora eran libres e independientes. ¡Pero vestían a la usanza europea, y encima mal imitada!
«En otro tiempo París dictaba la moda —se dijo Sarah, levantándose del banco para seguir su camino—. Hace diez años, la dictaba Inglaterra. Y ahora es Norteamérica. ¿Cuándo le tocará el turno a África?».
Era la primera vez que visitaba la costa y se sentía casi tan forastera como una turista. Malindi se parecía muy poco al resto de Kenia. Era una ciudad antiquísima, fundada por los portugueses hacía muchos siglos. Había florecido bajo el gobierno del sultán de Zanzíbar. Sarah pensó que Malindi era un lugar que parecía sacado de Las mil y una noches, con sus viejos bazares árabes, sus cúpulas y minaretes, sus callejuelas angostas y sus carretillas de mano. Los hombres aparecían sentados y vestidos con largas túnicas blancas, fumando pipas burbujeantes y bebiendo café en tazas diminutas. Las mujeres eran sombras negras y furtivas que se recortaban con nitidez sobre las paredes enjalbegadas. En las playas, las palmeras se inclinaban empujadas por el viento, sus grandes y verdes frondas meciéndose hacia la ciudad vieja, como saludándola. En el agua, entre los arrecifes de coral, los pescadores gobernaban sus pintorescos dhows, velas blancas y triangulares pintadas sobre un cielo intensamente azul.
Sarah se dijo que Malindi era una ciudad hermosa y encantadora, llena de mística. Pero difícilmente se la podía considerar típica de Kenia.
Mientras paseaba entre los hibiscos, los jazmines y las buganvillas por el concurrido mercado de carbón vegetal y pescado, pasando por delante de las lujosas villas de los ricos de otros tiempos, con el bloc de apuntes en la mano, Sarah pensó en los turkana, pueblo al que había observado en el norte. Con sus preciosos camellos, que no usaban como bestias de carga sino para obtener leche, sus hombres tocados con curiosas gorras de arcilla y cabellos de antepasados y su preocupación por adornarse el cuerpo, los turkana le habían parecido tan extraños, que había pensado que tampoco ellos eran típicos de Kenia.
Al llegar a Birdland, extenso zoológico ornitológico, se detuvo para contemplar a una familia asiática que merendaba en la hierba entre tamariscos y otros árboles. El padre llevaba camisa y pantalones de estilo europeo y un turbante en la cabeza; la madre y la abuela vestían saris de color turquesa vivo y amarillo limón; los niños y las niñas llevaban vestidos y pantaloncitos normales y corrientes. Sarah sabía que muy posiblemente eran descendientes de los trabajadores asiáticos que habían sido traídos de la India para construir el ferrocarril hacía más de setenta años. Sin duda los representantes de las tres generaciones que disfrutaban de su almuerzo en la hierba habían nacido y se habían criado en Kenia. Y pese a ello, irónicamente, Sarah, como la mayoría de los africanos y los blancos, no consideraba kenianos a los asiáticos.
Llena de frustración, siguió caminando. Dirigió sus pasos hacia la playa, donde los vientos de la tarde empezaban a alborotar las dunas cremosas y a arrojar motas bañadas de sol a las verdes aguas. Al notar que su irritación bordeaba el desánimo, se preguntó si entre todas las tribus y pueblos del país no había nadie que fuese verdaderamente keniano. Hasta sus propios kikuyu habían abandonado la tradición. Los hombres llevaban pantalones en vez de shuka y las mujeres usaban kangas.
¿Dónde, entonces, estaba el estilo Kenia?
Se sentó en una pared baja y cubierta de musgo y se puso a observar cómo los pescadores de largas faldas blancas sacaban las capturas del día. Olió el perfume salobre del océano índico, escuchó los graznidos de las gaviotas, sintió el sol en los brazos.
«El sol de Kenia —pensó—, que brilla por igual sobre todos».
Abrió el bloc y repasó los apuntes: guerreros masai dando saltos; un kisii tallando esteatita; un pastor samburu apoyado en su largo bastón. Sarah había dibujado los ojos de mujeres musulmanas mirando tímidamente por encima del velo; había captado a una feliz novia tharaka que lucía como mínimo doscientos cinturones confeccionados con conchas de cauri; mujeres pokot bailaban en una página, desnudos los pechos, los pendientes en forma de aro sobresaliendo de sus cabezas. Sarah incluso había dibujado un hombre de negocios africano que caminaba apresuradamente por una calle de Nairobi, la cartera en la mano. Y en otra página aparecía el sonriente portero del nuevo hotel Hilton. Finalmente llegó a los últimos apuntes del bloc: las mujeres jóvenes de Nairobi que se vestían a imitación norteamericana, lo que no hacía juego con sus orgullosos y complicados peinados africanos.
Sarah levantó los ojos del bloc y se preguntó dónde estaba Kenia en todos aquellos apuntes.
El viento cálido arreciaba, agitando las páginas del bloc. Un velo tenue de arena corría por encima de las dunas. Las frondas de las palmeras se mecían y chocaban unas con otras. Sarah se protegió los ojos con la mano y miró hacia las aguas verdiazules. Empezaba a ser tarde. Ya era hora de ponerse en marcha para volver a Nairobi. Pero no podía moverse.
De pronto, inexplicablemente, Sarah se sintió clavada en el sitio en que se encontraba.
Era como si el viento tropical la tuviese aprisionada, como si las palmeras susurrantes la instaran a quedarse, quedarse… Miró fijamente el cielo, las olas que avanzaban entre los arrecifes lejanos, las dunas de formas cambiantes, y de repente sintió deseos de dibujar. Rápidamente buscó una página en blanco, sacó un lápiz del bolso y se puso a trazar líneas.
Apenas era consciente de lo que hacía; el lápiz parecía moverse por propia iniciativa. La mano volaba sobre el papel, depositando líneas y curvas y formas, trazando contornos y sombreados. Los ojos se movían del bloc al paisaje y de nuevo al bloc, rápidamente, y el paisaje iba surgiendo lentamente en la página.
Y cuando hubo terminado, apenas unos minutos después, parpadeó de asombro.
Había captado la playa antigua sobre el papel. No sólo su aspecto, porque eso podía hacerlo cualquier cámara, sino su espíritu. Había vida en los trazos largos y las curvas, casi podía oírse el fragor del oleaje, las llamadas de las gaviotas. El agua trazada por el lápiz parecía ondular. Y aunque era sólo gris plomo, había color en el dibujo. Sarah podía verlo, podía sentirlo. Y su corazón empezó a latir con fuerza.
Tomó otra página en blanco, cambió de postura y empezó a dibujar la bonita mezquita pequeña que se encontraba a unos treinta metros de ella, detrás de unos tamariscos. Al terminar, dibujó la callejuela estrecha con sus balcones y sus celosías árabes. Y cuando el alma de Malindi quedó plasmada en el papel, cerró los ojos y se imaginó las llanuras de Amboseli, donde merodean los leones y los espinos de copa plana sostienen el cielo. Sus manos volaban. Pasaban las páginas una tras otra. Iba sacando nuevos lápices. La tarde iba cayendo y la noche rutilante de África estaba cada vez más cerca, pero ella seguía dibujando sin respiro.
Dibujó las orillas del extenso lago Victoria y los picos del monte Kenia y del monte Kilimanjaro. Los ojos de su mente veían las chozas redondas, las manyattas de los masai y las tiendas de los turkana, y su mano las trasladaba al papel. Dibujó pájaros y otros animales, insufló vida en las flores silvestres. Y luego nubes, grandes concentraciones de nubes que giraban alrededor de un sol central, deslumbrante. Finalmente, atardeceres y amaneceres pasaron al bloc de apuntes, y el Chania fluyendo sobre su lecho, impetuosamente, y el humo que surgía de la hoguera de su abuela, y el autobús de Karatina con las mujeres que volvían del mercado.
Cuando todas las páginas estuvieron llenas, cuando todos sus lápices estaban romos, cuando se dio cuenta con sorpresa de que la envolvía la oscuridad de la noche, se apoderó de ella una emoción extraña, casi aterradora.
Comprendió que había buscado donde no debiera haber buscado y la revelación fue como un golpe. En sus manos, encerrada en un cuaderno de poco precio, tenía Kenia. De pronto, con emoción, se percató de que el «estilo» del África Oriental no estaba en la forma de vestir de su gente, sino en la propia África Oriental. El alma keniana no se encontraba en las shukas ni en los kangas, sino en el sol y en las hierbas y la tierra roja; en las sonrisas de sus niños; en el trabajo de sus mujeres; en el halcón que se remontaba hacia lo alto, en el andar a paso largo de las jirafas, en las velas latinas de los dhows al ponerse el sol.
Sintió un estremecimiento. Se levantó de un salto y echó a correr hacia el coche, apretando el precioso bloc de apuntes contra su pecho. No veía las callejas oscuras por donde pasaba, ni las mujeres que la miraban con curiosidad desde las ventanas. Sólo veía inmensas sabanas amarillas y manadas de elefantes, los desiertos desolados del norte y las caravanas de camellos, los rascacielos de vidrio y cemento que surgían de los arrabales de Nairobi. Y todo lo veía con los colores y las formas de la nueva tela que iba a crear.
Sarah Mathenge iba a dar al mundo un estilo keniano por fin.
—Así que déjame que te diga lo que hace este tipo —dijo Terry Donald, abriendo su tercera botella de cerveza Tusker.
Deborah no le escuchaba. Sentada con Terry en el salón de observación de Kilima Simba, contemplaba un elefante solitario que había venido a beber en la aguada. En el pabellón reinaba ahora el silencio, pues todos los huéspedes estaban en sus habitaciones, cambiándose el traje de baño por las ropas con que se tomarían unos cócteles. Al ponerse el sol, cuando gran número de animales aparecían siempre en la aguada, un centenar de turistas harían funcionar sus cámaras.
—Ya te he hablado de Roddy McArthur, ¿verdad? —dijo Terry, tratando de atraer su atención. Comprendía que Deborah estuviese distraída. Faltaban sólo dos semanas para que se fuera a Norteamérica—. De todos modos —prosiguió—, lo que hace Roddy cuando no tiene ningún cliente para llevarlo de caza es irse él solo y cobrar los trofeos más grandes que encuentra. Se los vende a Swanson, el taxidermista de Nairobi, que los prepara y los esconde. Luego, cuando Roddy tiene clientes, o cuando otro tipo tiene clientes que cobran trofeos pequeños y no están satisfechos, Swanson cambia las cabezas a la chita callando, ¿comprendes?, y los clientes se van a casa la mar de satisfechos con los grandes trofeos, y luego se jactan de haberlos cobrado ellos mismos. Yo no quiero saber nada de estos chanchullos, Deborah. Pienso que la caza debería seguir siendo un deporte honrado. —Se inclinó un poco y le dio unos golpecitos en el hombro—. ¿Deborah?
La muchacha le miró.
—Perdona, Terry. Volvía a tener la cabeza en las nubes.
—Apuesto a que ya tienes las maletas hechas.
No, no las tenía. En realidad, a medida que se acercaba el día de la partida, más fuerte era el deseo de Deborah de no irse.
Y la causa de esto era Christopher.
Deborah no lograba quitarse de la cabeza el recuerdo de su reencuentro a orillas del río dos semanas atrás. Lo revivía una y otra vez, llenaba todos sus momentos de vigilia con la imagen de Christopher bajo el sol. Cada vez que la veía, sentía una oleada desesperada de deseo sexual, un deseo que crecía dentro de ella de día en día.
—Oye, Deborah —dijo Terry—. Me gustaría que accedieras a salir conmigo otra vez antes de que te vayas para estar ausente tres años.
Deborah lo miró. Tenía veinte años, era delgado y estaba moreno y era guapo de una forma un tanto tosca, como su padre, Geoffrey, y su abuelo, sir James. Y era un apasionado de la caza. Al recibir su licencia restringida hacía tres años, Terry la había llevado en su primer safari de caza.
Habían ido en el Land-Rover hasta Serengeti, en Tanganika. Como su licencia era restringida, Terry no había podido cazar ningún ejemplar de los «cinco grandes»: elefante, rinoceronte, búfalo, león y leopardo. Pero se habían encontrado con un león viejo que tenía una púa de puerco espín clavada en la mejilla, hasta muy adentro, y que, enloquecido por el dolor, atacaba a los inocentes habitantes de los poblados. Terry había abatido al peligroso animal de un solo y piadoso disparo y le habían permitido quedarse con la piel como premio al servicio prestado.
De su segundo safari hacía ahora un año, poco antes de que Deborah ingresara en la universidad de Nairobi para cursar los estudios preparatorios. Ella y Terry habían ido a Uganda con el propósito de cazar elefantes. Después de largos y cálidos días caminando trabajosamente entre hierbas altísimas, acarreando pesados rifles, bolsas llenas de municiones y cantimploras, siguiendo huellas y excrementos hacia el interior de densas selvas y sintiéndose rodeados de peligros por todas partes, habían encontrado un pequeño grupo de machos dotados de excelentes colmillos.
Terry le había cedido a ella el honor de hacer el primer disparo; pero la muchacha no se había sentido capaz, así que él había dado muerte a los mejores del grupo y luego había supervisado la extirpación de los colmillos. Al ofrecerle a Deborah el marfil, en un gesto de extrema generosidad, ella lo había rechazado.
Desde entonces la muchacha no había podido convencerle de que no le gustaba la caza y desaprobaba que estuviera permitida en Kenia. Tampoco había logrado Terry hacerle ver las cosas desde su perspectiva: que los cazadores prestaban un servicio valioso. Impedían que las manadas llegasen a ser un peligro al crecer demasiado; salvaban las cosechas y los poblados de los ataques de los merodeadores; y vigilaban a los cazadores furtivos, que tenían formas muy crueles de matar a los animales.
Deborah meneó la cabeza y se bebió un sorbo de ginger ale.
—No, Terry. Nunca volveré a ir de safari, como no sea para observar a los animales, sin disparar contra ellos.
Ni siquiera estaba segura de que esto le pareciese bien, ya que sabía que cada vez eran más los turistas que llegaban a Kenia en busca de animales y se metían por todas partes, turbando la paz de parajes que antes eran vírgenes. A veces se preguntaba si semejante invasión de seres humanos y gasolina no echaría a perder el delicado equilibrio de la naturaleza. Había visto vehículos cargados de turistas que gritaban persiguiendo a los animales, provocando ciegas estampidas de cebras y antílopes. Los turistas metían sus vehículos de alquiler en medio de las manadas, dispersándolas, separando sin darse cuenta a los pequeños de sus madres, expulsando a los grupos de su territorio, haciéndolos correr hasta el agotamiento, debilitándolos y convirtiéndolos en presa fácil de los depredadores que acechaban cerca. Deborah se preguntaba qué emoción podía proporcionar el perseguir a unos pobres animales hasta que caían rendidos, total para filmar unos metros de película.
Y había algo aún peor: los turistas fotografiaban a la gente. Había visto autobuses que llegaban a los poblados cargados con gente dispuesta a disparar la cámara. Los pastores masai se sentían ofendidos y, tapándose la cabeza con sus capas, daban media vuelta y se iban. Las mujeres se ponían furiosas y trataban de ahuyentar a los intrusos a gritos. ¡Qué ignorancia! ¡Qué falta de respeto! Los africanos sabían que aquellos wazungu venían a fotografiar animales y se preguntaban si también a ellos los consideraban como tales.
Recorrió con los ojos el lujoso pabellón. Había sido el primero de Kenia y ahora tenía numerosos imitadores, desde la frontera con Uganda hasta la costa. Geoffrey Donald era propietario de tres, además de su creciente parque de minibuses, los mismos que paseaban a los turistas por las tierras de los masai. El pabellón de safaris Kilima Simba era un lugar sereno, de buen gusto y elegante. Los huéspedes llegaban en grupos, depositados en el hotel por sus cansados chóferes africanos, y durante uno o dos días eran agasajados con danzas nativas, holganza al borde de la piscina, comida digna de gastrónomos y la contemplación de una aguada justo a los pies del pabellón de observación, una aguada que los animales usaban desde hacía siglos. En las paredes de bambú había letreros pidiendo a los huéspedes que guardasen silencio, para no asustar a los animales.
Los turistas comenzaban a acudir al bar, vestidos con las prendas de color caqui, nuevas y rígidas, que se habían comprado en Nairobi y que les hacían sentirse nerviosos y tímidos. Pero todo ello formaba parte de la aventura keniana. Le pedían al camarero bebidas de las que jamás habían oído hablar —margaritas, tés helados Long Island— y curioseaban en las tiendas caras, donde una bonita muchacha africana vendía prendas de vestir importadas de Norteamérica.
Deborah contempló el paisaje africano. Oyó la respiración de la tierra y sintió que frescos brazos tropicales se tendían hacia ella, intentando abrazarla. Una vez más el resto del mundo —aquel lugar temible sobre el cual Christopher con tanta gravedad la había advertido— pareció desvanecerse y dejarla sola con la tierra roja, los animales y las montañas lejanas.
El eco de la voz de Christopher resonaba sobre las inmensas llanuras:
«Kenia es tu hogar. Éste es tu sitio».
De repente Deborah se sintió desamparada. Tres años le parecían una eternidad. ¿Cómo sobreviviría lejos de la tierra que la sostenía? Se sentiría como un pájaro enjaulado, privada del cielo.
«¿Me amas, Christopher? —preguntó al silencio que bajaba del Kilimanjaro con su cumbre nevada—. ¿Me amas tanto como yo te amo a ti? ¿Con un anhelo doloroso de ser abrazada, de tocar, de besar? ¿O me consideras como a una hermana? ¿Me quieres del mismo modo que quieres a Sarah? ¿La habrías abrazado como me abrazaste a mí, le habrías hablado como me hablaste a mí, si fuera ella la que se iba a Norteamérica? ¿Perecerás cuando me aleje de ti, Christopher, con tanta seguridad como yo pereceré?».
—¿Quieres tomar algo más, Deborah? —preguntó Terry.
«Ojalá Sarah estuviese aquí», pensó. Necesitaba desesperadamente hablar con su mejor amiga; quizá Sarah conocía la respuesta al enigma que era su hermano. Pero Sarah no habría venido al pabellón aunque Deborah se lo hubiese pedido; estaba recorriendo Kenia en el coche del doctor Mwai.
—No, gracias, Terry —dijo, levantándose—. Me voy un rato a mi habitación.
—¿Te encuentras bien, Deborah?
—Sí, muy bien. Nos veremos en la fiesta.
Cruzó apresuradamente el puente colgante que unía las habitaciones «de estilo nativo» con el pabellón principal, entró en su habitación y se apoyó en la puerta cerrada, contemplando los parajes naturales que se extendían más allá de su balcón, y exclamó para sus adentros:
«¡Christopher!».
—Asante sana —dijo Sarah al amigo que acababa de traerla en coche desde Nairobi. Se despidió de él agitando la mano, luego echó a andar por el sendero que llevaba desde lo alto del risco hasta las chozas de su abuela en la amplia margen del río. Había sonreído al amigo al despedirse de él, pero la sonrisa era forzada. En realidad, se sentía furiosa, y mientras se acercaba a mamá Wachera, que estaba cuidando sus cultivos de hierbas, volvió a maldecir a todos los banqueros de Nairobi.
Habían dicho que no a su petición de un pequeño préstamo para montar un negocio, ¡todos!
Al levantar la cabeza y ver a su nieta, la hechicera dejó el azadón y se acercó a la muchacha para abrazarla.
—Bienvenida a casa, hija —dijo—. Te he echado de menos.
La anciana era pequeña y frágil entre los brazos de Sarah. Nadie sabía con exactitud qué edad tenía Wachera, pero, basándose en sus recuerdos infantiles —David, el padre de Christopher, ya había nacido cuando llegaron los Treverton, hacía ahora cincuenta y cuatro años—, calculaba que la hechicera rondaba los ochenta. Sin embargo, a pesar de su edad y su estatura, mamá Wachera seguía siendo una mujer fuerte.
—¿Christopher está aquí, abuela? —preguntó Sarah antes de irse a su choza para dejar la maleta y tomar dos calabazas de cerveza de caña de azúcar.
—Tu hermano no ha vuelto desde el día en que regresó del otro lado del agua.
Sarah se quitó el vestido bueno que se ponía para viajar y se envolvió en un kanga. Al salir de la choza con la cerveza se preguntó por qué Christopher seguía en Nairobi.
—Es irrespetuoso, Sarah —dijo mamá Wachera, aceptando la cerveza que la muchacha le ofrecía—. Mi nieto debería estar aquí conmigo. Después de todo, ingresará pronto en la escuela de curación y entonces no le veré nunca.
—Estoy segura de que Christopher no pretende faltarte al respeto, abuela. Debe de tener muchas cosas que hacer, prepararse para ingresar en la facultad de medicina.
Se sentaron en el suelo delante de la vieja choza de Wachera, dos mujeres africanas, separadas por generaciones, bebiendo juntas en un antiquísimo ritual femenino de compañerismo e intimidad.
—Dime —dijo mamá Wachera—, ¿encontraste lo que fuiste a buscar?
Sarah contó a su abuela la portentosa revelación que había tenido en Malindi y los maravillosos planes que se había trazado para el futuro. Pero, al llegar a la parte del relato referente a sus intentos de conseguir un poco de dinero en Nairobi, en la voz de Sarah apareció un tono de amargura.
—Fue humillante, abuela. Me hicieron sentir como si estuviese pidiendo limosna. «Garantía», dijeron. ¡Para obtener un préstamo, hay que demostrar que no lo necesitas! Les enseñé el bloc de apuntes y el «batik» que hice. Les dije: «¡Esto es mi garantía! ¡Mi futuro es mi garantía!». Y entonces me preguntaron si tenía un esposo o padre que firmara la solicitud de préstamo. Luego me dijeron que me fuese. Dime, abuela, ¿qué tiene que hacer una mujer para montar un negocio?
Mamá Wachera meneó la cabeza. Para ella todo era un misterio. Las mujeres nacían para criar hijos y trabajar en la shamba. Las cosas de que hablaba su nieta escapaban a su comprensión.
—¿Por qué sueñas con estas cosas, hija mía? Primero debes buscarte un esposo. Ya tienes la edad suficiente para tener hijos, pero no tienes ninguno.
Sarah trazaba dibujos en la tierra. La experiencia en Nairobi había sido dura y reveladora. Varios banqueros se habían negado a hablar siquiera con ella; dos se habían reído sin disimulo de su plan; y tres le habían hecho proposiciones sexuales. A cambio de ciertos favores, quizá podrían gestionarle un préstamo…
Se sentía muy frustrada.
Las mujeres se estaban emancipando en toda el África Oriental. Se matriculaban en los institutos y universidades y salían convertidas en médicas y abogadas, hasta en arquitectas y químicas. Pero Sarah había sacado la conclusión de que tales profesiones eran sancionadas por los hombres. A aquellas mujeres les hacía seguir cuidadosamente cauces masculinos, se encontraban de forma constante bajo la guía y la autoridad masculinas. Había una especie de aceptación paternalista de las mujeres que se ponían la peluca de abogada y acudían al palacio de justicia. Todavía se encontraban bajo la dominación masculina, por muy liberadas que ellas se creyesen. Pero las mujeres que querían montar un negocio propio eran otra casta. Exigían una independencia total y eso las convertía en un caso aparte.
—Representamos una amenaza para ellos. —Había tratado de explicarle Sarah a su madre en Nairobi—. Una mujer propietaria de su propio negocio es verdaderamente una mujer independiente. No hay ningún hombre por encima de ella, ningún hombre que tome las decisiones definitivas. Esto los asusta. Además, les hacemos la competencia a sus propios negocios. Pero no voy a permitir que me impidan llevar a la práctica mis planes. Ya encontraré la manera de empezar.
Sarah había acudido a su madre con la tenue esperanza de obtener un poco de apoyo, pero Wanjiru se oponía a los planes de su hija tanto como los banqueros.
—Termina tus estudios —le había dicho una y otra vez—. ¿Por qué crees que sacrifiqué tantas cosas por ti? ¿Por qué crees que me divorcié de tu padre, viví en la selva y pasé tantos años en campos de detención? Fue para que pudieras recibir una buena educación y llegar a ser algo.
—Yo no quiero vivir tu sueño, mamá. ¡Quiero vivir el mío propio! ¿No es ése el verdadero significado de la libertad?
Sin decir nada a nadie, Sarah había acudido al doctor Mwai, con quien su madre vivía en el distrito de Karen. Pero, pese a mostrarse comprensivo con ella, el doctor había dicho:
—Si te diese dinero, Sarah, tu madre jamás volvería a hablarme. Así que en este caso tendré que ponerme de su lado.
—¡Abuela! —exclamó Sarah—. ¿Qué voy a hacer?
Mamá Wachera miró a su nieta, a quien quería a pesar de que no era una auténtica Mathenge.
—¿Por qué es tan importante para ti, niña?
—No sólo es importante para mí, abuela. ¡También lo es para Kenia!
Viendo que su abuela no la comprendía, Sarah fue a su choza, sacó el bloc de la maleta y volvió con él.
—Mira —dijo, hojeando el bloc lentamente—. ¿Ves cómo he captado el alma del pueblo?
Mamá Wachera nunca había visto dibujos. Sus ojos no estaban preparados para captar y comprender una imagen. A pesar de todo, reconoció algunas joyas: un collar masai, unos pendientes embu. Miró con atención las líneas desconcertantes que aparecían en el papel y trató de comprender lo que sentía la muchacha. Aunque las palabras de Sarah resultaban extrañas para la anciana, había un lenguaje que Wachera sí entendía: el del espíritu.
Y ahora lo sintió, mientras se encontraban sentadas al sol y Sarah iba pasando las páginas y hablando con entusiasmo de los tejidos que crearía, los vestidos que pensaba diseñar, el «estilo» que iba a dar a sus hermanas africanas. Mamá Wachera sintió que una energía juvenil salía de Sarah y se introducía en su propio y viejo cuerpo.
—¿Y para esto necesitas dinero? —preguntó finalmente Wachera.
—La señora Dar me ha prometido venderme una de sus máquinas de coser viejas. Entonces necesitaré alquilar un lugar pequeño en la ciudad… poca cosa, pero ha de tener electricidad y espacio para extender mis tejidos y cortarlos.
Wachera movió la cabeza de lado a lado.
—No entiendo el dinero. ¿Por qué no haces un trueque con la señora Dar? Puedes tomar lo que haya en mi huerto. En el maizal de la orilla del río hay más abundancia que nunca. ¿O quizá preferiría unas cabras? Soy una mujer rica, Sarah. ¡Poseo casi un centenar de cabras!
Presa de exasperación, la muchacha se levantó de un salto. Su abuela vivía en el pasado. ¡Comprar una máquina de coser con cabras!
—Necesito dinero de verdad, abuela. Libras y chelines. Si tuviera que conseguirlo trabajando y ahorrando, tardaría años. ¡Lo necesito ahora!
Mamá Wachera reflexionó un poco, luego dijo:
—Quizá buscas donde no deberías buscar, niña. Deberías buscar tu respuesta en la tierra.
Sarah se esforzó por reprimir su impaciencia. Intentar hablar con su abuela resultaba casi tan imposible como hablar con su madre. La gente mayor sencillamente no comprendía nada. ¡Vivía en el pasado! Si al menos Deborah hubiese vuelto de Kilima Simba… Deborah sí la comprendería.
Wachera se levantó lentamente, recogió su azadón y le dijo:
—Ven conmigo.
Sarah sintió deseos de protestar, pero habría sido una falta de respeto. Así que siguió a su abuela hasta el maizal de la orilla del río.
—Los Hijos de Mumbi han vivido de la tierra desde el primer hombre y la primera mujer —explicó mamá Wachera mientras conducía a su nieta entre los altos tallos de maíz—. Nacimos de la tierra. Cuando prestamos juramento comemos la tierra para ligar nuestro espíritu a nuestras palabras. La tierra es preciosa, hija, no lo olvides jamás.
Al llegar a la esquina del maizal, Wachera se inclinó para clavar el azadón en la tierra que se encontraba a la sombra de altos plataneros.
—Cuando se olvidan las antiguas costumbres —dijo, mientras cavaba— todo está perdido. En la tierra se encuentran nuestras respuestas.
Sarah miró fijamente el río, sintiendo cómo su enojo iba en aumento. No estaba de humor para lecciones de agricultura.
Pero cuando el azadón chocó con algo, de pronto puso más atención.
Wachera siguió doblada por la cintura, las piernas rectas como si estuviera escardando o recolectando, y cavó en la tierra suelta. Sarah vio con asombro que extraía una voluminosa bolsa de cuero.
—Toma —dijo mamá Wachera, entregando la bolsa a su nieta.
Intrigada, la muchacha deshizo el nudo del cordel que cerraba la bolsa y vio que ésta contenía gran número de monedas de plata. ¡Habría por lo menos cien libras!
—Abuela —dijo—, ¿de dónde sacaste esto?
—Ya te he dicho, hija, que el dinero no me sirve para nada. Cada semana, durante veinte cosechas, tu madre me envió dinero para tu manutención. Yo no lo necesitaba, ya que os alimentaba a ti y a tu hermano con lo que me daba mi propia shamba. No necesitaba comprar medicinas porque las hacía yo misma. Y cuando la escuela insistía en que os pagara los uniformes y los libros, enviaba cabras y me las aceptaban. No entiendo las monedas. Pero las guardo, porque sé que contienen poder.
Sarah contempló fijamente a la anciana durante un momento; luego exclamó:
—¡Abuela!
—¿Es esto lo que necesitas? ¿Esto te hará feliz, niña?
—¡Muy feliz, abuela!
—Entonces es tuyo.
Sarah abrazó a la anciana, luego, como transportada, giró sobre el suelo, danzando. Wachera rió y le dijo:
—¿Qué harás ahora, hija?
Sarah se detuvo, los ojos reluciéndole. Sabía exactamente qué iba a hacer con el dinero. Pero tendría que darse prisa. No disponía de mucho tiempo.
Deborah se iría al cabo de dos semanas.