—¿Te emociona pensar que vas a ir a California? —preguntó Sarah, removiendo la cera fundida en el bote.
Deborah, sentada a los pies de un castaño, las rodillas levantadas y la espalda apoyada en el tronco, estaba repasando una revista famosa, la edición para estudiantes de Mademoiselle, que llevaba lo último de la moda para ir a la universidad. Se detuvo en una página llena de modelos vestidas con falda larga y zapatos de suela gruesa; luego alzó los ojos para mirar a su amiga.
—Me asusta, en cierto modo, Sarah. ¡California es tan extranjera, está tan lejos!
Sarah se inclinó para examinar la consistencia de la cera. La olfateó y después echó otro pedacito de cera de abeja al bote. Mientras se fundía, dijo:
—¡Me cuesta creer que hayas tardado tanto en decidirte! Si esa beca me la hubiesen ofrecido a mí, ¡la habría aceptado en seguida!
Deborah volvió a mirar las modelos, que sonreían con confianza joven, norteamericana, y sintió crecer de nuevo sus temores. ¿Cómo iba a encajar ella con unas muchachas tan sofisticadas?
Había sido una gran decisión, la de aceptar la beca Uhuru. Significaba ausentarse de Kenia durante tres años, estar lejos de todos sus amigos, de la tía Grace y de su hogar en la misión, y, sobre todo, lejos de Sarah, que era como una hermana para ella. Además, Christopher iba a volver después de pasar dos años estudiando en Inglaterra. Deborah tendría el tiempo justo de saludarle y al poco debería despedirse otra vez.
Deborah envidiaba a Sarah. Se la veía tan segura, tan llena de confianza en sí misma, exactamente igual que las modelos de la revista. Sarah siempre había sido valiente; según ella, se debía a haber nacido en un campo de detención. Nada le daba miedo y siempre estaba dispuesta a afrontar cualquier desafío. La forma de dejar la escuela, por ejemplo, había sido típica de Sarah, una decisión valiente que había hecho que su madre, Wanjiru, se enfadase tanto que ahora no se hablaban. También Deborah se había escandalizado al ver que Sarah dejaba los estudios al cabo de sólo un año. Pero su amiga, con aquella certeza tan característica en ella, le había explicado:
—Egerton ya no puede ofrecerme nada más. No tengo tiempo que perder siguiendo sus cursos. No sirven para nada. Sé lo que quiero y Egerton no me lo puede dar, así que lo buscaré por mi propia cuenta.
Sarah se refería a su ambición de ser diseñadora de modas. Desde muy pequeña había sabido lo que iba a ser de mayor. En la escuela secundaria había ido a todas las clases de arte, diseño y costura. Luego había ido a la escuela de Egerton en Njoro, donde, al amparo de su programa para el diploma de economía doméstica, uno de los poquísimos cursos de educación superior que se ofrecían a las mujeres de Kenia, había estudiado la identificación y el cuidado de los tejidos, la costura a mano y a máquina, la confección de patrones, de vestidos, y otros aspectos del oficio de modista. Como el segundo año del curso se concentraba en la nutrición y la crianza de niños, había dejado la escuela y vuelto a casa para tratar de alcanzar su sueño por otro camino.
Ahora trabajaba para una mujer asiática de Nyeri, la señora Dar. Sarah era auxiliar de costura, cobraba muy poco, trabajaba muchas horas en condiciones duras, pero la señora Dar confeccionaba vestidos exquisitos para las esposas de acaudalados hombres de negocios del distrito y Sarah aprendía todo lo que le era posible de ella. Pero eso no era suficiente. Aunque tenía la esperanza de que algún día sería dueña de sus propias máquinas de coser, de su negocio propio con sus propias auxiliares, Sarah soñaba con algo más grande: diseñar todo un estilo nuevo.
Por esto se encontraba junto al río con Deborah, removiendo un bote de cera caliente colocado en una hoguera. Sarah había descubierto recientemente el «batik», el arte de teñir tela utilizando cera, y llevaba varios días haciendo experimentos.
—Me sentiré tan extraña en California —dijo Deborah, dejando la revista—. No sabré nada. Y estoy segura de que todas las chicas serán más listas que yo.
Sarah se irguió y apoyó las manos en las caderas.
—¡Qué tonterías dices, Deb! ¿Por qué crees que te han dado esa beca? ¿Por ser tonta? ¡La pidieron mil quinientas estudiantes y te la dieron a ti! ¿Y no te dijo el profesor Muriuki que California salía ganando y la universidad de Nairobi salía perdiendo?
Deborah pensó que el profesor Muriuki lo había dicho sólo para ser amable. Había estudiado cuatro cursos con él en la universidad de Nairobi y le había caído bien al profesor.
Con todo, el profesor Muriuki había añadido:
—No puedo negar que el nivel de educación en la universidad de California es superior al nuestro. Hace usted bien en ir allí, señorita Treverton. Cuando vuelva a Kenia y asista a la facultad de medicina, les llevará mucha ventaja a sus condiscípulos.
Las dos muchachas de dieciocho años disfrutaban del cálido sol de agosto y de la paz del río. A través de los árboles les llegaba el griterío de los niños que jugaban al rugby en el campo de polo que la madre de Deborah había cedido a la Misión Grace al irse de Kenia hacía diez años. Cerca, a unos treinta metros de donde las dos muchachas se encontraban sentadas a la orilla del río, varias chozas se alzaban en un marco bucólico entre cultivos de maíz y judías, un rebaño de cabras de saludable aspecto y un granero lleno a rebosar. Allí vivía Sarah con su anciana abuela, mamá Wachera, pero en su propia choza, que ella había hecho cómoda instalando una alfombra y sillas como era debido. También había una choza para Wanjiru, que se alojaba en ella cuando subía desde Nairobi para visitarlas. La cuarta choza era la de Christopher. En otro tiempo había sido la thingira de su padre, es decir, su choza de soltero, y Christopher pensaba alojarse en ella siempre que tuviera vacaciones en la facultad de medicina.
Al pensar en Christopher, Deborah consultó su reloj. Su vuelo desde Londres tenía que llegar esa mañana; su madre iría a esperarle al aeropuerto y le traería en el coche.
Deborah pensó que ya era tarde. ¿Dónde estarían?
No había dormido durante la noche, apenas dormía desde hacía una semana, pensando en el regreso de Christopher. ¿Cómo serían las cosas después de cuatro años? El corazón se le disparaba al pensar en tenerle de nuevo en casa, al imaginar las largas conversaciones que sostendrían.
«¿Habrá cambiado mucho?», se preguntaba.
Sarah dejó el bote de cera y fue a inspeccionar los retazos de tela extendidos sobre unos peñascos. Cada uno de ellos se hallaba en una etapa del proceso de teñirlos; cada uno preparado de forma diferente. Los examinó con atención.
—Me parece que por fin he dominado el problema de los crujidos —dijo, alzando y mostrando un retal—. ¿A ti qué te parece, Deb?
Deborah estudió la muselina que Sarah le enseñaba. El dibujo era de una mujer y una criatura, muy básico y primitivo, y la tonalidad de los colores era de tierra. Le gustaba la forma en que la luz del sol brillaba a través de la tela, revelando venas negras de tinte donde la cera se había roto.
—Es muy bonito. —Sarah dejó la tela y retrocedió un paso.
—No estoy tan segura.
—Has dominado la cera. Los colores apenas se corren.
Sarah frunció los labios mientras contemplaba su obra. Había aprendido el «batik» ella sola, mediante un largo proceso consistente en probar suerte una y otra vez, experimentando con restos de piezas de tela que la señora Dar le vendía y en los que se gastaba casi la mitad del sueldo. La cera y el tinte los compraba en una duka asiática de Nyeri y se le comían el resto de sus ingresos, por lo que andaba constantemente sin blanca. Pero valía la pena. Había dominado el «batik» y sus tejidos eran hermosos.
A pesar de todo, faltaba algo.
—No sé, Deb —dijo Sarah, sentándose en la hierba al lado de su amiga. Clavó los pies desnudos en la arcilla roja y se puso a contemplar los peces que nadaban en las aguas cristalinas—. No es suficiente.
Deborah, que no tenía nada de artista y, por ende, quedaba impresionada con lo que hacía su amiga, dijo:
—Podrás hacer vestidos preciosos con este tejido, Sarah. ¡Si tuviese dinero, compraría uno!
Sarah sonrió. Pese a llevar el apellido Treverton y ser propietaria de la enorme casa que había en lo alto de la colina, justo en medio de la plantación de café del señor Singh, y pese a que su tía era propietaria de la Misión Grace, Deborah no tenía dinero. Ello era debido a que la casa prácticamente no valía nada; costaba demasiado dinero vivir en ella y mantenerla, y nadie quería comprarla porque estaba rodeada por los cafetos del señor Singh. Y todo el mundo sabía que la misión producía pérdidas casi desde su fundación, porque la escuela y el hospital eran gratuitos para quienes no podían pagar y el dinero que la doctora Treverton conseguía era reinvertido en su totalidad en la misión. De hecho, corrían rumores de que si las monjas católicas no hubiesen acudido en su ayuda, hacía ya unos años, la misión hubiera quebrado. Así que Deborah Treverton era tan pobre como Sarah Mathenge; era una de las muchas cosas que tenían en común.
—¿Te imaginas? —dijo Deborah, pasándole la revista a su amiga—. ¡En Norteamérica todavía se lleva la minifalda!
Sarah miró las modelos con ojos de envidia. Llevar minifalda estaba prohibido en Kenia. Era «indecente e impropio de señoritas», según el gobierno, «y provocaba la lujuria de los hombres».
—No encajaré —dijo Deborah—. ¡Vestida de este modo! —Llevaba un vestido de algodón y sandalias. Le parecía bien para la Kenia rural, pero muy poco apropiado para el sofisticado ambiente de una universidad californiana.
—Hoy día en Norteamérica puedes llevar cualquier cosa que se te ocurra —dijo Sarah, intentando tranquilizarla—. Ya lo ves aquí… mini-vestidos, vestidos de abuelita, vestidos de campesina, trajes-pantalón, tejanos con remiendos de vivos colores. ¡Hasta pantaloncitos cortísimos! Lo importante es que recuerdes —miró a Deborah de un modo significativo— que serás una estudiante de primera y volverás a casa con matrículas de honor. Justamente como dijo el profesor Muriuki.
Deborah rogaba al cielo que así fuese. Su mayor sueño era ser la mejor médica posible, ser como la tía Grace y seguir sus pasos.
—¡Si tuviera dinero! —dijo Sarah, tirando un guijarro al agua—. ¡Sé que podría hacerlo mejor que la señora Dar! Es tan conservadora. No tiene ni pizca de imaginación. ¡Y no me permite expresar mis opiniones! La semana pasada vino la esposa del doctor Chandra y la señora Dar le recomendó un verde que no le sentaba nada bien. Yo me di cuenta en seguida de que lo que necesitaba era un marrón suave, quizá con ribete dorado. ¡Y hay que ver cómo le cuelgan las faldas! Deb, si tuviera dinero, podría comprar una máquina de coser y establecerme por mi cuenta. Podría trabajar aquí mismo, en mi propia casa. Y cuando tuviera unos cuantos clientes de pago, clientes regulares, podría comprar muselina en gran cantidad, sin teñir y teñirla del modo que mejor les sentara a determinadas clientes.
—Son preciosos —dijo Deborah, señalando con la cabeza los «batiks» que se estaban secando sobre los peñascos.
Sarah cogió uno teñido de distintos matices rojos y anaranjados y dijo:
—A ver cómo te sienta.
Deborah se rió y dijo:
—Los kangas no me sientan bien, Sarah. —Pero se puso en pie y dejó que su amiga la envolviera con la tela rígida.
Pese a ser mzunga, la piel de Deborah no era mucho más clara que la de Sarah, toda vez que se había pasado toda la vida bajo el feroz sol ecuatorial. Mientras que la mayoría de los blancos de Kenia procuraban por todos los medios protegerse de los rayos del sol, a Deborah le encantaba sentirlos sobre los brazos desnudos y el rostro. Con todo, eso no quería decir que las dos muchachas se pareciesen. Aunque Deborah tenía el pelo negro, corto y ensortijado, y los ojos negros también, seguía siendo muy europea, mientras que Sarah era muy africana. Llevaba el pelo peinado en un estilo nuevo, con muchas trenzas apretadas que culminaban en una cascada de cabellos sobre la coronilla. El efecto del peinado era alargar un cuello que ya era naturalmente largo y coronar la gracia de sus brazos flexibles y su cuerpo esbelto. Sarah Mathenge era excepcionalmente hermosa, a juicio de Deborah, que envidiaba la elegancia natural y el estilo de su amiga.
—Te sienta estupendamente, Deb —dijo Sarah, apartándose un poco y estudiando su obra.
Deborah se volvió lentamente bajo la luz del sol, tratando de ver su reflejo en el río. Sarah le había puesto la tela como si fuera un kanga, cruzada sobre el pecho y atada en la nuca.
Sarah volvió a fruncir el ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó Deborah—. ¿No te gusta?
—No es lo que busco, Deb. Resulta tan vulgar y corriente. —La expresión de Sarah se hizo pensativa—. ¿Te acuerdas del estilo Liverpool de hace unos años? ¿Y luego del de Carnaby Street? No existe un estilo Kenia; ningún estilo que sea característico del África Oriental.
—¿Qué me dices del kanga? Yo diría que sólo se ve en el África Oriental.
Y era verdad. Nacidos en la costa de Kenia en el siglo diecinueve, los grandes rectángulos de algodón de vivos colores, conocidos por el nombre de kangas, se llevaban en toda el África Oriental y en todas partes las mujeres se los ponían para trabajar en los campos e ir al mercado. El kanga formaba un vestido sencillo al colocárselo debajo de los sobacos; a veces se ataba sobre un hombro o en la nuca. Se usaba a modo de falda, de chal, para llevar un bebé en la espalda, o enrollado en la cabeza como un turbante. El kanga era una prenda barata, sencilla y fácil de cuidar, y satisfacía las necesidades de la campesina africana. Pero Sarah no pensaba diseñar prendas para la wananchi.
—Pienso en las mujeres que trabajan en las ciudades, Deb; cada día son más. Hay tantas mujeres trabajando en oficinas, estudiando para ser secretarias y recepcionistas. Las mujeres empiezan a trabajar en bancos y empresas. ¡Incluso las hay que son abogadas! Éstas no pueden llevar kangas. Así que, ¿qué llevan? —señaló la revista—. ¡Pues se compran imitaciones baratas de los estilos norteamericano y británico!
—Bueno, en tal caso —dijo Deborah—, podrías diseñar vestidos de confección hechos con tela de kanga. Éstos sí que serían un estilo nuevo y decididamente keniano.
Sarah dijo que no con la cabeza, sus grandes pendientes en forma de aro atrapando la luz del sol.
—No quiero usar tela de kanga. Detesto esos refranes horribles que llevan estampados.
Sin que nadie supiera la razón, años atrás había nacido entre los fabricantes de tela de kanga la costumbre de estampar un aforismo en suajili en cada pieza. Muchos de ellos eran tan antiguos, de origen tan oscuro, que no tenían ningún sentido: Vidole vitano, kipi in bora? «De cinco dedos, ¿cuál es el mejor?». Y la mayoría de ellos eran trillados: Akili in mali, «El ingenio es riqueza».
Sarah tomó el «batik» de Deborah y lo extendió sobre el peñasco.
—No quiero usar tela que ya esté hecha. Quiero crear una tela nueva. ¿No lo ves, Deb? —Sarah empezaba a dar muestras de excitación—. ¡Lo que quiero es crear todo un estilo nuevo! No sólo una tela, o un vestido nuevo, sino todo un estilo nuevo. Algo que diga «Kenia», ¡un estilo que conserve y perpetúe la tradición africana! Y algo que las mujeres de Europa y Norteamérica quieran llevar.
—¿Cómo será?
—Todavía no lo sé. —Sarah miró fijamente la tela qué se estaba secando al sol. Había hecho experimentos con los colores y el diseño, pero, al parecer, lo único que le salía era una imitación del kanga—. ¿Qué hay que sea keniano, aparte del kanga? —preguntó.
—No tengo ni idea. —Deborah se encogió de hombros.
—¿Sabes qué voy a hacer, Deb? Voy a darme una vuelta por este país nuestro y ver lo que lleva la gente.
—¡Qué idea más maravillosa!
—Piensa en todas las tribus que no se han europeizado, Deb. ¡Los luo, los kipsigis, los turkana! Seguramente continúan llevando el vestido tradicional. Voy a estudiarlos. Los dibujaré. Serán mi inspiración, Deb. ¡Encontraré mi estilo Kenia entre el pueblo!
—Me parece estupendo, Sarah. ¡Y tú eres la más indicada para hacerlo!
—¡Ah, las cosas que podría hacer si tuviese dinero!
—¡Sarah! —exclamó Deborah—. ¡Se me acaba de ocurrir una idea maravillosa! ¡Puedo vender algunas de las cosas que hay en Bellatu! ¡Entonces tendrás todo el dinero que necesites!
Pero Sarah sonrió y dijo:
—No, Deb. No puedes hacer eso. Te instalarás en Bellatu cuando salgas de la facultad de medicina. ¡No querrás vivir en una casa vacía! —Dio media vuelta y se acercó al borde del agua—. Ya me las arreglaré para encontrar el dinero. Me consta que lo lograré. Y empezaré mi propio negocio.
—Sí, sin duda —dijo Deborah—. Y cuando yo sea médica, ¡te compraré a ti todos mis vestidos!
Sarah se volvió con los brazos abiertos.
—¡Y me enviarás a todas tus amistades ricas! ¡Estaré tan ocupada, que tendré cincuenta personas trabajando para mí y todo el mundo llevará mi ropa!
—¡Serás el Rudy Gerneich del África Oriental!
Sarah se echó a reír.
—¡Preferiría ser Mary Quant!
—¿Quién es Mary Quant? —preguntó esta vez una voz masculina.
Al volverse, las dos muchachas vieron que un joven bajaba por la margen cubierta de hierba hacia ellas. Llevaba pantalones oscuros, camisa blanca con las mangas subidas y gafas de sol.
—¡Christopher! —exclamaron.
Deborah permaneció en su sitio, presa de un súbito acceso de timidez, pero Sarah echó a correr hacia su hermano y le rodeó con sus brazos. Christopher la levantó y dio una vuelta con ella.
—¡Has vuelto! —exclamó Sarah.
—¡Y tú has crecido! —La depositó en el suelo y los dos prorrumpieron en sonoras carcajadas. Luego Christopher se volvió hacia Deborah y dijo—: Hola.
—Hola, Christopher. Bienvenido a casa.
Se quedaron de pie bajo la luz del sol que atravesaba el ramaje de los castaños, mirándose, cada uno de ellos pensando que los cuatro años le habían parecido una eternidad pero que ahora daban la impresión de haber transcurrido en un abrir y cerrar da ojos. Christopher quedó maravillado al ver lo cambiada que estaba Deborah, que de una muchacha traviesa de catorce años se había transformado en una joven preciosa, a la vez que Deborah se preguntaba adónde había ido aquel chico desgarbado de diecisiete años y quién sería este hombre tan guapo que acababa de llegar.
—Estás más alta —dijo Christopher con voz queda.
—También tú.
Se hizo otro momento de silencio; luego Sarah dijo:
—¿Dónde está mamá?
—En tu choza, quejándose de que no hay ugali para nosotros y de que tus modales son atroces.
Sarah alzó los ojos hacia el cielo con expresión de sufrimiento, luego dijo:
—Iré a buscar a la abuela. Creo que está en el poblado. ¡Oh, Christopher! —Le abrazó de nuevo—. ¡Me alegra tanto que hayas vuelto! Dime que es para siempre, que no volverás a irte.
—No volveré a irme —dijo él, riendo.
Sarah se fue corriendo entre los árboles, dejando solos a Deborah y Christopher.
A Deborah le costaba creer que Christopher se encontrara realmente ante ella por fin, después de cuatro años de cartas y llamadas telefónicas en Navidad, de echar de menos a su querido amigo y compañero de juegos en la infancia, de crecer y comprobar que su afecto se convertía en amor de mujer, de experimentar sueños extraños e inquietantes en los que aparecía Christopher, de anhelar su presencia, de estar despierta en la cama, no reviviendo las aventuras de antes como en otro tiempo, sino imaginando encuentros románticos. Durante la ausencia de Christopher Mathenge, Deborah se había enamorado de él y ahora, inesperadamente, se sentía tímida a causa de ello.
—Te echaba de menos —dijo Deborah.
—Yo también a ti, Deb. No sabes lo que tus cartas significaban para mí. —Dio unos pasos hacia ella, luego se detuvo y miró en dirección al río—. Ya no hay selva.
Deborah miró hacia la multitud de shambas que cubría la ladera hasta la cima del risco que había en la otra orilla. Cuando eran niños, la selva llegaba hasta la orilla del río. Luego el nuevo gobierno africano había dado la tierra a los kikuyu, que inmediatamente se habían puesto a desbrozar la selva para tener sus campos de cultivo. Ahora había muchas chozas —que ya no eran redondas, sino cuadradas, siguiendo la norma de los wazungu—, fabricadas todavía con barro y excrementos y con techo de juncos. Y había unos cuantos automóviles maltrechos en los senderos de tierra que se entrecruzaban.
Deborah miró a Christopher y pensó que también él había cambiado. ¿De dónde habían salido aquellos músculos sin grasa, y aquellos hombros anchos y cuadrados que tensaban la tela de la camisa? Había fluidez en su postura. Recordó los morani masai que recorrían las llanuras de Amboseli, jóvenes guapísimos, cimbreños y angulosos, que eran tan altivos, que se consideraban la raza más hermosa de la tierra. Christopher daba la misma impresión, sólo que en él no había arrogancia. Se volvía hacia ella y le sonreía como ningún moran le hubiera sonreído.
—¿Qué tal Inglaterra? —preguntó Deborah.
—Fría y lluviosa. Me alegro de haber regresado.
También su forma de hablar era diferente. Había desaparecido el acento kikuyu que antes daba color a su modo de hablar. Christopher ya no mezclaba las eles y las erres, como hacían los kikuyu porque la erre no existía en su lengua. Hablaba como un estudioso de Oxford, es decir, como lo que era.
—¿Cómo está tu tía? —preguntó él.
—Está bien. Trabaja mucho, como siempre. Yo le recuerdo que ya tiene ochenta y tres años y debería tomarse las cosas con más calma. Pero la tía Grace piensa que la misión se vendrá abajo si ella se retira.
—Quizá tenga razón.
Deborah miró fijamente las gafas de sol de Christopher. Le daba cierto alivio que las llevase, porque la protegían de sus ojos.
—¿Y tu madre? —preguntó Christopher—. ¿Qué noticias tienes de ella?
Deborah recordaba cosas. Tenía ocho años y estaba en el campamento de safaris Kilima Simba. Tuvo necesidad de ir al retrete y, al pasar por delante de la tienda de su madre, oyó que dentro una voz decía:
«Deborah no significa nada para mí, Geoffrey. He dispuesto que viva con la tía Grace».
—Mamá casi nunca nos escribe ahora —dijo, pensando en la última carta impersonal, de compromiso—. Pero dice que el negocio de las ovejas les va bien y que le continúa gustando Australia. Cada Navidad nos envía jerséis de lana a la tía Grace y a mí.
Volvieron a guardar silencio, Christopher detrás de sus gafas de sol, Deborah contemplando cómo el agua del río pasaba por encima de los guijarros y el musgo. El calor de agosto era desacostumbrado, parecía salir del suelo y envolverles. Las hogueras de los kikuyu llenaban el aire de perfumes acres, humosos. Del campo de rugby llegaban gritos y en lo alto, entre los cafetos del señor Singh, se escuchaban motores. Una abeja se posó en el brazo de Deborah, que la ahuyentó.
Christopher miró de nuevo a su alrededor, volviéndose lentamente, absorbiéndolo todo, las incontables granjas que ahora cubrían la campiña. En otro tiempo había allí una espesa selva. En el mismo sitio, hacía muchas generaciones, se habían librado guerras contra los masai, sus antepasados habían adorado los árboles y los animales, y, más recientemente, los guerrilleros del mau-mau habían encontrado refugio allí. Ahora lo único que veían los ojos de Christopher eran retazos verdes y pulcros sobre la tierra roja. Chiquillos desnudos vigilaban las cabras y las vacas; las mamás, con las piernas rectas, las rodillas entrecruzadas, se agachaban para arrancar las malezas y recolectar las verduras. La escena era apacible, tranquilizadora, y Christopher la había echado muchísimo de menos durante sus cuatro años de estudiante en Inglaterra.
Finalmente miró a Deborah, que se encontraba de pie bajo un rayo de sol, contemplando el agua como el primer día en que Christopher la vio, hacía ahora diez años.
Christopher pensó en las cartas que la muchacha le había mandado, una a la semana durante cuatro años. Las conservaba todas.
Al principio, añorando Kenia pero al mismo tiempo excitado por su aventura en Oxford, Christopher sólo había echado de menos a la alegre compañera de su juventud, la niña pequeña y delicada que le había hecho soportable la vida con su abuela. Había echado de menos a Deborah como echaba también de menos a Sarah y a su madre, a sus camaradas del equipo de rugby.
Pero luego, una vez transcurrido el primer año, y mientras las cartas de Deborah seguían llegando fielmente cada semana, se había dado cuenta de que esperaba con ilusión leer sus palabras, buscar un rincón donde pudiera estar a solas con la carta, imaginar durante unos momentos mágicos que se encontraba con ella en Kenia. Los sentimientos que la muchacha le inspiraba habían empezado a cambiar cuando cambiaron también sus cartas. El infantilismo desapareció poco a poco de las cartas, que comenzaron a reflejar una madurez nueva. Deborah hablaba de cosas importantes —del gobierno, de acontecimientos mundiales, de sus sueños de llegar a ser médica— y le hacía mil preguntas acerca de él, de sus estudios, de sus planes para el futuro. Las cartas de Deborah eran un vínculo directo con Kenia, y gracias a ellas nunca se sintió aislado del hogar. Y nunca se sintió separado de ella, sino cada vez más cerca. La muchacha había llegado a significar para él mucho más que antes.
De la choza de Sarah salieron voces que discutían.
—Vaya por Dios —dijo Deborah—. Ya estamos otra vez. Tu madre está enfadadísima con Sarah. ¿Te lo ha dicho?
—Sí. Yo me opuse al principio, cuando me escribió diciendo que había dejado los estudios en Egerton. Pero conozco a mi hermana. Encontrará la forma de conseguir lo que quiere. A estas alturas, mi madre ya debería saber que no sirve de nada discutir con Sarah.
—Se parecen mucho, ¿verdad?
—Me pregunto dónde estará mi abuela.
—Ha ido a asistir en un parto. —Deborah se sentía tímida, obligada a hablar para llenar el espacio entre ella y Christopher—. A mamá Wachera le ha ido muy bien desde la independencia. La gente vuelve a las curas tradicionales, y los viejos hechiceros y hechiceras, desde que salieron de sus escondrijos, han prosperado mucho. Como en el caso de tu abuela.
Christopher se puso pensativo. Sacaría el título de médico al cabo de cuatro años y también él quería prosperar.
—Christopher, tengo algo que decirte —dijo Deborah, hablando de prisa—. No lo mencioné en ninguna de mis cartas porque quería decírtelo personalmente. Me han concedido una beca Uhuru para estudiar en California.
No vio ninguna reacción en él, sólo su propio reflejo por partida doble en las gafas de sol. Christopher permaneció callado durante unos momentos; luego dijo:
—California. ¿Durante cuánto tiempo?
—Tres años.
Él volvió a guardar silencio, los ojos escondidos detrás de las lentes oscuras. El mundo parecía contener el aliento. El río corría en silencio; los pájaros cesaron en sus trinos. Luego Christopher se acercó a Deborah y puso las manos en sus brazos desnudos. Los dos sintieron de pronto como una carga de electricidad. Christopher aumentó la presión de sus manos y la miró.
Deborah era su más vieja amiga y la más querida. Le había salvado de la soledad en la infancia y le había introducido en su círculo soleado. Sus cartas habían sido un consuelo para él, que había esperado con ilusión el momento de verla de nuevo. Pero ahora todo era diferente. Algo había cambiado.
De repente Deborah le pareció tan pequeña y vulnerable.
—Debes andarte con cuidado —dijo él en tono apremiante—. El mundo es un lugar grande, mucho más de lo que te imaginas. Sólo conoces Kenia, Deborah, y, de hecho, sólo una pequeña parte de Kenia… —Se le cortó la voz. Quería decirle algo más, expresar la emoción nueva y extraña que de pronto se había apoderado de él. La miró, sintió la piel cálida bajo sus manos.
«Es tan inocente».
Le invadió el deseo de protegerla, de abrazarla y ponerla al abrigo de todas las cosas que él mismo había descubierto en el mundo. Kenia era un país tan pequeño, tan aislado. Y Deborah era hija de una provincia rural, atrasada. ¿Qué sabía ella de la vida?
—Saldré adelante —dijo Deborah, desconcertada y sobrecogida por la fuerza de su contacto, de la pasión que había en su voz. ¿Qué le había pasado a Christopher? ¿De dónde procedía su intensidad?
Deborah alzó las manos y le quitó las gafas de sol. Christopher la estaba mirando fijamente con unos ojos que, en generaciones anteriores, habían medido el avance de un león entre la hierba alta y tostada. Se sintió atrapada en aquella mirada, sintió la energía que pasaba de sus manos a sus propios brazos. Christopher la abrumaba. De repente se quedó sin aliento.
—Deborah —dijo él en voz baja, sin soltarle los brazos—. No te diré que no vayas. No tengo derecho a hacerlo. Debes irte. Debes llegar a ser tan buena como puedas. Pero… prométeme, Deborah, que…
Deborah se quedó esperando. Una brisa cálida agitaba las ramas de los árboles y la luz del sol caía sobre el guapo rostro de Christopher.
—¿Qué debo prometerte? —susurró, el corazón disparado.
«Dilo, Christopher. Por favor, dilo».
Pero las palabras no acudían a sus labios. Había sucedido con demasiada rapidez, el salto repentino de querer a Deborah Treverton como una amiga a quererla como mujer. A Christopher le pareció que en un instante cruzaba un umbral terrible, un umbral de cuya presencia no se había percatado. No estaba preparado para esa repentina oleada de deseo, ese impulso inesperado, furioso, de tomarla entre sus brazos y besarla. Y más.
No sabía cómo decirlo. Pensó en California, en los hombres que Deborah conocería allí, hombres que eran como ella… de raza blanca. Lleno de temor, Christopher comprendió que Deborah se iría de Kenia y no regresaría jamás.
—Deborah —dijo por fin—, prométeme que recordarás siempre que Kenia es tu hogar. Éste es tu sitio. Aquí está tu gente. Ahí fuera, en el mundo, serás una forastera. Serás una curiosidad y te comprenderán mal. El mundo no nos conoce, Deborah; no sabe nada de nuestras costumbres, de nuestros sueños. En Inglaterra me trataban como sí fuese una curiosidad. Me veía rodeado de gente que quería conocerme, pero no hice ningún amigo, ni uno solo. No pueden imaginarse cómo es ser keniano, lo singulares que somos. Pueden hacerte daño, Deborah. Y yo no quiero que te hagan daño.
Deborah se sentía perdida… en los ojos de Christopher, en el roce de sus manos. El mundo extraño y aterrador de que hablaba ya no existía, sólo existían ese paraje del río, ella misma y Christopher.
—Prométeme —dijo él con voz tensa— que volverás.
Deborah apenas podía hablar.
—Te lo prometo —susurró. Y cuando las manos de Christopher se separaron de sus brazos y él se volvió bruscamente, fue como si el sol se apagara en su vida.