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Mamá Wachera observó a la bestia con cautela.

Aunque ahora ronroneaba inofensivamente, momentos antes rugía y levantaba una nube de tierra. Era enorme y amenazadora, y mamá Wachera no se fiaba de ella.

—Ven, mamá —dijo el doctor Mwai, abriéndole la portezuela del automóvil—. Tendrás el honor de viajar en el asiento delantero.

Christopher y Sarah ya estaban sentados detrás, a ambos lados de su madre.

Mamá Wachera miró el rostro sonriente de aquel africano que vestía un traje europeo y llevaba reloj y anillos de oro. Sabía que debía tenerle respeto. Era un sanador como ella misma, lo que llamaban «médico», pero en nada se parecía a los sanadores de antaño. ¿Dónde estaban su calabaza mágica, su saco de preguntas, su bastón sagrado, adornado con orejas de cabra? ¿Por qué no se cubría con el tocado ceremonial? ¿Dónde estaba la pintura ritual en la cara y los brazos? ¿Conocía las canciones y los bailes sagrados? Sin poder evitarlo, la hechicera sentía un ligero desprecio por aquel hombre.

—¡No temas, mamá! —dijo Wanjiru alegremente desde dentro del automóvil—. No te hará daño.

¿Temer? Wachera no había tenido ningún miedo en toda su vida.

Adoptó una postura digna y se acercó al vehículo ronroneante. Durante unos momentos el pasado y el presente se encontraron cuando el cuerpo pequeño y oscuro de mamá Wachera, con las cuentas y pellejos tradicionales, cruzó la portezuela abierta. Luego se encontró dentro y se puso a mirar estoicamente por el parabrisas.

La ocasión era tan monumental —¡mamá Wachera iba a Nairobi en automóvil!— que gentes del poblado y del otro lado del río y de la misión habían acudido a despedirla. Era el Día de la Independencia y los Mathenge iban a asistir a las ceremonias en el estadio de la Uhuru. A los que acudieron a despedirle no les pasó por alto la importancia del hecho: que su querida y venerada hechicera fuese testigo del nacimiento de Kenia. Cuando el coche empezó a moverse, todos prorrumpieron en vítores y corrieron tras él, gritando y agitando las manos.

Al notar que el automóvil se ponía en marcha, el primer impulso de Wachera fue agarrarse al borde del asiento. Pero, como habría sido indigno mostrar miedo ante otras personas, permaneció sentada tranquilamente con las manos en el regazo. Su expresión se mantuvo serena mientras árboles y chozas pasaban velozmente, pero el corazón le latía con violencia al ver que el mundo se movía mientras ella se encontraba sentada.

—Todo irá bien, mamá —le había dicho Wanjiru, intentando tranquilizarla—. El doctor Mwai tiene un Mercedes y conduce muy bien.

Esas palabras no significaron nada para Wachera, que había anunciado su intención de ir a pie hasta Nairobi.

—¡Pero tardarías semanas en llegar! —había exclamado Wanjiru—. En el coche son sólo tres horas.

Aun así, Wachera no estaba segura de que fuese decente. Andar era honorable; era lo que hacían los antepasados. Viajar sobre ruedas era una costumbre de los wazungu y, por ende, no podía ser africana ni respetable.

Pero no tenía elección. Si quería ir al estadio y ver cómo arriaban la bandera británica, tendría que viajar en el coche del doctor Mwai.

Pensó en sus nietos, que viajaban en el asiento de atrás, excitadísimos a causa de la emoción. Aunque Christopher y Sarah habían viajado en camiones de transporte del ejército, para ellos nada podía compararse con la emoción de viajar en un «Benzi». Sarah, de ocho años, apenas podía estarse quieta, con su vestido y sus zapatos nuevos. Christopher iba sentado cerca de la ventanilla y saludaba a todo el mundo con la mano, la sonrisa tan radiante como la camisa blanca que llevaba con sus pantalones largos. Por ellos había accedido mamá Wachera a ir en el Benzi del doctor Mwai. Y ahora estaba contenta porque oía su charla y sus risitas en el asiento de atrás, y eso la ayudaba a vencer el temor que le producía ir en un automóvil. La hechicera vivía para sus dos nietos. Eran todo lo que tenía y hubiese sido capaz de hacer cualquier cosa por ellos.

Pasaron por delante del gran campo vallado donde, hacía incontables cosechas, se alzaba la higuera sagrada y donde la anciana Wachera había construido su nuevo hogar, mucho antes de la llegada del hombre blanco. El bwana había desbrozado el campo para aquel juego que se jugaba montado a caballo, pero ahora estaba olvidado desde hacía años. Mamá Wachera se sintió satisfecha al ver que el vengativo Ngai había llenado el campo de malezas, plantas rastreras y hierba muerta.

El Benzi pasó por delante de la entrada de hierro de la misión y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron los decenios. Wachera vio la selva tal como era en su niñez, y vio la primera choza pequeña de la memsaab Daktari, que consistía sólo en cuatro postes y un techo de paja. Ahora había edificios de piedra, muy grandes, y senderos asfaltados, y la selva se había esfumado hacía mucho tiempo.

Al principio no había querido que sus nietos asistiesen a aquella escuela —cuya propietaria y directora era una Treverton— pero Wanjiru la había convencido con sus argumentos y finalmente había matriculado a Christopher y Sarah en la escuela de la misión blanca. Wanjiru le había recordado a su suegra que ella misma, Wanjiru, había ido a la misma escuela cuando era niña. ¿Y acaso no había estudiado en ella también David, convirtiéndose así en un hombre culto? Además, todos los maestros y todos los alumnos eran africanos.

De modo que Christopher y Sarah iban a la escuela de la Misión Grace, levantándose cada mañana para comer gachas de maíz con su abuela, tras lo cual se iban con sus uniformes azules y sus libros metidos en bolsas de lona.

—En la nueva Kenia —le había asegurado Wanjiru a su abuela—, nuestros hijos serán cultos y libres de seguir cualquier carrera que deseen. Christopher será un médico excelente. Tiene el cerebro despierto y la lógica de su padre. Y Sarah tendrá un porvenir que yo no pude tener ni siquiera en sueños. Cuando yo iba a la escuela, a las niñas nos enseñaban servicio doméstico; nos preparaban para ser esposas. ¡Pero mi pequeña Sarah puede ser lo que quiera!

«La nueva Kenia», pensaba mamá Wachera con desdén. ¡Lo que tenían que hacer era volver a la antigua Kenia! Los africanos debían contemplar las costumbres y las tradiciones de los antepasados y recuperarlas, porque en ellas estaban el honor y el orgullo, y entonces los Hijos de Mumbi podrían ser virtuosos y justos una vez más.

Pero de nada servía discutir por estas cosas con la tozuda Wanjiru. La hechicera sabía que siete años de cárcel habían endurecido a su nuera, habían plantado una obsesión en su espíritu, ¡y hasta le habían hecho olvidar el deber de mostrar respeto y deferencia ante las personas mayores!

Wachera sabía por lo que había pasado Wanjiru desde su detención nueve años antes. Sabía que Sarah había sido concebida a causa de una violación y que, por lo tanto, no era una verdadera Mathenge; también sabía que Wanjiru había padecido otros abusos innombrables en los campos de detención y que estas experiencias la habían transformado en una mujer obstinada, intratable. Y después, al ser liberada por fin y encontrarse de pronto en un mundo despiadado, sin dinero y sin esposo, con dos hijos de corta edad, había tenido que pasar por la humillación de mendigar para comer, de hacer trabajos humildes para los europeos, para poder dar de comer a sus hijos. Wanjiru era enfermera titulada, una mujer con oficio y educación, pero no podía encontrar empleos respetables porque los hospitales eran dirigidos por blancos que temían contratar a una exmau-mau. Durante dos años Wanjiru había vivido en las casas de pisos de Nairobi como miles de mujeres abandonadas, preservando su virtud y protegiendo a sus pequeños, hasta que por fin el hospital para nativos había adquirido un administrador africano que no sólo no tenía miedo a una exmau-mau, sino que, de hecho, admiraba las actividades de Wanjiru en la guerrilla. Y entonces, por fin, le dieron un empleo decente.

Fue entonces cuando finalmente llevó a Christopher y a Sarah a vivir con su abuela. Wanjiru les mandaba dinero cada semana, y alimentos y ropa, y ahora, como hacía poco que la habían ascendido a enfermera jefa, comenzaba a intimar con hombres poderosos y en auge tales como el doctor Mwai.

Aunque mamá Wachera se alegraba muchísimo de que los niños viviesen con ella, porque ello ponía fin a su soledad, y aunque agradecía los alimentos extra que enviaba Wanjiru —con los chelines, sin embargo, no sabía qué hacer—, se sentía desgraciada a causa de la falta de armonía en sus vidas. Nunca estaban de acuerdo, la hechicera y la esposa de su hijo, y Wanjiru insistía siempre en discutir hasta el final. ¡No hubiera ocurrido igual en los viejos tiempos, cuando la palabra de una abuela era ley!

El Benzi subió por la carretera que llevaba a lo alto del risco, y allí Wachera vio la casa grande construida hacía ochenta y ocho cosechas. Estaba oscura, tenía las ventanas cerradas con tablones, y su estado era deplorable.

Mamá Wachera sabía que la memsaab llamada Mona había vendido la plantación de café arruinada a un asiático y que luego se había ido de Kenia para siempre. Había sido una noticia maravillosa para ella, que veía cumplirse así una parte de su thahu. Los blancos se marchaban del país de los kikuyu. Estaba segura de que el asiático no tardaría en darse por vencido y por fin cedería la tierra a los Hijos de Mumbi. Pero había recibido con disgusto la noticia de que la memsaab había dejado a su hija, la nieta del maldito bwana Lordy, al cuidado de la memsaab Daktari.

Mientras la casa grande retrocedía detrás de los árboles, mamá Wachera recordó el día en que, por primera vez en su vida, había visitado la casa de la memsaab Daktari en la misión. La mañana siguiente a la muerte de su hijo. Había recogido las cartas que la memsaab Mona le había dado y las había depositado a los pies de la memsaab Daktari. Wachera ignoraba qué había en las cartas, pues no sabía leer. Con la muerte de David se habían intensificado la amargura y el odio que sentía por los blancos. Mientras los wazungu se reunían para llorar la muerte de uno de los suyos —aquel al que llamaban bwana James—, Wachera se había retirado a su choza solitaria para llorar a solas el asesinato de su único hijo.

Luego, al llegar Christopher un día a casa con la cartilla de pases de David, y al ver Wachera la fotografía, había sido como ver a David vivo otra vez y ver también a su amado Kabiru Mathenge, que había muerto muchos años antes.

Fue entonces cuando le habló a su asombrada nuera del papel que David había desempeñado en el mau-mau, revelándole que, contrariamente a lo que pensaba Wanjiru, no había sido un cobarde, sino un héroe de la uhuru.

Y cuando el Benzi, tomando la carretera principal, se encaminó hacia Nairobi, mamá Wachera pensó que si toda Kenia iba a reunirse hoy en el estadio de la Uhuru, era para honrarle, para rendir homenaje al espíritu y al recuerdo de David Kabiru Mathenge y de su padre, el jefe Kabiru Mathenge.

La recién bautizada avenida Kenyatta, que antes era la avenida de Lord Delamere, aparecía adornada con banderas de todas las naciones. Durante los últimos días habían llegado a Nairobi primeros ministros y jefes de estado de todo el mundo para asistir a los festejos. El aire estaba cargado; las carreteras aparecían abarrotadas de kenianos de todas las tribus que llevaban días caminando desde sus tierras ancestrales para presenciar el nacimiento de su nuevo Estado. Doscientos cincuenta mil entraron en el estadio de la Uhuru, llevando a remolque sus esposas sus hijos y sus cabras, creando una babel ensordecedora con sus dialectos y lenguas tribales. El Rolls-Royce del presidente Obote de Uganda se atascó en el barro y el primer magistrado del país vecino tuvo que ir a pie hasta el palco real. El duque de Edimburgo llegó con cincuenta minutos de retraso y se vio obligado a abrirse paso a empujones entre una multitud excitadísima que había desbordado las barreras de la policía. Una suave lluvia caía incesantemente sobre damas que lucían vestidos de noche y masai vestidos con shukas de color rojo. Grandes cantidades de cerveza y naranjada eran consumidas por las masas que desde las graderías aplaudían a los bailarines tribales, que daban un espectáculo tras otro con tambores y lanzas y pellejos. Todos los pueblos de Kenia se hallaban representados y la muchedumbre aullaba con frenesí chauvinista. Cuando apareció un puñado de guerrilleros —los últimos mau-mau que habían resistido en las selvas— Jomo Kenyatta los abrazó e intentó presentárselos al duque de Edimburgo, que cortésmente dijo que no con la cabeza.

Finalmente llegó el momento esperado. Poco antes de la medianoche del 11 de diciembre de 1963, la bandera británica fue arriada solemnemente mientras la banda militar interpretaba Dios salve a la reina y se izaba la nueva bandera de Kenia, roja, negra y verde. Ondeó bajo la luz del foco, mostrando con orgullo las armas de Kenia —un escudo con dos lanzas cruzadas— y la multitud prorrumpió en grandes vítores. Luego hubo un saludo real al duque de Edimburgo, seguido de la entrega oficial de la bandera de los Rifles Africanos del Rey a los Rifles de Kenia. El antiguo fez de color granate fue sustituido por una gorra negra; ahora Kenia tenía su propio ejército moderno.

Acto seguido, Jomo Kenyatta se levantó en el podio y en el estadio se hizo el silencio. El aspecto del anciano era impresionante, con su sobrio traje europeo y su tradicional gorro kikuyu adornado con cuentas. Sus ojos vivos y penetrantes pasaron sobre los miles de africanos que llenaban las gradas y su voz sonó en la noche.

—Compatriotas, todos tenemos que trabajar mucho, con nuestras manos, para salvarnos de la pobreza, la ignorancia y la enfermedad. Antes, echábamos a los europeos la culpa de todo lo que iba mal. Ahora el gobierno es nuestro… Vosotros y yo debemos trabajar juntos para desarrollar nuestro país, para que nuestros hijos reciban educación, para tener médicos, para construir carreteras, para mejorar los aspectos esenciales de la vida cotidiana. Ésta debería ser nuestra tarea, con el espíritu que os voy a pedir hagáis vuestro, que gritéis bien fuerte, para romper los cimientos del pasado con la fuerza de nuestro nuevo propósito…

Hizo una pausa para mirar a la multitud, luego abrió los brazos y exclamó:

Harambee! Harambee!

Harambee! —contestaron los espectadores—. Harambee! —repitieron como una sola voz—. ¡Todos juntos!

Sonriendo, Kenyatta se volvió hacia el duque y dijo:

—Cuando volváis a Inglaterra, transmitid nuestros saludos a la reina y decidle que seguimos siendo amigos. Será una amistad desde el corazón, mayor que la que existía antes.

La multitud enloqueció. Sombreros y calabazas volaron por los aires, los espectadores se abrazaban unos a otros. En el estadio se alzó un rugido como el de un león, un rugido que debió de oírse en todo el mundo.

Y luego, por fin, con gran solemnidad y dignidad, la banda militar keniana atacó los primeros acordes del nuevo himno nacional y doscientas cincuenta mil personas se levantaron como una sola.

Mientras las notas tristes y dulces sonaban en la noche lluviosa, inspirando en los presentes una especie de orgullo melancólico, una sensación, por primera vez en el recuerdo de todos, de verdadera unidad africana, ese último baluarte del imperialismo británico, el último rincón colonial en separarse de un Imperio que ya no era poderoso, entró en la edad moderna.

Desde su puesto en un palco privilegiado, en compañía de Geoffrey Donald y otros blancos destacados hombres de negocios de Nairobi, Grace Treverton recorrió con los ojos el estadio abarrotado y se dio cuenta de que nunca había visto tantos africanos juntos. El espectáculo la abrumó. También le hizo sentir mucho más frío que la lluvia. Por primera vez Grace comprendió de verdad por qué habían luchado los africanos. Miró las caras negras y llenas de orgullo y pensó en el futuro borrascoso e incierto. Sabía que en los corazones africanos aún anidaban la furia y el resentimiento y se preguntó si alguna vez llegarían a olvidar su pasado ignominioso y la humillación que habían sufrido a manos de los colonizadores. Apenas cincuenta años separaban esos corazones de los salvajes corazones de sus padres guerreros. ¿Caerían de nuevo en la barbarie y en la sed de sangre una vez la ley de Inglaterra se marchara de Kenia? Grace sabía que aquellas gentes estaban embriagadas con su nuevo poder y que anhelaban los lujos que ingenuamente creían que el autogobierno iba a traerles. Recordando el mau-mau, se preguntó cómo les iría a los blancos que se quedaban en Kenia en el supuesto de que estallara una segunda rebelión. La próxima vez no habría tropas británicas para protegerlos.

Sus ojos volvieron a posarse en Kenyatta. Con inmensa sorpresa de todo el mundo, su esposa europea, con quien se había casado en Inglaterra hacía años, había llegado en avión para unirse a él y a sus dos esposas kenianas como gesto de buena voluntad interracial. Kenyatta pronunciaba discursos convincentes sobre la moderación y la tolerancia. Pero ¿lograría controlar a su volátil población de seis millones de seres si estallaba una segunda revolución?

Llena de ansiedad, Grace se preguntó cómo sería el futuro que empezaba al día siguiente.

Mientras sonaban las últimas notas del himno nacional y la muchedumbre volvía a prorrumpir en vítores y aclamaciones, Deborah, con sus ocho años de edad, se puso a aplaudir y reír. ¡Era mejor que la Navidad! Temblorosa a causa del frío de la noche, se encontraba entre la tía Grace y el tío Geoffrey, y al otro lado del estadio, en otro palco reservado especialmente, se encontraba Christopher Mathenge con su hermana, su madre y su abuela.

Deborah vio que Christopher la estaba mirando y le sonrió.

Y él le devolvió la sonrisa.