Después de tantos años, Geoffrey Donald todavía deseaba a Mona Treverton. Mientras el Land-Rover circulaba velozmente por la carretera hacia el brillante sol ecuatorial, asustando a cebras y antílopes, Geoffrey dirigía frecuentes miradas de reojo a la mujer sentada a su lado. Mona iba en el asiento delantero, entre él y la tía Grace, la expresión fija detrás de enormes gafas de sol. Estaba pálida y había perdido peso durante las últimas semanas, por motivos que Geoffrey desconocía, pero a él le gustaba así. A los cuarenta y cuatro años Mona le parecía tan atractiva como siempre.
Ya habían desaparecido el enojo y la amargura que empezara a sentir contra ella en la noche de la muerte de su padre. Los años habían calmado su dolor y de nuevo sentía el apetito de antes, especialmente porque su esposa se volvía más gorda e indolente cada año, desde el nacimiento de Terry, su último hijo. Sin embargo, Mona no alentaba aquel sentimiento, en realidad ni siquiera parecía fijarse en él y sus relaciones eran puramente superficiales. Pero eso formaba parte de lo que la hacía fascinante: su altivez y su actitud distante. A sus cincuenta y un años, Geoffrey Donald era un hombre delgado y moreno, con toques de plata en los cabellos y un encanto que atraía a sus clientes del sexo opuesto. Sus conquistas eran demasiado fáciles y numerosas y empezaba a estar harto. Pero la indiferencia aparente de Mona, sus nueve años de celibato, hacían que la caza resultase fresca y excitante. Al acceder Mona a participar en ese safari en territorio masai, la sangre de Geoffrey había empezado a correr con lujuria y esperanza renovadas.
Tenía una sorpresa para ella al final de la carretera.
Se dirigían hacia el campamento de safaris Kilima Simba, solitario puesto avanzado en un roquedal a unos treinta y pico de kilómetros de la base del monte Kilimanjaro. Se encontraba en el corazón de la reserva de caza Amboseli, una inmensa región natural propiedad de la tribu masai, que se encargaba de supervisarla y la destinaba a pastos. La carretera por la que en ese momento circulaba Geoffrey en pleno calor del día, con Deborah y Terry pegando botes en la parte posterior del Rover, como si fueran sacos de grano, apenas era algo más que una cinta de tierra que cruzaba una sabana lisa y amarilla. A lo lejos, de color malva y coronado de nieves, el monte Kilimanjaro se alzaba hacia un cielo sin nubes. Hasta donde llegaba la vista, no se advertían señales de civilización; espinos de copa plana salpicaban el paisaje; impalas y alces pacían tranquilamente; las jirafas se movían con grácil despreocupación; unos leones haraganeaban a los pies de un árbol. Era una de las regiones de caza más ricas de África y Geoffrey Donald pensaba sacarle partido.
—¡Un pabellón de caza! —le había explicado a Mona—. Las tiendas no gustan a todo el mundo. Pocos de mis clientes se sienten a gusto en el campamento al cabo de uno o dos días, entre dormir en camastros, soportar los mosquitos y sin retretes como es debido. Estaba buscando la forma de mejorar las cosas, de atraer a más turistas y entonces se me ocurrió. ¡Un centro turístico en medio de la selva africana!
Sólo un puñado de amigos de Geoffrey opinaban que la idea era buena. Los demás decían que fracasaría y le recordaban que el turismo desaparecería de Kenia después de la independencia.
—Este lugar no será seguro para los blancos —decían—. Todo el mundo sabe que este país se sumirá en el salvajismo cuando el gobierno de su majestad se haya retirado.
Pero Geoffrey veía las cosas de otro modo.
—El viejo Jomo no está loco ni es tonto —argüía—. Sabe que nos necesita. Los europeos todavía monopolizamos las grandes compañías, los bancos y los hoteles de Kenia. Jomo sabe que necesita que sigamos aquí, tenernos contentos, para que la economía del país conserve la estabilidad. Sin nosotros y nuestras relaciones, sin nuestro capital y nuestra experiencia, Kenia se derrumbaría como un castillo de naipes, ¡y los negros lo saben!
Lo que Geoffrey decía empezaba a verse confirmado en la realidad. En los cinco meses transcurridos desde que Kenyatta ocupara el cargo de primer ministro, no se había producido ninguna de las venganzas y represalias que los colonos habían temido. A decir verdad, con gran sorpresa de todos, Kenyatta hacía llamamientos a la moderación y la coexistencia pacífica entre las razas y para demostrar la sinceridad de sus palabras, había empezado a colaborar con la Asociación de Agricultores Europeos.
Sin embargo, sus amigos argumentaban que Kenia aún no era independiente del todo, que en el país aún había tropas británicas y que «ya veremos lo que va a suceder al cabo de un mes, cuando el gobierno pase oficialmente a manos africanas».
Pero Geoffrey estaba decidido. Percatándose de la dirección del «viento de cambio», había vendido el rancho ganadero Donald cerca de Nanyuki para instalarse en Nairobi en calidad de agente turístico. Cuando no estaba en la lujosa residencia de Parklands o en su casa de Nyeri, donde Ilse vivía con el pequeño Terry, Geoffrey recibía a sus pocos turistas intrépidos en el aeropuerto y los acompañaba por toda Kenia en un convoy de Land-Rovers.
A pesar del mau-mau y de los temores que la independencia inspiraba a los colonos, empezaban a llegar turistas al África Oriental, aunque en número escaso. Geoffrey quería que llegasen muchos más y buscaba la forma de hacer más atractivos sus safaris. Los campamentos eran demasiado incómodos, por muchos que fuesen los africanos que se encargaban de plantar las tiendas, preparar comidas dignas de gastrónomos, hacer las camas y lavarles la ropa a los turistas. El aspecto romántico de la aventura duraba poco y pocos clientes volvían a casa con la impresión de haber aprovechado su dinero.
Y entonces se le había ocurrido la idea de instalar un hotel en medio de la selva, un «pabellón de safari», como él lo llamaba, el primero de su clase en todo el mundo, con sus dormitorios, un comedor, personal cortés y amigable y un bar desde donde el aventurero perezoso podría contemplar la flora y la fauna del país.
—Un lugar donde los turistas no se ensucien, puedan emborracharse y no corran ningún peligro —declaraba—; donde puedan sentirse como Allan Quatermain sin verse amenazados por animales ni nativos. Como estar dentro contemplando lo de afuera, por así decirlo. Un lugar que caiga lejos de Nairobi y de las zonas donde actuó el mau-mau, lejos de toda señal de política u hostilidad. Mis clientes vivirán la Kenia de hace cincuenta años. La vivirán tal como la vivieron nuestros padres, cuando era un lugar primitivo, en estado natural, y cuando el hombre blanco disfrutaba de una vida graciosa y elegante. Y os garantizo que pagarán mucho dinero a cambio de esa oportunidad.
Geoffrey había hecho un safari de exploración y visitado todos los rincones de Kenia, observándolos con ojos de turista, comprobando el viento, siguiendo la caza y hablando con los jefes locales. Se había decidido por Amboseli debido a la belleza del lugar y a la abundancia de caza, y había alquilado a los masai el lugar donde ahora se encontraba su campamento de tiendas. La construcción del hotel empezaría a principios de año.
Ardía en deseos de llegar al campamento. Pensaba instalar a Mona en una tienda contigua a la suya y durante la noche, cuando todos los demás durmieran, le haría una visita especial.
Cada vez que el Rover daba un salto por culpa de un bache o de un pedrusco, los dos niños se agarraban con fuerza y soltaban chillidos de entusiasmo. Deborah y Terry viajaban en los asientos laterales, cara a cara. Habían subido el toldo de los lados y el viento les azotaba porque el padre de Terry conducía el jeep a toda velocidad. Los negros y revueltos cabellos de Deborah se habían escapado de la cinta y volaban a impulsos del viento.
Era su primer safari y apenas podía dominar la excitación. El Rover se metía entre las manadas de cebras, que se dispersaban asustadas, y Deborah reía y batía palmas. Se volvía de un lado a otro para ver las jirafas que corrían junto al vehículo, los rinocerontes que de pronto emprendían la huida levantando una gran polvareda. No se cansaba de ver los halcones en el cielo, los buitres que seguían las corrientes de aire, los leones adormilados, los pájaros tejedores construyendo sus nidos en los espinos. Nunca había visto tantos animales en libertad, una extensión tan grande de tierra y cielo. El espectáculo le quitaba el aliento. No tenía idea de que África fuese tan grande.
Pasaron también junto a manadas y rebaños de ganado doméstico, vigilados por hombres masai con todo el cuerpo pintado de rojo, con un solo pie en el suelo. Se apoyaban en sus lanzas, hombres altos, angulosos, de largos cabellos trenzados y shukas de color rojo anudadas sobre un hombro, moviéndose a impulsos de la brisa. Cuando pasaban los Rovers, alzaban las manos en generosos gestos de saludo. Deborah y Terry los saludaban también con la mano, pensando que eran seres terriblemente extraños e interesantes al compararlos con los kikuyu europeizados entre los cuales vivían, y luego saludaban al tío Tim y al tío Ralph, que iban en el Rover que transportaba las provisiones y el material.
Deborah envidiaba a su amigo de diez años y la envidia casi le producía un dolor físico. Terry tenía tanta suerte. ¡La vida de su padre era de lo más emocionante! Y llevaba a su hijo a los safaris porque la escuela blanca de Nyeri estaba cerrada y Terry aún era demasiado pequeño para el internado de Nairobi, donde se encontraban sus hermanos y hermanas. Terry ya conocía el campamento de safaris Kilima Simba y había ido a cazar leopardos con su padre. A Deborah le hubiese gustado que la acompañaran Christopher y Sarah Mathenge, pero al preguntarle a su madre si podía invitarlos, había recibido, a modo de respuesta, un silencio que equivalía a una negativa.
Deborah decidió que cuando volviese a Bellatu les contaría a sus dos nuevos amigos todo lo referente a la maravillosa aventura y les daría algunas de las fotografías que pensaba tomar con su Box Brownie.
Cuando llegaron al campamento, cansados, hambrientos y cubiertos de polvo rojo, el sol estaba en el horizonte. El personal residente de Geoffrey, jóvenes masai con pantalones cortos de color caqui y camisas blancas y limpias, dio la bienvenida a los viajeros que se apeaban de los jeeps y estiraban los brazos y las piernas, y luego se apresuraron a descargar el material y los equipajes.
Deborah dio una vuelta con los brazos abiertos. ¡Era glorioso! El aire mordiente, las sombras largas, el silencio inimaginable que llegaba hasta el horizonte llano. Era un mundo sin paredes, una tierra sin ordenadas hileras de árboles, un lugar natural que prometía sorpresas y aventuras. Pensó que el monte Kilimanjaro era mil veces más bello que su viejo monte Kenia. Volvió a desear, más desesperadamente que nunca, que Christopher Mathenge estuviera con ella para compartirlo.
—Parte de mi campaña publicitaria —explicó Geoffrey a los adultos mientras caminaban por el terreno desigual hacia las tiendas— se basará en que aquí fue donde acampó Hemingway. Además, fue aquí donde se rodó la película Las nieves del Kilimanjaro en 1952, y también algunas secuencias de Las minas del rey Salomón. Ese poblado nativo por el que hemos pasado al venir… las chozas salieron en la película. Y aquí, junto a estos peñascos gigantescos, es donde pienso construir el pabellón principal…
Todo el mundo dijo que la cena había sido excelente, servida por camareros vestidos con kanzus y guantes blancos, utilizando vajilla de porcelana y cubiertos de plata, bajo la luz romántica de una puesta de sol de acuarela. Como en el África ecuatorial no hay crepúsculo, pronto encendieron los faroles, que llenaron el recinto de luz acogedora. La tienda comedor era muy espaciosa, con tres lados de gasa para que desde dentro pudiera admirarse la vista panorámica sin tener que luchar con los mosquitos. Mientras daban buena cuenta del consomé, las chuletas de gacela con patatas nuevas y salsa, y el sorbete de limón, Geoffrey continuó explicándoles sus planes a los demás.
—Tengo varios inversionistas —dijo, pidiendo con una señal otra botella de vino, la segunda—. Uno de ellos es un disc jockey famoso.
Grace alzó la mirada del plato.
—¿Qué es un disc jockey?
—Un norteamericano —dijo Ralph, y todos rieron.
Incluso Mona, que había sufrido en silencio el viaje de ocho horas desde Nyeri. Tampoco había pronunciado palabra durante la breve inspección del campamento, tras la cual se había lavado y arreglado en su tienda. Al entrar en la tienda comedor para tomar una copa antes de la cena, había mostrado aquella expresión reservada que todos conocían ya. Pero ahora, después de unas cuantas copas de vino y en la intimidad del grupo, también ella sentía la inmensidad de las llanuras, la atmósfera de otro mundo que reinaba en la sabana aislada, y empezaba a bajar sus defensas.
Geoffrey fue el primero en percatarse.
—Organizaremos lo que yo llamo «recorridos de caza» —dijo Geoffrey, encendiendo un cigarrillo.
Mientras oía el ruido de la noche —el estruendo constante de los grillos, el rugido de los leones cerca del campamento— Geoffrey volvió a felicitarse por lo que consideraba una medida excepcionalmente acertada. Gracias a la venta del rancho ganadero de su padre a unos africanos que ansiaban comprarlo, había podido invertir dinero en una empresa que con toda seguridad daría grandes beneficios. Pensó que si tenía que ser blanco y vivir en Kenia, quería ser un blanco rico.
—Haremos que los turistas se levanten al amanecer y los llevaremos por ahí en Rovers, en busca de animales para fotografiarlos. Los animales son siempre muy visibles ahora tan temprana. Luego los llevaremos de vuelta al pabellón, donde les serviremos un copioso desayuno, y pasarán el resto del día alrededor de la piscina. A última hora de la tarde, que es cuando los animales se despiertan y empiezan a merodear, volveremos a pasearlos en Rovers equipados con coñac y emparedados. Por la noche será obligatorio vestir de etiqueta para ir al comedor y daremos un buen espectáculo con bailarines masai.
—Desde luego, resulta un programa atractivo —dijo Ralph, el hermano de Geoffrey—. Si el viejo Jomo consigue que el país conserve la estabilidad, no hay motivo para que esto no salga bien.
Ralph había regresado a Kenia un año antes, a raíz de la independencia de Uganda. El presidente Obote, decidiendo que el sistema británico de provincias ya no hacía falta en su país, había despedido a todos sus funcionarios blancos. Ralph Donald, que seguía soltero a sus cuarenta y ocho años, había sido comisario provincial y recibido una compensación por sus años de servicio a la corona. Tras una breve temporada en un puesto de control para la recepción de refugiados blancos del Congo Belga que pasaban por Uganda, Ralph había vuelto a Kenia para trabajar con su hermano en el nuevo negocio turístico.
Con el pelo plateado y el cutis rojizo, Ralph Donald, que tenía reputación de ser excelente cazador de elefantes, era el segundo de los comensales que tenían los ojos puestos en Mona.
—En mi opinión —dijo mientras llenaba y encendía su pipa—, como tantos europeos se van de Kenia, los pocos que quedemos vamos a ser los dueños del cotarro. Nos vamos a forrar. Los negros mirarán a su alrededor, se darán cuenta de que no tienen puñetera idea de cómo se gobierna un país y vendrán corriendo a pedirnos ayuda.
Grace, que apenas había tocado la comida, miró a Ralph. Costaba creer que aquel tipo egocéntrico, aquel voceras, fuese hijo de James.
—Lo que me intriga —dijo Grace— es de dónde sacan los africanos tanto dinero para comprar las granjas de los blancos. ¡Me han dicho que la plantación Norich-Hastings se vendió por una suma astronómica!
—No es ningún misterio, tía Grace —dijo Geoffrey—. El dinero no es africano; es británico. Cuando el gobierno de su majestad prácticamente nos dejó abandonados aquí, al decir que no enviaría otro ejército si estallaba una segunda revuelta mau-mau, y luego decidió entregar todo el poder a los negros, tuvo que buscar la forma de aplacar sus sentimientos de culpabilidad y ayudar a la misma gente a la que había traicionado. La cosa funciona de la siguiente manera: el dinero procedente de Inglaterra pasa por el Banco Mundial, luego por intermediarios africanos y finalmente va a parar a manos de los colonos. Entonces el colono, tras librarse de su propiedad, hace las maletas y se vuelve a Inglaterra, llevándose consigo su dinero. Según me han contado, ¡en algunos casos el dinero ni siquiera sale de Inglaterra!
—Apuesto a que los negros no tienen ni idea de lo que está pasando —dijo Ralph y luego miró a Mona, recordando aquel día en que llegara a Entebbe con su tía para llevar a su padre a casa.
—Con vuestro permiso —dijo Grace, levantándose—. Estoy muy cansada… Y no estoy acostumbrada a viajar tanto.
Geoffrey se levantó con ella, pensando que, para tener setenta y tres años, Grace había aguantado muy bien el viaje. Dijo:
—Le diré a uno de los negros que te acompañe a tu tienda. No debes andar nunca por el campamento de noche sin escolta. A veces se cuela algún animal y los hay que son muy agresivos.
—¿Los niños no correrán peligro solos en una tienda?
—Terry ya ha acampado aquí otras veces. Él se encargará de proteger a Deborah.
Al quedarse a solas, minutos después, Grace suspiró y se sentó en la cama. Tenía que reconocer el mérito de Geoffrey: las tiendas eran lujosas. Le recordaban las que Valentine había plantado en 1919, al llegar ella y Rose y encontrarse con que la casa aún no estaba construida.
«Hace tanto tiempo —pensó—. Tantísimo tiempo…».
Luego recordó que al día siguiente era el cumpleaños de James, que habría cumplido los setenta y cinco.
Mientras un viento solitario silbaba y se filtraba por la lona, haciendo que los faroles se mecieran, Grace se preparó para acostarse. No sabía realmente por qué había accedido a participar en esa excursión, excepto, quizá, porque Geoffrey se había mostrado muy deseoso de enseñarle su nueva idea, de recibir su aprobación. Además, había pensado que unos días alejada de la misión le sentarían bien. Llevaba años sin tomarse unas vacaciones como era debido; tal vez el safari le daría tiempo para pensar, para reflexionar sobre la propuesta de la orden de monjas africanas que querían encargarse de la escuela de la misión. Ella y James siempre habían hablado de hacer un safari juntos, pero no habían tenido tiempo. Y ahora estaba allí con los dos hijos de James.
Tomó el libro que se había traído para leer, el último recibido de Norteamérica, La nave de los locos. Luego lo dejó, incapaz de concentrarse. Pensaba en James. James llenaba todos sus pensamientos, vivía en su alma.
Se acercó a la entrada de la tienda y a través de la tela mosquitera contempló el paisaje sereno, bañado por la luz de la luna, un paisaje que parecía engañosamente esterilizado y sin vida, pero que estaba lleno de muerte, de procreación y de vida. Pensó en su amado James y volvió a preguntarse, como en miles de ocasiones anteriores, por qué había muerto.
Ahora ella vivía en un mundo nuevo, extraño, un mundo que quizá no habría gustado a James. A ella misma le costaba entenderlo.
En Nairobi acababan de estrenar una película norteamericana titulada ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú; Geoffrey e Ilse la habían llevado a verla. A Grace le parecía que todo el mundo andaba preocupado con el aniquilamiento nuclear del globo. La radio parecía dar únicamente canciones norteamericanas, cantadas por una nueva raza de gente, por alguien que se llamaba Joan Baez, que protestaba contra el odio racial y hacía llamamientos a favor del amor y la paz. Los noticiarios hablaban una y otra vez de manifestaciones a favor de los derechos civiles en Alabama; de disturbios y palizas; de doscientos mil manifestantes descendiendo sobre Washington. Los jóvenes bailaban algo que se llamaba «el watusi»; en Inglaterra, adolescentes disolutos llevaban el pelo largo y adoptaban nombres tales como «mods» y «rockers». El mundo corría a una velocidad de vértigo: un astronauta norteamericano, Gordon Cooper, acababa de dar veintidós vueltas alrededor de la Tierra; en Texas, el doctor Michael de Bakey hacía historia abriendo el pecho y operando directamente el corazón.
Y hacía tres días, el presidente Kennedy había muerto asesinado.
Mientras contemplaba las plácidas y vírgenes llanuras africanas, Grace se preguntó qué tenían que ver con todo aquello.
Y Kenia se veía atrapada en su propia carrera vertiginosa para convertirse en parte del mundo nuevo y moderno. Apenas hacía sesenta años la gente de Kenia vivía en la Edad de Piedra, sin alfabeto, sin concepto de la rueda, sin tener idea de las naciones poderosas que se extendían al otro lado de la montaña. Ahora los africanos conducían automóviles y aviones; los abogados africanos llevaban pelucas blancas y empolvadas en los tribunales de Nairobi y hablaban el inglés de la reina; las mujeres kenianas empezaban a descubrir el control de la natalidad y los empleos de secretaria. La lengua aparecía sazonada con palabras nuevas tales como uhuru, «libertad», y wananchi, «el pueblo».
¡Qué extraño le había resultado a Grace, en 1957, votar al lado de los africanos por primera vez! ¡Y qué sorpresa se había llevado al encontrarse con la anciana mamá Wachera en el colegio electoral el pasado mes de junio! Se habían mirado y Grace había sentido frío hasta la médula de los huesos. El encuentro fortuito con la hechicera le había traído el penoso recuerdo del día siguiente a la muerte de James. Mamá Wachera se había presentado en casa de Grace para reclamar el cadáver de su hijo, y, sin decir palabra, había arrojado un paquete a los pies de Grace. Aturdida a causa de la terrible tragedia de la noche anterior —la muerte de James entre sus brazos, la del bebé de Mona, de Mario, su criado, que había resultado ser el que obligaba a los demás a prestar juramento—, Grace había recogido el paquete y se había encontrado con que contenía todas las cartas que Mona escribiera a David.
Grace aún las tenía, no sabiendo qué hacer con ellas, las había guardado con la intención de pasárselas a Mona algún día. De esto hacía ahora nueve años. Al principio había pensado que Mona estaba demasiado apesadumbrada para darle las cartas; luego, que sólo iban a servir para abrir de nuevo las heridas.
«Quizá —pensó ahora Grace—, debería destruirlas sin más y cerrar para siempre ese sombrío capítulo».
Oyó pasos fuera de la tienda y una voz queda que decía:
—¿Doctora T.?
Era Tim. Siempre la había llamado «doctora T.». Entró en la tienda y, tras pedirle perdón por molestarla, le preguntó si podía hablar con ella.
—En realidad he venido para decirle adiós, doctora T. —dijo Tim, sentándose—. Nos vamos la semana próxima.
—Sí, lo sé.
—Ahora que todo ha concluido, no vale la pena quedarse hasta el Día de la Libertad. No tengo ganas de ver cómo arrían la bandera británica para siempre.
—Quizá no sea tan malo.
Tim reflexionó unos instantes, dando vueltas al sombrero en las manos. Luego dijo:
—Nos gustaría tanto que se viniera con nosotros. A Alice le va de maravillas criando ovejas, y Tasmania es un lugar tan hermoso. Limpio y tranquilo, si usted me comprende lo que quiero decir.
Grace sonrió y meneó la cabeza.
—Kenia es mi hogar. Soy de aquí. Y aquí me quedaré.
—No creo que vuelva nunca. Nací aquí, ¿sabe?, pero me siento extranjero. «Kenia para los kenianos», dicen ahora. Entonces, ¿qué soy yo sino un keniano? Espero que las cosas le vayan bien, doctora T.
—Así será, Tim. Además, no estaré sola. Tendré a Deborah.
Tim evitó que sus ojos se cruzaran con los de Grace. Deborah era un tema de conversación que le resultaba incómodo. Tal vez si ocho años antes Mona hubiera accedido a casarse con él…
Pero no. Tim no era de los que se casaban. Necesitaba su libertad, necesitaba sus amistades especiales, entre las que no había mujeres. En cuanto a la niña, bueno, Mona opinaba lo mismo, que Deborah era una equivocación y el recordatorio turbador de una noche que ambos preferían olvidar.
—Antes de irme, doctora T. —dijo con voz queda, los ojos clavados en el suelo de lona—, hay algo que quiero decirle. No sé, sencillamente no me siento capaz de irme a Australia sin antes desahogarme. Es algo relacionado con la noche en que mataron al conde.
Grace esperó.
Finalmente Tim alzó los ojos.
—Yo era el tipo de la bicicleta.
Grace lo miró fijamente.
—¡Aunque yo no maté al conde! Pero no era eso lo que quería decirle. Lo que ocurrió fue que no podía dormir aquella noche, así que bajé a tomar una copa y vi al conde en la calzada, subiendo a su coche. Me pregunté qué se traería entre manos. Cuando se hubo ido, salí y vi la bicicleta. Decidí seguirlo. Vi que el coche tomaba la carretera de Kiganjo. Conducía a tanta velocidad, que trabajo me costaba seguirle, de modo que tardé bastante en darle alcance. Vi que el coche estaba parado junto a la carretera, con el motor todavía en marcha. Al acercarme, creí, que el conde se había dormido. Como había bebido tanto…
—Sí, lo recuerdo.
—Me detuve al lado del coche y miré dentro. Entonces pensé que quizá estaba enfermo o algo así. De manera que me apeé de la bicicleta y resbalé por culpa del barro. Por eso había barro en el asiento del pasajero. En cuanto vi la pistola en su mano y la herida de bala en la cabeza, comprendí lo que había sucedido. Quien lo hizo debió de huir momentos antes de mi llegada. No vi a nadie, no oí nada. Y luego, como estaba muy asustado, tiré la bicicleta entre los matorrales cuando se me reventó un neumático y volví corriendo a Bellatu.
—¿Por qué no le dijiste esto a la policía?
—¿De qué hubiera servido? No podía decirles quién lo había hecho. Y me habrían detenido sospechando que era el asesino del conde. Todo el mundo sabía que nos odiábamos.
Miró a Grace y añadió en voz baja:
—Supongo que nunca sabremos quién lo hizo, ¿verdad?
—No, supongo que nunca. Pero me parece que ya no tiene importancia. Casi todos los que tuvieron que ver con ello han muerto. Lo mejor es olvidarlo.
—Entonces le deseo unas buenas noches, doctora T. ¡Mañana por la mañana Geoffrey nos va a llevar de paseo!
Grace le ofreció la mano y Tim la tomó.
—Cuídate, Tim —dijo—. Y buena suerte.
Geoffrey sabía por experiencia que las mujeres que más se resistían acababan sucumbiendo ante la magia y el hechizo de la selva africana. Tenía incontables clientes que podían atestiguarlo. Así que cuando se dirigía en plena oscuridad hacia la tienda de Mona, recordando su animación durante la cena, cómo le ardían las mejillas, albergaba grandes esperanzas. Y llevaba una botella de champán frío.
Mona no pareció sorprenderse nada al verle en la entrada de su tienda, lo que aumentó todavía más las esperanzas de Geoffrey. Pero el tono de voz de Mona le pilló desprevenido al decirle:
—Me alegro de que hayas venido, Geoff. Tengo algo que decirte.
—¿De qué se trata? —preguntó él, descorchando la botella. Cuando le ofreció una copa a Mona, ella dijo que no.
—He vendido la plantación, Geoffrey.
Geoffrey la miró y luego, aturdido, se sentó.
—¡No lo dices en serio! ¿Toda?
—Hasta la última de las dos mil hectáreas.
—¡Dios mío, creía que nunca ibas a venderla! ¿Qué te hizo cambiar de parecer?
Mona apartó la mirada. Había aplazado hasta ahora el momento de darle la noticia porque sabía que acabarían discutiendo. Pero casi no quedaba tiempo y tenía que decírselo.
Sin embargo, no podía decirle la verdad. Que había decidido vender la plantación de café a causa de un niño pequeño.
Tras encontrar a Deborah y Christopher Mathenge en el dormitorio de sus padres, Mona había llorado como nunca. Se había acostado y finalmente había desahogado todas las lágrimas y todo el dolor que llevaba dentro desde la noche en que muriera David. Y luego, al serenarse, una vez derramadas todas las lágrimas, afrontó la fría realidad y comprendió que no podía seguir viviendo en Bellatu y ver cómo aquel niño crecía hasta convertirse en un segundo David.
Y había sacado la conclusión de que tenía que irse de Kenia para siempre, volver la espalda al país donde había nacido, el único país que conocía, y encontrar un lugar nuevo en otra parte.
—Sabes que la plantación tiene dificultades para mantenerse a flote, Geoff. Después de perder la cosecha en 1953, después de que la mayoría de mis trabajadores se fueran durante lo del mau-mau, y después del año lluvioso de 1956, cuando las lluvias duraron demasiado y las bayas se pudrieron en los árboles… bueno, sencillamente no he podido rehacerme. Así que le vendí la plantación a un asiático que se llama Singh. Estoy segura de que hará algo provechoso con ella.
—¡No puedo creerlo! ¡Asiáticos viviendo en Bellatu!
—La casa no se la vendí. Me la he quedado. Después de todo, la casa es la herencia de Deborah.
—Hiciste bien. Y te diré algo más, Mona. Me alegra que hayas vendido la plantación. Ahora podrás venir a trabajar para mí. Voy a abrir una oficina muy elegante en Nairobi, y necesito a alguien que me la lleve.
—¡Oh, Geoffrey! —exclamó Mona, volviéndose para mirarle cara a cara—. ¡Qué locura! ¡Turistas! ¡En Kenia! ¡Te ha dado una insolación! ¿De veras crees que la gente querrá venir aquí de vacaciones? ¿Es que no ves hacia dónde se encamina Kenia? ¡De vuelta a la jungla y a las chozas de barro! ¡En cuanto se declare la independencia, este país se desintegrará, se hundirá en la anarquía, y tu piel blanca no valdrá ni seis peniques!
Geoffrey la miró con fijeza, sorprendido al principio por su arranque, pero finalmente comprendió lo que Mona decía. Hablando lentamente dijo:
—¿Qué quieres decir con eso de que mi piel blanca no valdrá ni seis peniques? ¿Dónde estarás tú?
Mona tomó asiento en el borde de la cama y se miró las manos.
—Me voy a Australia con Tim.
—¡Qué! —Geoffrey se levantó de un salto—. ¡No lo dirás en serio!
—Hablo en serio, Geoff. Alice me ha pedido que vaya a vivir con ella. Tim lo decidió hace ya meses. No queremos seguir viviendo en Kenia.
—¡No puedo creerlo! —gritó Geoffrey—. ¡Te vas a escapar con ese… ese maricón!
—¡No eres justo, Geoffrey!
—¿Es a causa de Deborah? Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que es hija suya.
—No, no es por Deborah. No vamos a casarnos ni nada parecido. Los tres sencillamente viviremos y trabajaremos juntos, criando ovejas. Ya he terminado con los hombres y los maridos y toda esa monserga. Seremos sencillamente una familia que vive en paz. Es lo que queremos Tim y yo. Sé que te cuesta creerlo, Geoffrey, pero Deborah no significa nada para mí. De hecho, no voy a llevarla conmigo. He dispuesto que viva con la tía Grace.
Geoffrey se había quedado sin habla. De pronto se encontraba ante una mujer a la que no conocía, a la que no quería conocer. Finalmente, con voz apagada, dijo:
—Pienso que es monstruoso.
—Piensa lo que quieras, Geoff…
—¡Maldita sea, Mona! ¿Cómo puedes abandonarla así? ¡Tu propia hija! ¿Qué clase de madre eres?
—No me vengas con sermones sobre el deber y las responsabilidades, Geoffrey Donald. Párate a pensar, siquiera un minuto, en qué clase de marido eres tú. ¡Pero si toda la colonia está enterada de tus escapadas con tus clientes femeninas y las esposas de tus clientes masculinos! Antes eras un hombre honorable, Geoffrey. ¿Qué pasó?
—No lo sé —dijo él en voz baja—. No sé qué es lo que nos ha pasado. Todos hemos cambiado.
Se acercó a la puerta de la tienda, la botella de champán en la mano, y se detuvo para mirar a Mona. Habían crecido juntos; él le había dado a Mona su primer beso. Sus cartas le habían ayudado a soportar la soledad en Palestina. ¿Qué error habían cometido? ¿Qué desvío erróneo en el camino los había conducido a esa situación?
—Buenas noches —dijo, sintiéndose desdichado, y se fue.
Mona lo observó, vio su silueta fundiéndose con la oscuridad de la noche, hasta que sólo quedó el ruido de sus pasos, que luego también se apagaron.
Se aferró al poste de la tienda y escuchó el rugir de los leones en la selva cercana. Parecían tan solitarios, tan tristes, como si intentaran encontrarse los unos a los otros. Mona contempló Kenia, su hogar, y pensó en el pequeño tren, ahora una curiosidad de museo, que en cierta ocasión avanzara en una noche como ésa mientras la asustada condesa daba a luz en uno de los vagones.
Finalmente, cerró los ojos y susurró un «kwa heri» a Kenia, un adiós.