53

Deborah miraba con fascinación los reflejos del sol en el agua pensando que parecían ámbar sobre diamantes.

Se arrodilló en la margen del río, envuelta en un rayo de luz dorada, una niña pequeña y descalza cuyos largos cabellos negros se habían escapado de la cola de caballo y ahora colgaban la mitad sobre la espalda y la otra mitad sobre un hombro. Estaba inmóvil y parecía haber surgido de la arcilla, como el bambú, los helechos y la hierba que la rodeaban. Su blanco vestido de algodón recibía la luz del sol y la suavizaba; la multitud de matices verdes del follaje exuberante se reflejaba en la piel morena de sus brazos y piernas. La rodeaba una especie de aura forestal, como si fuese una ninfa del bosque.

Deborah permanecía tan quieta porque estaba observando un par de nutrias que jugueteaban en un estanque entre los grandes peñascos de la orilla. Sus cuerpos de color marrón rojizo relucían bajo el sol; sus cabecitas redondas, de orejas cortas, se sumergían en el agua para salir de nuevo a los pocos instantes, moviendo los bigotes. Parecían darse cuenta de la presencia de la niña mientras jugaban; Deborah estaba segura de que lo hacían especialmente para ella.

El calor del sol penetró en la tela del vestido y la pequeña de ocho años empezó a sentirse adormilada de un modo agradable. Sus ojos grandes y negros contemplaban las ondas en la superficie del estanque, hipnotizados por los guijarros amarillos, marrones y grises que brillaban en el fondo. Parecían huevos de pájaro o joyas del tesoro de algún rey antiguo. Metió la mano en el agua. Estaba helada. Estaba helada porque procedía de las cimas de las montañas, de un lugar que, según su institutriz, se llamaba los montes Aberdare. El agua había recorrido todo el camino desde los picos neblinosos y pantanosos, atravesando selvas tan espesas que ningún ser humano las había penetrado jamás, siguiendo corrientes secretas y saltando cascadas hasta llegar finalmente a esta garganta llamada río Chania.

Deborah amaba el río. Era el único mundo que conocía.

Un parloteo en lo alto la arrancó de su ensueño. Protegiéndose los ojos con la mano, alzó la mirada y vio una familia de monos que se abría paso entre los castaños. Deborah se echó a reír y los llamó. Parecían bellos adornos en los árboles cubiertos de liquen, el pelo largo y blanco y la cola poblada cubrían las ramas como musgo claro. Se silbaban unos a otros y miraban a la niña con ojos de persona mayor. Estaban acostumbrados a ella, porque siempre la veían en ese lugar del río.

Deborah se echó boca arriba y miró el cielo a través de las ramas. Era un azul sin fin. Aún no había ninguna señal de las lluvias que su madre esperaba.

Cerrando los ojos, inhaló los perfumes embriagadores de la orilla; la tierra húmeda; la hierba, los árboles y las flores; el aire cristalino de la montaña que llegaba de los Aberdare. Notaba un pulso debajo de las manos; oía respirar el viento. África estaba viva.

Deborah abrió los ojos, sobresaltada.

A pocos pasos de ella, observándola, había un chico.

Deborah se levantó y dijo:

—Hola. ¿Quién eres?

El chico no contestó.

Deborah lo miró con atención. Nunca lo había visto y se preguntó de dónde vendría.

—¿Hablas inglés? —preguntó.

El niño la miraba fijamente, con expresión recelosa. A Deborah le pareció que estaba a punto de dar la vuelta y huir corriendo. Así que le preguntó en suajili:

—¿Hablas inglés?

El niño dijo que no con la cabeza.

—¿Suajili?

El niño asintió lentamente con la cabeza.

—¡Estupendo! ¡Yo también! ¿Cómo te llamas?

El niño titubeó, y al hablar lo hizo con voz suave, tímida:

—Christopher Mathenge.

—Y yo Deborah Treverton. Vivo en esa casa grande que hay allí arriba.

Señaló el risco cubierto de hierba. Christopher se volvió y miró hacia arriba. Desde la orilla del río la casa no era visible; sólo se veían hileras de cafetos muertos.

—¿De dónde eres? —preguntó Deborah.

—De Nairobi.

—¡Oh, Nairobi! ¡Nunca he estado allí! ¡Debe de ser muy grande y maravilloso! ¡Cómo te envidio! —Metió la mano en el bolsillo y luego se la tendió—. ¿Quieres un caramelo?

El niño miró los caramelos. Parecía indeciso. «Tan serio que es», pensó la niña. Finalmente, cuando Christopher tomó uno, Deborah dijo:

—¡Toma dos! ¡Son buenísimos!

Comieron caramelos juntos y cuando se los hubieron comido todos, Christopher ya empezaba a sonreír.

—¡Así está mejor! —dijo Deborah—. Eres nuevo aquí. ¿Dónde vives?

El niño señaló las chozas de barro que se arracimaban en el borde del campo de polo abandonado.

—¡Oh! —exclamó Deborah, sintiendo un estremecimiento delicioso—. ¡Vives con la hechicera! ¡Tiene que ser de lo más emocionante!

Christopher no parecía demasiado seguro de que lo fuese.

—Es mi abuela.

—Yo no tengo abuela. Pero sí tengo una tía. Es dueña de la misión que hay allí. ¿Tienes padre?

Christopher dijo que no con la cabeza.

—Yo tampoco. Mi padre murió antes de que yo naciera. Vivo sola con mi madre.

Se miraron bajo la luz difusa, quebrada por los árboles. De repente a Deborah le pareció muy significativo que el niño tampoco tuviera padre y se percató de que había algo triste en él. Era mayor que ella —aparentaba unos once o doce años—, pero tenían algo muy importante en común.

—¿Te gustaría ser mi mejor amigo? —le preguntó Deborah.

El niño frunció el ceño, sin entenderla.

—¿O ya tienes un mejor amigo?

Christopher pensó en los chicos a los que apenas había conocido en Nairobi. Como su madre cambiaba de domicilio tan a menudo y habían vivido en tantos sitios desde que salieran del campo de detención, Christopher y su hermana pequeña, Sarah, nunca habían tenido amigos permanentes.

—No —dijo con voz queda.

—¿Es que no tienes ningún amigo?

Christopher bajó los ojos y clavó los dedos desnudos de los pies en la tierra.

—Ninguno.

—¡Yo tampoco! ¡Entonces seremos amigos tú y yo! ¿Te gustaría?

El pequeño dijo que sí con la cabeza.

—¡Muy bien! Voy a enseñarte mi lugar especial. ¿Te dan miedo los fantasmas?

Christopher la miró con suspicacia.

—Dicen que mi lugar especial está encantado. ¡Pero yo no me lo creo! Ven conmigo, Christopher.

Echaron a andar a lo largo del río, Deborah charlando sin parar.

—Tendría que estar estudiando mis lecciones, pero la señora Waddell está echando la siesta. La señora Waddell es mi institutriz y no es muy buena. Tenía que ir a la escuela blanca de Nyeri, pero la cerraron porque se marchan tantos blancos de Kenia que ya no quedaban suficientes alumnos para tener la escuela abierta. ¿Por qué crees tú que pasa esto? ¿Por qué todos los blancos se marchan de Kenia?

Christopher no estaba seguro, pero sabía que tenía algo que ver con un hombre que se llamaba Jomo Kenyatta. Su madre le había contado muchas cosas sobre Jomo, que había estado en la cárcel tanto tiempo como ella y que había salido al mismo tiempo también, ahora hacía dos años. Christopher había oído decir que los blancos le tenían miedo a Jomo. Pensaban que iba a vengarse de ellos por haberlo tenido encarcelado durante tantos años.

—De hecho, sí tengo un amigo —iba diciendo Deborah mientras bordeaban el campo de polo. Movía los brazos al caminar y chutaba piedras con los pies descalzos—. Se llama Terry Donald e iba a la escuela para chicos blancos de Nyeri; pero también la cerraron. Tiene dos hermanos y dos hermanas, y están todos en un internado de Nairobi. Pero Terry es demasiado pequeño para ir. Sólo tiene diez años. Un profesor particular le da clases. Vive en Nyeri. Su padre era propietario de un gran rancho ganadero que se llamaba Kilima Simba, pero lo vendieron el año pasado. Lo compraron unos africanos. ¿Te imaginas? Terry viene a jugar conmigo. Será cazador cuando sea mayor ¡y ya tiene su propio rifle!

Se detuvieron en la entrada de la Misión Grace. Una carretera asfaltada pasaba por debajo del impresionante arco de hierro forjado y se ensanchaba formando una calle bordeada de árboles que tenía una señal de stop al final y un quiosco de policía. Grandes edificios de piedra se alzaban entre los castaños y había gente por todas partes. De uno de los tres edificios destinados a escuela salían voces de niños cantando.

—Es la misión cristiana más grande de Kenia —dijo Deborah con orgullo—. Y mi tía Grace la construyó hace muchos años. Es médica, ¿sabes? Yo también lo seré cuando me haga mayor. Voy a ser igual que ella.

Christopher procuraba no mirar fijamente a esa niña desconocida y parlanchina, pero sentía curiosidad. Y la envidiaba. Se la veía tan segura de sí misma y del mundo que la rodeaba; sabía lo que quería ser. Semejante confianza era algo desconocido para Christopher. La vida en el campo de detención había sido incierta, de día en día, y había crecido sin conocer otra cosa que la inseguridad. Personas a las que conocía y llegaba a querer se iban repentinamente al día siguiente. Y había tenido otra hermanita, hacía mucho tiempo, que había muerto en brazos de su madre. Cuando finalmente les habían permitido salir del campo de detención, cuando él tenía nueve años y Sarah seis, sólo habían conocido una existencia nómada y sin raíces, viviendo aquí y allí en Nairobi, vigilados por la policía, su madre haciendo faenas humildes por unos cuantos chelines que le permitieran alimentarlos y vestirlos.

Pero su madre le había asegurado que las cosas irían mejor a partir de ahora. Finalmente había encontrado un empleo permanente en un hospital de Nairobi, un empleo de ayah, es decir, de «doncella», pese a que era enfermera titulada. Por esto él y Sarah vivían ahora con la madre de su padre. La madre de Christopher compartía un piso con otras dos enfermeras y no podía permitirse el lujo de tener a sus hijos con ella. Pero les había prometido que las cosas no tardarían en cambiar. Ahora que Jomo era el primer ministro de Kenia, los africanos y los blancos serían iguales. A la madre de Christopher la llamarían «hermana» y cobraría el mismo sueldo que las enfermeras blancas.

Los dos niños dieron la vuelta al perímetro de la misión y llegaron a un tramo de destartalados peldaños de madera. Subieron al risco y Christopher vio por fin la casa grande.

—Se llama Bellatu. Es terriblemente grande y solitaria. Mi madre casi nunca está en casa. Trabajaba en los campos. Dice que trata de salvar la plantación.

El pequeño africano miró fijamente la casa, que le recordaba los lugares maravillosos que había visto en Nairobi. Sacó la conclusión de que esa niña blanca era riquísima; sus ojos de niño no habían reparado en la pintura desconchada, las persianas rotas, las flores marchitas en el jardín, los surtidores secos. Bellatu no era más que el fantasma de su gloria de antaño, una sombra ajada y triste, pero a Christopher Mathenge se le antojó un palacio.

Siguió a la niña por un sendero estrecho que se adentraba en la espesura. Se dio cuenta de que el sendero era viejo, que nadie había transitado por él desde hacía mucho tiempo. Al poco llegaron a un claro extraño en medio de un círculo de eucaliptos. En el centro se alzaba una estructura semiderruida y sin paredes; en el extremo más alejado había un pequeño edificio de piedra con tejado de vidrio. Pero directamente frente a él había algo de lo más extraordinario, algo que hizo pensar a Christopher en las iglesias de Nairobi.

—Hay un portero viejo —dijo Deborah, bajando la voz—, pero está sordo. ¿Te gustaría entrar?

Se acercaron despacio a la fachada de piedra, en la que aparecían labradas unas palabras que ninguno de los dos sabía leer, y subieron los escalones. Christopher creía que encontrarían a alguien adentro, por lo que se llevó una sorpresa al ver que estaba vacío exceptuando un voluminoso bloque de piedra en el centro. Curiosamente, en un extremo del bloque ardía una llama.

—Mira —susurró Deborah. Tomó la mano de Christopher y lo condujo hasta una pared. Allí, bajo la luz tenue, había un enorme tapiz colgado en un bastidor de madera.

Christopher quedó sobrecogido. No tenía la menor idea de lo que era. Parecía un cuadro, pero no lo era. Los árboles, la hierba y el cielo parecían tan reales. Los ojos dorados del leopardo mirando a través de frondas gigantescas le hicieron temblar. ¡Y también se veía el monte Kenia!

Lo que cautivaba a Deborah era una parte del tapiz, un poco al lado, un poco fuera de lugar, como si hubiera sido fruto de una idea tardía.

Era la figura de un hombre. Aparecía envuelto en la neblina de la montaña, como si quisiera ocultarse detrás de las enredaderas y el musgo. Miraba desde su mundo de lino con ojos negros, solemne. A Deborah le parecía muy guapo, con su frente alta, su nariz grande y recta. Quizá como un príncipe salido de un cuento de hadas. Y su piel era morena, pero no como la de los africanos. Deborah no tenía idea de quién era el hombre del tapiz, ni de qué hacía atrapado en aquella jungla de hilos y puntos.

Miró al chico que estaba a su lado y se alegró al ver que estaba impresionado, que no le daba miedo su lugar «fantasmagórico».

—Eres muy valiente —susurró—. ¡Seguro que eres un guerrero!

Christopher la miró. Poco después sacó un poco el pecho y dijo:

—Lo soy.

Dejaron el mausoleo, con su formidable y silencioso bloque de piedra y sus curiosas y tenues manchas rojizas en el suelo, y echaron a andar, hacia el edificio con tejado de vidrio. Estaba medio en ruinas, con todos los cristales rotos, y en su interior no había nada más que plantas muertas. Deborah y Christopher no entraron, pero desde el umbral pudieron ver algo que parecía una cama, en muy mal estado y cubierta de hierbajos y enredaderas.

—¿Qué te gustaría hacer ahora? —preguntó Deborah cuando de nuevo se encontraron en el sendero soleado—. ¿Tienes hambre?

Christopher no recordaba ningún momento en que no hubiese tenido hambre. De modo que cuando Deborah sugirió que subieran a la casa grande, para ver qué había en la cocina, la boca se le hizo agua y de repente se alegró de haber ido a mirar a la niña blanca que estaba echada en la margen del río.

Encontraron bollos de melado recién sacados del horno y un jarro de leche fría. Comieron con las manos y se limpiaron los dedos en la ropa. Luego Deborah dijo:

—¿Te gustaría ver mi lugar más favorito de todos? Es secretísimo. Nadie lo conoce. ¡Ni siquiera Terry Donald!

—Sí —dijo Christopher, sintiéndose importante y lleno y disfrutando de su aventura con la niña blanca. Era consciente de que la casa grande se alzaba alrededor de él y sobre su cabeza y se preguntó cómo sería vivir en una casa tan grandiosa, tener una cocina de donde salía comida sin parar.

Así que Deborah volvió a tomar la mano de Christopher Mathenge y cruzaron el comedor que nadie usaba y la sala de estar y subieron a las habitaciones de arriba, que estaban cerradas con llave y les hacían sentir miedo y emoción.

Mona se sacudió el polvo de los pantalones y se quitó el sombrero de paja. Al colgarlo dentro de la puerta de la cocina, vio que Solomon no estaba preparando la comida, como era su deber. De hecho, la única prueba de que el criado había atendido a sus habituales tareas matutinas era la bandeja de bollos calientes. Mona no se sorprendió. Desde la elección de Jomo Kenyatta al puesto de primer ministro en junio, el viejo Solomon se mostraba cada vez menos fiel a sus deberes.

Pero Mona sabía que Solomon no era el único. Una rara enfermedad había infectado a toda la población nativa de Kenia; la enfermedad de la arrogancia y la codicia.

Al echar una ojeada al correo de la mañana, que consistía en avisos de acreedores y bancos y ofertas de compra de Bellatu, Mona reflexionó sobre la infortunada situación en que se veía la colonia.

Aunque el mau-mau había sido derrotado en 1956, poniéndose así fin a las hostilidades, en realidad no había sido más que una victoria pírrica para los británicos. El mau-mau podía haber perdido la batalla, pero, en esa víspera aterradora de la independencia de Kenia, a Mona le parecía que había ganado la guerra. En 1957 los africanos votaron por primera vez y muchos de ellos ocuparon escaños en la legislatura. Entonces empezaron a presionar para que les concedieran el autogobierno. El gobierno de su majestad redactó el borrador de un plan por el que poco a poco se concedía el poder a los africanos hasta el momento de alcanzar la independencia final transcurridos veinte años. Pero los acontecimientos posteriores conspiraron para obligar a Whitehall a revocar bruscamente su decisión, con gran sorpresa y disgusto de los colonos blancos, que se sintieron traicionados y «vendidos».

Primero, una salvaje guerra civil en el Congo Belga, en 1960, había obligado a los blancos a salir huyendo en coche y en tren. Muchos se habían refugiado en Kenia, asustando a los colonos con la perspectiva de que una rebelión parecida se propagase por toda el África. Fue entonces, hacía ahora tres años, cuando los blancos de Kenia habían comenzado su triste éxodo.

Luego se produjo la inesperada salida de Jomo Kenyatta de la cárcel, pese a que Londres había prometido que no saldría jamás de ella. Pero lo malo era que las hostilidades estaban empezando de nuevo en Kenia y flotaba en el aire la sensación de que el mau-mau volvía a las andadas. Lamentándolo mucho, el gobierno de su majestad comunicó a los colonos que esta vez no podrían contar con el apoyo de fuerzas militares británicas y que lo mejor que podían hacer era dejar que la colonia se independizara.

Y de esta manera el «diablo», como le habían llamado, el «líder de la muerte y las tinieblas», se encontró súbitamente convertido en un hombre libre y popularísimo. Los votantes africanos colocaron inmediatamente a Jomo Kenyatta, símbolo de la uhuru, al frente del KANU, es decir, la Unión Nacional Africana de Kenia, el nuevo y poderoso partido político africano. Y al declarar Kenyatta que Kenia no tardaría en quedar racialmente integrada —en las escuelas, los hoteles y los restaurantes—, el éxodo de blancos se aceleró.

Nuevos brotes de actividades parecidas a las del mau-mau, más las crecientes presiones por parte de la delegación africana en la conferencia celebrada en Lancaster House, acabaron por obligar al gobierno de su majestad a olvidarse de la constitución multirracial que pensaba otorgar a Kenia y sustituirla por una mayoría africana basada en el sistema de un hombre, un voto. El resultado fue que en las últimas elecciones Jomo Kenyatta, al frente del gobierno de coalición, se vio aupado al cargo de primer ministro.

La mayoría de los blancos se negaron a vivir bajo semejante gobierno.

—Usted perdone, señora Treverton.

Mona alzó la mirada y vio entrar a la señora Waddell, la institutriz, con la cara enrojecida y jadeando como si acabase de recorrer una gran distancia.

—Ha vuelto a escabullirse —dijo la señora Waddell, refiriéndose a la etérea e indomable Deborah.

Mona dejó la correspondencia y se levantó para preparar el té. Así eran las cosas en la «nueva Kenia»: los criados exigían más sueldo por menos trabajo y se iban a la mitad de la jornada cuando les apetecía, y sus patronos no tenían más remedio que prepararse el té ellos mismos. Ahora que Jomo Kenyatta estaba sentado en la poltrona de primer ministro, Solomon y muchos como él habían experimentado extraños cambios de personalidad. Solomon ya no aceptaba órdenes de Mona y con frecuencia descuidaba caprichosamente sus obligaciones.

—Dentro de dos meses seremos iguales, memsaab —había dicho al entregar su largo kanzu blanco y su chaleco rojo—. De ahora en adelante, me tendrá que proporcionar pantalones.

Sin duda esa mañana se había ido a Nyeri, a beber cerveza. Así estaba Kenia en esos días.

—¿La ha buscado abajo en el río? —preguntó Mona a la institutriz.

—Sí, señora Treverton. Su hija no aparece por ninguna parte.

Mona puso cara de mal humor mientras preparaba el té. Hasta principios del año en curso no había tenido que preocuparse demasiado por Deborah. La niña había vivido casi constantemente en el internado. Pero ahora que las escuelas blancas se veían amenazadas por la integración racial y cerraban sus puertas porque los colonos sacaban a sus hijos de ellas, Deborah tenía que recibir su enseñanza en casa.

Y Mona no quería a su hija en casa.

—¿Tiene usted alguna idea de dónde debería buscarla, señora Treverton?

El título de «señora» lo había elegido la institutriz, seguramente porque confería cierto aire de respetabilidad a su trabajo. Por supuesto, la señora Waddell sabía que Mona no estaba casada y que su hija era natural. Toda la colonia lo sabía.

Mona recordaba pocas cosas de la noche de la muerte de David. Más adelante le dijeron que había enloquecido transitoriamente y que Tim la había encontrado en Bellatu, removiendo las cosas de su madre, buscando algo. Mona no se acordaba de que Tim le hiciera el amor; Tim nunca habló de ello ni dio señales de que deseara probarlo por segunda vez. Al cabo de tres meses, al descubrir que estaba embarazada, Mona se había quedado atónita.

La noticia había causado un gran disgusto a Tim. Le había propuesto matrimonio, galantemente, para luego respirar aliviado al rechazar ella la oferta. Mona le había dicho que no estaban enamorados y que, como ninguno de los dos estaba hecho para el matrimonio, la idea era innecesaria y poco práctica. Había llevado el bebé con indiferencia durante los seis meses siguientes y después le había dado nombre inspirándose en el personaje de un libro, como su madre hiciera antes con ella. Desde el momento en que la tía Grace puso el bebé en sus brazos, Mona no había sentido ni pizca de cariño por él.

—¡Me llevé una sorpresa tan grande! —dijo la señora Waddell.

Mona la miró. La institutriz había estado hablando sin que ella la escuchase. Sin duda se trataba de otra sarta de quejas. La señora Waddell se sentía en la obligación de poner a Mona al corriente de los últimos «incidentes».

—Allí estábamos —prosiguió la institutriz—, Gladys Ormsby y yo, con el neumático pinchado, paradas en plena carretera, y entonces aparece un camión lleno de africanos. Y en vez de ayudarnos, como nos habrían hecho en otros tiempos, van y nos gritan: «¡Quitaos de en medio, perras blancas!».

Mona puso el té sobre la mesa, sacó unas cuantas galletas de una lata y se sentó con la institutriz.

—¿Se imagina? —decía la señora Waddell mientras se servía una taza de té—. Se están gastando más de un cuarto de millón de libras en ampliar el edificio de la comisión legislativa. Porque los miembros africanos lo exigen. Bueno, ¡supongo que será porque las palabras huecas necesitan mucho espacio!

Mona miró por la ventana, contempló la luz del sol sobre las flores polvorientas, la hierba amarillenta, las malezas. Trabajo le costaba ya mantener un número suficiente de braceros en los cafetales; el presupuesto sencillamente no permitía contratar un jardinero.

—¿Sabe que Tom Westfall ha vendido su propiedad? ¡Nada menos que a unos kikuyu! Será el fin de esa plantación.

Mona sabía a qué se refería la señora Waddell. Debido a la rapidez de los cambios, a que los africanos compraban tierras y los europeos se retiraban apresuradamente, la transición estaba resultando desastrosa para las plantaciones.

Al anunciar Jomo que, con el fin de evitar la amenaza de un segundo mau-mau, treinta mil africanos se instalarían en tierras de los blancos antes de la declaración de la independencia, para la que faltaban tres meses, doscientas familias blancas del Rift Valley habían recibido indemnización del gobierno británico por renunciar a las granjas que habían construido con sus propias manos muchos años antes. Los africanos habían ocupado dichas tierras con la rapidez de las langostas.

—He oído decir que es sencillamente ruinoso —dijo la señora Waddell—. ¡Tienen las gallinas en el comedor y las cabras en los dormitorios! Y no arreglan nada, por supuesto. La semana pasada vi la casa de los Collier… ¡qué desastre! Las rosas de la pobre Trudie estaban pisoteadas, el huerto devastado, los cristales de las ventanas rotos, las puertas arrancadas de los goznes. ¡Y tenían una hoguera encendida en medio de la sala de estar! A Trudie se le partiría el corazón si lo viera. Pero ahora Trudie estaba en Rodesia, por suerte para ella. Dígame usted, señora Treverton, si las cosas han llegado a este extremo ahora, ¿qué pasará después de la independencia?

Mona no tenía la menor idea, pero el asunto preocupaba mucho a los blancos que seguían en Kenia. Los africanos que antes se comportaban de modo servil y obsequioso eran cada día más atrevidos y descarados. Obligaban a los blancos a bajar de la acera, los insultaban, les robaban los animales a plena luz del día. Los africanos eran una raza que de pronto se había vuelto loca. La independencia parecía una especie de licor fuerte. El sentimiento general entre los africanos era «ésta es nuestra casa ahora y vosotros los blancos haréis bien en marcharos porque no os vamos a tolerar más».

Mona se preguntaba si era ése el hermoso futuro que David había imaginado para los dos.

—En diciembre —dijo la institutriz—, la policía británica cederá su autoridad a los africanos. Y entonces, ¿a quién vamos a llamar cuando estemos en apuros?

Ésa era precisamente la razón que había empujado a Alice Hopkins a vender su inmenso rancho en el Rift —el mismo que había salvado cuando tenía sólo dieciséis años— y marcharse a Australia. Veía avecinarse días terribles, días en que los africanos, libres del brazo de la justicia británica, desencadenarían una campaña de venganza contra los blancos.

Y ahora también Tim pensaba irse a Australia para reunirse con su hermana, que se dedicaba a la cría de ovejas.

—Vende la plantación, Mona —había dicho Tim—. No conseguirás salir adelante. Bellatu no ha dado beneficios desde hace años. Que se la queden los negros. Vente a Tasmania, a vivir con Alice y conmigo.

Pero Mona no pensaba vender. Aunque fuese la última persona blanca que quedara en Kenia, jamás vendería la plantación.

—Bien, señora Treverton —dijo la institutriz, apurando el té y pensando que ojalá fuera acompañado de emparedados como Dios manda—, supongo que será mejor que le dé mi propia noticia ahora mismo. El señor Waddell y yo hemos decidido irnos a Sudáfrica y vivir con nuestra hija. Hemos vivido treinta años en Kenia, ¿sabe? Nuestros hijos nacieron aquí. Convertimos unos parajes selváticos en un paraíso. Sacamos cosechas de donde sólo había terreno duro como la roca. Invertimos dinero y trabajo en esta colonia. Pero ahora ya no nos quieren. Hemos vendido la granja a unos africanos. Y quiero irme para no ver lo que hacen con ella.

Mona recibió la noticia sin sorprenderse. La señora Waddell era la tercera institutriz que había contratado para Deborah durante los últimos meses. Kenia era un barco que estaba naufragando y toda la tripulación desertaba de él.

—¿Cuándo se irán?

—Dentro de dos semanas. Sólo quería avisarle con tiempo, por su hija.

Al ver que su señora no decía nada más y se sumía en el silencio, la señora Waddell tomó otra galleta y se encogió mentalmente de hombros. La institutriz pensaba que la señora Treverton era un pájaro raro porque vivía en la vieja y arruinada plantación, luchando por mantenerla en funcionamiento cuando cualquier persona que tuviese ojos podía ver que luchar era inútil. La señora Treverton no encontraba suficientes trabajadores africanos, ya que todos pedían jornales más altos. Por este motivo, su café había perdido calidad, lo cual le hacía aún más difícil colocarlo en el mercado internacional. La señora Waddell no entendía por qué Mona se empeñaba tan tenazmente en conservar una plantación arruinada, viviendo sola en aquella casa tan cara de mantener, sin marido y con una hija ilegítima y alocada, cuando había montones de africanos incautos esperando la oportunidad para comprársela.

De haber querido explicar su postura, Mona le habría dicho a la señora Waddell que seguía allí porque Bellatu era lo único que le quedaba, la tierra imparcial, que no juzgaba. No había ninguna persona en la vida solitaria de Mona; no tenía amigos, ningún ser querido. El amor, la compasión o la devoción habían muerto con David y su hijita.

Al despertar la mañana siguiente y enterarse de la extraña huida al dormitorio de sus padres —su ataque de locura pasajera—, Mona había descubierto un dolor frío en medio del pecho, un dolor que ella sabía que siempre estaría allí.

Mona no superó su pesar como hiciera su tía Grace después de llorar a James Donald durante seis meses. La indomable tía de Mona se había concedido a sí misma un año de dolor profundo; luego había hecho de tripas corazón y había seguido ocupándose de la misión y de los necesitados. Mona pensó que Grace tenía una capacidad envidiable para regenerar el amor, del mismo modo que a la lagartija le sale una cola nueva después de perder la otra. Pero la capacidad de amar de la propia Mona, una vez cortada, nunca volvería. Y sin amor, en su vida no podía haber personas; sólo la plantación.

Súbitamente comprendió por qué su madre había optado por el suicidio tras la muerte de Carlo Nobili.

Aunque ella no había tenido valor para quitarse la vida, se había replegado en una especie de suicidio. Veía a su tía de vez en cuando, y también a Geoffrey y a Tim, aunque menos, pero se había retirado a una vida de reclusión, dedicándose a las dos mil hectáreas y a los cafetos enfermos que le habían dejado. El bebé, Deborah, lo había entregado a una doncella el mismo día de su nacimiento, y no había vuelto a tocarlo. Creía que la niña era fruto de un acto estéril, casi perverso, y no tenía ningún derecho a vivir.

Pero ahora Deborah se encontraba en casa porque las escuelas cerraban y las institutrices no duraban mucho. De pronto Mona se encontraba en una situación muy desagradable.

—Si me permite decirlo —dijo la señora Waddell— hará bien en vender e irse como los demás, señora Treverton A partir de diciembre, este clima será poco saludable para cualquier persona de piel blanca.

Pero Mona, mientras retiraba el servicio de té dijo:

—Nunca venderé esto. Nací en Kenia; éste es mi hogar. Mi padre hizo más por este país de lo que puedan haber hecho un millón de africanos. ¡Construyó Kenia señora Waddell! Tengo más derecho a quedarme en este país que la gente que está ahí fuera y que no ha hecho más que vivir en chozas de barro.

Mona hizo una pausa al llegar al fregadero y luego se volvió:

—De hecho —dijo sin alzar la voz, pero con una luz en los ojos negros—, son los africanos quienes deberían irse. No se merecen esta tierra rica y hermosa. No han hecho nada para ganarse Kenia. Lo único que harán será echarla a perder, permitir que se arruine. Cuando mi padre llegó aquí los africanos vivían en chozas construidas con excrementos de vaca y vestían pieles de animales. Llevaban una existencia mísera, la misma que habían llevado durante siglos, sin más ambiciones que beber cerveza. Y seguirían viviendo de esa forma si los blancos nunca hubiéramos venido a Kenia. ¡Nosotros creamos granjas y construimos presas, asfaltamos carreteras y les dimos medicinas y libros! ¡Hemos puesto a Kenia en el mapa! ¡Y nos dicen que nos marchemos!

La señora Waddell miró fijamente a su patrona. Nunca había oído a la señora Treverton pronunciar tantas palabras seguidas. ¡Y con tanta emoción! ¿Quién iba a decirlo, siendo una persona que toda la colonia tenía por dura y falta de sentimientos?

De repente la institutriz recordó algo que le habían contado hacía años: unas habladurías desagradables acerca de Mona Treverton y un africano. Pero ni siquiera la señora Waddell, que disfrutaba oyendo semejantes chismes de vez en cuando, era capaz de dar crédito a aquella historia tan desagradable. Era impensable: ¡la hija del conde liada con su encargado kikuyu!

Pero ahora, al captar la amargura en la voz de la señora Treverton y ver la pasión en sus ojos, la señora Waddell se dio cuenta de que su patrona albergaba algún odio profundo y extraordinario contra los africanos, y se preguntó si aquel rumor horrible sería verdad.

Finalmente, la institutriz se fue y Mona volvió a quedarse sola. Se acercó al fregadero y se agarró al borde, como para no ahogarse. El dolor frío del pecho había vuelto. Subía y le llenaba la garganta. No podía respirar, tenía la sensación de estar asfixiándose.

Pero logró vencerlo y recobrar el dominio de sí misma. Nueve años atrás, poco después de la muerte de David, aquellos dolores habían alarmado a Grace, que le había hecho un electrocardiograma. Pero el corazón de Mona —su corazón físico— gozaba de una salud excelente. El dolor constante y los episodios de pérdida del aliento nacían de una fuente espiritual que la medicina moderna de Grace no podía tocar.

—Te hará bien llorar, Mona —le había dicho Grace—. Te estás reprimiendo las ganas de llorar y eso no es bueno.

Pero Mona había perdido la capacidad de llorar. Al morir David en sus brazos, se había replegado hacia una especie de conmoción gris que había continuado envolviéndola mucho después de que enterrasen a los muertos y desapareciera el mau-mau. Después de su noche con Tim, Mona no había derramado ni una sola lágrima por la muerte de David y del bebé.

Mona oyó un ruido en el piso de arriba.

Miró hacia el techo y escuchó.

Se oyó otro ruido y luego el murmullo de voces apagadas.

¡En el dormitorio de sus padres!

Mona salió corriendo de la cocina y subió las escaleras.

Deborah había aprendido los misterios de las cerraduras y las llaves en la escuela, en una lección sobre cómo atarse los zapatos, servirse un vaso de leche y manejar las tijeras sin hacerse daño. Unos meses antes, estando sola en la casa, investigando, había encontrado unas llaves viejas y sucias escondidas en un armario. Tras probarlas en varias cerraduras, como le enseñara la señorita Naismith, había logrado abrir la puerta de ese dormitorio fabuloso, de cuento de hadas.

Al poner los ojos por primera vez en la cama con dosel y fruncidos, los cojines de raso en la ventana, el tocador cubierto de polvo y lleno de hermosos frascos de perfumes antiguos, había creído que acababa de dar con la torre secreta de una princesa. Pero luego se había dado cuenta de que allí no vivía nadie y, por consiguiente, era libre de explorar sus tesoros maravillosos.

Había encontrado viejos vestidos de lentejuelas, otros de encaje y gasa, tiaras enjoyadas y boas de plumas. Había jugado con cosméticos secos y lápices de labios que se desmenuzaban al tocarlos. Había abierto frascos con vestigios de perfumes exquisitos. Su imaginación infantil la había hecho pensar en Nabiza y la Bella Durmiente y se había preguntado qué princesa había vivido allí.

Ahora compartía su habitación secreta con Christopher Mathenge, su nuevo mejor amigo.

Estaban sentados en el suelo, examinando el contenido de lo que Deborah llamaba la «caja de los papeles». Era pequeña, de madera, y contenía paquetes de fotografías viejas y amarillentas, cartas, tarjetas de felicitación, recuerdos de acontecimientos de los que Deborah nada sabía. Como tampoco sabía quiénes eran las personas que aparecían en las fotos, les inventaba nombres e historias.

—Ésta soy yo —dijo, enseñándole una a Christopher. Le había dado por identificarse con la niña de corta edad que llevaba un salacot anticuado y un vestido raro, sin darse cuenta de que realmente se parecía mucho a ella. La niña estaba sentada entre los árboles, al lado de una mujer rubia, de ojos tristes, que tenía un mono en el regazo. Había algo en sus rostros que impulsaba a Deborah a pasarse horas contemplando la fotografía; las dos parecían tan desgraciadas. En el dorso de la foto había algo escrito: «Rose e hija, 1927».

—¡Oh! —exclamó Deborah, sacando un librito de la caja—. ¡Aquí hay uno que puedes ser tú! ¿Ves? ¡Hasta te pareces un poco a él!

Christopher se sorprendió al ver que lo que Deborah le ofrecía era una cartilla de pases, muy parecida a la que su madre había llevado durante años. Miró con atención la cara de la foto.

—¿Quién es? —preguntó Deborah—. ¿Puedes leer el nombre?

Christopher se quedó perplejo. El hombre se llamaba David Mathenge.

—¡Pero si es tu apellido! —exclamó Deborah. No entendía nada de apellidos, no tenía idea de que ella no debería llevar el mismo apellido que los padres de su madre. Deborah no sabía nada de matrimonios y padres ni del cambio de apellido de las mujeres al casarse. Suponía que su propia situación era la de todas las madres e hijas.

Christopher no podía apartar los ojos de la foto. Había un parecido, sí, pero su fascinación iba más lejos: la cartilla indicaba que el domicilio del hombre era el distrito de Nyeri, y que sus padres eran el jefe Kabiru Mathenge y Wachera Mathenge.

Christopher no sabía nada de su propio padre: cómo se llamaba, quién había sido, cuándo y por qué había muerto. Su madre siempre se negaba a hablar de él. Cuando les contaba historias a él y a Sarah, primero en el campo de Kamiti, que Christopher apenas recordaba y donde había nacido su hermana, y luego en el campo de Hola, donde habían vivido cinco años, su madre solamente les hablaba de su abuela, la hechicera, y del jefe que había vivido hacía mucho tiempo, el primer Mathenge.

Pero ese hombre que se llamaba David…

—Puedes quedártela si quieres —dijo Deborah al ver que Christopher no soltaba la cartilla.

El pequeño la metió cuidadosamente en la cintura de los pantalones cortos.

De pronto, cuando Deborah iba a sacar más tesoros del cajón, algo impidió que la luz siguiese entrando por la puerta abierta.

Mona miraba sin poder dar crédito a sus ojos.

La habitación que había cerrado con llave hacía nueve años estaba abierta e iluminada por la luz del pasillo. Objetos conocidos y olvidados durante tanto tiempo se alzaron ante ella en oleadas de recuerdos que parecían puñaladas. El tocador ante el cual su madre se pasaba horas sentada, sin prestar atención a su hija mientras Njeri peinaba sus largos cabellos de color platino. El látigo de piel de rinoceronte de Valentine colgado en la pared, símbolo del poder totalitario que ejercía sobre ella y sobre Bellatu. Y la gran cama con dosel donde habían sido concebidas varias generaciones de la familia Treverton: la propia Mona, en Inglaterra, hacía cuarenta y cinco años, y Deborah, su hija, la noche en que muriera David.

Mona miró con ojos atónitos a la niña descalza de brazos y piernas bronceados y abundante cabellera negra que en ese momento alzaba la cara hacia la luz, como un girasol moreno.

—Hola, mamá —dijo la pequeña.

Mona no podía hablar. Nueve años atrás había cerrado esa puerta con llave, dejando encerrados en el interior todos los recuerdos insoportables y los demonios privados. Se había alejado de esa terrible habitación con sus secretos polvorientos, sintiéndose libre del pasado, a salvo mientras no se permitiera salir a los demonios.

Pero ahora la habitación aparecía abierta y amenazadora, su seguridad violada por una niña pequeña que había sido engendrada sólo porque David había muerto.

—¡Cómo te atreves! —gritó Mona.

Una expresión de desconcierto pasó por la cara de Deborah.

—Sólo le estaba enseñando a mi nuevo amigo… —fue lo único que tuvo oportunidad de decir antes de que su madre la sujetara dolorosamente y tirase de ella hasta ponerla de pie. Asustada, Deborah profirió una exclamación y cuando su madre empezó a abofetearla intentó protegerse con el brazo que le quedaba libre.

—¡No! —gritó Christopher en suajili—. ¡Basta!

Mona miró al niño africano, sobre el que caía la luz del pasillo, y aflojó un poco la presión en el brazo de Deborah.

—¿David? —susurró Mona, frunciendo el ceño.

Y entonces los recuerdos volvieron a ella, recuerdos más antiguos, enterrados a mayor profundidad: el incendio de la choza de cirugía, el collar de Uganda.

La habitación pareció inclinarse. El dolor frío volvió a su pecho y subió hasta su garganta, asfixiándola. Buscó apoyo en la jamba de la puerta.

Deborah, que se estaba frotando el brazo, tratando de no llorar, le dijo:

—Éste es mi mejor amigo, mamá. Se llama Christopher Mathenge y vive con la hechicera, que es su abuela.

Mona no podía respirar. Se apretó el pecho con la mano.

«¡El hijo de David!».

Christopher miraba con los ojos muy abiertos, aterrados, a la mujer que se encontraba en el umbral. La mujer le contemplaba de una forma extraña, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando dio un paso hacia él, Christopher retrocedió.

—David —musitó la mujer.

El pequeño pensó en la cartilla que llevaba sujeta en la cintura.

Mona alargó las manos y Christopher, al tratar de retroceder un poco más, dio un traspié y chocó con uno de los postes de la cama.

La mujer se acercó más. Los dos niños contemplaban con miedo y fascinación los brazos que se extendían hacia Christopher, las lágrimas que surcaban sus mejillas. Al llegar a pocos centímetros del pequeño, Deborah y Christopher contuvieron el aliento.

Y entonces Deborah vio con asombro que una sonrisa tierna se pintaba en el rostro de su madre, un rostro en que la niña sólo había visto una expresión dura que nunca desaparecía.

—El hijo de David —dijo Mona en voz muy baja, maravillada.

Christopher, apoyado en el poste de la cama, hizo acopio de valor cuando las manos se posaron suavemente en su cara.

Una expresión de maravilla asomó a los ojos lagrimosos mientras estudiaba aquellas líneas dulcemente conocidas: el surco entre las cejas; los ojos almendrados; la mandíbula prominente que era el legado de guerreros masai. Christopher no era más que un niño todavía, pero ya podía verse en él al hombre que iba a ser algún día. Y Mona se percató de que se parecería mucho a David.

—El hijo de David —dijo de nuevo con una sonrisa triste—. David vive en ti. No ha muerto, después de todo…

El corazón de Christopher se disparó al acercarse un poco más la mujer, las manos frías en sus mejillas, hasta que sólo quedaron unos centímetros entre los dos rostros.

Entonces la mujer se inclinó para besarle con mucha dulzura en la boca.

Al apartarse, la cara de Mona pareció derrumbarse y un sollozo se escapó de su garganta.

Tocó la cara de Christopher por última vez, siguió con la punta de un dedo el pliegue que iba de la nariz a la comisura de la boca, luego, volviéndose, salió corriendo de la habitación.