52

Mona llevaba casi dos horas sentada junto a la ventana, observando el exterior, cuando por fin su vigilancia se vio recompensada.

—¡Tío James! —exclamó, levantándose de un salto.

Salió corriendo a la galería de la casa de Grace para recibirle, su bebé de tres meses en brazos, pero en cuanto vio la expresión de James al apearse del coche, supo que su viaje a Nairobi había sido en vano.

—Lo siento. Mona —dijo James, subiendo la escalera cojeando. James tenía ya sesenta y seis años y la vieja herida de la primera guerra mundial le hacía la vida imposible—. He hecho muchas indagaciones y David Mathenge sencillamente no está entre los detenidos.

—Lo cual quiere decir que todavía está en la selva.

—O que ha muerto —dijo James, apoyando una mano en el hombro de la muchacha—. Tienes que aceptar esa posibilidad, Mona. Murieron muchos.

James Donald se refería a la Operación Yunque, que había tenido lugar hacía tres meses, en abril: los británicos habían lanzado una campaña masiva contra el mau-mau cuyo resultado había sido la detención y el encarcelamiento de treinta y cinco mil africanos. Como Mona no había tenido noticias de David durante el año transcurrido desde su desaparición, y como tampoco había recibido respuesta a ninguna de las cartas que continuaba entregando a mamá Wachera, decidió que debía de estar en algún campo de detención y que, por consiguiente, no podía ponerse en contacto con ella.

De modo que James se había brindado a valerse de su influencia y hacer algunas indagaciones. Él, Geoffrey, Grace y Mario, el criado, eran las únicas personas que estaban enteradas de que David se había unido al mau-mau y que era el padre del bebé que Mona llevaba en brazos.

Toda la colonia estaba llena de especulaciones sobre el bebé ilegítimo de Mona Treverton. ¿De quién podía ser? Decían los chismosos que siempre había parecido una mujer tan simpática, tan decente, aunque claro, ya se sabía cómo había terminado su madre. La opinión más generalizada decía que el bebé era de Geoffrey Donald, que siempre estaba en Bellatu.

A Mona no le preocupaban los rumores. La niña tenía poco pelo en la cabeza y su piel era de color crema. Se parecía a cualquier otro bebé. Pero Mona sabía que llegaría un momento en que la ascendencia africana de su hija empezaría a notarse, y entonces sin duda abundarían las expresiones de extrañeza. Mona tenía la esperanza de que para entonces Kenia ya habría resuelto sus diferencias y que su hija no tendría que sufrir un estigma social y racial.

—Tiene que haber un futuro para nosotros —le había dicho David aquella noche de junio del año pasado, cuando habían hecho el amor y se habían jurado devoción eterna— en el que podamos caminar juntos bajo el sol, como marido y mujer.

«¿Habrá tal futuro para nosotros? —se preguntó Mona al entrar con sir James en la cocina, donde Mario estaba preparando el almuerzo—. ¿Un futuro en el que David y yo podamos casarnos sin ser rechazados, en el que podamos viajar juntos en el mismo vagón de tren, entrar juntos en el comedor de un hotel, sentarnos y encargar algo de comer?».

Ya avanzada la noche, cuando estaba acostada con el bebé en brazos, Mona anhelaba a David y ello le hacía creer que dicho futuro no sólo era posible, sino que estaba muy cerca. A la luz del día, sin embargo, cuando se ceñía el revólver al cinto y oía las noticias de nuevos asesinatos, nuevas atrocidades por ambas partes, el hermoso futuro se desvanecía como una rosa de té expuesta a un exceso de sol. En Kenia los blancos siempre habían viajado en los vagones de primera clase y los africanos en los de tercera y nunca se sentaban a comer juntos. Su fantasía era descabellada, como desear la luna.

Jambo, bwana —dijo Mario sirviendo el té de James—. Habari gani?

Mzuri sana, Mario. ¿Y tú?

—Corren malos tiempos, bwana. Muy malos.

Malos, sí, reconoció James, pero mejorando día a día. En los tres meses transcurridos desde la Operación Yunque los británicos había empezado a notar una disminución clara de la fuerza del mau-mau. Aunque no todos los treinta y cinco mil detenidos eran mau-mau, al lanzar una red tan amplia las autoridades habían atrapado por coincidencia unos cuantos peces gordos. Si lograban echarle el guante al que hacía prestar juramento en la región, así como a miembros del alto mando terrorista, tales, como Dedan Kimathi, o el llamado Leopardo, James estaba seguro de que la rebelión se apagaría como una llama.

Y después, ¿qué?

James removió el té con gesto ensimismado. Más allá de las ventanas las abejas zumbaban alrededor de las caléndulas y los pensamientos de Grace, en las calles pavimentadas se observaba el habitual ajetreo de la misión y soldados británicos patrullaban por el perímetro con las armas a punto para disparar.

A James Donald no le cabía la menor duda de que el mau-mau había cambiado a Kenia para siempre. Sabía que cuando terminase la guerra civil se harían innovaciones drásticas. De hecho, ya había sucedido algo que ningún colono blanco hubiera soñado jamás: en el gobierno había ahora un ministro africano, el primero.

«Pero si los africanos esperan el autogobierno —pensó James—, ¿a quién elegirían como líderes?».

—¿Has visto a Geoffrey? —preguntó.

—Estuvo aquí hace un rato —dijo Mona, empezando a darle el biberón a Mumbi—. Él y Tim Hopkins se han ido con el oficial del distrito para buscar de nuevo al sujeto que obliga a prestar el juramento. Piensan llevar a cabo una redada por sorpresa.

James tomó una rebanada de pan y la untó de mantequilla. No sabía qué había ocurrido entre su hijo y Mona, sólo que había sido lo bastante grave como para causar una desavenencia irreparable entre ellos. A James le daba la impresión de que Geoffrey y Mona no se hablaban desde hacía casi un año. Y siempre que Geoffrey llegaba de visita con Ilse y los cinco niños, Mona inventaba alguna excusa para salir de la habitación. James sospechaba que lo sucedido tenía algo que ver con David Mathenge.

—Mario —dijo James—. Me parece que se me ha acabado la compota. ¿Por casualidad hay…?

Al volverse, vio con sorpresa que el criado ya no estaba allí.

Las neblinas bajaban del monte Kenia y se enroscaban en los troncos de los árboles, tragándose la hierba y los matorrales, depositando gotas de humedad en las hojas y los pétalos. Al dar la medianoche, la selva ya se había transformado en un reino humoso y misterioso, una especie de mundo sobrenatural como aquel en que, según la creencia kikuyu, vivían los antepasados.

Dos hombres caminaban solos a través de la niebla que les adornaba el pelo y mojaba sus ropas harapientas. Habían recorrido una gran distancia desde los marjales cubiertos de nubes que había en lo alto de los Aberdare, donde selvas de bambúes gigantescos y pantanos traicioneros ocultaban su campamento secreto. Caminaban con cautela, sus sentidos agudizados, como de animales, después de vivir tanto tiempo en la selva. Oían como oye el leopardo, olfateaban como olfatea el antílope y andaban como si tuvieran garras, silenciosamente, letalmente. Se sabían rodeados de peligros, no sólo a causa de las fieras de la selva, sino también de los soldados británicos que habían empezado a infiltrarse en las selvas de la montaña utilizando una nueva táctica guerrillera.

Los dos hombres eran mau-mau. Eran hombres desesperados y estaban cumpliendo una misión.

De repente se detuvieron los dos y escucharon con atención. No muy lejos de donde se encontraban había un campamento. Hasta sus oídos llegaba el crepitar del bambú en las hogueras. El líder de los dos avanzó sigilosamente, el fusil dispuesto a hacer fuego. Caminaba con el pulgar en el seguro y un dedo en el gatillo. Si los soldados advertían su presencia, tendría que apresurarse a disparar.

Pero él y su compañero vieron a través de los árboles que los soldados estaban comiendo y tratando de protegerse del frío bajo unas lonas embreadas. Estaban pálidos y cariacontecidos, fuera de lugar en la selva silenciosa llena de neblinas y enredaderas.

Los dos mau-mau siguieron su camino. Su misión era demasiado importante para desviarse con el fin de matar a un puñado de soldados británicos.

Sus órdenes las habían recibido de las instancias más altas de la organización, del mismísimo Dedan Kimathi, el comandante supremo del mau-mau. Los espías habían informado de que en casa de la memsaab Daktari, Grace Treverton, tenían un recién nacido blanco. Kimathi quería ese bebé, y lo quería vivo.

Desde la Operación Yunque, que había perjudicado al mau-mau hasta el extremo de que muchos guerrilleros veían ahora cortadas sus líneas de abastecimiento y pasaban hambre, estaban enfermos y vestían harapos, Kimathi había decidido poner en marcha la mayor campaña de reclutamiento llevada a cabo hasta la fecha. En ese momento sus hombres hacían incursiones en los hogares kikuyu, obligando a sus habitantes a prestar juramento. Era la única forma de incrementar los efectivos del ejército mau-mau. Pero como había leales recalcitrantes, kikuyu que llevaban dos años resistiéndose al mau-mau, Kimathi sabía que el juramento tenía que ser de un tipo especialmente potente y virulento. En la ceremonia no iban a utilizarse perros ni vírgenes, sino al hijo de una memsaab blanca. Una vez comida la carne tabú, ninguno de los obligados a prestar juramento podría desobedecer las órdenes de Kimathi.

Cuando los dos hombres —el líder, llamado Leopardo, y su compañero, el que obligaba a prestar juramento— salieron por fin de la selva, encontraron un mundo bañado por la luz de la luna. Minúsculas shambas ocupaban las laderas cubiertas de hierba de las colinas paralelas al río; dedos de humo se elevaban de los tejados cónicos; la extensa Misión Grace, que parecía una ciudad pequeña, dormía detrás de ventanas y puertas cerradas con llave. Los dos mau-mau vieron soldados que hacían sus rondas en silencio. Uno de ellos, el que se encargaba de hacer prestar juramento, señaló a su compañero la casa grande que se alzaba en el centro de un jardín con árboles, donde vivía la memsaab Daktari. Dijo que el bebé estaba allí, en la habitación que quedaba enfrente del sicómoro gigante. Y aseguró a su compañero que la ventana no estaba cerrada con llave.

Antes de bajar por el sendero que llegaba hasta el río, Leopardo se detuvo. Extendido ante él, misterioso y fantasmagórico bajo la luz de la luna, se encontraba el rectángulo olvidado del campo de polo con tres chozas kikuyu en el extremo sur. Sus ojos se desplazaron hacia el risco que quedaba enfrente, donde, iluminada también por la luz de la luna llena, había una magnífica casa de dos plantas que parecía una joya sobre terciopelo verdinegro. La casa estaba a oscuras. Pensó en su habitante, dormida en la oscuridad, y recordó la cama en que dormía. Y durante unos segundos el dolor se apoderó de él.

Pero todo —el río tranquilo, las tres chozas, la casa de la colina— se había ido para siempre.

Mona dormía agitadamente, acosada por sueños desagradables, y despertó más de una vez con el corazón disparado.

Esta vez, al despertar, se quedó mirando fijamente el techo oscuro y escuchó el silencio que reinaba en la casa. En el cuarto del otro extremo del pasillo dormían la tía Grace y el tío James. Tim Hopkins había instalado un petate en la despensa contigua a la cocina. En esos tiempos del estado de excepción los colonos que se habían quedado en Kenia se arracimaban en busca de seguridad.

Mona siguió escuchando la casa, el corazón latiéndole con fuerza. Le pareció oír un ruido.

Pero la casa estaba cerrada a cal y canto; James y Mario se habían encargado de ello. Y había soldados a su alrededor.

Levantó la cabeza de la almohada y miró la silueta de la camita a los pies del lecho. Su hija, la alegría de su vida, soñaba pacíficamente, sumida en su inocencia infantil.

Y entonces una sombra bloqueó de pronto la luz de la luna que entraba por la ventana. Mona soltó un respingo y se incorporó. Tomó su pistola, saltó de la cama y encendió la luz.

Soltó una exclamación.

Dos mau-mau harapientos, uno de ellos con barba y pelo largo, el otro con una cara conocida, de confianza, llenaron de repente la minúscula habitación. Mona alzó el arma y apuntó. Y entonces sus ojos se cruzaron con los del barbudo.

—¿David? —susurró.

El hombre la miró fijamente y en su rostro se pintó la confusión.

Mona miró al otro hombre: Mario. Su rostro era el mismo, ¡pero sus ojos! Había en ellos una expresión de salvajismo que la llenó de terror. Y súbitamente se dio cuenta de lo que querían. Venían por la niña.

—No —susurró Mona—. ¡David, no hagas esto! ¡Es nuestra hija! ¡Es tu hija!

David miró en la camita. Su cara parecía la de un hombre que acabase de despertar de un largo trance. Se veía desorientado, como si le sorprendiera verse allí.

—¡David! —exclamó Mona. ¡Tú nunca recibiste mis cartas!

Con un movimiento repentino y rápido, Mario metió las manos en la camita y se apoderó de Mumbi.

—¡No! —gritó Mona. Disparó la pistola y la bala hizo saltar astillas de la pared.

Mario alzó su panga para arrojarlo contra Mona. David le sujetó el brazo, pero Mario lo apartó de un empujón y David chocó contra la pared con violencia, y quedó aturdido.

La puerta del dormitorio se abrió bruscamente y James entró corriendo con un garrote en la mano. Intentó golpear a Mario. Pero el panga dio en el blanco antes. Sujetándose el cuello, James cayó de rodillas.

Mona se abalanzó sobre Mario y trató de arrebatarle el bebé. Mario le quitó la pistola e hizo fuego, pero erró el tiro.

David volvió a levantarse y se puso a forcejear con Mario. La niña cayó al suelo, entre los pies de los dos hombres.

Mona intentó gatear hasta ella.

La pistola de Mario hizo fuego y David salió disparado hacia atrás, apretándose el pecho con las manos.

Mona corrió hacia él y David cayó en sus brazos.

Y entonces sonó otro disparo. Grace Treverton acababa de aparecer en el umbral, sujetando su pistola con las dos manos. Hizo un segundo disparo y Mario cayó muerto al suelo.

El doctor Nathan cerró silenciosamente la puerta del dormitorio de Grace y dijo:

—Ahora dormirá. Le he administrado un sedante.

—Sí —dijo Geoffrey. Estaba aturdido a causa de la conmoción. Había llegado a la mayor velocidad posible desde Kilima Simba al recibir la llamada telefónica, pero su padre había muerto minutos antes a causa de la herida de panga.

Tim Hopkins, que había llegado después de dispararse la última y fatal bala, salió ahora de su estupor y sus ojos recorrieron la cocina abarrotada. Estaba llena de soldados que interrogaban a kikuyu medio dormidos. El que obligaba a prestar juramentos era Mario, según descubrieron. Pero nadie parecía saber qué relación tenía David Mathenge con el mau-mau.

—¿Dónde está Mona? —preguntó Tim.

—No lo sé ni me importa. —Ahora Geoffrey odiaba verdaderamente a Mona. Todo había ocurrido por su culpa. Se alegraba de que su amante negro hubiera muerto, como también había muerto el bebé mestizo de los dos. Geoffrey creía que era un castigo justo.

—Perdone, señor —dijo uno de los soldados—. Si se refiere a la señorita Treverton, salió de la casa hace un rato y subió por aquel sendero.

Tim miró por la puerta abierta. El soldado señalaba hacia Bellatu.

—¿Y la dejaste salir? ¡Idiota!

Salió corriendo de la casa de Grace y empezó a subir la escalera de madera que llevaba al risco cubierto de hierba.

Al llegar arriba, se detuvo y miró a su alrededor. La noche era clara, con luna llena y estrellas. Los cafetos marchitos y sin recolectar formaban miles de hileras bañadas por la luz de la luna que se extendían hasta un monte Kenia plateado y envuelto por las neblinas. Se volvió hacia la casa. Estaba oscura. Pero vio que la puerta de atrás se encontraba abierta.

Entró y aguzó el oído. Se oían ruidos sobre su cabeza. Cruzó corriendo el comedor y la sala de estar y subió los peldaños de dos en dos hasta llegar al segundo piso. Se detuvo y sus ojos recorrieron todo el pasillo sumido en la penumbra. El aire olía a lugar cerrado. Vio que de una de las habitaciones salía una luz tenue.

Tim encontró a Mona en una habitación llena de polvo y telarañas que parecía no haber sido utilizada desde hacía muchos años. Dominaba la habitación una antigua cama con pabellón cuyo cobertor y fruncidos aparecían amarillentos debido al paso del tiempo. Y había también un tocador lleno de frascos de perfume vacíos. Mona estaba arrodillada, revolviendo frenéticamente el contenido de un cajón.

—Mona —dijo Tim, entrando en la habitación—. ¿Qué haces?

Con mano temblorosa Mona sostenía una linterna mientras la otra mano revolvía prendas de encaje, seda y raso.

Tim se acuclilló a su lado y volvió a decir:

—¿Qué haces, Mona?

—No lo encuentro —dijo ella.

—¿Qué es lo que no encuentras?

—No… no lo sé. —Del cajón salían volando batas, primorosas camisas de dormir de color de rosa y prendas interiores delicadas como telarañas—. ¡Pero tiene que estar aquí!

Tim miró a su alrededor y vio que Mona había buscado en todos los cajones de la habitación. El suelo estaba lleno de cosas: prendas de vestir, papeles, fotografías. Recordó con un escalofrío que esa habitación había sido la de lady Rose, y que la habían cerrado muchos años antes. Y entonces recordó la noche del asesinato del conde, el desesperado paseo en bicicleta.

—Mona —dijo dulcemente—, ¿qué es lo que buscas?

—No lo sé. Pero tiene que estar aquí. En otro tiempo estaba aquí… —Rompió a llorar.

Tim la rodeó con sus brazos y trató de consolarla. Mona apoyó la cara en su pecho y siguió llorando. Tim la hizo levantarse y la abrazó con fuerza mientras ella sollozaba y desahogaba todo su dolor y toda su angustia.

—¡Siento tanto dolor! ¡Oh, Tim, el dolor!

Tim no sabía qué decir. Pero comprendía los sentimientos de Mona porque él había sentido lo mismo hacía muchos años, al entrar en el callejón y recibir la noticia de que Arthur había muerto al intentar salvarle la vida.

—¡Tim! ¡Tim! —sollozó Mona—. ¡Abrázame! ¡Por favor, abrázame! ¡No me sueltes!

Tim la abrazó con más fuerza y Mona se aferró a él. Los recuerdos, la simpatía, hicieron que las lágrimas aflorasen a los ojos de Tim.

—¡Siento tanto dolor! —susurró Mona—. No puedo soportarlo.

Acercó la boca a la suya y Tim dejó que lo besara.

—No me dejes —dijo Mona—. No puedo soportarlo.

Tim lloró con ella, volviendo a sentir el dolor de antaño, los años vacíos y sin amor que habían seguido a la muerte de Arthur. Cuando Mona se apoyó en él, como si no pudiera seguir de pie, Tim la condujo hacia la cama polvorienta que había hecho el largo viaje desde Bella Hill en 1919.

Tim la acostó sin dejar de abrazarla, intentando calmarla. Mona lloró entre sus brazos, aferrándose a él, besándole la cara.

Dijo cosas que Tim no quería oír.

Y susurró:

—El dolor, Tim. Haz que el dolor se vaya. No puedo soportarlo…

Y de esta manera Tim Hopkins, que jamás había amado a una mujer, pensando ahora en el hermano de Mona, la única persona a quien había querido en la vida, y adivinando por las manos de Mona lo que ella quería de él, la consoló a su modo, torpemente, angustiadamente.