Las lluvias habían llegado por fin.
Una suave llovizna susurraba al otro lado de las gruesas cortinas que cubrían las ventanas de Bellatu, mojando las buganvillas de color rojo y lavanda que crecían a lo largo de las columnas y los aleros de la veranda. En el interior, un fuego reconfortante chisporroteaba en la sala de estar, proyectando dedos de resplandor amarillo sobre los muebles, las pieles de cebra y los colmillos de elefante cruzados en las paredes.
David cerró el libro de contabilidad y dijo:
—Es tarde. Tengo que irme.
Mona no contestó. En silencio volvió a poner orden en la mesa de despacho donde habían trabajado toda la tarde, buscando la forma de pagar las deudas que iban acumulándose desde la pérdida de la cosecha. Las lluvias tardías estaban regando los nuevos plantones, pero los ingresos de esa futura cosecha no llegarían a tiempo. Mona había decidido que si quería salvar la plantación, no quedaba más remedio que vender Bella Hill.
—Escribiré al señor Treadwell mañana a primera hora —dijo, apagando la lámpara de la mesa—. Le diré que acepto su oferta. El precio me parece razonable. Y Bella Hill es muy apropiada para convertirla en un internado. No me importa perderla. Esa casa sólo contiene recuerdos desagradables para mí.
Durante unos instantes Mona y David se miraron en la penumbra del despacho. Luego ella se volvió bruscamente y echó a andar hacia la luz y el calor de la sala de estar.
Estaba asustada. Se había pasado todo el día dudando si debía enseñarle a David la nota que había encontrado en su buzón. Normalmente le habría hablado de ella en seguida. Pero su relación había cambiado drásticamente durante las dos semanas transcurridas desde el ataque mau-mau contra la misión de la tía Grace.
Mona se percataba de que ahora había algo entre los dos, algo oscuro, amorfo y aterrador. Era como un gigantesco león dormido, que no era una amenaza si se le dejaba tranquilo, pero representaba un peligro mortal si se le molestaba. Era la pasión letal engendrada por su deseo mutuo, que les había llevado hasta el terrible umbral de los tabúes raciales.
Mona no podía dejar de pensar en el día del ataque. Se concentraba en el recuerdo del contacto de la mano de David sujetando la suya, la forma en que la había atraído hacia sí, la firmeza de su cuerpo, el fuerte abrazo que le había dado. Ella lo había mirado a los ojos, cuando se encontraban escondidos en el cobertizo, y en su expresión había visto el reflejo de su propio anhelo desesperado. Durante un momento fugaz él la había abrazado con más fuerza, los cuerpos se habían unido, separándose luego para huir corriendo.
Revivía la escena una y otra vez, se sentía obsesionada por ella, no amorosamente, sino con temor. Mona sentía miedo del borde peligroso en que ella y David se encontraban. En otro tiempo se habrían visto sencillamente despreciados por la sociedad, rechazados por la familia y los amigos. Pero ahora, debido a la pesadilla del mau-mau, debido a que el odio racial había adquirido proporciones monstruosas, debido a que el pánico, el terror y la suspicacia gobernaban el país, Mona sabía que el amor del uno por el otro era suicida.
Tenía que combatirlo. Era necesario por su vida. Y por la de David.
Aquella mañana, en un poblado cerca de Mera, una pandilla de guardias nacionales, con el pretexto de hacer salir a un simpatizante del mau-mau, habían irrumpido en la casa de un hombre de negocios africano que estaba casado con una europea. Los guardias habían torturado al hombre, violado a su esposa blanca y se habían ido dejándolos muertos a ambos.
—Te ayudaré a cerrar la casa —dijo David cuando entraron en la sala de estar—. Ya es hora de decirles a los criados que se vayan a sus casas.
Era una forma indigna de vivir. En toda la provincia Central —en el rancho Donald, en la casa de Grace en la misión, en Bellatu— los blancos y las blancas hacían salir a sus sirvientes africanos cuando se ponía el sol y volvían a dejarles entrar por la mañana.
—Solomon lleva años con mi familia —había protestado Mona cuando el comisario del distrito había insistido en que cumpliese la regla—. ¡No sería capaz de hacerme daño!
—Usted perdone, lady Mona, pero si le han obligado a prestar juramento, corre usted peligro con él. Y en tanto no encontremos a quien les obliga a prestar juramento en esta región, puede usted considerar peligrosos a todos sus sirvientes.
Luego Geoffrey le había instalado una sirena en la galería y dos cohetes, uno junto a la puerta de la cocina, el otro junto a la puerta principal. Al encenderlos, subían muy alto y estallaban en el cielo, por lo que podían verse desde el puesto de observación de Allsop Hill, en Nyeri, que era una torre construida por un sij que se llamaba Vir Singh y guarnecida por tropas asiáticas.
Aunque muchos europeos abandonaban sus granjas para trasladarse a la relativa seguridad de Nairobi, o incluso huían a Inglaterra, algunos se quedaban en su tierra, decididos a no darse por vencidos. Con la ayuda de sirenas y cohetes, además de la periódica vigilancia aérea a cargo de aviones y helicópteros, los colonos se mantenían firmes.
Solomon le había servido la cena en la mesa de la cocina. Mona deseó las buenas noches a sus doncellas y criados y cerró la puerta con llave cuando hubieron salido. David recorrió toda la casa con una linterna, comprobando que puertas y ventanas estuviesen bien cerradas, que no hubiera nadie escondido en los balcones o en las galerías. Luego volvió a la cocina y se dispuso a irse.
Se detuvo en la puerta y miró a Mona.
—Tengo miedo —dijo ella con voz queda.
—Lo sé.
—Afuera está oscuro. Y el camino hasta tu casa es largo. Los mau-mau podrían estar acechando ahí fuera…
—No puedo escoger, Mona. Tengo que irme. Ya ha sonado el toque de queda. Iré de prisa.
—David, espera. —Metió la mano en el bolsillo de la falda—. Esta mañana encontré esto en el buzón.
David leyó la nota. Contenía tres palabras:
«Amante de negros».
—¿Quién puede haber sido? —preguntó Mona, mirando las cortinas que cubrían las ventanas de la cocina y sintiendo la noche oscura que se agazapaba al otro lado. Por mucho tiempo que viviese, Mona no olvidaría nunca la imagen de la señora Langley con el estómago atravesado por la lanza kikuyu, del padre Vittorio corriendo y chillando con la sotana en llamas y de David en el garaje, cayendo bajo las patadas y los golpes.
—Me temo que tú y yo estamos en una posición singular, Mona —dijo sombríamente—. En lugar de tener un solo enemigo, ambos bandos nos odian. Nos encontramos atrapados en medio de algo que no es obra nuestra y que no podemos controlar.
Mona contuvo el aliento. David se acercaba peligrosamente a despertar la cosa innombrable que dormía entre ellos. Durante las últimas dos semanas habían trabajado arduamente en la plantación, arrancando los cafetos muertos, plantando los nuevos, hablando raras veces salvo por motivos de trabajo, y separándose luego para irse cada uno a su casa antes de que cayera la noche. Habían existido en una especie de mundo cerrado herméticamente, en un lugar esterilizado donde el mau-mau era algo inaudito, donde el odio y el amor quedaban encerrados fuera. Pero esa tarde habían tenido que hablar de las serias pérdidas económicas de Bellatu. Y habían trabajado hasta después de sonar el toque de queda.
Y ahora estaban atrapados. La noche los había pillado.
Mona tenía una idea sobre quién había escrito la nota. Sospechaba de un tal Brian, el alocado hijo de un colono, al que habían detenido en una ocasión por maltratar a uno de sus vaqueros africanos. Brian había pasado una cuerda por los lóbulos perforados del hombre y luego, sosteniendo el otro extremo, se había alejado galopando en su caballo, obligando al pobre hombre a seguirle corriendo.
—¿Por qué las cosas han llegado a este peligroso extremo, David? —susurró Mona—. ¿Qué hemos hecho para merecer esto?
David la miró durante largo rato, los ojos tristes, la cara preocupada. Luego alargó la mano hacia el pomo de la puerta.
—No te vayas —dijo ella.
—Tengo que irme.
—Los mau-mau podrían estar ahí fuera, esperándote. O un chico blanco vengativo.
—No puedo quedarme aquí.
—¿Por qué no? Aquí estarías a salvo.
David meneó la cabeza.
—Tú sabes por qué no puedo quedarme, Mona —habló en voz baja, apenas audible sobre el susurro de la lluvia—. Una cosa es estar contigo de día, cuando hay otras personas presentes, haciendo trabajos agrícolas, pero sería completamente distinto que me quedase en esta casa a solas contigo durante la noche.
Mona le miró fijamente desde el otro lado de la habitación. El corazón le latía con violencia.
—Mona —dijo él con voz tensa—, entre tú y yo nunca podrá haber nada. Quizá en otro lugar, en otro tiempo, entre personas tolerantes. Pero estamos en Kenia, en medio de una vergonzosa guerra racial. No debemos dar ese paso final, irreversible, porque una vez se ha dado nunca es posible volver a cruzar la línea para pasar al lado de la inocencia y la seguridad.
—¿Tan malo es lo que sentimos?
—Para ti y para mí, sí.
Hizo girar la llave en la cerradura y se disponía a abrir la puerta cuando se oyó un estruendo en la sala de estar.
El miedo asomó a los ojos de Mona.
—¡Dame tu revólver! —susurró David. Luego añadió—: Quédate aquí. —Pero ella lo siguió y salieron de la cocina. Cruzaron lentamente el comedor a oscuras. David se detuvo en la puerta que daba a la sala de estar, Mona detrás de él, muy cerca, y miró a su alrededor.
No habían encendido ninguna lámpara y la única luz era la que despedía el fuego de la chimenea, que iluminaba los cubos de latón para el carbón, los morillos, la complicada obra de ladrillo, una pata de elefante que contenía un atizador y los tres sofás de cuero colocados de cara al fuego. Pero a partir de allí la luz disminuía. Se dispersaba entre las mesas de caoba, vacilando en una periferia poco definida. Las cosas parecían moverse con la luz del fuego: revistas, ceniceros, una pata de antílope que era un encendedor. Y más allá, sombras oscuras abrazaban las paredes, ocultando librerías y otros umbrales. De vez en cuando el resplandor caía sobre una cabeza de animal disecada y brillaban los ojos de vidrio de un órix o una gacela.
David avanzó sigilosamente, pegado a la pared. Al llegar a las cortinas de terciopelo que cubrían los ventanales que daban al monte Kenia, se detuvo, alzó el revólver y apartó las cortinas. Mona, detrás suyo, miró por encima de su hombro.
La veranda estaba oscura, barrida por la lluvia. Una bombilla solitaria sobre los escalones proyectaba un círculo de luz amarilla y tenue sobre los muebles de mimbre, las palmeras plantadas en macetas y los pétalos rojos y color lavanda de las buganvillas.
David y Mona vieron los fragmentos de tiestos, la tierra esparcida, la azalea en el suelo de la galería. Unos pasos más allá vieron lo que la había derribado: una figura pequeña y torpe que husmeaba con curiosidad las plantas de las macetas.
—¡Un erizo! —exclamó Mona.
—Sin duda trata de cobijarse de la lluvia. —David se volvió hacia Mona, riéndose. La muchacha también se rió, nerviosamente, de alivio.
Luego sus sonrisas se borraron y se quedaron mirándose en la intimidad de la penumbra, cerca del borde de la luz de la chimenea.
—Quiero que me prometas —dijo David en voz baja al cabo de un momento— que te irás de esta casa mañana y te alojarás con tu tía Grace. Tim Hopkins está con ella. En casa de tu tía Grace no correrás tanto peligro como aquí. ¿Me lo prometes, Mona?
—Sí.
David enmudeció y sus ojos buscaron el rostro de Mona, siguieron la línea de los cabellos, el cuello, los hombros.
—No es aconsejable que estés sola —dijo finalmente, pensando en la nota—. Aparte de los mau-mau, alguien te ha amenazado.
—Y también a ti.
—Sí…
David alzó la mano y la apoyó dulcemente en la mejilla de Mona.
—Me he preguntado tantas veces cómo sería tu piel —dijo—. Es tan suave…
Mona cerró los ojos. La mano de David era dura y callosa y su roce le producía una sensación de languidez. Notó que respiraba de forma entrecortada, que el corazón empezaba a latirle con más fuerza.
—Mona —dijo él en voz baja.
La muchacha le acarició la mejilla con la punta de los dedos. Siguió las líneas de su cara, de la nariz a la comisura de los labios, el surco entre las cejas, las arrugas en el borde de los ojos.
La mano de David se movió hacia su nuca y los dedos se hundieron en sus cabellos. Se inclinó para besarla, pero titubeó. Cuando por fin sus labios se encontraron fue tentativamente, como si dieran un primer paso, un paso inseguro. Luego ella le rodeó el cuello con sus brazos y le alentó a besarla, guiándolo, mostrándole cómo se hacía. Sus cuerpos se juntaron en el resplandor trémulo del fuego.
Al cabo de un momento, David se apartó un poco y le desabrochó los botones de la blusa. Quedó maravillado al ver los senos pequeños y blancos, que sus manos cubrían por completo. La muchacha le abrió la camisa y apoyó las manos en su pecho. Cuando David estuvo desnudo, Mona vio el legado de sus antepasados masai en las nalgas finamente esculpidas y los muslos fuertes y delgados.
David la tomó en sus brazos y la dejó enfrente del fuego. Exploró su cuerpo. La tocó. Mona respondió porque nunca había conocido el cuchillo de la irua.
David volvió a colocar su boca sobre la de Mona y ella arqueó el cuerpo hacia arriba para recibirle. Yacieron bajo la luz inquieta del fuego, piel negra contra piel blanca.
Mona despertó de repente y se preguntó qué la habría arrancado de su sueño. Se volvió hacia el hombre que yacía a su lado en la cama: David dormía profundamente. Se preguntó cuánto tiempo habría dormido. Nunca se había sentido tan bien. Nunca había sido tan feliz.
Habían hecho el amor varias veces, cada una de ellas mejor que la anterior. A David le habían enseñado las artes y habilidades de sus antepasados guerreros; Mona le había deleitado con sus respuestas intensas, inesperadas.
—¡Mona! —llamó una voz desde abajo.
Mona se incorporó. ¡Eso era lo que la había despertado! ¡La entrada de alguien en la casa!
Era Geoffrey. Iba de un lado a otro por la planta baja, llamándola.
Mona se levantó de un salto y se puso una bata. Volvió a mirar a David para asegurarse de que seguía durmiendo, salió al pasillo y cerró la puerta.
Encontró a Geoffrey en la sala de estar, donde aún había algunos rescoldos en la chimenea.
—¿Se puede saber qué haces aquí, Geoffrey?
—¡Cielos, Mona! ¡Me has quitado diez años de vida! ¡Al encontrar la puerta de la cocina cerrada sólo de golpe, no he sabido qué pensar!
Mona se tapó la boca con la mano. ¡Habían dejado la casa abierta!
—¿Qué haces aquí? —volvió a preguntar, observando que el impermeable de Geoffrey estaba empapado, que gotas de lluvia caían del ala de su sombrero. Llevaba un rifle en la mano y cerca de la puerta que daba al comedor había dos hombres de la reserva de policía de Kenia.
—Una patrulla nocturna encontró un gato muerto colgado en la entrada de Bellatu. Ya sabes lo que esto significa.
Mona sabía lo que significaba. Era una señal del mau-mau para indicar que los habitantes de la casa iban a ser las víctimas siguientes.
—Así que estamos haciendo una redada general de todos los negros de la zona. Pero cuando llegué al bungalow de David Mathenge y descubrí que no estaba en casa, que, de hecho, no parecía haber estado allí en toda la noche, decidí subir a preguntarte si sabías dónde estaba.
Mona se apretó los senos con la bata. En la casa hacía un frío abominable.
—¿A qué hora se fue de aquí anoche, Mona?
«¿Anoche?».
—¿Qué hora es, Geoffrey?
—Casi el amanecer. Tengo varias patrullas buscándole. Siempre he sospechado que ese chico simpatizaba con el mau-mau. Incluso es posible que sea el sujeto que andamos buscando, ése que obliga a los demás a prestar juramento.
—No digas tonterías. ¿Y quieres hacerme el favor de decirles a esos hombres que salgan? No estoy vestida.
Geoffrey dio una orden en suajili a los policías negros y cuando se hubieron ido dijo:
—¿Sabes dónde está David Mathenge?
—No ha tenido nada que ver con el gato muerto.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé y basta.
—No comprendo cómo puedes confiar en él tan ciegamente. ¿Qué clase de influencia ejerce David Mathenge en ti, si puede saberse?
—Sé que es inocente.
—Bueno, quiero llevármelo para interrogarle. Ya va siendo hora de que le detengamos. Le has defendido durante demasiado tiempo. Ahora dime, ¿a qué hora se marchó anoche?
Mona no contestó.
—¿Sabes adónde fue? ¿Sabes dónde está en este momento?
Mona se mordió los labios.
—Si no me lo dices, le encontraremos de todas formas y puedo garantizarte que no lo pasará bien cuando le interroguemos. Ha infringido el toque de queda.
—No fue culpa de David. Yo soy responsable de ello.
—¿Qué quieres decir?
Mona trató de pensar. Si sospechaban que David había tenido que ver con el asunto del gato muerto, lo torturarían al interrogarle. Pero si ella hablaba por él, si demostraba que era inocente porque había estado con ella toda la noche, confesaría lo que habían hecho.
Antes de que Mona pudiera tomar una decisión, Geoffrey dijo:
—¡Qué diablos!
Al volverse, Mona vio que David estaba en el umbral. Vestía sólo pantalones y empuñaba una pistola.
—He oído voces, Mona —dijo—. Y he pensado que estabas en apuros.
Geoffrey se sentía demasiado escandalizado para hablar.
Mona se acercó a David y apoyó una mano en su brazo.
—Nos olvidamos de cerrar la puerta de la cocina, David. Geoffrey ha venido a decirme que han colgado un gato en mi puerta durante la noche. Pensó que habías sido tú. —Miró a Geoffrey y añadió—: Pero no pudo ser David porque ha estado aquí conmigo toda la noche.
Varias expresiones pasaron por el rostro de Geoffrey antes de que pudiera hablar.
—Ya entiendo —dijo, acercándose a Mona—. Sospechaba algo así. Pero no podía estar seguro. Después de todo, me decía a mí mismo que Mona sin duda no podía caer tan bajo.
—Será mejor que te vayas, Geoffrey. Esto no es asunto tuyo.
—¡Ni que lo digas! ¡No quiero tener nada que ver con esto! ¡Dios mío, Mona! —exclamó—. ¡Tú acostándote con un negro asqueroso!
Mona le asestó una fuerte bofetada.
—Fuera de aquí —dijo en tono amenazador—. Vete o usaré esta pistola contra ti. Y no vuelvas jamás a mi casa.
Geoffrey abrió la boca para decir algo. Luego lanzó una mirada asesina, amenazadora, a David, dio media vuelta y salió.
Cuando se oyó la puerta de la cocina cerrándose de golpe, Mona se cubrió la cara con las manos y cayó en los brazos de David.
—¡Lo siento tanto! —exclamó—. ¡Es una persona odiosa! ¡La culpa es mía, David!
—No —dijo él quedamente, acariciándole el pelo, los ojos clavados en la luz lechosa que se filtraba entre las cortinas. Amanecía—. No es culpa de nadie, Mona. Sencillamente somos víctimas de fuerzas que escapan a nuestra comprensión. —Se echó hacia atrás, sujetándola por los brazos—. Mona, mírame y escucha lo que voy a decirte. Éste no es un mundo en el que podamos vivir; nuestro amor no sobreviviría. Algún día harán que me mires y pienses que soy un negro asqueroso, o yo te miraré y pensaré que eres una perra blanca. Y nuestro bello amor será destruido.
David hablaba apasionadamente.
—Tiene que haber un futuro en el que podamos vivir juntos y amarnos libremente y sin miedo. Tenemos que poder vivir como marido y mujer, Mona, en vez de andar sigilosamente al amparo de la noche. Te amo con todo mi corazón, más de lo que he amado a nadie en mi vida y, pese a ello, ¡no he sido capaz de defenderte cuando este hombre te insultaba! ¡No puedo permitir que me despojen de mi hombría, porque sería lo mismo que estar muerto! ¡Ahora me doy cuenta de que he estado en un error todo este tiempo, que la única forma de hacer que el futuro sea nuestro es luchar por él! ¡No puedo seguir siendo el criado del hombre blanco!
Mona alzó los ojos hacia él, hipnotizada, aterrada.
—Ahora voy a hacer lo que debería haber hecho hace mucho tiempo, Mona. Y lo haré por nosotros. Recuerda sólo que te amo. Puede que pase mucho tiempo antes de que vuelvas a verme, pero estarás conmigo en mi corazón. Y si alguna vez tienes miedo o estás en peligro, y si necesitas ponerte en comunicación conmigo, ve a ver a mi madre. Ella sabrá lo que haya que hacer.
—¿Adónde vas, David? —susurró Mona.
—Me voy a la selva, Mona. Voy a unirme al mau-mau.