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El 14 de junio de 1953 cuatro mujeres africanas entraron en el comedor del muy lujoso y elegante hotel Reina Victoria de la avenida de Lord Treverton y se sentaron a una mesa en la que había un mantel de lino irlandés, platos de porcelana y cubiertos de plata.

Los blancos que se encontraban en el comedor enmudecieron a causa del asombro mientras las cuatro mujeres hacían tranquilamente sus encargos al escandalizado camarero africano. Las mujeres, que llevaban vestidos de algodón estampado y turbantes kanga, pidieron irio y posho, platos tradicionales de Kenia que, por supuesto, no se servían en el Reina Victoria.

Al reponerse de su asombro y darse cuenta de lo que pasaba, los indignados clientes blancos abandonaron el comedor. Pocos minutos después llegó la policía. Las mujeres se resistieron ferozmente, lo que provocó la rotura de mucha porcelana y cristal, jarrones de flores y el carrito de los postres. Tres fueron detenidas, pero la cuarta logró escapar corriendo a través de la cocina, con su bebé rebotando en la espalda. Antes de desaparecer por el callejón y perderse entre las callejas tortuosas de los populosos barrios africanos de Nairobi, la mujer se volvió y arrojó una piedra por una de las ventanas del Reina Victoria. Atada a la piedra había una nota que decía «La tierra es nuestra» e iba firmada por la «mariscal de campo Wanjiru Mathenge».

—¡James, ya te lo he dicho y hablo en serio! ¡No llevaré armas! —Grace devolvió el revólver a James y se apartó de él.

—¡Maldita sea, Grace! ¡Haz el favor de escucharme! ¡La situación es desesperada! Todas las misiones sufren ataques. Ya sabes lo que le pasó a la misión escocesa la semana pasada.

En la boca de Grace se pintó una expresión de tozudez. Sí, se lo habían contado, se había puesto mala y no había dormido desde entonces. ¡Lo que los terroristas del mau-mau les habían hecho a aquellas pobres personas inocentes! Era aún peor que la matanza de Lari en marzo. ¡Y el ataque contra la misión escocesa había tenido lugar a plena luz del día! Los mau-mau eran cada vez más atrevidos y sus tácticas, más repugnantes.

A juicio de Grace, el gobierno había cometido un grave error al declarar culpable a Jomo Kenyatta y condenarle a siete años de trabajos forzados. Para empezar, no deberían haberle detenido, ya que no había ninguna prueba de que fuese la fuerza detrás del mau-mau. Y en lugar de poner fin al movimiento a favor de la «libertad», el trato injusto dispensado a Kenyatta sólo había servido para avivar las llamas. Cada día huían a las selvas miles de jóvenes sin empleo y disolutos que no tenían ninguna razón para vivir y sólo querían matar y robar.

Las principales actividades del mau-mau se desarrollaban en la región de los alrededores de Bellatu y la misión de Grace. La RAF bombardeaba constante y sistemáticamente las selvas de los Aberdare; se veían soldados británicos en gran número que colocaban controles en las carreteras e interrogaban a todo el mundo; el gobierno se había hecho cargo de todos los teléfonos, se controlaban todas las conversaciones y sólo se permitía hablar en inglés.

El mau-mau estaba en auge, no sólo en lo referente al número de guerrilleros que luchaban en la selva, sino también al de simpatizantes entre los kikuyu en general. A los niños africanos les enseñaban a cantar himnos sustituyendo la palabra «Dios» por «Jomo»; sirvientes que antes eran leales y de confianza ahora se transformaban, de buen grado o a la fuerza, en agentes del mau-mau; a los colonos blancos les pedían que se encerrasen en casa a las seis de la tarde, dejando fuera al servicio, y que no volvieran a permitirle la entrada hasta la mañana siguiente. En general, nadie sabía en quién podía confiar, de quién debía sospechar.

Y las atrocidades iban en aumento, por ambos bandos. Cada día moría asesinado algún capataz leal; las misiones eran atacadas; el ganado de los colonos, mutilado; los hombres de la guardia nacional torturaban a los sospechosos quemándoles los tímpanos con cigarrillos. La ceremonia de prestación de juramento, que en otro tiempo había sido descrita por los periódicos, se hacía cada vez más salvaje y obscena —ahora utilizaban niños, y animales—, por lo que ya no podían publicarse descripciones de la misma.

El mundo entero parecía haberse vuelto loco.

—Te pido que lo hagas por mí, Grace —dijo James, siguiéndola a la sala de estar—. No descansaré hasta que sepa que estás protegida.

—Si llevo un revólver, James, quiere decir que tengo intención de matar a alguien. Y no quiero matar a nadie, James.

—¿Ni siquiera en defensa propia?

—Puedo cuidar de mí misma.

Exasperado, James enfundó el revólver y lo dejó sobre la mesa. Todos los colonos de la provincia, absolutamente todos, iban armados excepto esa mujer testaruda, obstinada. A sus sesenta y cuatro años Grace seguía comportándose con la decisión de antaño, con aquella voluntad recia y animosa que era una de las razones por las cuales James se había enamorado de ella. Pero ahora tenía el pelo gris y usaba gafas. ¡A ojos del mau-mau, era una mujer blanca frágil e indefensa!

Mario entró en la sala, un poco encorvado y con el pelo totalmente canoso después de tantos años con la memsaab Daktari. Llevaba una bandeja con el té y los emparedados y se disponía a dejarla sobre la mesa cuando vio el arma.

—Malos tiempos corren, bwana —dijo con tristeza—. Muy malos.

—Mario —dijo James, apartando el arma para que pudiese dejar la bandeja—, sospechamos que en esta zona hay alguien que obliga a los demás a prestar juramento. ¿Tú sabes algo?

—No, bwana. Yo no creo en los juramentos. Yo soy un buen hombre cristiano.

«Sí», pensó James sombríamente. Y otro blanco de primera para el mau-mau. ¿Era ésa la defensa de Grace? ¿Un criado envejecido cuya devoción a su señora blanca podía significar su propia sentencia de muerte?

Memsaab —dijo Mario—. Daktari Nathan dice que necesitará que usted le ayude en el quirófano esta tarde. Hay que hacer otros doce chicos.

—Gracias, Mario. Dile que allí estaré. —Grace se sentó al lado de la radio—. Pobre doctor Nathan. Ahora hace veinte circuncisiones diarias. Y tengo entendido que los hospitales de Nairobi están repletos de casos.

Todo se debía a que los hechiceros, que eran los encargados de circuncidar a los jóvenes de la tribu, habían sido detenidos y encarcelados porque se sospechaba que pertenecían al mau-mau. Los padres kikuyu, deseando vivamente conservar la tradición recurrían a los hospitales, donde los cirujanos llevaban a cabo la operación en condiciones menos que tradicionales. Sólo a las chicas las seguían circuncidando al modo antiguo; la operación la efectuaba mamá Wachera.

Grace puso la radio. Al escuchar los compases de la canción que estaban tocando, musitó:

—Ahora todo es norteamericano.

Cambió de emisora. El noticiario de la radio de Nairobi habló primero de acontecimientos internacionales —en los Estados Unidos, los Rosenberg, acusados de espionaje, habían sido ejecutados; la URSS había hecho estallar su primera bomba de hidrógeno— y luego se oyó la voz del general Erskine, el nuevo jefe del mando del África Oriental.

Primero anunció que el gobierno había prohibido la Unión Africana de Kenia e impuesto restricciones a la formación de cualquier grupo político africano. Luego dijo:

«Por propia y amarga experiencia, del mau-mau saben ustedes más que yo. Lo único que sé es que este credo malévolo ha hecho que se cometieran crímenes del mayor salvajismo y violencia y que es preciso restaurar sin demora el respeto a la ley y el orden. El Ministerio de la Guerra me ha enviado y pondré manos a la obra inmediatamente. No me daré por satisfecho hasta que todos los ciudadanos leales de Kenia puedan hacer su trabajo sin correr ningún peligro».

Después de las noticias James y Grace salieron de la casa y echaron a andar por uno de los senderos asfaltados que cruzaban las doce hectáreas de la Misión Grace. Habían elegido este sitio por considerarlo el mejor para los mítines de urgencia de los colonos. La misión se encontraba en un lugar de fácil acceso desde la mayoría de las granjas y una de las aulas tenía cabida para la multitud que asistía siempre a los mítines. Al llegar, encontraron a Tim Hopkins subido a una caja enfrente del encerado y pidiendo atención.

En el aula hacía un calor tremendo, pese a que todas las ventanas estaban abiertas. Casi un centenar de colonos furiosos y asustados, con la pistola enfundada en la cadera y el rifle en las manos, sudaban a causa de la elevada temperatura que oprimía ininterrumpidamente a la colonia desde marzo. La tensión que había en el aire era debida a algo más que al mau-mau: debido a la sequía pertinaz se preveía que iba a malograrse el noventa y cinco por ciento de las cosechas.

—¡Un poco de silencio, por favor! —les gritaba Tim en vano.

Todos parecían hablar a la vez. Hugo Kempler, un ranchero de Nanyuki, hablaba con Alice Hopkins de las treinta y dos vacas que los mau-mau le habían envenenado.

—Al hacerles la autopsia, se encontraron con arsénico en el maíz.

Por su parte, Alice le contó que todos sus trabajadores habían desaparecido.

—Los sesenta sin excepción. Se fueron todos en una sola noche. Ocurrió la semana pasada y no ha vuelto ni uno de ellos. No tengo a nadie para la recolección del sisal y el piretro. Si no encuentro braceros pronto, toda mi plantación se irá al cuerno.

Finalmente, al ver que no conseguía hacerse oír, Tim desenfundó su pistola y disparó al aire. Inmediatamente se hizo el silencio.

—¡Ahora escuchadme! —gritó Tim, frotándose la cara sudorosa con un pañuelo—. ¡Tenemos que hacer algo! ¡En esta región hay alguien que obliga a los demás a prestar juramento! ¡Tenemos que encontrarle! ¡Y pronto!

De la multitud surgieron murmullos de aprobación. La señora Langley, que había llegado a Kenia con su marido en 1947, a raíz de la independencia de la India, se levantó con su vestido de algodón estampado y su pistolera y dijo:

—Hemos tratado de hablar con nuestros hombres, pero no llegamos a ninguna parte. Probamos con sobornos y amenazas, pero sencillamente se niegan a hablar.

Algunos asintieron con la cabeza y se oyeron murmullos. Todos sabían que era imposible hacer que un kikuyu hablase del mau-mau. Aunque muchos africanos eran simpatizantes, también había muchos que no lo eran, pero el miedo los hacía callar. El mes pasado, sin ir más lejos, un hombre había declarado ante un tribunal especial de Nairobi y luego cuatro hombres le habían obligado a subir a un coche y no se lo había vuelto a ver. Incluso los que prestaban testimonio al ser interrogados por la policía y firmaban una declaración, luego no se presentaban ante el tribunal y había pocas probabilidades de que volviera a saberse de ellos.

El señor Langley se encontraba de pie al lado de su esposa. Era un hombre bajito y curtido por la intemperie y se había ido de la India porque, al igual que otros cientos de hombres que habían llegado a Kenia en 1947, no quería vivir bajo el gobierno «nativo».

—Perdí a mi mejor capataz hace dos noches —dijo—. Le encerraron en su choza, con su mujer y sus dos hijos, y los quemaron vivos. Y luego envenenaron a todos mis perros. —Hizo una pausa. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. No nos habían atacado hasta entonces. Estoy seguro de que fueron nuestros propios hombres. Nos habían sido fieles hasta que les obligaron a prestar juramento.

El miedo aparecía pintado en el rostro de todos los colonos. El poder del juramento, una vez prestado, era la mayor y la más insidiosa de las amenazas del mau-mau. Criados que llevaban años con una familia, que eran tratados como miembros de ella, podían convertirse en asesinos de la noche a la mañana. Aunque el juramento le fuese impuesto por la fuerza, una vez un kikuyu había comido carne de perro cruda y bebido la copa de sangre, no podía desobedecer una orden del mau-mau.

—Lo malo —dijo Tim— es que tenemos que encontrar una forma mejor de combatir a estos monstruos. ¿Cómo se puede luchar contra un enemigo que nunca da la cara? Todos sabemos cómo actúan los mau-mau. Viven en campamentos ocultos en la selva, las mujeres les suministran alimento, ropa y medicinas, y reciben información sobre los movimientos de las fuerzas de seguridad. Tienen una red de comunicaciones increíble. ¡Utilizan troncos huecos a guisa de buzones! La semana pasada lograron organizar un boicot contra los autobuses de Nairobi y han conseguido que los africanos no compren cigarrillos y cerveza europeos. ¡A los negros les impresiona mucho más el miedo al mau-mau que cualquier deseo de restaurar la ley y el orden!

De nuevo empezaron todos a hablar a la vez y Tim tuvo que disparar su pistola una vez más.

—¡Lo que tenemos que hacer —gritó— es averiguar quiénes obligan a prestar juramento! Ésa es nuestra prioridad. Luego tenemos que encontrar la red secreta, averiguar quién suministra armas de fuego y municiones al mau-mau. ¡Y una vez hecho esto, podremos cortar sus líneas de abastecimiento y el hambre les hará salir de la maldita selva!

Mona, que se encontraba en la parte trasera del aula con Geoffrey, miró fijamente a Tim Hopkins. Nunca lo había visto de esa manera. Tenía el rostro enrojecido y le llameaban los ojos. Estaba a punto de reventar de furia y sed de sangre. Durante los últimos meses Tim se había transformado en lo que la gente llamaba «un cowboy de Kenia», un vigilante que se había nombrado a sí mismo como tal y actuaba con un contingente de jinetes, una especie de caballería de agricultores cuyo objetivo era prestar ayuda a las granjas aisladas. Los miembros de estas fuerzas privadas eran principalmente hijos de colonos, muchachos europeos que habían nacido en Kenia y que luchaban por conservar una tierra que ellos creían tan suya como de los africanos. A los jóvenes como Tim les molestaba oír la palabra «nativos» aplicada a las tribus negras y argüían que los blancos nacidos en Kenia eran tan «nativos» como los negros y tenían el mismo derecho a ser propietarios del país. Si bien algunos de esos «cowboys» actuaban impulsados por un propósito noble, y se comportaban civilizadamente, muchos de ellos eran tan sádicos y bárbaros como los mau-mau. Se sabía que detenían arbitrariamente a africanos y les propinaban tremendas palizas por cualquier motivo. Mona rezaba pidiendo que Tim no fuera como ellos.

—Lo que yo no comprendo —dijo la voz afable del padre Vittorio—, es por qué el gobierno sencillamente no les da lo que quieren.

—¿Y por qué debería dárselo? —preguntó el señor Kempler.

—Al fin y al cabo, los africanos no piden tanto, ¿verdad? Mejores salarios, sindicatos, libertad para cultivar café, la eliminación de la barrera racial… —contestó pacientemente el padre Vittorio.

—¡Si cedemos un poco ante los negros —gritó otro hombre—, lo querrán todo!

—Pero el mau-mau no tendría razón de ser si el gobierno diera a los africanos igualdad económica y política con nosotros.

—¿Por qué sencillamente no se lo damos todo, hacemos las maletas y nos largamos?

—¡Señores! —gritó Tim—. ¡Por favor! No nos peleemos entre nosotros. Tenemos que decidir lo que hay que hacer acerca del asunto de los juramentos.

Mona se estaba impacientando. Nadie decía nada nuevo, el calor era deplorable y la funda de la pistola pesaba demasiado y resultaba incómoda. Retrocedió unos pasos, acercándose a la puerta abierta, y recorrió con los ojos el recinto de la misión. Reinaba en él un silencio desacostumbrado.

Pensó en David, que estaría trabajando bajo el sol ardiente en alguna parte de la plantación, luchando por salvarle la cosecha. Pensó que debería estar con él.

Mona recordó su conversación de dos días antes, cuando habían hecho una pausa en el trabajo para sentarse bajo un árbol con un termo de limonada fría. David había hablado en voz baja, apenas más fuerte que el zumbido de las abejas a su alrededor:

—La violencia perjudica la causa africana. Es esencial que las soluciones de nuestros problemas se basen en la verdad y en la no violencia. Vi los resultados que el terrorismo tuvo para Palestina y veo los que sigue teniendo en el nuevo estado de Israel. Dudo que dentro de treinta años hayan terminado las luchas entre árabes y judíos. Todos deberíamos seguir el magnífico ejemplo de Mahatma Gandhi.

»El mau-mau estaría acabado si Inglaterra concediese la libertad económica y política a los kenianos. Pero en vez de ello, ha metido la pata prohibiendo la Unión Africana de Kenia. Mi partido político no tenía nada que ver con el mau-mau. Nos reuníamos pacíficamente y tratábamos de resolver nuestras diferencias siguiendo los cauces legales. Pero el gobierno ha puesto a la Unión Africana de Kenia fuera de la ley, y eso fue un error tremendo.

David siempre le hablaba de esa manera: honradamente, directamente y con el propósito de que su postura quedase clara. A diferencia de Geoffrey, que le soltaba discursos, dándose aires de superioridad, como si ella fuese una niña. En aquella tarde bochornosa bajo el árbol, los dos a solas, lejos de ojos indiscretos, compartiendo la limonada, David había dicho:

—De esta última guerra ha nacido un mundo nuevo, Mona. Inglaterra ya no es dueña del mundo. Tiene que ver que África y Asia la rechazan. Una vez la gente recurre a ella, la violencia es imparable y al final el gobierno hará concesiones. Eso es sabido. Entonces, ¿por qué no las hace ahora mismo?

Se había vuelto de cara a ella, hablando con vehemencia:

—Durante los últimos cincuenta años la política británica ha obligado a los africanos a recurrir a la violencia con el fin de arrancar poco a poco unas migajas de libertad humana. Ahí tienes los ejemplos trágicos de Irlanda, Israel, Malaya y Chipre. ¡Me pregunto, Mona, cuándo aprenderá Inglaterra que la represión y la negación de la dignidad humana son una locura!

Se levantó una brisa cálida y Mona salió con la esperanza de encontrar alivio. El aire era pesado. Moscas y abejas llenaban el calor con sus zumbidos. Los tejados de cinc ondulado de los numerosos edificios de la misión brillaban bajo el sol y despedían olas de calor transparentes. El silencio era profundo. Parecía que el mundo estuviese dormido. La Misión Grace, que normalmente era centro de constante actividad, dormía bajo la tarde opresiva. Intrigada, reparó en que, de hecho, no se observaba el constante ir y venir de gente. Daba la impresión de que durante los últimos minutos hubiese desaparecido todo el mundo: las enfermeras, los pacientes, los doctores con sus batas blancas, las visitas que traían alimentos y flores.

Mientras dentro del aula James intentaba decirles a los asustados colonos que no perdiesen la cabeza, Mona vio que de pronto aparecía un coche en uno de los callejones asfaltados. Se acercaba a una velocidad tremenda y el conductor hacía sonar la bocina. Al ver que David se apeaba de un salto y corría hacia ella, Mona salió a su encuentro.

—¿Qué pasa, David?

Él le apretó el brazo.

—¡Tienes que irte! ¡Ahora mismo!

—¿Qué…?

David empezó a tirar de ella.

Los de dentro, al oír la bocina y el chirrido de los frenos, corrieron a asomarse por la puerta y las ventanas.

—¡Corran! —les gritó David—. ¡Los mau-mau!

Y entonces se produjo el ataque.

Aparecieron de la nada, todos a la vez, rodeando el aula. Hombres con pangas, lanzas y fusiles surgieron de detrás de los matorrales y los árboles, el pelo largo retorcido hasta formar las temibles trenzas del mau-mau.

David echó a correr con Mona mientras a su alrededor empezaban a sonar tiros por todas partes. Antorchas encendidas surcaban el aire y caían dentro de las aulas tras romper los cristales. Del interior surgían chillidos.

Una piedra estuvo en un tris de estrellarse contra la cabeza de Mona. Las balas pasaban silbando cerca de sus oídos mientras corría con David, que le sujetaba la mano con fuerza. Llegaron a un pequeño cobertizo que hacía las veces de almacén. Mona dio un traspié y cayó. David la ayudó a levantarse y la atrajo hacia sí. Se abrazaron con fuerza detrás del refugio que les ofrecía el cobertizo. Oyeron los alaridos frenéticos de los hombres de la selva que sitiaban el aula. Tronaban las armas de fuego y los cristales saltaban en pedazos. Se oían gritos y chillidos. A lo lejos se oyó el quejido de la sirena de alarma.

Mona y David siguieron abrazados durante un momento. Luego él se apartó y dijo:

—¡Vete a la choza de mi madre! ¡Allí estarás a salvo!

—No.

—¡Mona, maldita sea! ¡Haz lo que te digo! ¡Vienen por nosotros! ¿No lo entiendes?

—¡No te dejaré solo!

David sacó el revólver de la funda de Mona.

—Corre hasta el coche tan aprisa como puedas. Yo los tendré a raya con esto.

—¡No!

Una lanza se estrelló en el tejado de cinc del cobertizo y una bala hizo explosión en la obra de albañilería cerca del brazo de la muchacha. David volvió a tomarla de la mano y salieron corriendo de detrás del cobertizo, refugiándose en un espeso seto. Mona contempló con ojos horrorizados la escena que se desarrollaba ante ella.

El aula ardía y el suelo ya estaba lleno de cadáveres de mau-mau y colonos. Vio que David alzaba el arma, apuntaba y hacía fuego. Un terrorista que se disponía a arrojar una bomba incendiaria quedó paralizado, luego se desplomó. David volvió a disparar. Otro mau-mau cayó al suelo. Vio que Geoffrey y su padre estaban en las ventanas del aula, disparando a través de los cristales rotos contra la oleada de africanos. Una mujer —la señora Langley— salió corriendo y una lanza mau-mau le atravesó el estómago.

Parecía haber cientos de ellos, hombres feroces que blandían pangas y lanzas, vestidos de harapos, las caras con expresión enloquecida, sedientas de sangre. Mona vio que uno de ellos trataba de colarse en el aula por una de las ventanas de atrás.

—¡Allí! —gritó.

David hizo fuego y el hombre cayó muerto.

Seguían viniendo y caían cuando las balas de los colonos daban en el blanco. Pero también los mau-mau tenían armas de fuego y sus balas entraban por las ventanas y encontraban blancos dentro. Había llamas por doquier y el humo se elevaba hacia el cielo plácido. Dos hombres blancos salieron del aula, tambaleándose y tosiendo; ambos cayeron bajo los pangas de los mau-mau que les esperaban.

Mona vio que el señor Kempler caía de rodillas y era acuchillado por seis africanos.

El padre Vittorio salió agitando un trapo blanco. Alguien le arrojó una antorcha encendida y su sotana negra empezó a arder.

Mona oyó que el arma de David emitía un clic.

—Necesito más balas —dijo él, y Mona le miró fijamente.

—¡No tengo ninguna!

Un mau-mau les vio detrás del seto, soltó un alarido y varios de sus camaradas le siguieron. David y Mona se levantaron de un salto y corrieron en zigzag entre los edificios de la misión. Saltaron por encima de setos y doblaron esquinas a todo correr. Los mau-mau les seguían aullando como perros de caza, arrojando piedras y lanzas, disparando pistolas.

Ante ellos apareció la entrada de la misión, una verja ancha y arqueada, de hierro forjado. Más allá se extendía el campo de polo, cubierto de malas hierbas y amarillo por efecto de la sequía. En el extremo del campo, al otro lado de una valla hecha con cadenas herrumbrosas, se encontraban las chozas de mamá Wachera y de la mujer que en otro tiempo había sido la esposa de David.

—¡Vete con mi madre! —volvió a decir David—. ¡Ella te protegerá! Yo me iré por aquí y me seguirán.

—No, David. ¡No quiero dejarte solo!

David la miró; luego dijo:

—¡Por aquí!

Encontraron abierta la puerta del taller. El interior era fresco y oscuro y había coches y camiones en diversas fases de reparación. Al igual que en el resto de la misión, no había nadie. David tomó la mano de Mona y entraron corriendo.

Se movieron con rapidez y en silencio entre los vehículos, sorteando bidones de petróleo, esquivando neumáticos colgados del techo. Luego la luz de la puerta quedó bloqueada por las siluetas de sus perseguidores. Los terroristas titubearon.

David llevó a Mona hasta el rincón más oscuro, donde se agazaparon detrás de una mesa de trabajo. Buscó un arma y encontró una cadena de bicicleta. Mona se aferró a él; le costaba respirar y tenía la boca seca a causa del miedo.

Vieron que las siluetas se movían en el umbral, oyeron que los hombres discutían en voz baja.

Mona notó que los músculos de David se tensaban. Su cuerpo estaba duro, dispuesto a saltar. Mona temblaba. David la rodeó con un brazo y la acercó más a él.

De repente una figura se alzó a su lado y una mano salió disparada de las tinieblas. Mona profirió un chillido. Le pareció salir volando del abrazo de David; sus pies se separaron del suelo.

David vio la manaza que acababa de asir los cabellos de Mona. Vio elevarse la otra mano, el panga ensangrentado a punto de degollarla.

Golpeó la cabeza del mau-mau con la cadena. La mano soltó a Mona, que cayó entre las herramientas. Aturdida, vio que los dos hombres forcejeaban. Luego vio que los otros entraban corriendo.

Buscó frenéticamente en la oscuridad y su mano se posó en un hierro de neumático.

El primer mau-mau que llegó hasta ella recibió un golpe tremendo en las espinillas, soltó una exclamación y dejó caer la lanza.

Mona se levantó y golpeó de nuevo. Oyó cómo se rompía el hueso cuando el hierro chocó contra el hombro.

Pero los otros ya se les echaban encima. Mona vio que David caía bajo sus golpes y puntapiés. Sintió que unas manos tiraban de ella, tratando de arrancarle la ropa e intentó luchar, golpeando ciegamente con el hierro. Pero sabía que no había ninguna esperanza.

«David…».

De repente los terroristas retrocedieron y empezaron a salir corriendo del garaje. Mona parpadeó, desconcertada. Entonces oyó las sirenas de la policía, el rugido de motores de avión.

Se arrodilló junto a David, que yacía de costado, gimiendo.

—Se han ido… —dijo Mona—. Han llegado los soldados.

Al cabo de un momento, pudieron ayudarse mutuamente a levantarse. Se quedaron de pie en la oscuridad, abrazados para mantener el equilibrio; luego, con pasos vacilantes, salieron a la luz del sol.

Cuando llegaron al aula, donde estaban echando cubos de agua para apagar el incendio mientras los soldados ponían las esposas a los mau-mau capturados, Mona se acercó corriendo a su tía, que le estaba vendando la cabeza al señor Langley.

—Hemos sufrido ocho muertos —dijo Grace, que no había resultado herida, pero tenía la cara sucia de tierra; se le había deshecho el moño y los cabellos plateados le caían sobre los hombros—. Han matado a ocho de nosotros…

Mona miró a su alrededor. Vio que sir James, Geoffrey y Tim conferenciaban con el oficial que mandaba la tropa. Vio a la señora Kempler llorando ante el cadáver apenas reconocible de su esposo, consolada por una enfermera. Los mau-mau prisioneros eran tratados sin miramientos; varios recibieron porrazos en la cabeza. En la periferia de la brutal escena unos cuantos africanos miraban con cara inexpresiva. Mona sabía quiénes eran: trabajadores de la misión.

«¿Dónde estaban? —se preguntó—. ¿Cómo se habían enterado del ataque?».

Y entonces el pobre y viejo Mario, temblando y llorando, salió corriendo de la casa y se detuvo junto a Grace, retorciéndose las manos.

Mona miró por encima del hombro y vio que cuatro soldados británicos rodeaban a David. Súbitamente, uno de ellos le asestó un puñetazo en el estómago y David cayó de rodillas, doblado por la mitad.

—¡Basta! —gritó Mona, corriendo hacia ellos. Geoffrey, al oírla, corrió también—. ¡Basta! —volvió a gritar, abriéndose paso a empujones. Se arrodilló junto a David y le rodeó con sus brazos—. ¿Qué os proponéis? —gritó a los soldados.

—Es un sospechoso, señorita Treverton. Le estamos sacando información.

—¡Idiota! ¡Este hombre no es ningún sospechoso! ¡Es el encargado de mi plantación!

—Pues a mí me parece un mau-mau —dijo otro.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Geoffrey, acercándose al grupo.

—Este chico ofrecía resistencia, señor. Nos lo vamos a llevar para interrogarle.

—¡No! —exclamó Mona.

Geoffrey miró a Mona, que estaba arrodillada junto a David Mathenge.

—Tienen que llevárselo, Mona. Tienen que interrogar a todo el mundo.

—Nos os atreváis a tocarle. ¡Me ha salvado la vida!

Los soldados se miraron unos a otros, y Geoffrey dirigió una mirada ceñuda a Mona.

—Vino a prevenirnos del ataque —dijo Mona—. Y tú lo sabes, Geoffrey.

—Sí, y llegó un poco tarde para ayudarnos, ¿no te parece? Me pregunto cómo sabía él que iban a atacarnos.

Mona le miró con enojo, rodeando a David con un brazo protector.

Geoffrey sostuvo su mirada durante un momento, vio la expresión de desafío en sus ojos, la mueca decidida de la boca y le pareció estar viendo el rostro de Valentine Treverton; luego se dio una palmada en el muslo y dijo a los soldados:

—Ya lo habéis oído. Este chico nos estaba ayudando a luchar contra los mau-mau. No es uno de ellos. Podéis dejar que se vaya.

Cuando Geoffrey y los soldados se hubieron ido Mona dijo:

—¿Estás bien, David?

David asintió con la cabeza. Pero tenía un corte muy feo en la frente y la mejilla magullada; por la comisura de la boca le salía un hilillo de sangre.

—Ven a que te vea la tía Grace.

Pero David dijo:

—No. —Salió de debajo del brazo de Mona y se puso en pie—. Iré a que me vea mi madre. Ella me curará.

Mona se quedó mirándole mientras se alejaba cojeando, luego se acercó a la señora Kempler, que sollozaba de forma incontenible con las manos manchadas por la sangre de su esposo.

No pocas de las personas presentes, tanto africanas como blancas, amargadas, furiosas y llenas de deseos de venganza, habían observado cómo Mona Treverton rodeaba con su brazo a David Mathenge.