44

Mona pensó que el tren no llegaría nunca.

Pero por fin apareció: el silbido, el temblor de los raíles, el humo alzándose hacia el cielo azul. El andén estaba abarrotado de gente; unos, como Mona, esperaban a alguien, y otros aguardaban el momento de subir y luchar por un buen asiento para el viaje hasta Nanyuki. Mona permaneció junto a su Land-Rover y contempló ansiosamente cómo el tren aminoraba la marcha hasta detenerse. No prestó atención a los vagones de primera y segunda clases, donde viajaban los blancos y los asiáticos, pero clavó los ojos en el de tercera. Finalmente —le pareció una eternidad— vio que bajaba del tren.

—¡David! —llamó, agitando la mano.

Él alzó los ojos, sonrió y le devolvió el saludo. Mona se abrió paso entre la multitud y le recibió a medio camino, diciendo:

—¡Empezaba a pensar que no llegarías nunca! ¡Te he echado de menos, David! ¿Qué tal Uganda?

Metieron el equipaje en la parte posterior del Rover, luego abandonaron la ruidosa estación; Mona iba al volante.

—No he podido traer ningún parásito del café —dijo él en el momento en que el vehículo enfilaba la carretera asfaltada—. Pero pasé por el Centro de Investigación de Jacaranda y pude observar la labor que están haciendo allí. Han aparecido unos cuantos parásitos del café.

—¿Han conseguido encontrar algo para exterminarlos?

—Hasta el momento, no.

—Ha habido dos brotes de enfermedad del café en el distrito de Alto Kiambu.

—Sí, ya me lo han dicho, Pero sólo se perdió una parte pequeña de la cosecha y han conseguido frenar el brote.

Siguieron la carretera estrecha, una de las muchas que habían construido los prisioneros italianos durante la guerra; serpenteaba a través de las colinas entre Kiganjo y la plantación Treverton, una región rica y llena de verdor donde las chozas redondas y pequeñas de los kikuyu se encontraban entre cultivos de maíz, plátanos y caña de azúcar. Los niños africanos dejaban de jugar para llamar a los ocupantes del vehículo que pasaba ante ellos. Mujeres que caminaban trabajosamente por el sendero paralelo, inclinadas bajo el peso de odres llenos de agua o haces de leña sujetos a la frente por medio de una tira de cuero, saludaban levantando las manos. Mona les devolvía el saludo, sintiéndose repentinamente feliz después de dos meses de llevar la plantación sin David.

—¿Qué más has aprendido en Jacaranda? —preguntó, mirando de reojo al hombre que iba a su lado. Hacía unos días la tía Grace había dicho que David Mathenge era la viva imagen de su guapo padre el guerrero.

—Siguen considerando que la grasa es el método más seguro para controlar los parásitos. El Gremio de Cultivadores de Café recomienda Synthorbite y Postico. En el centro de Jacaranda están haciendo experimentos con dieldrina, un nuevo insecticida de la Shell. —David se movió en el asiento, apoyó el brazo en la ventanilla y miró a Mona—. ¿Qué tal va la plantación?

—Logré vender la última cosecha a cuatrocientos veinticinco la tonelada.

—Es un aumento considerable si lo comparamos con el año pasado.

Mona se rió.

—¡También han subido los costes de explotación! Me alegro tanto de que hayas vuelto, David.

David la miró durante un momento, luego apartó la vista. Colinas verdes y caminos de tierra roja pasaban velozmente por su lado; espesos grupos de plataneros se recortaban sobre el cielo azul. Espirales de humo surgían de multitud de techos cónicos de paja. La escena era apacible y conocida y David la había echado mucho de menos. También había echado de menos a Mona.

—¿Tomarás el té conmigo? —preguntó Mona, dirigiendo el vehículo hacia el lado de Bellatu. Lo aparcó entre un destartalado camión Ford y una limusina Cadillac cubierta de polvo; el primero se utilizaba todos los días, la segunda no se había movido desde el entierro de lady Rose siete años antes—. ¿O quieres descansar?

David se apeó y sacudió el polvo de los pantalones.

—Dormí en el tren. Me encantaría una taza de té.

—¡Estupendo! —dijo Mona, empezando a subir los escalones hacia la puerta de la cocina.

Al entrar, Mona dijo:

—He tenido que ponerme seria otra vez con Solomon. Esta mañana le pillé calentando las tostadas en la chimenea.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—¡Que las sostenía entre los dedos de los pies!

David se echó a reír. Mona, sonriendo también, se disponía a decir algo más cuando la sobresaltó la súbita aparición de alguien en el umbral de la puerta del comedor.

—¡Geoff! —exclamó—. No he visto tu coche.

—Me ha traído papá. Ha ido a la misión para ver a la tía Grace.

—¿Ilse ha venido contigo? Nos disponíamos a tomar el té.

Geoffrey dirigió una mirada de desaprobación hacia David, luego dijo:

—Me temo que no es una visita de cortesía. Necesitamos hablar en privado, Mona. Tengo que darte una noticia bastante desagradable.

—¿De qué se trata?

Geoffrey volvió a mirar significativamente a David, que se apresuró a decir:

—Ya tomaré el té más tarde, Mona. Ahora tengo que ir a ver a mi madre y a Wanjiru.

—David —Mona alargó la mano y le tocó el brazo—, vuelve después, por favor, y almuerza conmigo.

—Sí —dijo David—. Hay que echar un vistazo a los libros.

—En serio, Mona —dijo Geoffrey cuando David se hubo ido—. No sé cómo permites que ese criado tuyo te tutee.

—No seas tan altanero, Geoffrey —dijo Mona, maravillándose una vez más al pensar que en otro tiempo había querido casarse con un hombre tan estirado—. Ya te he dicho varias veces que David Mathenge no es un «criado»; es mi encargado. Y es un amigo también. Bueno, ¿qué noticia es ésa que querías darme?

—¿Has puesto la radio esta mañana?

—Geoffrey, me levanté antes del amanecer y me pasé toda la mañana en los cobertizos de preparación. Luego tuve que ir a la estación para recoger a David. No, no he escuchado la radio. ¿Por qué me lo preguntas?

A Geoffrey le hubiese gustado decir algo al respecto, que Mona hubiera podido enviar a otra persona a recoger a David, lo que hubiera sido más apropiado, pero, a sabiendas de que era inútil discutir con ella, decidió abordar el motivo de su visita.

—El gobernador ha declarado el estado de excepción en Kenia.

—¡Qué!

—Anoche a última hora, en un intento de poner fin al mau-mau, detuvieron a Kenyatta y a varios de sus compinches.

—¡Pero si no hay ninguna prueba de que Kenyatta esté detrás del mau-mau! ¡Hace sólo dos meses denunció públicamente los actos de terrorismo!

—Bueno, de una forma u otra hay que pararles los pies, y apuesto todo lo que tengo a que, estando el viejo Jomo entre rejas y sin poder enviar mensajes al exterior, la violencia cesará.

Mona miró hacia otro lado, apretándose la frente con la mano.

—¿Qué significa eso de «estado de excepción»?

—Pues que en tanto los bandidos no salgan de la selva y se entreguen, viviremos bajo condiciones policiales especiales.

Mona se acercó al mostrador de azulejos, donde una radio de plástico amarillo se encontraba entre una cafetera eléctrica y un exprimidor de naranjas también eléctrico. Desde 1919, el año de su construcción, la cocina de Bellatu había sido objeto de varias renovaciones, la última de ellas hacía dos años, cuando una moderna cocina de gas por fin había sustituido la vieja cocina Dover que funcionaba con leña.

Mona puso la radio y la melodía de Tu corazón engañoso llenó el aire. Al manipular los mandos, captó brevemente una emisora del lejano El Cairo, donde un joven coronel llamado Gamal Abdel Nasser encabezaba una revuelta contra la presencia británica en Egipto. Luego encontró la emisora de Nairobi.

«No hay ninguna duda de que Kenia se encuentra en una situación difícil —era la voz del gobernador, sir Evelyn Baring—, pero pido a todos los ciudadanos que conserven la serenidad y procuren no sembrar la alarma haciéndose eco de rumores. He firmado la proclamación del estado de excepción en toda la colonia, medida grave que el gobierno de Kenia ha tomado muy a su pesar. Pero no había otra alternativa ante la creciente oleada de actos ilegales, violencia y desorden en una parte de la colonia. Este estado de cosas es fruto de las actividades del movimiento mau-mau. Con el fin de restaurar la ley y el orden y permitir que todas las personas pacíficas y leales, cualquiera que sea su raza, puedan hacer su vida normal sin peligro, el gobierno ha tomado medidas de excepción que le permiten detener a ciertas personas que, en su opinión, constituyen un peligro para el orden público».

Mona miró a Geoffrey.

—¿Ciertas personas? ¿Qué quiere decir?

«A tal efecto —prosiguió sir Evelyn—, se ha llevado a cabo una redistribución de las fuerzas policiales y militares y, además, un batallón británico se dirige hacia Nairobi por vía aérea, después de que anoche llegaran las primeras tropas. En el día de hoy también llegará a Mombasa un buque de la armada real, el Kenya».

—¡Tropas! —exclamó Mona, apagando la radio—. ¿De veras es todo esto necesario? ¡No tenía idea de que las cosas estuviesen tan mal!

—No lo estaban al principio. Como tú sabes, el mau-mau, y vete a saber qué querrá decir eso, empezó con unos cuantos elementos fanáticos de Nairobi, los chicos furiosos, gente sin empleo y sin dinero, que se escondían en la selva y de vez en cuando lanzaban ataques arbitrarios, sobre todo para obtener comida y dinero. Desaparecieron uno o dos policías africanos; hubo robos de ganado; alguien se encontró con que le habían quemado la choza. Pero al parecer, cada vez son más los nativos jóvenes y descontentos que se unen a ellos, y la cosa se está extendiendo. Me temo que nos ha pillado desprevenidos a todos.

De repente Mona sintió frío. Se acercó a la cocina y puso la marmita en el fuego. «Mau-mau» era un término del que había oído hablar por primera vez dos años antes, cuando pocas personas ajenas al servicio secreto prestaban atención al mismo. Y luego empezaron a ocurrir incidentes: robo de municiones en la jefatura de policía; incendio de un cultivo de maíz; notas amenazadoras que aparecían misteriosamente en toda la ciudad de Nairobi. Hacía ahora un mes que una banda había atacado la misión católica y se había ido con dinero y una escopeta dejando a los misioneros encerrados bajo llave en una habitación. Una semana después el cadáver de un perro estrangulado apareció colgado en el mercado de Majengo, a modo de advertencia del mau-mau a los colonos blancos. Finalmente, hacía de ello sólo dos semanas, se había producido el asesinato, a plena luz del día, de un anciano jefe de tribu, hombre muy respetado, tanto por los africanos como por los blancos.

Geoffrey entró en la cocina y se apoyó en el fregadero con los brazos cruzados.

—El colmo ha sido lo de esta mañana a primera hora —dijo—. ¿Conoces a Abel Kamau, el lechero de Mewiga?

Mona dijo que sí con la cabeza. Abel Kamau era uno de los soldados africanos que habían vuelto de la guerra casados con europeas. Los Kamau se habían instalado unos pocos kilómetros al norte de Bellatu con el propósito de llevar una existencia tranquila y pacífica. Eran una de las escasísimas parejas interraciales de Kenia, y todo el mundo les hacía el vacío, tanto los africanos como los blancos, así como las respectivas familias, hasta el punto de que llevaban una vida solitaria y apenas tenían amigos. Mona los había conocido y le parecían personas simpáticas y agradables. Tenían un hijo de cuatro años.

—Fueron atacados mientras dormían durante la noche —dijo Geoffrey—. Los mataron. Según la policía, Abel y su esposa quedaron casi irreconocibles a causa de las cuchilladas que les asestaron con pangas.

Mona tuvo que sentarse en una silla.

—¡Dios mío! ¿Y el chico?

—Se salvó, pero no creen que viva mucho tiempo. Esos desalmados le arrancaron los ojos.

—¡Cielo santo! ¿Por qué?

—Usan los ojos en las ceremonias en que prestan juramento. —Geoffrey se sentó de cara a Mona en el otro lado de la mesa—. Los Kamau eran un blanco del mau-mau por haber roto los tabúes raciales. Como tú sabes, los matrimonios mixtos ofenden a los africanos tanto como a los blancos. El tremendo crimen de Abel Kamau era haberse casado con una mujer blanca, además de ser leal. Aparte de atacar a unos cuantos blancos aislados, parece ser que la campaña del mau-mau va dirigida contra los africanos que apoyan al gobierno colonial.

La marmita empezó a silbar y Mona la miró, pero no hizo ningún movimiento.

—¿Y se puede saber qué crimen había cometido ese pobre niño? —preguntó en voz baja.

—Su padre se había acostado con una mujer blanca.

Mona se levantó finalmente y preparó el té con gestos maquinales. La alegría que sintiera por el regreso de David se había esfumado ya.

—¿La policía tiene alguna idea de quién ha sido?

—Saben exactamente quién los mató. Chege, el criado de los Kamau.

—¡No es posible! —exclamó Mona, volviéndose rápidamente—. ¡Pero si Chege es un anciano cariñoso y amable que no le haría daño ni a una mosca! ¡Pero si era el mejor amigo del padre de Abel!

—Sí, eso es lo más monstruoso de todo el asunto. El mau-mau empieza a valerse de personas allegadas a sus víctimas.

—Pero ¿cómo es posible? ¡Chege sentía verdadera devoción por Abel y su esposa!

—El amor y la devoción, Mona, no son nada comparados con el poder de un juramento del mau-mau.

Mona sabía lo de los juramentos, había oído hablar de ellos toda su vida. El juramento era lo que ataba a un kikuyu a su palabra; era parte integrante de la estructura social de la tribu y estaba tan impregnado de supersticiones y tabúes ancestrales, que pocos kikuyu podían infringir el que habían prestado.

—Pero ¿cómo consiguieron que alguien prestara juramento contra su voluntad y cometiera luego un crimen tan terrible?

—Se valen del juramento para forzar a la gente. Obligan a prestarlo por medio del terror. Lo más probable es que secuestrasen a Chege, se lo llevaran a la selva, le sometieran a un ritual obsceno y luego le soltaran.

—Pero ¿cómo podían estar seguros de que Chege cumpliría sus órdenes?

—Los mau-mau pueden estar seguros de cualquier persona a la que hayan obligado a prestar juramento, Mona. Si el juramento por sí solo no es suficiente para que el pobre desgraciado cumpla sus exigencias, recurren a la amenaza de ejecutarle. Y eso da resultado.

Mona puso la tetera, las tazas, el azúcar y la leche en una bandeja y salió de la cocina. Encontró a Ilse, la esposa de Geoffrey, sentada en la sala de estar, hojeando un catálogo Sears. Ilse había engordado mucho durante los siete años que llevaba casada con Geoffrey y ahora aparecía aún más gruesa debido al embarazo.

—¡Santo cielo! —exclamó, dejando el catálogo—. ¡Cuánta maldad! ¡Y pensar que ha pasado tan cerca de nosotros!

Al ver lo pálida y consternada que estaba Ilse, Mona recordó que la casa de los Kamau se encontraba a poco más de medio kilómetro de Kilima Simba.

Profundamente ensimismada, Mona se puso a remover su té. Aunque nunca había oído a Kenyatta, había leído extractos de sus discursos en la prensa. Era el líder de la Unión Africana de Kenia, la poderosa y creciente organización política que, según declaraciones de Kenyatta, tenía por objetivo eliminar las barreras raciales en Kenia y obtener más tierra, más educación, más liderazgo para los africanos, con la meta final de gobernarse a sí mismos.

—Buscamos una sola cosa —había dicho el carismático Jomo—, y esa cosa es la paz.

A pesar de que Kenyatta había denunciado al mau-mau en varias ocasiones, el gobierno había decidido que él y la Unión Africana de Kenia estaban detrás del terrorismo y, por consiguiente, había ordenado su detención. Mona pensó que era una medida peligrosa y posiblemente insensata.

—No hay razón para preocuparse, Mona —dijo Geoffrey—. El mau-mau se disgregará sin sus líderes. Baring ha prometido que Kenyatta nunca volverá a ser un hombre libre. Y para que los terroristas vean que vamos en serio, tenemos el equivalente de seis batallones distribuidos por toda la provincia, además de los tres batallones kenianos de los Rifles Africanos del Rey, un batallón ugandés que opera en el Rift y dos compañías de batallones de Tanganika. Anoche los Fusileros de Lancashire llegaron por vía aérea del canal. Aterrizaron en la base de Eastleigh y están en Nairobi a modo de reserva. También estamos creando una guardia nacional con excombatientes africanos que lucharon en la guerra y son leales. Personalmente, Mona, me alegro de que por fin les estemos tratando con mano firme. Vamos a demostrar a los negros y al mundo que podemos defender esta colonia en cualquier momento, por aire y por mar.

—Me pregunto… —dijo Mona. Estaba mirando por la gran ventana de la sala de estar, a través de la cual entraba un día glorioso que derramaba luz ecuatorial sobre los muebles antiguos, elegantes y sombríos de Bellatu. Buganvillas de vivos colores, rosa y naranja, enmarcaban la galería, hileras de verdes cafetos cubrían las leves ondulaciones del paisaje y a lo lejos, purpúreo y coronado de nieve, se alzaba el monte Kenia en su majestad sin nubes—. Me pregunto, Geoffrey, si las medidas que ha tomado el gobernador no serán un error. Al echar mano de tanta fuerza militar, ha venido a reconocer ante el mundo, y también ante el mau-mau, que el gobierno de los colonos blancos de Kenia es incapaz de defender la colonia sin ayuda.

—¡Dios mío, Mona, hablas como si quisieras que los negros gobernasen el país!

—Su deseo de autogobierno no me parece irrazonable.

—Bueno, estoy de acuerdo contigo en parte. Llevo años pidiendo a gritos el autogobierno, y tú lo sabes. No tiene ningún sentido que sigamos dependiendo de Whitehall. Pero lo que yo quiero es el autogobierno para los blancos.

—Geoffrey, los blancos de este país somos cuarenta mil ¡y los africanos son seis millones! Tiene que ser evidente para ti y para todo el mundo que el modelo de «apartheid» rodesiano nunca funcionará aquí en Kenia. No tenemos ese derecho.

—Te equivocas, Mona. Sí tenemos derecho. No olvides los milagros que nuestra pequeñísima minoría ha obrado en el África Oriental. El contribuyente británico, Mona, el que más apuros ha pasado después de la guerra, ha destinado grandes sumas de dinero a esta colonia, ¡dinero que ha ayudado a los africanos! Cuando uno tiene en cuenta todo lo que hemos hecho por ellos, que en realidad les hemos sacados de la edad de piedra, y que les hemos estado cuidando durante años, resulta escandaloso que se haya permitido que la situación llegara a este extremo. Si quieres que te diga, Mona, fuimos unos necios al no aceptar el plan de Montgomery cuando tuvimos la ocasión.

—¿A qué plan te refieres?

—En el cuarenta y ocho, el mariscal de campo Montgomery propuso que se crearan bases militares en Kenia porque previó las disensiones que tenemos hoy. Como no le escuchamos, los africanos les han hecho el juego a los comunistas y eso es exactamente lo que ahora tenemos que afrontar. La totalidad del mau-mau se basa en principios comunistas, te lo digo yo.

—Oh, Geoffrey —dijo Mona, impacientándose—. Sigo diciendo que es su país tanto como el nuestro, y no deberíamos cerrar los ojos ante las necesidades y los sentimientos de seis millones de personas.

Geoffrey sonrió torcidamente.

—¿De veras crees que son capaces de gobernarse? —Se echó a reír—. ¡Es como si estuviera oyendo a los negros! «¡Dadnos el trabajo y terminaremos las herramientas!».

—Eres injusto.

—¡Y yo digo que ellos son unos ingratos! Pero ¿qué podía esperarse de ellos? En la lengua kikuyu ni siquiera hay una palabra que signifique «gracias». Nosotros tuvimos que enseñarles a dar las gracias.

Geoffrey se levantó bruscamente. Detestaba estas discusiones con Mona. La muchacha lo ponía furioso. Todo lo de Mona lo sacaba de quicio: sus opiniones políticas, su forma de vivir… especialmente su forma de vivir.

Pensaba que Mona era una mujer bien parecida, que incluso podía ser muy guapa si no insistiera en vestirse y actuar como una vulgar agricultora. En su opinión, Mona había heredado una atractiva combinación de la belleza de su madre y la guapura morena de su padre, y debería sacarle partido vistiendo mejor y visitando de vez en cuando la peluquería. Pero Mona se empeñaba en recogerse el largo cabello negro en una cola de caballo sencilla y en llevar camisas de hombre. No tenía ni un gramo de estilo y se pasaba los días en los cafetales, trabajando al lado de sus africanos. Mona no parecía haber heredado ni pizca de la elegancia de sus padres. Desgraciadamente, los días de champán y partidos de polo habían terminado hacía mucho tiempo; parecían haber muerto con Valentine. Geoffrey sabía que las habitaciones para los invitados llevaban muchos años cerradas. Ninguna limusina subía ahora por la calzada, ninguna fiesta alegre llenaba las sombrías habitaciones. Mona sólo recibía en su casa a hombres del Gremio de Cultivadores de Café, plantadores como ella, con los que fumaba cigarrillos y bebía coñac mientras hablaban de los precios en los mercados mundiales. Lo que necesitaba Mona era un hombre que le recordase que era una mujer. Y Geoffrey decidió que ese hombre era él.

Un aguijonazo de la conciencia lo hizo mirar a su esposa, que estaba sentada y llevaba una prenda de algodón para futuras mamas, gorda y satisfecha de sí misma, sin más interés en la vida que sus hijos. Ilse se había descuidado. Después de cuatro hijos y embarazada de nuevo, había perdido todo el atractivo sexual que la hacía deseable. Geoffrey reconocía que era una buena madre. Pero como compañera de cama hacía ya mucho tiempo que había perdido su atractivo. Se preguntó en qué estaría pensando cuando decidió casarse con ella porque la habían perseguido y le daba lástima. ¡Debería haberse casado con Mona!

Cada vez le resultaba más difícil dominar el deseo que Mona le inspiraba. Le asombraba que la muchacha fuera capaz de llevar una vida tan célibe. Era antinatural. Sin duda también ella anhelaba intimidad con un hombre. Pese a ello, por extraño que resultara, en su vida no había ningún hombre, excepción hecha de los que tenían con ella relaciones estrictamente comerciales. Geoffrey estaba seguro de que Mona tenía que sentir algún anhelo, que de noche, sola en la cama, debía de pensar en la esterilidad de su vida. Se dijo que Mona debía de estar madura para que la recogiese un hombre como era debido y se prometió a sí mismo que uno de esos días, o una de esas noches, daría rienda suelta a su lujuria e iría a Bellatu cuando la muchacha estuviera sola. Y ella estaría tan preparada para él como él lo estaba para ella.

—De todos modos —dijo, acercándose a la ventana, el cuerpo, que a sus cuarenta años seguía siendo delgado, recortándose sobre el sol de octubre—, pienso enseñarles a estos bandidos del mau-mau que a mí no pueden intimidarme. Seguiré con mi negocio como si nada, pese a lo que la mala prensa ha hecho. Una vez haya pasado esta tontería del mau-mau, y pasará, te lo prometo, volveré a tener mis clientes.

Geoffrey se refería a su agencia turística embrionaria, la que había fundado al ser licenciado del ejército. Su profecía en el sentido de que la guerra sería el origen de una nueva época del turismo se había hecho realidad. En todo el mundo, los soldados que volvían a casa contaban a sus familias historias sobre los lugares exóticos que habían visto: París, Roma, Egipto, las Hawai, el Pacífico Sur. Estos descubrimientos, junto con la reciente introducción de los aviones a chorro en la aviación comercial, que reducían drásticamente la duración de los viajes, habían despertado un súbito interés mundial por el turismo. La Agencia de Viajes Donald, que funcionaba en la sala de estar de Geoffrey Donald en Kilima Simba, se encontraba todavía en su primera y difícil etapa, pues Kenia aún no se había convertido en un punto de atracción turística. De momento, Geoffrey sólo organizaba safaris de caza, pero su propósito era crear algo totalmente nuevo: los safaris fotográficos.

—Estoy trabajando en una nueva campaña de publicidad —dijo, volviendo a la mesa para tomarse el té y cambiando de tema con esa agilidad que enfurecía a Mona—. Me están haciendo el borrador de un folleto con fotografías de leones y jirafas y nativos. Y el folleto dirá que el obrero de Manchester puede disfrutar de dos semanas de aventuras africanas con la seguridad y la comodidad garantizadas. Ahora que tenemos estas reservas de fauna y flora naturales, gracias a la diligente labor de la tía Grace, vale la pena que saquemos provecho de ellas.

—Pero es que, aparte de la naturaleza —dijo Mona—, no veo qué puede ofrecer Kenia al turista normal y corriente. Una persona puede cansarse fotografiando animales todo el día, sin hacer otra cosa.

Geoffrey pensó que uno de los problemas de Mona era la falta de imaginación.

—Eso va a formar parte de mi nuevo programa. En el folleto habrá fotografías de los hoteles de Nairobi. Haré hincapié en el lujo, en la cocina, la vida nocturna. Ahora que Nairobi ha alcanzado por fin la categoría de ciudad, pienso ponerla en el mapa del mundo.

Mona se rió.

—Lo único que necesitas es una cancioncilla o un eslogan para la publicidad. ¿Qué te parece «Bienvenidos a Nairobi, ciudad al sol»?

Mientras recogía las tazas de té vacías, Mona no vio que Geoffrey sacaba una libretita del bolsillo de su chaqueta caqui y anotaba algo.

—No te preocupes —dijo Geoffrey al cabo de unos minutos, mientras él e Ilse se despedían en la cocina. Tenía una mano en el brazo de Mona, apretándolo con fuerza—. Puedo garantizarte que con Kenyatta aislado de sus bandidos de la selva, se retirarán con el rabo entre las piernas y todo este asunto pasará.

Se acercó más a ella y Mona pudo ver las arruguitas tostadas por el sol que tenía alrededor de los ojos.

—Pero si tienes miedo —añadió Geoffrey—, si te despiertas y crees que hay alguien en la casa, llámame por teléfono y vendré en seguida. ¿Me prometes que lo harás?

Mona se apartó de él y entregó una cesta a Ilse, diciendo:

—Aquí tienes un poco de miel para los niños.

Al salir, Geoffrey se detuvo un momento y dijo:

—Oye, están interrogando a tu criado.

Mona miró y vio que tres agentes africanos de la reserva de policía de Kenia, con jerséis azul marino y un fez alto y rojo, se encontraban a poca distancia de la calzada y parecían estar examinando los papeles de identidad de David.

Geoffrey se volvió hacia Mona.

—Quiero que tengas cuidado con ese tipo.

No era ningún secreto que David Mathenge inspiraba una intensa antipatía a Geoffrey. Él y Mona discutían a menudo debido a las críticas constantes que Geoffrey dedicaba a la relación entre la muchacha y su encargado africano.

—Confío en David —dijo ella.

—A pesar de todo, durante las próximas semanas, mientras dure el estado de excepción, quiero que tengas mucho cuidado con él.

Mona se separó de Geoffrey y su esposa cuando ellos empezaron a bajar hacia la misión mientras ella seguía andando por la calzada hacia el lugar donde estaban David y los policías.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mona.

Los tres agentes se mostraron corteses y hablaron con el melodioso acento británico del africano educado.

—Perdone la intrusión, memsaab, pero esta mañana han incendiado una granja y estamos interrogando a todo el mundo.

—¿Una granja? ¿Cuál?

—La de Muhori Gatheru. Han destruido su casa y matado todas sus reses. Ha sido obra del mau-mau.

—¿Cómo lo sabes?

—Dejaron un mensaje que decía «La tierra es nuestra».

—¿Y eso qué significa?

—Es el juramento del mau-mau.

—Yo respondo por el señor Mathenge. Esta mañana estaba en el tren de Nairobi.

—Usted perdone, memsaab, pero el tren sufrió un retraso y estuvo parado en Karatina durante cierto tiempo esta mañana, y la granja de Muhori Gatheru está en Karatina.

—Aunque así sea, respondo por él. Buenos días.

Mientras caminaban hacia la casa, donde ella y David pasarían la tarde revisando los libros, las facturas y la correspondencia, además de comentar la visita de David a Uganda, donde esperaba encontrar una solución para sus problemas con los parásitos del café, Mona dijo:

—¡Me cuesta creer que este horrible asunto del mau-mau sea verdad! ¿Has oído hablar del estado de excepción?

—Sí.

Al entrar en la cocina, Mona dijo:

—Le diré a Solomon que nos prepare unos emparedados. ¿Dónde se habrá metido ese perezoso?

—No te preocupes por mí, Mona. No tengo hambre. Comí en el tren.

—¿Sabes por qué el tren sufrió un retraso en Karatina?

David hizo una pausa, luego dijo:

—No.

Hacía tiempo que Mona había convertido el despacho de su padre en el suyo después de guardar todos los trofeos, premios y fotografías de Valentine. Cortinas de algodón estampado ocupaban ahora el lugar de los gruesos cortinajes de antes, y el pesado mobiliario, traído de Inglaterra treinta y tres años antes aparecía cubierto con fundas también estampadas que ocultaban las señales del paso del tiempo.

Mona se sentó en su lugar detrás de la gran mesa de roble y David se sentó en una silla a su lado.

—¿Cómo está el bebé? —preguntó Mona, sacando los libros del cajón.

—Mi hijo está bien.

—¿Y Wanjiru?

—Hemos vuelto a discutir. —David suspiró—. He estado fuera dos meses y mi esposa me recibe con quejas.

Mona estaba al corriente de las discusiones. Wanjiru quería coesposas, para que le hicieran compañía y la ayudasen a trabajar en la shamba; quería que David se hiciera elegir líder del capítulo local de la Unión Africana de Kenia; también quería que David dejara el bungalow de encargado que se había construido seis años antes y que viviese con ella y su madre a la orilla del río.

Wanjiru no dejaba de repetir estas exigencias y Mona sabía que David nunca cedía lo más mínimo. Y se alegraba de ello. Sobre el asunto de la Unión Africana de Kenia, Mona no tenía ninguna opinión, pero le complacía que David no se hubiese buscado una segunda y una tercera esposas y que prefiriese vivir solo en la casita junto a la carretera. Mona se decía a sí misma que se alegraba de ello porque de esta forma David gozaba de libertad para concentrarse en dirigir la plantación.

Pero lo que Mona no sabía y David no iba a decirle era que la discusión de ese día con Wanjiru había girado en torno a otro asunto. Habían discutido por el mau-mau.

—Christopher es un niño estupendo —dijo Mona, entregando a David las facturas que se habían acumulado—. ¡Sólo tiene siete meses y ya empieza a gatear!

David miró a Mona y sonrió.

—Deberías tener hijos —dijo.

Mona miró hacia otro lado.

—¡Ya se me ha pasado la edad! ¡A los treinta y tres años no puedo pensar en fundar una familia!

—Todas las mujeres deberían tener hijos.

—Tengo la plantación, y con eso me doy por satisfecha. —A Mona le molestaba muchísimo que David sacase a relucir su condición de soltera.

Le ponía furiosa su presunción masculina de que una mujer sin hijos no era feliz. Cierta vez había tratado de explicarle que la cuestión del matrimonio y los hijos no se reducía sencillamente a comprar una esposa por unas cuantas cabras. También intervenía en ella el amor.

—Antes me daba miedo la posibilidad de convertirme en una mujer como mi madre —le había dicho a David en una noche lluviosa de abril, cuando los dos se estaban calentando cerca del fuego después de un día de trabajo vigoroso en la plantación—, porque creía equivocadamente que mi madre era incapaz de amar. Y luego descubrí que mi madre era una de esas mujeres que sólo pueden amar a un solo hombre en la vida, amarle de forma tan completa y exclusiva, que les es absolutamente imposible sobrevivir sin él.

Mona se había interrumpido entonces, al darse cuenta súbitamente de que se estaba acercando a cosas demasiado privadas para confesarlas. Nadie, ni siquiera su tía Grace, que era su amiga y confidente más íntima, sabía que Mona estaba decidida a esperar toda la vida si hacía falta, sola y sin hijos, hasta que apareciese el hombre apropiado. Mona pensaba que conformarse con cualquiera, sólo para estar casada, únicamente servía para traer infelicidad y remordimiento.

David se había subido las mangas de la camisa. Al clasificar las facturas, sus brazos desnudos entraban y salían de la luz del sol que caía sobre la mesa. Mona se dio cuenta de que estaba observando el movimiento de los músculos debajo de la piel oscura.

Cogió la carta de Bella Hill. «Mi querida lady Mona —había escrito el agente—: Lamento de veras molestarla con estas cosas, pero, el hecho insoslayable es que hay que hacer algo o perderemos el último de nuestros inquilinos».

Mona dejó la carta. No tenía ganas de leer la relación de los problemas de Bella Hill, que, al parecer, eran interminables. Cuando su tía Edith se había ido a vivir con su prima de Brighton, Mona había ordenado convertir la mansión de Suffolk en pisos de bajo alquiler. Soldados que volvían de la guerra y se casaban los habían alquilado en seguida. Pero al volver la prosperidad a Inglaterra, al mejorar las condiciones de vida, al empezar las esposas a tener hijos y al empezar Bella Hill a acusar el paso del tiempo, la mansión ancestral que otrora había sido una fuente de ingresos cuando Bellatu necesitaba dinero se había convertido en una sangría económica. Los inquilinos se quejaban de las cañerías, de que la calefacción era insuficiente, pedían mejoras que modernizasen los pisos, se marchaban a otra parte y al agente le costaba encontrar otros. Mona sabía que iba a tener que hacer algo para resolver el problema, y pronto.

Bella Hill…

Miró de reojo a David, que estaba manejando la máquina de sumar, la cabeza inclinada, su rostro bien parecido concentrándose en la tarea.

Mona recordó tres incidentes. El primero había ocurrido veinticuatro años antes, en un oscuro pasillo de Bella Hill, cuando una Mona pequeña y desgraciada había tratado de obligar a la hermana de David, Njeri, a escaparse con ella. El segundo incidente había tenido lugar poco tiempo después del primero: Mona y David habían quedado atrapados en la choza incendiada. Pero ahora, mientras lo veía trabajar, recordó que el tercer incidente había sucedido hacía siete años, poco después de que David empezase a trabajar de encargado de la plantación.

—Quiero pedirte perdón, David —le había dicho Mona—. Fui cruel contigo cuando éramos niños y ahora lo lamento. Por mi culpa estuvimos a punto de morir los dos.

Por la cara de David había pasado una expresión que Mona no había acertado a descifrar, y luego había dicho:

—Ocurrió hace mucho tiempo. Está olvidado.

Como si se diera cuenta de que le estaba mirando, David apartó los ojos de la máquina de sumar y sonrió.

—Por poco se me olvida —dijo, apartándose de la mesa—. Te he traído algo de Uganda.

Mona vio que metía la mano en el bolsillo de los pantalones y sacaba algo grande envuelto en un pañuelo. Se lo entregó.

Intrigada, Mona lo tomó. Era la primera vez que David le regalaba algo. Y al desenvolverlo y ver qué era, la curiosidad dio paso a la sorpresa.

—¡Cielo santo! —susurró—. ¡Qué bello es!

—Es el collar que hace la gente de Toro. ¿Ves estas cuentas verdes? Es malaquita del Congo Belga. Y esto es ébano tallado.

Mona miró atentamente el collar bajo la luz del sol. Era una creación asombrosa de cobre bruñido, pedazos de ámbar, rosas de marfil y eslabones de hierro: africano y primitivo, pero al mismo tiempo extrañamente moderno, casi intemporal. A Mona le pareció una obra de arte que merecía algo mejor que acabar colgada del cuello de alguien.

—Deja que te lo ponga —dijo David.

Se acercó a ella por detrás y Mona notó cómo sus manos le apartaban los cabellos. Vio cómo el collar descendía delante de sus ojos y sintió que se posaba en su pecho, pesado y confortable a la vez. Los dedos de David le rozaron el cuello al abrochárselo.

—Acércate al espejo, Mona, y mírate.

Mona no podía dar crédito a sus ojos. Pensó que su aspecto había cambiado, que ya no parecía vulgar y corriente, sino transformada de algún modo. El collar reposaba sobre su blusa de algodón en una especie de gloria que hacía que todo lo demás —la habitación, los muebles, el sol en el exterior— pareciera prosaico.

—Es magnífico, David —dijo.

—Las mujeres de Toro los llevan.

—Las mujeres de Toro son hermosas. A mí no me sienta bien.

—En cuanto lo vi pensé en ti, Mona.

Mona se imaginó las mujeres ugandesas de Toro, con sus cuellos negros y esbeltos, y sus cabezas orgullosas.

—Yo no le hago justicia —dijo—. Mi piel no es la apropiada.

En voz muy baja David dijo:

—No hay nada malo en tu piel, Mona.

Mona miró a David reflejado en el espejo. Estaba detrás de ella, muy cerca. Sus ojos se cruzaron en el cristal.

En el momento en que Mona se volvió para darle las gracias, una radio quebró súbitamente el silencio.

Era la emisión en lengua kikuyu del mediodía. Solomon acababa de poner la radio en la cocina. El locutor leía la noticia del asesinato de Abel Kamau y su esposa europea por el mau-mau. Luego añadió que el hijo de cuatro años de la pareja, que había sufrido graves heridas en los ojos, acababa de morir en el hospital Rey Jorge.