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Cuando empezaron los dolores de parto, Wanjiru supo que algo iba mal. Apoyó una mano en la parte baja de la espalda y la otra en el abdomen, se enderezó y aspiró hondo varias veces. Mamá Wachera le había advertido que tuviera cuidado con ese embarazo, pero Wanjiru, que era tozuda e incapaz de estar ociosa siquiera un momento, no había hecho caso a su suegra y se había adentrado en el bosque para recoger hojas de lantana.

Mientras esperaba que las contracciones disminuyeran, Wanjiru pensó que la culpa era de David. Su suegra estaba a punto de llegar a esa etapa de la vida en que necesitaría contar con la ayuda de las varias esposas de su hijo en la shamba, en vez de conformarse con una sola. Pero David sólo se había casado con Wanjiru y, durante los siete años transcurridos desde entonces, ni siquiera había hablado de comprar otra esposa. Por eso Wanjiru había tenido que cruzar el río e ir en busca de lantana: porque mamá Wachera necesitaba las hojas para elaborar sus medicinas.

El egoísmo de David molestaba más a Wanjiru que a mamá Wachera, porque ésta siempre se mostraba dispuesta a perdonar al irresponsable de su hijo. Wachera afirmaba que aún quedaba mucho tiempo para comprar más esposas y que David estaba demasiado ocupado llevando la plantación Treverton para atender a más de una mujer. Además, según la anciana, Wanjiru no veía a su esposo tanto como le hubiera gustado y aún sería mucho peor si tuviera que compartirlo. Wanjiru no estaba de acuerdo. Una coesposa, aunque fuese una sola, habría hecho más llevadero el trabajo en la shamba, y la madre de David y su nuera habrían tenido tiempo para descansar al sol.

Al sentir otra punzada de dolor, Wanjiru se apretó el abdomen con ambas manos y se dijo que no debía perder ese hijo.

En los siete años que llevaba casada con David, Wanjiru había experimentado seis embarazos. De ellos, uno había terminado en aborto; otro hijo había nacido muerto; y tres no habían superado la infancia. Sólo la última, Hannah, una niña robusta que se encontraba en la shamba con su abuela, había sobrevivido. Wanjiru deseaba con ansias otro hijo sano. Y rezaba pidiendo que fuese varón, así el espíritu de su padre volvería a vivir.

David y Wanjiru habían discutido por el nombre del niño. Si era varón, ella quería ponerle Kamau, en honor de su padre, como dictaba la ley kikuyu. Pero David quería que sus hijos tuviesen nombres wazungu porque afirmaba que algún día Kenia iba a ser una nación moderna e independiente y tenía que ponerse a la altura del resto del mundo. David quería que se llamase Sarah si era chica y Christopher si era chico. Pese a ser testaruda, Wanjiru se sometió a la voluntad de su esposo. Para ella, sin embargo, el chico se llamaría Christopher Kamau Mathenge.

Al notar otra contracción aguda y dolorosa, Wanjiru alzó los ojos hacia el cielo para ver qué hora era. Hacía algún tiempo, las autoridades europeas habían impuesto el toque de queda en el distrito de Nyeri, debido, según dijeron, a «ciertas actividades ilegales». Había «bandidos» operando en la zona y de noche se celebraban mítines prohibidos. Wanjiru sabía que se referían a una organización escurridiza y misteriosa que se hacía llamar mau-mau, nadie sabía por qué motivo. Sus afiliados se escondían en la selva, lanzaban ataques repentinos e inesperados contra las granjas de los blancos, eligiéndolas al azar, y luego desaparecían entre las neblinas del monte Kenia. Según las autoridades, eran elementos radicales que vivían al margen de la sociedad, eran pocos en número y no tenían líderes, por lo que, en realidad, no había razón para preocuparse, sólo que algunos colonos blancos se habían quejado de que les robaban reses. Y, en vista de ello, habían impuesto el toque de queda. Entre el crepúsculo y el amanecer ningún africano podía estar fuera de su choza.

Por el sol descendente, un círculo acuoso en el cielo encapotado, Wanjiru vio que aún disponía de tiempo antes de tener que regresar a la shamba. Buscó un lugar donde sentarse, para mitigar la carga de su cuerpo y comprobar si los dolores eran una falsa alarma.

Había sentido dolores como ésos con Hannah, un mes antes de salir de cuentas. Se había limitado a descansar unos cuantos días, los dolores habían aflojado y Hannah había permanecido dentro de su madre hasta el momento de recibir la llamada del Señor de la Luz. Y, sentándose en un tronco, Wanjiru se consoló pensando que lo mismo ocurriría con el de ahora.

No obstante, mientras permanecía sentada esperando sentir alivio, mientras el aire iba haciéndose húmedo y fresco y el cielo aparecía cada vez más gris y oscuro, Wanjiru se dio cuenta con alarma de que no sólo no disminuían las contracciones, sino que su frecuencia y su intensidad iban en aumento.

Tras decidir que lo mejor era emprender el regreso, se levantó y echó a andar en dirección al río.

Súbitamente se detuvo.

Entre los árboles se movía una forma oscura y grande, acompañada de sonidos conocidos y aterradores: ruidos sordos y gruñidos, el ruido que hace la corteza cuando la arrancan de un árbol.

¡Un elefante!

Se quedó observando y escuchando, preguntándose cuántos serían; si era uno sólo o un rebaño; si había hembras con pequeñuelos o eran machos jóvenes y sin pareja. De repente Wanjiru sintió miedo al ver cómo las copas de los árboles se movían a medida que la bestia iba avanzando a través de la espesura. Wanjiru sabía que el elefante acostumbraba emigrar de las selvas de bambú cuando empezaban las lluvias, para ir a alimentarse en selvas menos densas, donde los riscos no fueran tan escarpados. Pero nunca había visto elefantes en esos parajes.

Intentó averiguar la dirección del viento. Si había pequeñuelos en el rebaño, o si era un macho viejo o furioso, el olor de Wanjiru causaría alarma y provocaría una carga.

Wanjiru miró a derecha e izquierda. Oyó las pisadas lentas y pesadas a ambos lados de ella, el «rugido de tripas» que era el lenguaje de los elefantes, el ruido de ramitas y cortezas al quebrarse. Se le acercaban por tres lados… ¡un rebaño grande!

Wanjiru miró por encima del hombro, hacia la selva que se espesaba y el comienzo de la ladera de la montaña. Los árboles que tenía detrás no se movían y tampoco se escuchaban ruidos entre ellos. Decidió retirarse poco a poco por ese lado, alejándose del rebaño, y luego describir un círculo, evitando a los animales, y volver a casa.

Apenas había recorrido una corta distancia hacia el interior de la selva cuando una fuerte contracción la obligó a detenerse. Se encorvó apretándose el abdomen al mismo tiempo y sofocando un gruñido. Miró hacia atrás y vio que los elefantes se acercaban y entre los árboles se veían de vez en cuando sus colmillos blancos.

Cada vez más asustada, Wanjiru aceleró la huida adentrándose en la parte más densa de la selva, moviéndose tan rápida y silenciosamente como le permitía su cuerpo abultado, deteniéndose sólo cuando el dolor se apoderaba de ella, y mirando hacia atrás con frecuencia para medir la distancia que había entre ella y los elefantes.

Si la matriarca del rebaño captaba el olor humano…

Wanjiru se movía con toda la rapidez posible bajo la creciente oscuridad. Aunque la luz diurna iba apagándose rápidamente, no se atrevía a volver a casa describiendo un círculo mientras que no estuviera segura de que la separaba mucha distancia de los elefantes.

Tropezó con una enredadera y cayó, soltando una exclamación. Se quedó echada en el suelo, escuchando atentamente. Los gruñidos de los elefantes comunicándose unos con otros en la selva se oían por doquier; estaba rodeada. Permaneció completamente inmóvil en medio de la oscuridad creciente, sobre el suelo duro y húmedo.

Presa de pánico, pensó que el rebaño se movía a paso de caracol. Al parecer, se detenían en un punto hasta haber acabado con la corteza de todos los árboles, moviendo las orejas y aplastándolo todo bajo sus enormes patas. Las melodías diurnas de la selva dieron paso a las siniestras llamadas nocturnas. La noche aterraba a Wanjiru, que estaba a punto de verse atrapada por ella.

Mientras esperaba con angustia que los elefantes siguieran avanzando, pensó que sólo podía ocurrir una cosa peor: que empezara a llover.

Y empezó, justo en el momento en que se levantaba para encaminarse hacia casa.

Era sólo una llovizna, pero ella únicamente podía ver unos palmos más adelante, las formas de los árboles y las plantas gigantescas. Buscó cobijo debajo de un castaño y sufrió otra contracción violenta. Profirió una nueva exclamación y cayó de rodillas.

Esta vez el dolor duró más que los anteriores y Wanjiru notó que los huesos de la pelvis se movían de un modo que no presagiaba nada bueno.

El bebé iba a nacer.

«¡No! —pensó, presa de pánico—. ¡Que no sea aquí, donde las bestias de la selva me lo arrebatarán!».

Haciendo un gran esfuerzo, logró levantarse y apoyarse en el tronco del árbol, arañándose las manos hasta que sangraron, y luego, una vez de pie, intentó sobreponerse al dolor para poder andar.

Olvidándose de los elefantes, de las hojas de lantana en la cesta abandonada y del toque de queda del hombre blanco, consiguió apartarse del árbol y dar unos cuantos pasos inseguros bajo la llovizna. Comprobó que podía andar. Se apretó el abdomen y empezó a caminar ciegamente, sin darse cuenta, a causa del dolor físico y de la confusión de la lluvia, de que tomaba una dirección equivocada.

Wanjiru no tenía idea de cuánto tiempo llevaba andando. Le pareció que era de noche desde hacía un buen rato y que llovía ininterrumpidamente desde hacía horas. Su kanga, el trozo de tela de colores vivos que llevaba en la cabeza a modo de turbante, estaba empapada y pegada a la cabeza. La falda se le pegaba a las piernas y casi le impedía andar. Pero siguió avanzando bajo la lluvia y la oscuridad, trepando por los peñascos y los troncos caídos, andando a tientas entre árboles que cada vez estaban más cerca unos de otros, tratando desesperadamente de encontrar la dirección de su casa.

Sabía dónde estaba. Subía trabajosamente la ladera de uno de los montes que el hombre blanco llamaba Aberdare. Para los blancos los montes eran un parque nacional, pero para Wanjiru eran Nyandarua, el «pellejo que se seca», la selva de sus antepasados. También sabía que indefensa, sola y a punto de dar a luz, se encontraba ahora en el territorio del búfalo muerto y el leopardo negro.

En cierto momento, el dolor fue tan fuerte, que se desplomó y permaneció mucho tiempo tendida en el barro, empapada por la lluvia gélida, cortándose con las piedras y las ramas caídas.

Tenía las manos y los pies entumecidos y no notaba las laceraciones ni la sangre caliente que manaba de sus heridas. Apenas era consciente siquiera del agua, del frío y de los aguijonazos del hambre. Wanjiru estaba centrada en el vientre, donde el bebé exigía ser liberado. Pero ella lo retenía en su interior, llevaba el dolor y la tortura dentro de ella, a través de la selva tenebrosa y hacia la noche aterradora.

«Dios bendito —rezó, desesperada, al tropezar, caer y volver a levantarse del barro para seguir adentrándose en el vacío ártico—. ¡Señor de la Luz, ayúdame!».

Siguió adelante, sollozando cada vez que una rama mojada le abofeteaba el rostro o le pinchaba los brazos. Los pies desnudos resbalaban en el suelo embarrado de la selva. La lluvia seguía cayendo con fuerza y parecía penetrar incluso en su piel, calándola hasta los huesos. Pensó en su choza cálida y seca, el lecho de pellejos de cabra, el estofado de ugali burbujeando en la hoguera y la presencia consoladora de la madre de David, preparando pacientemente el té medicinal. Pero lo único que no contenía la selva de pesadilla era calor y sequedad, y Wanjiru lo sabía.

Sonaron unos truenos y el suelo se estremeció. Wanjiru oyó los berridos de los elefantes sobresaltados. Se preguntó dónde estarían, si era el mismo rebaño, si se alejaba de ellos o iba en su dirección. Un viento helado penetraba por sus vestidos mojados e intensificaba los dolores del parto.

Continuó adentrándose en la noche.

Finalmente dejó de llover y neblinas sobrenaturales se alzaron del suelo. Wanjiru tenía que apartar ramas cargadas de agua, el viento frío azotaba su cuerpo mojado. Tenía la impresión de que el mundo se estaba convirtiendo en hielo y que los lagos y nieblas helados de la temible montaña iban a tragársela.

Algo cálido bajaba formando un hilillo entre sus piernas. Los dolores del parto eran una cinta de fuego sin fin. Se quedó sin aliento. Fue a caer contra un árbol. Ahora sabía que se hallaba lejos de casa, que llevaba horas perdida y caminando sin rumbo fijo y que el bebé iba a nacer en ese infierno frío y oscuro. A su alrededor se oían los ruidos que hacían los animales de la selva, y se daba cuenta de que las hienas no le quitaban el ojo de encima, esperando ávidamente que cayese por última vez. En el mercado había oído contar el caso de una mujer que había dado a luz en los campos y las hienas le habían arrebatado el bebé recién nacido.

«Antes mataré a mi hijo —pensó aferrada al árbol, jadeando y esforzándose por retener al bebé dentro un poco más—. Y después me mataré…».

Sintió como si la estuvieran despedazando y soltó un quejido, luego chilló con todas sus fuerzas.

Se deslizó hacia el suelo, cortándose la mejilla con la corteza rugosa del árbol, notando el sabor de la sangre, viendo la sangre y oyendo en la densa neblina los gruñidos de los malévolos animales depredadores.

—¡Fuera! —gritó.

Wanjiru palpó el suelo mojado en busca de un arma y encontró una piedra. Intentó arrojarla, pero la debilidad se lo impidió. La vida se le estaba escapando y una vida nueva y fuerte trataba de abrirse paso hacia el exterior de su cuerpo. El dolor se alzó, salió de su piel y emprendió el vuelo hacia las nubes bajas y las selvas de bambúes envueltas por las neblinas. Wanjiru estaba en la cima de la montaña y sabía que nunca volvería a bajar.

Pero su bebé no serviría de alimento para las bestias. Ella no permitiría que los animales de la selva terrible se dieran un banquete con el nieto del jefe Mathenge.

Aturdida y débil, el bebé casi nacido ya, Wanjiru empezó a excavar en el barro. Una sepultura, lo suficientemente grande…

Tenía la sensación de estar durmiendo en un lugar cálido y seco. La mitad de ella le decía que era una ilusión, que seguía a la intemperie, excavando una sepultura para el bebé. Pero otra parte de ella le decía que era muy real.

Volvía a estar en el hospital nativo de Nairobi, donde había trabajado de enfermera durante cinco años antes de irse a vivir al distrito de Nyeri y casarse con David Mathenge.

Discutía con alguien:

—¿Por qué nuestros uniformes son diferentes de los vuestros? ¿Por qué nos pagan mucho menos que a vosotras? ¿Por qué a vosotras os llaman «hermanas» y a nosotras, «doncellas»?

El rostro de su supervisora blanca se materializó delante de Wanjiru. Era el rostro santurrón de una mujer que dijo a Wanjiru que las enfermeras africanas sencillamente no tenían derecho a gozar de la misma categoría que las blancas.

Y entonces Wanjiru, en medio de su extraño sueño, recordó que éste era el motivo que la había empujado a abandonar la profesión de enfermera.

—Nos discriminan —se había quejado a David—. Las africanas recibimos la misma formación y hacemos el mismo trabajo, pero no nos consideran igual que a las hermanas blancas. ¿Para qué iba a tomarme la molestia de seguir allí?

En ese momento Wanjiru abrió los ojos y, al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que estaba mirando el techo de una cueva. Siguió echada y pensando, tratando de descubrir si lo de ahora era real u otro sueño. El lecho de hojas secas que tenía debajo parecía bastante real, tanto como el dolor en las manos y los pies. El aire de la cueva misteriosa era cálido y seco, suavemente iluminado por una hoguera en el centro del suelo rocoso. Alrededor de la hoguera, sentadas en cuclillas, comían varias personas.

Wanjiru las miró fijamente. Luego se exploró a sí misma, buscó dentro de su cuerpo y se dio cuenta de que el bebé no estaba.

Intentó hablar, pero sólo le salió un gruñido. Una de las personas de la hoguera se levantó y se acercó a ella. Era una mujer y llevaba un recién nacido en los brazos.

—Tu hijo —dijo la mujer.

Desconcertada, Wanjiru alzó los brazos y tomó a su hijo Christopher para acercárselo al pecho, donde el bebé empezó a alimentarse en seguida. Observó con atención a la mujer arrodillada junto a ella. Por sus rasgos, supuso que era de la tribu meru.

—¿Dónde estoy? —preguntó finalmente Wanjiru.

—Con nosotros no corres peligro. No te preocupes, hermana.

Wanjiru estiró el cuello para recorrer con los ojos la espaciosa cueva. Vio más gente, mucha más, junto a las paredes, durmiendo en los rincones y en salientes de piedra. Vio muebles hechos con bambú, grandes cajas de embalaje en las que aparecían impresas palabras en inglés, fusiles en pabellón, envueltos por las sombras. Un silencio extraño llenaba la cueva, teniendo en cuenta el número de personas que había en ella, pero los aromas eran conocidos y reconfortantes, y la mujer que estaba a su lado sonreía de un modo tranquilizador.

—¿Quiénes sois? —preguntó Wanjiru.

—Te encontramos en la selva y te trajimos aquí. Estás entre amigos. —La mujer hizo una pausa, luego dijo—: La tierra es nuestra. —Miró a Wanjiru como si esperara una respuesta en concreto.

Pero Wanjiru, agotada y confundida, no acertó a decir más que:

—No… no lo entiendo. ¿Quiénes sois?

La sonrisa se esfumó del rostro de la mujer y con voz solemne, casi triste, dijo:

—Somos uhuru, hermana. Somos mau-mau.