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David Mathenge contemplaba el paso de los camiones por la carretera. Sabía quién los conducía y qué significaban. Eran inmigrantes blancos que llegaban a Kenia para montar granjas aprovechando el nuevo plan británico para los excombatientes.

Ya habían puesto en marcha un plan igual antes, en 1919, cuando la corona no sabía qué hacer con los soldados que volvían de la primera guerra y no tenían empleo ni sitio adonde ir. La solución había consistido en mandarlos a las colonias. Y de nuevo en esas primeras semanas de 1946, los soldados que volvían a una Inglaterra arruinada, que no encontraban empleo, recibían concesiones de tierra de labranza en Kenia, en las «tierras altas blancas». Por supuesto, para que los recién llegados pudieran instalarse, los «intrusos» africanos se veían desposeídos de las mejores tierras y obligados a volver a las reservas nativas.

Era una locura.

David se preguntaba qué clase de miopes gobernaban el imperio para suponer que los africanos tolerarían semejante ultraje por segunda vez.

Ya se estaban sembrando las semillas de la rebelión. Los kikuyu jóvenes se preguntaban unos a otros:

—Si en las tierras más ricas hay suficiente espacio para los colonos blancos, ¿por qué no encuentran un espacio para nosotros?

La respuesta era que se produciría una grave depresión económica si no se hacía algo pronto y que sólo los europeos disponían del capital y de los contactos internacionales necesarios para obtener beneficios apresuradamente. Pero esta respuesta no satisfacía a los inquietos kikuyu jóvenes.

—Dadnos una oportunidad —habían dicho a sus sordos amos coloniales, y fue así cómo nacieron los «chicos furiosos de Nairobi».

Casi cien mil soldados africanos volvieron al África Oriental después de combatir en algunas de las campañas más sangrientas de Inglaterra; y al volver se encontraron que en Nairobi había casas nuevas y grandes automóviles, hoteles y comercios llenos de artículos de lujo. Eran hombres a los que habían enseñado muchos oficios útiles, que buscaban una ocupación honrada. Quince mil de ellos habían aprendido a conducir camiones y habían vuelto a un país donde sólo había dos mil camiones. Sencillamente no había empleos para absorber esta súbita llegada de jóvenes educados y con oficio que creían merecer una compensación y un reconocimiento por los servicios prestados en la guerra. Los que encontraron empleo descubrieron que su sueldo era muy inferior al que les pagaban en el ejército. Amargados y resentidos, e incapaces de expresar sus agravios utilizando medios legales normales, estos jóvenes sin hogar y sin tierra —los chicos furiosos de Nairobi— empezaban a celebrar reuniones secretas en toda la provincia. Y David sabía que esta vez triunfarían donde habían fracasado sus predecesores, que lo habían dejado correr al estallar la guerra en 1939.

Y había un diferencia entre los jóvenes revoltosos de hoy y los de la primera época política de David: a los chicos furiosos de Nairobi les habían enseñado a combatir… sus oficiales blancos.

Pero David no podía entretenerse pensando en ello. Tenía sus propios problemas apremiantes y no podía permitirse el lujo de preocuparse por sus compatriotas. Entre otras cosas, porque también él estaba sin empleo; y, además, Wanjiru esperaba un hijo por fin.

Volviéndose de espaldas a la carretera, David Mathenge, de veintiocho años de edad y preocupado por su futuro, echó a andar hacia el río, en una de cuyas márgenes se alzaban tres chozas alrededor de una shamba cultivada. Su madre y su esposa estaban allí en ese momento, labrando las parcelas, cuidando las cabras, transportando agua, reparando los tejados, elaborando cerveza y preparándole la cena mientras él, su hijo y esposo, su protector, su guerrero, era tan inútil como una calabaza agujereada.

La frustración le llenó la boca de sabor amargo.

Al menos debería haber sentido algún consuelo al pensar que la plantación Treverton pasaba apuros. Pero ni siquiera eso hacía feliz a David. De hecho, al enterarse de que la memsaab Mona tenía dificultades con los braceros, no se había alegrado, como hubiera hecho en otro tiempo, sino que había pensado que era una mala noticia. Después de todo, aquella tierra era suya y le sería devuelta algún día, según la promesa y la profecía de su madre. Y por ello odiaba ver la tierra descuidada sencillamente porque los capataces, que en otro tiempo habían servido lealmente al conde, ahora se negaban a recibir órdenes de su hija, una simple memsaab.

David se detuvo en la carretera de tierra roja que se desviaba del risco para adentrarse en la plantación, y pensó en las dos mujeres con quienes vivía: la hechicera indomable, que miraba a su hijo como castigándole silenciosamente, y su insatisfecha esposa, que se quejaba de la lentitud con que los hombres hacían las cosas. Wanjiru había intentado azuzar a David para que se apuntase en la Unión Africana de Kenia, la nueva organización política que empezaba a cobrar forma en todo el país. Pero David ya se había hartado de combatir en Palestina. También sabía que los kikuyu desarmados, por numerosos que fuesen, nada podrían hacer contra los tanques y los aviones de Inglaterra.

David creía que los cambios en Kenia tenían que ser resultado del pensamiento racional y de un proceso cuidadoso. Pero ¿qué podían hacer él y otros como él, educados pero sin empleo, para poner en marcha las ruedas que llevarían a ese cambio necesario?

David no había pensado en otra cosa durante el último año, desde que volviera del Oriente Medio. Para ser escuchado, para convencer a los que tenían el poder en sus manos, así como al resto del mundo, de que la independencia de Kenia era una causa justa, él mismo tenía que ser un hombre responsable, un hombre pensante. Sabía que los británicos no hacían caso a los chicos furiosos de Nairobi ni a los exaltados de la Unión Africana de Kenia. Sin embargo, sí se sentaban a hablar con africanos cuando éstos eran maestros, comerciantes y hombres de cierta influencia.

Como terrateniente propietario de una plantación considerable, en el corazón de la mejor tierra de la provincia más próspera, los británicos escucharían a David Mathenge, que sería un líder.

Tierra…

Ansiaba tener tierra, del mismo modo que la raíz ansia el agua y el pájaro ansia el cielo. Había nacido hijo de la tierra, estaba ligado a ella en cuerpo y alma, y toda aquella tierra habría sido suya si su padre no se hubiese dejado engañar casi treinta años antes, entregándola al hombre blanco. Las palabras de Wachera volvieron a sonar en los oídos de David mientras contemplaba la plantación Treverton:

—Cuando alguien te roba la cabra, hijo mío, la asa, se la come y tú te olvidas de ella. Cuando alguien te roba el trigo, lo convierte en harina, se lo come y tú lo olvidas. Pero cuando alguien te roba tierra, la tierra siempre está allí y tú jamás puedes olvidarla.

David nunca olvidaría que aquellas ricas hectáreas le habían sido robadas al ignorante de su padre, que eran el legado de David y que lo legítimo era que le fuesen devueltas. Pero sabía que la fuerza y la impulsividad, que eran los pilares de los chicos furiosos de Nairobi, nunca le ayudarían a recuperar su tierra. Las armas de David Mathenge tendrían que ser la planificación cuidadosa y la cautela, moverse como un león, estudiar la presa, seguirla y estar alerta para captar su momento de debilidad.

Iba a recobrar su tierra, de un modo legal y honorable, y en un estado de prosperidad.

Miró las dos mil hectáreas de cafetos y tomó su decisión.

David encontró a Mona Treverton en el sector sudeste de la plantación, no muy lejos, a decir verdad, de la fatídica desviación de la carretera de Kiganjo. Mona estaba en la caja de su camión, protegiéndose los ojos con la mano y mirando a su alrededor.

—¡Maldita sea! —musitó, y se disponía a bajar cuando vio a David.

Él la miró y de pronto recordó varias cosas: que Mona había soportado estoicamente el juicio de su madre; su forma de montar a caballo en el campo de polo; la noche en que un incendio los había atrapado a los dos en la choza de cirugía.

Mona lo miró fijamente y de pronto sintió frío bajo el cálido sol. Varias veces durante el juicio, al alzar la mirada, había visto que David Mathenge la estaba contemplando. Ahora la contemplaba del mismo modo, con expresión inescrutable.

—¿Qué estás buscando, memsaab? —preguntó David en inglés.

—Busco a mis braceros. Han vuelto a escaparse. Ya van cuatro veces este mes. —Bajó del camión y se apartó los cabellos negros de la cara—. Estas bayas ya están listas para la recolección.

—¿Dónde están las mujeres y los niños?

—Los envié a la sección norte, a escardar los sembrados. ¡Necesito a esos hombres!

David la miró con atención. La memsaab estaba enfadada y se sentía frustrada; ahora se encontraba sola en el mundo, en la gran casa de piedra al borde de las dos mil hectáreas, sin esposo, sin ningún hombre.

Mona metió las manos en los bolsillos y se alejó unos pasos. Se volvió de cara a las onduladas colinas cubiertas de cafetos, el pañuelo de la cabeza ondeando al viento, y aspiró hondo para calmarse.

—¿Qué puedo hacer para que trabajen? —preguntó en voz baja.

—Sé dónde están los hombres —dijo David.

—¿De veras? —preguntó Mona, volviéndose.

—Se han ido a beber cerveza en Mweiga. Tardarán varios días en volver.

—¡Pero hay que recoger el café! ¡No dispongo de días! ¡En una semana habré perdido toda mi cosecha!

«Mi cosecha», pensó David. Luego dijo:

—Puedo hacer que vuelvan.

Mona lo miró con cierta desconfianza.

—¿Lo harías? ¿Por qué?

—Porque usted, memsaab, necesita un encargado y yo necesito un empleo.

—¿Quieres trabajar para mí? —Mona puso cara de sorpresa.

David asintió con la cabeza.

Mona lo miró fijamente.

—¿Crees que podrías hacerlo? Me refiero a todo esto… —Hizo un gesto con los brazos.

David le habló de sus estudios en Uganda, del diploma que le habían dado. Mona se puso a reflexionar, a pensar si podía confiar en él.

—Llevo tiempo tratando de encontrar un encargado, de hecho —dijo, hablando despacio—. Pero todo el mundo quiere crear su propia granja. Nadie quiere trabajar por cuenta ajena. Te pagaría un buen sueldo, y puedes construirte una casa en la plantación.

—Necesitaré tener autoridad absoluta sobre los trabajadores. También necesitaré tener una libertad sin límites. Es la única manera.

Mona se lo pensó un poco. Entonces se acordó de los números rojos que había en sus libros de contabilidad, en las deudas que iban acumulándose a causa del descuido de la plantación durante el juicio y los meses siguientes, y dijo:

—Muy bien, pues. Trato hecho.

Cuando Mona le ofreció la mano, David se quedó cortado, pero la muchacha no la retiró. David titubeó un poco más, luego alzó la mano derecha y estrechó la de Mona.

—Puedes empezar ahora mismo —dijo ella.

David posó los ojos en las dos manos que se estrechaban, la morena y la negra.