El juicio iba de mal en peor para Rose, hasta que incluso Barrows empezó a perder la esperanza. Al parecer, todas las pruebas apuntaban directamente a la condesa, acusándola.
El superintendente Lewis del Departamento de Investigación Criminal compareció para declarar.
—Superintendente —dijo el fiscal, un hombre robusto que llenaba su toga negra hasta casi reventar y llevaba una peluca blanca sobre la calva—, ¿preguntó usted a lady Rose cómo se había magullado la cara?
—En efecto.
—¿Y qué le contestó?
—Que se había caído y golpeado con el borde del tocador.
—¡Pero a su familia le dijo que su esposo la había golpeado! Dicho de otro modo, lady Rose contó dos historias diferentes, una de las cuales es, por consiguiente, mentira. O puede que ambas sean falsas. ¿Estaría usted de acuerdo, superintendente, en que es posible que lady Rose se magullase el rostro al montar en bicicleta y caer por culpa de un reventón?
El inspector Mitchell, de la policía de Nyeri, declaró varias veces.
—Dijo usted, inspector, que la doctora Treverton tenía la impresión de que lady Rose se había ido de viaje aquella mañana, ¿no es así?
—Sí. Pero lady Rose estaba en casa, vestida con una bata. No me pareció que tuviese intención de ir a ninguna parte.
—¿Cuál fue la reacción de la doctora Treverton y de sir James cuando vieron a lady Rose en casa?
—Se llevaron una gran sorpresa. Los dos creían que ya se había marchado.
—¿Adónde?
—Pues, pensaba fugarse con su novio italiano.
Y más adelante:
—Inspector Mitchell, ¿quiere decirnos, por favor, cómo reaccionó lady Rose al recibir la noticia de que su esposo había muerto?
—Dijo: «No quería que pasara esto».
—¿Y qué quiso decir con «esto»?
—¡Protesto!
—Se acepta la protesta.
—¿Dijo lady Rose algo más?
—Sí, una palabra.
—¿Qué palabra?
—Bueno, en realidad fue un nombre. Dijo: «Carlo».
Grace estuvo observando a su cuñada durante todo el juicio, estudiando su expresión inescrutable, la cara que parecía cada vez más pálida y delgada.
«¿Qué diantres —se preguntaba Grace— pasará detrás de aquellos ojos azules, de mirada fija?».
Finalmente, el ministerio fiscal llamó a declarar a la doctora Treverton. Grace miró los rostros blancos y llenos de curiosidad, la sala atestada de gente, los ojos ávidos en las galerías.
—Doctora Treverton, ¿examinó usted la magulladura en el rostro de lady Rose?
—Sí.
—Y, según su opinión profesional, ¿un golpe como aquél pudo impedirle montar en bicicleta en la noche del quince de abril?
—Me dijo que había perdido el conocimiento.
—Le ruego que conteste mi pregunta, doctora. ¿Un golpe así en la cara produce siempre la pérdida del conocimiento?
—No siempre, pero…
—¿Hay alguna forma médica de probar si lady Rose perdió el conocimiento o no?
—No.
—Por favor, doctora Treverton, cuéntenos lo que su cuñada le dijo después de que el inspector Mitchell les comunicara la noticia de la muerte de lord Treverton.
—Rose dijo que no había querido que muriese.
Sacaron un caballete en el que se podía ver un plano de Bellatu.
—Doctora Treverton, ¿es esto un plano del piso de arriba de Bellatu?
—Sí.
—Haga el favor de señalar la habitación donde usted dormía. ¿Es la que está marcada con una equis roja? Gracias, doctora. Veamos, en este plano podemos ver que su habitación venía después de la última de las de este ala. ¿Puede decirnos, por favor, a quién pertenecía ese último dormitorio?
—A lady Rose.
—Querrá decir a lady Rose y a lord Valentine.
—No. El dormitorio de mi hermano estaba enfrente del mío.
—¿Debo interpretar, pues, que el conde y la condesa no dormían juntos?
Grace dirigió una mirada feroz al pomposo fiscal.
—Tenían dormitorios separados. No sé si dormían juntos o no.
—Muy bien, pues. El último dormitorio era el de lady Rose. ¿Y no lo compartía con nadie?
—Así es.
—Por consiguiente, cuando oyó pasos delante de su puerta en plena noche, ¿esos pasos sólo podían proceder del dormitorio de lady Rose?
—O caminar hacia allí…
—Veamos, doctora, nos ha dicho que miró su reloj. ¿A qué hora oyó el motor del coche?
—Tal como dije a la policía, eran las cuatro y cinco o la una y veinte. No llevaba puestas las gafas.
—Ha quedado demostrado que la muerte del conde tuvo lugar aproximadamente a las tres de la madrugada. Así pues, debemos suponer que oyó usted el motor del coche a la una y veinte y que los pasos que oyó procedían de la habitación de lady Rose y salían de la casa.
—¡La persona que estaba en el pasillo podía ser cualquiera! Hay un cuarto de baño…
—Doctora Treverton, ¿estaba usted sola en su dormitorio aquella noche?
Grace lo miró fijamente.
—¿Cómo dice?
—¿Estaba usted sola en su dormitorio aquella noche, doctora?
—No veo qué tiene eso que ver con el caso.
—Pues sí tiene que ver. Nos estamos esforzando por determinar el paradero de todo el mundo en la noche del asesinato del conde. Le ruego que conteste la pregunta. ¿Estaba sola?
Grace miró hacia James, que estaba sentado con Geoffrey y Mona, y él sonrió.
—No, no estaba sola.
—¿Quién estaba con usted?
—Sir James estaba conmigo.
—Entiendo. ¿Y sir James dormía en el suelo o, tal vez, en un diván?
—No.
—Entonces díganos, por favor, dónde estaba sir James.
—Estaba en la cama, conmigo.
Un murmullo sordo surgió de la multitud y sir Hugh tuvo que hacer una llamada al orden.
El ayudante de Barrows escribió apresuradamente en un bloc e hizo pasar la nota a lo largo de la mesa. Decía:
«Se han propuesto colgar a toda la condenada familia».
Finalmente, el ministerio fiscal empezó sus comentarios definitivos.
—Señores del jurado. —Su voz sonó como un trueno en la sala abarrotada—. Les hemos demostrado lo que sucedió en la mañana del dieciséis de abril del año en curso en la carretera de Kiganjo, a unos dos kilómetros de la desviación de Nyeri. Han oído ustedes el testimonio de expertos que han probado, más allá de toda duda, que el arma encontrada en el pañuelo de lady Rose, quemándose en el hoyo de la basura de su casa, era la que mató al conde de Treverton y que el cuchillo pertenecía a lady Rose. Han visto los resultados del análisis de laboratorio que relacionan de forma concluyente el barro que había en el asiento del pasajero y en el estribo del coche del conde con el de aquel tramo concreto de la carretera de Kiganjo. Han oído decir a los testigos que un automóvil salió de Bellatu a altas horas de la noche y que poco después se oyeron en el pasillo pasos que procedían del dormitorio de lady Rose. Y hemos encontrado la bicicleta abandonada en la huida, una bicicleta perteneciente a la plantación Treverton.
»Ahora bien —prosiguió el acusador dando cortos paseos, la toga negra ondeando tras él, la peluca blanca y empolvada añadiendo unos centímetros a su ya considerable estatura—, tomando todos estos factores y añadiéndoles los móviles que empujaron a lady Rose a cometer el hecho, podemos reconstruir lo que sucedió aquella noche.
Volvió a describirlo todo para el jurado, usando una prosa tan vívida y una oratoria tan convincente, que ninguna de las personas que se encontraban en la sala dejó de ver la carretera solitaria, el conde deteniendo el automóvil, el ciclista subiendo a él, el cuchillo clavándose, el tiro en la cabeza y la huida del asesino presa de pánico.
—Es inconcebible —prosiguió el fiscal— que, transportando un cadáver en el maletero de su coche, lord Treverton se parase en una carretera oscura y desierta por indicación de un desconocido. Por consiguiente, podemos sacar la conclusión de que la persona que le siguió en la bicicleta ¡era conocida del conde y que el conde la dejó subir a su coche sin sospechar nada!
»Yo les digo, señores, que esa persona era lady Rose, la esposa adúltera del conde, quien, temiendo por la vida de su amante y habiendo sido abofeteada por un esposo justificadamente furioso, lo siguió, empujada por el miedo y el deseo de venganza, con la esperanza de impedirle que hiciera daño a Carlo Nobili, ¡un enemigo de la corona!
»Les advierto, señores, que no se dejen engañar por las apariencias. Esa mujer que se sienta en el banquillo no es tan desvalida como quiere hacernos creer. Es una mujer que albergó a un soldado enemigo, a sabiendas de que era un soldado enemigo; que ocultó el paradero de dicho soldado cuando supo que le estaban buscando por todas partes; y que luego tuvo una sórdida e ilícita aventura sexual con él. ¡Una mujer así, les digo yo, señores, no es incapaz de asesinar a sangre fría!
Mientras el fiscal hablaba, un alguacil entró por una puerta lateral, se acercó a la mesa del señor Barrows y le entregó una nota.
Barrows la leyó y se levantó inmediatamente. Sir Hugh Roper, el presidente del tribunal supremo, se volvió hacia Barrows y éste le pidió permiso para acercarse a él. La sala se llenó de murmullos mientras el juez y los dos letrados sostenían un diálogo acalorado, en voz baja para que el jurado no pudiera oírles. Sir Hugh decretó un descanso y pidió a los dos hombres que pasasen a su despacho para conferenciar en privado y entonces se produjo en la sala una erupción de sorpresa y especulaciones. ¡Interrumpir la sesión en una fase tan avanzada, cuando el fiscal elevaba a definitivas sus conclusiones provisionales!
Nadie se alejó mucho del edificio durante la conferencia entre el juez y los dos ministerios. De hecho, corrió la noticia y al reanudarse la sesión entraron más espectadores que antes y todo el mundo contempló con pasmo y excitación cómo el señor Barrows llamaba a un testigo sorpresa.
—¿Quiere hacer el favor de decir su nombre al tribunal?
—Hans Kloppman.
—¿Dónde vive usted, señor Kloppman?
—Tengo una granja cerca de Eldoret.
—¿Tendrá la amabilidad de decirnos qué le ha traído hoy al tribunal central de Nairobi?
—Pues, verá, mi granja está aislada y…
Mientras hablaba, casi todos los presentes en la sala, especialmente los miembros del jurado, vieron a un hombre a quien no conocían personalmente, pero que era conocido en otro sentido: el granjero keniano. Todos vieron el rostro bronceado, la ropa de trabajo cubierta de polvo, las manos honradas, ásperas. O bien se parecía mucho a ellos o a un buen amigo, a un vecino próximo. Todo el mundo escuchó lo que Hans Kloppman tenía que decir y nadie dudó de su palabra.
—Mi granja está aislada. No recibo muchas noticias. He perdido el contacto durante estos últimos meses y no me enteré de que se estaba celebrando este juicio hasta que fui a buscar provisiones en Eldoret. Y fue entonces cuando supe que tenía que venir y hablar.
—¿Por qué, señor Kloppman?
—Porque están ustedes muy equivocados. Esa señora no cometió ningún asesinato.
—¿Usted cómo lo sabe?
—Porque yo estaba en la carretera de Kiganjo aquella noche y vi a la persona que iba en la bicicleta.
La sala se llenó de exclamaciones y comentarios y sir Hugh tuvo que echar mano de su mazo. Una vez restaurado el orden, el señor Barrows pidió al agricultor bóer que contara al tribunal lo que ocurrió exactamente en la carretera de Kiganjo en la noche del quince de abril.
—Había estado en Nyeri por negocios y para visitar a unos amigos. Iba con mi camioneta por la carretera de Kiganjo cuando vi un coche aparcado más adelante, a la derecha de la carretera. Los faros delanteros estaban encendidos. Al acercarme, vi que un hombre montaba en una bicicleta, le daba la vuelta y se alejaba por la carretera a toda velocidad.
—¿Un hombre, señor Kloppman?
—Oh, sí, no me cabe duda de que era un hombre. ¡Y pedaleaba a toda velocidad! Pasó por mi lado como una centella, ni siquiera se dio cuenta de mi presencia. ¡Parecía como si lo estuviese persiguiendo el mismísimo demonio!
—¿Qué pasó luego, señor Kloppman?
—Me acerqué al coche aparcado y vi que tenía el motor en marcha. Miré dentro y vi un hombre dormido, y me dije: «Bueno, a veces yo también he tenido que pararme y dormir hasta que se me pasara la borrachera». Así que lo dejé en paz.
—Dice usted, señor Kloppman, que la persona de la bicicleta era un hombre. ¿Está usted seguro?
—Sí, segurísimo. No le vi la cara porque se la tapaba el sombrero. Pero era un hombre de espaldas anchas y muy alto. La bicicleta parecía demasiado pequeña para él. Y tenía que ser fuerte para pedalear por el barro fresco.
—Señor Kloppman, ¿quiere hacer el favor de mirar a la acusada, lady Rose, sentada en el banquillo? ¿Y quiere decirnos por favor si hay alguna posibilidad de que esa mujer fuera la persona que usted vio pasar en bicicleta?
El agricultor miró a lady Rose y en su cara apareció una expresión de sorpresa.
—¿Esa personilla? ¡Oh, no, señor! —dijo sin titubear—. No era ella, desde luego. Era un hombre, se lo digo yo.
El caos se apoderó de la sala y sir Hugh golpeó con el mazo para imponer orden mientras el señor Barrows pedía a voz en grito:
—¡Señoría, en vista de esta nueva declaración, solicito que el juicio se declare viciado de nulidad y se retiren los cargos contra lady Rose!
—¿Mamá? —dijo Mona llamando a la puerta del dormitorio—. ¿Estás despierta?
Sosteniendo en equilibrio la bandeja del desayuno en un brazo, abrió la puerta y miró dentro. El dormitorio estaba vacío y nadie había dormido en la cama.
Mona dejó la bandeja y bajó apresuradamente. Sospechaba dónde encontraría a su madre.
Habían pasado tres semanas desde el final del juicio. El señor Kloppman había sido objeto de un detallado interrogatorio por parte del fiscal y, más adelante, del superintendente Lewis. Le habían mostrado fotografías de diversas personas, le habían pedido que mirase a hombres en bicicleta, todo ello en busca de un nuevo sospechoso, pero había sido inútil. El ministerio fiscal se había opuesto a que se retirasen los cargos contra lady Rose, pero al final decidieron que las pruebas no bastaban y que el caso de la muerte del conde debería permanecer abierto indefinidamente, hasta que se encontrasen más pruebas. Durante estas tres semanas Rose había pasado todos los momentos de luz diurna en el claro, indiferente a la marcha de las gestiones judiciales y policiales, sin expresar preocupación alguna por la posibilidad de que la sometieran a un nuevo juicio con otro jurado. Había hecho limpiar y enmarcar el tapiz, que ya estaba terminado. La noche anterior ella y Njeri lo habían colgado en el mausoleo de Carlo Nobili.
Mona siguió el sendero que cruza la selva por detrás de Bellatu. Antes de llegar pudo ver el techo de mármol del Sacrario, como un antiguo templo griego escondido en un paraíso silvano. Rose se había gastado mucho dinero en la última morada de su amante y también había abierto un fondo perpetuo para la conservación y el mantenimiento del lugar en el futuro.
La glorieta y el invernadero todavía estaban en el claro, pero habían desbrozado la selva en el lado norte. El mausoleo brillaba bajo el sol matutino. Era un monumento increíble si se tenía en cuenta el breve espacio de tiempo en que lo habían construido. Mona calculaba que tendría más o menos las mismas dimensiones que la pequeña iglesia presbiteriana de Nyeri y que, de haber bancos en el interior, en él habrían cabido unas cincuenta personas. Pero el mausoleo era una cáscara vacía, sin más contenido que un sencillo sarcófago de alabastro.
Mona se detuvo en seco y miró la glorieta. Luego profirió una exclamación y echó a correr hacia ella.
La muchacha africana había utilizado una escalera de mano. Se había atado uno de los pañuelos de seda de lady Rose alrededor del cuello, luego había pasado el otro extremo por encima de la viga central que sostenía el techo de la glorieta y finalmente, apartando la escalera de un puntapié, se había ahorcado.
Mona no necesitó examinarla de cerca para ver que estaba muerta.
—¿Mamá? —llamó. Recorrió el tranquilo claro con los ojos. Pájaros y monos parloteaban en los árboles. La luz del sol jugueteaba con el suelo de la selva. El invernadero se alzaba como una joya bajo el sol, las flores del interior brillaban en facetas multicolores a través de los cristales—. ¡Mamá!
Echó a correr hacia el mausoleo. La puerta no estaba cerrada con llave. Al abrirla, Mona vio bostezar ante sí la fría oscuridad de la muerte.
La llama que ardía en la cabecera del sarcófago del general Nobili, una llama que tenía que arder perpetuamente, despedía un resplandor sobrenatural. Mona se detuvo en la puerta, contemplando fijamente el ataúd de piedra del duque, la figura que reposaba grácilmente, trágicamente, sobre él.
Lady Rose parecía dormir. Tenía los ojos cerrados y la cara era tan blanca como la tapa de alabastro sobre la que yacía. Unos hilillos rojos manaban de sus muñecas y formaban un pequeño charco en el suelo de piedra.
Después el forense diría que había muerto antes del amanecer, pero que forzosamente se habría infligido las heridas poco antes de la medianoche. Al parecer, pues, lady Rose había muerto lentamente en la oscuridad y el frío, sola con su amado Carlo.