40

El sensacional proceso de la condesa de Treverton empezó el 12 de agosto de 1945, cuatro meses después de su detención. El ministerio fiscal tardó todo ese tiempo en preparar la acusación contra ella. Mientras tanto, la condesa permaneció encerrada en una celda especial de la cárcel de Nairobi, donde, después de apelar al juez y a las autoridades de la cárcel en su nombre, su abogado consiguió que le permitiesen trabajar en su tapiz.

Era la segunda de las dos únicas peticiones de Rose.

La primera la había hecho inmediatamente después de ingresar en la cárcel. Rose no había pronunciado ni una palabra desde que viera la foto del cadáver de Carlo; ahora pidió que llamasen a Morgan Acres, el abogado de la familia. Los dos pasaron tres horas a solas en la celda, durante las cuales Rose dio al señor Acres instrucciones explícitas sobre lo que había que hacer con el cadáver del general Nobili. Lady Rose pidió al señor Acres que no hablase de sus planes con el resto de la familia, pero al cabo de una semana, cuando vieron llegar al claro de los eucaliptos una brigada de trabajadores de Nairobi con camiones, tractores y material de construcción, Grace y Mona supieron que era cosa de Rose. Mientras tanto, el cadáver de su amado permanecía en una funeraria de Nairobi.

La segunda petición, la del tapiz, se la había hecho una semana después a Grace.

—No está terminado —dijo Rose, sentada en la cama de hierro con las manos en el regazo, mirando hacia las lejanas llanuras de Athi a través de los barrotes de su ventana.

—Rose —dijo Grace, sentada en la única silla de la sencilla celda—, escúchame. Todo este asunto está amañado. Al superintendente le da lo mismo que seas culpable o no; lo único que quiere es cerrar el caso. Ha basado la acusación contra ti en pruebas puramente circunstanciales. ¿Por qué no les dices lo que ocurrió en realidad? ¡Diles que Valentine te pegó hasta que perdiste el conocimiento y que te era imposible montar en bicicleta en plena noche y por una carretera enfangada! Rose, tu silencio es como reconocerte culpable. ¡Por el amor de Dios, defiéndete!

Rose siguió con sus ojos azules clavados en el paisaje africano, mucho más allá de la cárcel de piedra, y con voz queda dijo:

—Dejé de trabajar en el tapiz el día en que conocí a Carlo. Ahora debo terminarlo.

—¡Escúchame, Rose! ¡Mientras les dejas que te hagan esto, el asesino de Valentine anda en libertad! ¡Ese pañuelo lo robaron de tu dormitorio y tú lo sabes!

Pero Rose no quiso seguir hablando. Así que Grace y el defensor de Rose, el señor Barrows, abogado de la corona, traído especialmente de Sudáfrica, habían presentado la petición de lady Rose al director de la cárcel, señalando las circunstancias extraordinarias de su situación: que había mil trescientos presos en la cárcel de Nairobi, que sólo ocho de ellos eran europeos y que Rose era la única mujer blanca. Se hicieron excepciones, concediéndose a la condesa el derecho a trabajar en su tapiz, a que la comida se la sirviesen del hotel Norfolk, donde era preparada personalmente por el primer cocinero; también le permitieron que le trajesen bombones, ropa de cama y una alfombra para el frío suelo de piedra y, como los presos estaban obligados a tener limpias sus propias celdas, se permitió la visita diaria de Njeri, la doncella personal de lady Rose, que cuidó de su señora durante todo el calvario.

—Su cuñada me está poniendo las cosas muy difíciles, doctora Treverton —dijo el señor Barrows, el abogado sudafricano—. No quiere hablar conmigo. Ni siquiera me mira. Su silencio la condena, ¿sabe usted?

—Si la declaran culpable, ¿qué pasará?

—Por ser una colonia, Kenia tiene el sistema inglés de juicio por jurado. Y las mismas penas. Si declaran a lady Rose culpable de asesinato, la condenarán a la horca. —El abogado se levantó del sofá y caminó hasta el borde de la veranda, donde se sumió en profundas reflexiones.

Durante el juicio, Grace y James, Mona y Tim Hopkins se habían trasladado a Nairobi y tomado habitaciones en el club, que no quedaba lejos del palacio de justicia. En ese momento, la víspera del comienzo del juicio, se encontraban sentados en una sala privada para socios, donde abundaban el cuero y el junquillo, las pieles de cebra y las cabezas de animales.

—¿Sabe usted, doctora? —dijo Barrows con voz queda—, el fiscal tiene argumentos muy sólidos contra su cuñada. En primer lugar, está el móvil. Estos triángulos amorosos siempre traen complicaciones. Lady Rose reconoció ante cuatro personas, es decir, ante ustedes, y en presencia de algunos criados, que pensaba dejar a su esposo por otro hombre. La simpatía del jurado se decantará por Valentine, doctora, y no por su cuñada. En segundo lugar, está el cuchillo, que el patólogo ha demostrado, sin dejar lugar a dudas, que es el mismo que mató al conde. Es un cuchillo que su cuñada utilizó durante años en el invernadero, para podar las plantas, y lo encontraron envuelto con uno de sus propios pañuelos.

Mona dijo:

—Cualquiera pudo tomar el cuchillo del invernadero y robar un pañuelo en la habitación de mi madre.

—Es muy cierto, señorita Treverton. Pero, por desgracia, su madre no quiere dar testimonio de ello. No niega haber envuelto el cuchillo con el pañuelo ni haber tratado de librarse de él en la hoguera que encienden cada semana para quemar la basura. De hecho, señorita Treverton, ¡hasta el momento su madre no ha negado ni una sola vez haber cometido el asesinato! Y, en tercer lugar, está el hecho de que no puede dar razón de su paradero en el momento del asesinato, ni tiene testigos que puedan darla. Ustedes dicen que estaban todos durmiendo.

El señor Barrows volvió al sofá y acomodó en él su larguirucha figura.

—Me temo que los casos de este tipo los deciden las emociones en vez de los hechos concretos. La acusación tratará de presentar a lady Rose como una mujer dura, cruel e insensible. Sacará a relucir el sórdido asunto de la aventura amorosa en el invernadero y pintará a Valentine como la esencia del marido burlado. Tenga usted en cuenta, señorita Treverton, que el jurado se compondrá exclusivamente de hombres. Y ahorcarán a lady Rose por su adulterio, se lo puedo asegurar.

—¡Pero no podemos permitirlo! —exclamó James.

—No, no podemos. Y voy a hacer lo imposible para que el jurado simpatice con nosotros.

—Y mientras tanto —dijo Tim con acento tranquilo—, el verdadero asesino sigue en libertad.

—Eso no es lo que nos preocupa en este momento, señor Hopkins. Debemos concentrarnos en obtener un veredicto de inocencia para lady Rose.

El señor Barrows miró al grupo desde debajo de sus cejas rojizas. Los ojillos verdes y duros que revelaban el genio del abogado sudafricano, que era famoso por ganar casos difíciles y sensacionales, miraron fijamente a cada uno de los presentes. Y luego dijo:

—Antes de entrar en la sala mañana, quiero estar seguro de que conozco todos los hechos de este caso, absolutamente todos. No quiero sorpresas. Si alguno de ustedes sabe algo que no me haya dicho, o si alguno de ustedes piensa algo sobre el caso que no me haya dicho, alguna sospecha, lo que sea, que me lo diga ahora.

Al día siguiente el juicio comenzó en un ambiente casi festivo. El tribunal central de Nairobi se había convertido en el foco de los habitantes de la colonia, que estaban cansados ya de la guerra y ansiaban presenciar un buen espectáculo, por lo que se apretujaban en la sobriedad eduardiana de la sala, llenaban los pasillos laterales y abarrotaban las galerías destinadas al público. La cúpula de cristal proyectaba una luz difusa sobre colonos que habían llegado de sitios tan lejanos como Moyale, sobre rancheros y agricultores, sobre hombres uniformados, sobre mujeres que lucían su mejor vestido, el mismo que normalmente reservaban para la semana de las carreras. El ruido era ensordecedor y todo el mundo esperaba con ansiedad el comienzo de lo que prometía ser todo un espectáculo. Todas las personas corrientes de Kenia, personas trabajadoras que durante los últimos cuatro meses se habían entretenido con rumores, chismorrerías y especulaciones, que leían con avidez lo que publicaba la prensa sobre el «nido de amor en el invernadero», que estaban agotadas después de seis años de guerra y sacrificios, habían acudido con la esperanza de poder atisbar la vida íntima y sórdida de su aristocracia.

Poco antes de que la acusada fuera introducida en la sala, la entrada de una espectadora más causó primero murmullos y luego un silencio escandalizado mientras ella se abría paso en la galería de los africanos, donde la gente se apartaba para abrirle camino. Cuando Wachera, la hechicera, llegó por fin a la barandilla y miró hacia abajo, los europeos de las otras galerías y los de abajo la miraron con ojos atónitos.

No había ninguna persona en la sala que no hubiese oído hablar de la legendaria mujer kikuyu que continuaba desafiando a la autoridad europea y que era la fuerza espiritual que había detrás de la mayor tribu de Kenia. De pie junto a la barandilla, parecía una emperatriz pasando revista a sus súbditos. En cualquier otro momento quizá los hombres y las mujeres blancos habrían encontrado su vestido pintoresco y divertido, o de mal gusto y fuera de lugar en la sala, pero esa mañana en el cuerpo alto y fuerte vestido con pieles y cubierto de cuentas y conchas de arriba abajo, la cabeza rasurada y entrecruzada por cintas con abalorios, había algo que hizo sonar una nota desagradable en la mente de los europeos. Wachera les recordó algo en lo que preferían no pensar: que en otro tiempo el país había sido de ella, de Wachera, y que ellos habían llegado después.

Los periódicos también hablaban de una antigua thahu pronunciada mucho tiempo antes en una fiesta de Navidad. Los europeos pensaban ahora en ella, mientras miraban fijamente a la hechicera, y se preguntaban si estaba allí para ver los frutos de aquella maldición.

«Han muerto dos Treverton —pensaban—. Quedan tres…».

Sir Hugh Roper, el presidente del tribunal supremo, vestido con una toga negra y peluca blanca, entró en la sala y ocupó su lugar en el asiento del juez. Y luego trajeron a lady Rose de la celda. Anduvo hasta el banquillo de los acusados como una mujer en trance y no pareció oír a sir Hugh cuando éste leyó la acusación de asesinato. Rose permaneció de pie como una estatua, con los ojos vidriosos, sin apenas parpadear. Se hizo un gran silencio en la sala mientras todos los presentes miraban con curiosidad la figura pálida y frágil de Rose. Muchos espectadores se llevaron una decepción al no advertir en ella el menor indicio de que fuese una mujer adúltera o una asesina.

En el momento en que el fiscal de la corona se levantaba para pronunciar su primera alocución, Rose miró por encima del hombro hacia la galería de los africanos y sus ojos se cruzaron con los de Wachera.

Rose se sintió transportada veintiséis años atrás y se vio a sí misma de pie en el risco, con la pequeña Mona en brazos, mirando a la joven africana que estaba abajo con un bebé en la espalda.

También Wachera, mientras observaba a la mzunga, recordó aquel día de cincuenta y dos cosechas atrás en que había alzado los ojos hacia el risco y había visto la figura vestida de blanco y se había preguntado qué significaba.

Y entonces comenzó el proceso.

Se prolongó diez semanas durante las cuales fueron compareciendo testigos y más testigos, desde el más oscuro trabajador de la plantación Treverton que jamás había visto a su patrón, hasta miembros de la propia familia. Trajeron especialistas. Uno de ellos fue el doctor Forsythe, el patólogo, que comparó un defecto de la hoja del cuchillo con un surco que había detectado en las costillas de lord Treverton y con ello demostró que el cuchillo era efectivamente el arma con que se había cometido el asesinato; asimismo declaró que la autopsia le había permitido ver que el conde ya estaba muerto, a causa de una tremenda hemorragia interna, cuando la bala le atravesó el cráneo.

Interrogaron a los criados.

—¿Eres uno de los vigilantes de la plantación Treverton?

—Sí, bwana.

—¿Sabes durante qué horas estuviste patrullando por la plantación en la noche del quince de abril?

—Sí, bwana.

—¿Sabes distinguir la hora?

—Sí, bwana.

—Haz el favor de mirar el reloj de la sala y decirnos qué hora es.

El vigilante forzó la vista para mirar el reloj y dijo:

—Es la hora de almorzar, bwana.

Gran parte de los interrogatorios, tanto de la acusación como de la defensa, resultaron pesados y no parecían tener ninguna relación con el caso.

—¿Es usted la modista de lady Rose?

—Lo soy.

—¿Acostumbraba lady Rose venir a Nairobi para las pruebas o subía usted a su casa?

—Las dos cosas, según las lluvias.

Los días en que interrogaban a los jardineros, o cuando se estudiaban con una minuciosidad rayana en la locura las pruebas más insignificantes, tales como las cartas que el conde escribiera a su esposa desde su puesto en la frontera norte, el número de espectadores disminuía e incluso había asientos vacíos en la sala. Pero a medida que la acusación y la defensa fueron acercándose a lo esencial del juicio —la aventura amorosa y el asesinato mismo—, de nuevo se llenó la sala.

Njeri Mathenge, la doncella personal de la condesa, compareció ante el tribunal y prestó declaración. Mientras la interrogaban, sus ojos se movían nerviosamente de lady Rose a Wachera, que estaba en la galería, y de nuevo a lady Rose.

—¿Estaba usted con su señora cuando encontró al prisionero fugitivo en el invernadero?

—Sí.

—Hable más alto, por favor.

—Sí.

—¿Con qué frecuencia visitaba la memsaab al hombre del invernadero?

—Todos los días.

—¿También de noche?

—Sí.

—¿Usted los observó alguna vez cuando estaban en el invernadero?

Njeri miró a lady Rose.

—Haga el favor de responder a la pregunta.

—Miraba por la ventana.

—¿Y qué vio?

Los ojos de Njeri se desviaron hacia la coesposa de su madre, Wachera; luego miró a David y volvieron a posarse en Rose.

—¿Qué vio usted, señorita Mathenge?

—Estaban durmiendo.

—¿Juntos?

—Sí.

—¿En la misma cama?

—Sí.

—¿Estaban vestidos?

Njeri rompió a llorar.

—Haga el favor de responder a la pregunta, señorita Mathenge. ¿Lady Rose y Carlo Nobili estaban desnudos y juntos en la cama?

—Sí.

—¿Alguna vez los vio hacer algo aparte de dormir?

—Cenar juntos.

—¿Observó usted alguna vez actos de naturaleza sexual entre ellos?

Njeri inclinó la cabeza y las lágrimas cayeron sobre sus manos.

—Señorita Mathenge, ¿alguna vez vio que lady Rose y Carlo Nobili tuvieran una relación sexual?

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—Muchas…

Durante todo el interrogatorio Rose permaneció pálida y silenciosa en el banquillo, como si estuviese muy lejos de la sala del tribunal. No habló en ningún momento, tampoco miró a los testigos e incluso parecía no darse cuenta de lo que estaba pasando. La gente empezó a preguntarse por qué, si era inocente, no lo decía claramente.

—No quiere hablar conmigo —dijo Mona al reunirse con los demás en la pequeña sala del club. En el centro de la mesa había una bandeja de emparedados sin tocar, pero el whisky y la ginebra eran objeto de mucha atención.

La tensión del juicio empezaba a notarse en la joven y sus negros ojos sobresalían en su cara pálida.

—Le he dicho que tenía que hablar claro y defenderse. Pero ha continuado trabajando en el maldito tapiz sin decir nada.

—¿Es posible que lo hiciera? —preguntó James.

Grace meneó la cabeza.

—No creo a Rose capaz de cometer un asesinato. Especialmente de esa manera… con un cuchillo manejado de forma tan experta.

—¡Hubo un tiempo en que no habríamos creído a mi madre capaz de esconder a un prisionero de guerra fugitivo tener una aventura amorosa en secreto con él!

Grace miró a su sobrina.

—No seas tan dura con tu madre, Mona. Piensa lo mucho que debe de estar sufriendo.

—¡Desde luego, ella no pensó que nosotros podíamos sufrir por culpa de su egoísmo! ¡Esa gente horrible que llena la sala, moviendo las orejas cuando el maldito fiscal airea los asuntos de nuestra familia en público! ¡Y usted! —Se volvió hacia Barrows, el abogado de su madre—. ¿Por qué sacó a relucir el lamentable asunto de Miranda West?

—Era necesario, señorita Treverton —dijo tranquilamente con su acento sudafricano—. La acusación trata de apoyar sus argumentos en la inmoralidad de su madre. Está convenciendo al jurado de que su padre era un santo, que matando al italiano prácticamente le hizo un favor al mundo, y que su propia muerte fue la mayor pérdida que jamás haya sufrido Kenia. Al sacar a relucir su aventura con la señora West, recordé al jurado que Valentine Treverton era un hombre con flaquezas y defectos y señalé que mucho antes de que su madre se embarcase en su única aventura adúltera, su padre ya había tenido varias.

Los ojos de Mona se llenaron de lágrimas. Deseaba de todo corazón que Geoffrey volviera a casa. De hecho, tenía que llegar de un momento a otro.

—¿Qué creéis que están construyendo en el claro? —preguntó Tim Hopkins para variar de tema y aliviar la tensión alrededor de la mesa—. Parece una especie de templo pagano.

Como no podía ausentarse de su misión durante mucho tiempo, Grace volvía al norte con frecuencia, donde tenía ocasión de comprobar los progresos de la misteriosa estructura de cemento que Rose había encargado construir entre sus eucaliptos. Era bastante grande —habían tenido que desbrozar una extensión considerable de selva para ella— y su aspecto recordaba claramente una iglesia. Los obreros trabajaban día y noche, como si fuese una carrera contra reloj. Grace se había atrevido a mirar en el interior y lo había encontrado curiosamente vacío. Unas columnas de mármol sostenían un techo abovedado y las paredes y el suelo aparecían desnudos. Pero la semana anterior habían instalado algo dentro y el edificio ya no era un misterio.

Los trabajadores habían instalado un sarcófago de alabastro.

Y ahora estaban labrando unas palabras en el dintel de la entrada: Sacrario Duca d’Alessandro.

—Es la última morada de Carlo Nobili —dijo Grace con voz queda.

—¿Una cripta? —preguntó Mona—. ¿Piensa enterrarlo en su claro detrás de mi casa? ¡Es monstruoso!

—Mona…

—Voy a salir a tomar un poco el aire, tía Grace. Y me parece que luego cenaré a solas en mi habitación.

Grace intentó detenerla, pero Mona ya cruzaba el espacioso vestíbulo del club, seguida de numerosas miradas de curiosidad y susurros.

Al salir a la calle, Mona se detuvo y se apoyó en un sicómoro, las manos en los bolsillos de sus pantalones. Los ocupantes de los coches que pasaban por allí la miraban fijamente; un grupo de mujeres que estaba en la galería se puso a murmurar y a mirarla de reojo. El viento arrastraba un periódico atrasado por la calle. No era de Kenia, sino un fragmento del New York Times y en la primera página hablaba del juicio que seguía celebrándose, el del escandaloso asesinato de Treverton. Mona trató de dominar las lágrimas y la rabia, su humillación, la sensación de haber sido traicionada.

En la otra acera, bajo la luz fugaz y humosa del crepúsculo, un grupo de africanos vestidos con uniforme militar hablaba en voz baja mientras se pasaba un solo cigarrillo. Al ver acercarse a una pareja blanca, los soldados bajaron de la acera y saludaron tocándose el sombrero como estaba mandado, y Mona se dio cuenta de que uno de ellos era David Mathenge.

David se había sentado en la galería todos los días desde que empezara el juicio. Mona pensó que él y su madre contemplaban las sesiones como buitres, como dos grandes cuervos esperando que la presa exhalara su último suspiro. Les odiaba, del modo que odiaba a los blancos que acudían a la sala con el propósito de recrearse con la contemplación de la innoble caída de la familia a la que en otro tiempo adoraban.

Casualmente David miró en su dirección y los ojos de ambos se cruzaron.

—¡Mona! —llamó una voz detrás de ella.

Al volverse, vio a Grace en la entrada del club, haciéndole señas para que entrase de nuevo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mona al llegar junto a su tía.

—¡Ven conmigo, que tengo una sorpresa para ti!

Intrigada, Mona entró detrás de ella en el vestíbulo y vio un grupo de personas de pie junto a la enorme chimenea de piedra. Al ver quién estaba en el centro del grupo, Mona echó a correr hacia él después de exclamar:

—¡Geoffrey!

Él la tomó entre sus brazos y la apretó hasta quitarle la respiración.

—¡Geoffrey! —exclamó nuevamente Mona—. ¡Qué maravilloso es verte!

—Mona, estás tan bella como siempre. Tenía la esperanza de volver antes, ¡pero ya sabes cómo es la burocracia militar! —Se apartó un poco y la miró con expresión solemne—. Lamento mucho lo del tío Val y la tía Rose.

Mona miró a Geoffrey y le pareció que estaba más alto y más guapo después de sus cinco años en Palestina. También parecía mucho mayor, como si el viento cálido y las arenas del Oriente Medio le hubiesen curtido. Aunque sólo contaba treinta y tres años, Geoffrey Donald empezaba a tener canas en las sienes, igual que en el bigote. Mona vio las arrugas que la guerra y las penalidades habían trazado alrededor de sus ojos y recordó lo cerca que había estado, en más de una ocasión, de morir a causa de una bomba terrorista.

No habían hablado de matrimonio desde antes de la guerra, desde que ella le dijera que necesitaba tiempo. Geoffrey no lo había mencionado en sus cartas, sin duda porque esperaba que ella diese el primer paso, que era lo que iba hacer ahora que él había vuelto.

«Ahora que has vuelto —pensó Mona—, podré salir de esta pesadilla…».

—Y ésta es Ilse —dijo Geoffrey, apartándose y tendiendo la mano a una mujer joven y rubia.

—¿Ilse? —dijo Mona.

—Mi esposa. Ilse, ésta es Mona, la vieja y querida amiga de la que tanto te he hablado.

La señora Donald extendió la mano, pero Mona sólo fue capaz de mirar fijamente los cabellos rubios, los ojos azules y la sonrisa tímida.

—Me temo que Ilse no habla mucho inglés.

Mona miró a Geoffrey.

—¿Tu esposa? No sabía que te hubieses casado.

—Nadie lo sabía —dijo James, apoyando una mano en el hombro de su hijo—. ¡Por lo que veo, Geoffrey ha llegado antes que sus cartas!

—Me alegro tanto por ti —dijo Grace—. Y bien venida a Kenia, Ilse.

—Gracias —dijo la novia en voz baja.

—Ilse es una refugiada alemana —explicó Geoffrey, sin darse cuenta del profundo efecto que la noticia hacía a Mona. La muchacha tuvo que retroceder y buscar apoyo en el sofá—. Se llevaron a toda su familia a los campos de Hitler —prosiguió Geoffrey—. Ilse consiguió huir gracias a unos simpatizantes, que la llevaron clandestinamente a Palestina. Nos costó horrores obtener papeles para ella. Y estuvieron a punto de negarme el permiso para casarnos.

—Es terrible —musitó Grace. El único cine de Nairobi tenía en cartel los noticiarios que empezaban a salir de Alemania, películas norteamericanas que mostraban lugares llamados Dachau, Auschwitz…—. No te quepa duda de que haremos todo lo que podamos para que Ilse se encuentre a gusto aquí, Geoffrey. Lástima que hayas llegado cuando se está celebrando este terrible juicio.

—Los periódicos de Jerusalén hablan de ello desde hace meses. ¡No podía creerlo! Iré a visitar a la tía Rose si me dejan. Y si puedo ayudar en algo…

—El señor Barrows es un excelente abogado.

—Ya he oído hablar de él.

—Lo conocerás durante la cena.

—A mí me parece —dijo James— que, considerando que Geoff ha vuelto y que acaba de casarse, un poco de champán no estará de más. Iré a reservar la mesa más próxima a la pajarera; el servicio siempre es mejor allí.

—Con permiso —dijo una voz discreta—. ¿Puedo hablar un momento con usted, capitán Donald?

Al volverse todos, vieron a Angus McCloud, uno de los dignatarios del club, a unos pasos de ellos.

—¿Sí? —dijo Geoffrey—. ¿De qué se trata?

El hombre parecía estar nervioso.

—Esto… ¿podríamos hablar en privado, capitán?

Geoffrey se encrespó, como si ya supiera lo que McCloud quería decirle.

—¿Algún problema? —preguntó James—. Supongo que habrá una mesa libre para cenar, ¿no es así?

El escocés enrojeció.

—Si hace el favor de venir conmigo…

—Dígalo aquí mismo, señor McCloud —dijo Geoffrey—, delante de mi esposa y mis amigos.

Grace miró a James con expresión intrigada.

—¿Qué pasa?

—Me temo que es el reglamento del club, capitán Donald —dijo Angus McCloud—. Yo no inventé las reglas, sencillamente tengo que velar por su cumplimiento. Si de mí dependiera, compréndalo… —Hizo un gesto de impotencia con las manos—. Pero, ya sabe, hay que pensar en los otros socios.

—¡Santo Dios! —exclamó de pronto James—. ¡No estará diciendo lo que creo que está diciendo!

McCloud parecía cada vez más azorado.

—Geoffrey —dijo Grace—, dime a qué viene todo esto.

Geoffrey apretó las mandíbulas y dijo:

—Se trata de Ilse. Es judía.

—¿Y qué?

—Y una de las reglas del club prohíbe que los judíos entren en el comedor.

Grace miró a Angus, que desvió los ojos.

James dijo:

—Al diablo las reglas. Esta noche vamos a cenar aquí y en la mesa de la pajarera.

—Me temo que no puedo permitirlo, sir James, si la señora Donald les acompaña.

—No pretenderá decirme que podría usted…

—No te preocupes, padre —dijo Geoffrey, alargando la mano hacia Ilse, que le miró con expresión interrogativa—. No me apetece cenar en este asqueroso club. No quiero ser socio, gracias. Mi esposa y yo iremos adonde nos acojan como es debido. Y si no nos acogen bien en ninguna parte de Kenia, ¡nos iremos a otra parte del mundo donde nos reciban con agrado!

—¡Geoffrey! —llamó James cuando el muchacho ya salía.

Mona, aturdida y sentada todavía en el respaldo del sofá, siguió a la pareja con los ojos, miró la figura deslumbrante que iba de uniforme y a la mujer bonita que la acompañaba. Luego se volvió bruscamente y salió corriendo del vestíbulo, bajó por el sendero del jardín hasta su bungalow y se encerró bajo llave.

Rose estaba trabajando silenciosamente en el tapiz al entrar Grace. En el exterior, una noche humosa se extendía desde la ventana con barrotes hasta un horizonte que se juntaba con estrellas cristalinas.

Grace se detuvo y recorrió con los ojos la humilde celda que ahora era el hogar de Rose. Luego se sentó y dijo:

—Rose, ¿quieres hablar conmigo esta noche?

—¿El lugar de descanso de Carlo está ya casi terminado?

—Así es, Rose.

Con un suspiro Rose clavó la aguja, apartó el tapiz y por primera vez desde hacía meses miró directamente a los ojos de su cuñada.

—Cuando esté terminado, hazme el favor de decirles a los de la funeraria que coloquen a Carlo allí. Y luego pídele al padre Vittorio que diga una misa por él.

—Así lo haré.

—¿Sabes, Grace? —añadió Rose sin alzar la voz—, Valentine no era malo. Sencillamente era incapaz de amar. Carlo era un hombre dulce y gentil que no le deseaba nada malo a nadie. Lo torturaron en el campo de prisioneros. Vi las cicatrices en su pobre cuerpo. Valentine no tenía derecho a matarle de aquella manera, como a un animal, atado e indefenso. Espero que Valentine arda eternamente en el infierno.