39

A primera hora del 16 de abril de 1945, justo antes del amanecer, una comadrona europea de la Misión Grace Treverton conducía su coche por la carretera desierta de la ciudad de Kiganjo, donde había trabajado toda la noche asistiendo a una parturienta. En la oscuridad vio que más adelante había un automóvil aparcado a la derecha de la carretera, el morro apuntando en la misma dirección que seguía ella, el motor en marcha, y los faros traseros proyectando dos rayos de luz roja sobre la superficie fangosa de la carretera. Al aflojar la marcha y acercarse, vio a alguien sentado dentro del automóvil, en el lado derecho del asiento delantero, en el asiento del conductor. Detuvo su coche junto al otro y encontró un hombre dormido. Al reconocerle y ver que se trataba del conde de Treverton, la enfermera le habló y le preguntó si necesitaba ayuda. El hombre no se despertó, de modo que la mujer se apeó y fue a mirar por la ventanilla del pasajero.

El conde se encontraba desplomado contra la portezuela del conductor con un agujero de bala en la sien izquierda, una pistola en la mano.

La enfermera se fue inmediatamente al puesto de policía de Nyeri, donde despertó al agente uniformado de tercera Kamau, quien a su vez despertó al cabo de guardia. Junto con dos agentes negros acompañaron a la memsaab a la carretera de Kiganjo, donde a unos dos kilómetros de la desviación de la carretera principal de Nyeri, encontraron el coche de lord Treverton.

Bajo la débil luz del amanecer los policías rodearon el automóvil y se pusieron a discutir sobre lo que había que hacer. Mientras tanto, la enfermera observó que había huellas de bicicleta en el barro, huellas frescas que llegabais hasta el lado del pasajero del coche aparcado y luego volvían a tomar la dirección por donde parecían haber venido: Nyeri. Pero cuando el cabo regresó al puesto para llamar al inspector Mitchell, que vivía en Nyeri, y cuando el inspector llegó a la escena del suceso, las huellas de bicicleta ya habían desaparecido bajo numerosas pisadas.

—¡Santo Dios! —exclamó Mitchell al mirar el interior del coche—. ¡El conde se ha pegado un tiro!

Tener que dar cuenta de lo ocurrido a la familia era un deber desagradable. ¡Y qué sensación iba a causar lo sucedido! ¡El conde incluso vestía de uniforme! Mientras subía por el sendero serpenteante hacia Bellatu, el inspector decidió que la depresión causada por la guerra era lo que había empujado al conde a quitarse la vida. No eran pocos los combatientes que se suicidaban al volver a casa. Pero ¿lord Treverton?

Eran las nueve de la mañana cuando el inspector Mitchell de la policía de Nyeri llamó a la puerta principal de Bellatu y dijo al criado africano que deseaba hablar con lady Rose.

En lugar de ella, la doctora Grace Treverton entró en la sala de estar.

—Mi cuñada no está en casa, inspector —dijo la doctora—. Lady Rose se fue de viaje a primera hora de esta mañana. Quizá yo pueda ayudarle.

—Pues verá usted, doctora —dijo el inspector, haciendo girar el sombrero en las manos, incesantemente. El inspector Mitchell detestaba esa parte de su trabajo—. Se trata del señor conde.

—Me temo que mi hermano aún no ha bajado a desayunar. Hasta el momento, sólo sir James Donald y yo nos hemos levantado.

El inspector asintió con la cabeza. Conocía bien a sir James.

—Pues, mire usted, doctora, como es usted hermana del conde, puedo decírselo a usted para que informe a lady Rose cuando vuelva.

—¿Decirme qué, inspector?

En la casa reinaba una quietud de mal agüero. Un reloj dejaba oír su tictac en alguna parte; cabezas de animales con magníficos cuernos miraban hacia abajo desde las paredes. El inspector Mitchell se dijo que ojalá el conde no hubiera escogido su distrito para matarse.

—Me temo que su hermano no bajará a desayunar, doctora Treverton, porque no está aquí.

—¿No está aquí? ¡Claro que está!

—Fue encontrado en su coche a primera hora de la mañana en la carretera de Kiganjo. Lo encontró una de sus comadronas, una tal enfermera Billings.

—¿Lo encontró? ¿Qué quiere decir?

—Lamento decirle que lord Treverton salió en su coche durante la noche y se suicidó con una pistola.

Grace quedó paralizada, mirando fijamente al inspector de policía a través de sus gafas con montura de oro. Luego dijo:

—¿Me está diciendo que mi hermano ha muerto?

—Lo siento mucho, doctora.

—¿Está usted seguro de que se trata de lord Treverton?

—Completamente.

Grace se levantó.

—Le ruego que me perdone —dijo, y salió de la sala de estar.

Volvió a los pocos instantes, acompañada de sir James.

—Cuénteme lo que ha ocurrido, inspector —dijo James, sentándose en el sofá al lado de una Grace visiblemente trastornada y disgustada.

El policía lo repitió todo y añadió:

—El motor todavía estaba en marcha cuando la enfermera lo encontró. Creemos que no llevaba mucho tiempo muerto. El cadáver será trasladado al puesto de policía. Pueden… verlo allí.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Grace, y sir James la abrazó.

—Gracias por venir a avisarnos, inspector —dijo sir James con voz tensa cuando el policía se levantó—. Iré al cuartelillo más tarde y verificaré la identidad.

—Se lo agradeceríamos muchísimo, sir James.

El inspector dio la vuelta, disponiéndose a irse, pero se detuvo al ver a Rose Treverton de pie en el umbral del comedor. La miró fijamente. La mejilla izquierda de lady Rose aparecía magullada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó lady Rose.

James y Grace alzaron los ojos.

—¡Rose! —exclamó Grace—. ¡Todavía estás aquí! —Al ver la magulladura, se puso en pie, se acercó a su cuñada y susurró—: ¿Qué diantres le ha pasado a tu cara?

Pero cuando alargó la mano para tocar la mejilla lesionada, Rose se apartó.

—¿Por qué está aquí este policía? —preguntó Rose.

—Rose —dijo Grace con voz tensa—. Ven aquí y siéntate, por favor.

Pero Rose permaneció en el umbral.

—¿Qué ocurre?

El inspector se movió tímidamente. Había visto a la condesa de Treverton algunas veces, en su palco del hipódromo de Nairobi o paseando en su coche conducido por un chófer. Siempre estaba hermosa y aristocrática en todo. Su aspecto en ese momento le dejó boquiabierto: el pelo en desorden, la mitad sujeto y la otra mitad suelto; la bata arrugada; las ojeras; y aquella magulladura monstruosa.

Grace dijo:

—Rose, ha habido un… —se interrumpió. Había estado en un tris de decir «accidente».

—¿Alguien se ha hecho daño?

Grace, incapaz de hablar, se volvió hacia sir James y éste dijo:

—Valentine ha muerto, Rose.

Rose retrocedió como si acabaran de golpearle con fuerza.

—Al parecer, se disparó un tiro… —La voz de James se quebró.

Rose parecía confundida.

—¿Que Valentine ha muerto? —susurró—. ¿Que se ha matado? Pero ¿dónde?

—En su coche, lady Treverton —dijo el inspector—. En la carretera de Kiganjo. Durante la noche. Acepte usted mi más sentido pésame.

Rose se volvió con cara inexpresiva y se acercó a una de las sillas del comedor. Apoyó la mano en el respaldo, como si fuera a sacarla, pero permaneció de pie, los ojos escudriñando la reluciente superficie de la mesa.

—Valentine —musitó—. Muerto…

Luego escondió el rostro entre las manos y exclamó:

—¡Yo no quería que pasara esto! ¡Oh, Carlo!

Cuando el inspector se hubo ido, James y Grace ayudaron a Rose a entrar en la sala.

—Rose —dijo Grace con voz apagada—, ¿qué ocurrió anoche? ¿Cómo te hiciste daño en la cara? ¿Y por qué no te has ido con Carlo?

Rose clavó la vista en su regazo.

—Valentine me pegó. Subió a mi cuarto y dijo que iba a impedir que le abandonase. Tuvimos una discusión. Me golpeó en la cara.

Grace esperó.

—¿Y luego qué pasó?

—No lo sé. Sus golpes me hicieron perder el conocimiento. Hace apenas unos minutos que he despertado. No le oí salir de la casa… —Rose empezó a sollozar. ¡Tenéis que creerme! ¡Yo no quería que muriese!

—Bien —dijo el inspector Mitchell al entrar en el cuartelillo pequeño y sencillo—. ¡Las chismosas van a hacer su agosto!

Un agente africano alzó la mirada de su máquina de escribir Corona y sonrió.

Mitchell meneó la cabeza y colgó su sombrero.

—¡No hay nada como un suicidio en la alta sociedad para que las lenguas empiecen a moverse!

Se disponía a sentarse ante su mesa y tomar el té y las tostadas de la mañana cuando otro agente uniformado entró corriendo.

Bwana! ¡Venga rápido!

Soltando un suspiro, y preguntándose por qué se le habría ocurrido abandonar su pacífico Cheshire para emigrar a Kenia, el inspector Mitchell salió detrás del agente y dio la vuelta al edificio hasta llegar al patio de atrás. El automóvil de lord Treverton estaba allí, la portezuela y el maletero abiertos, y dos policías lo estaban examinando.

Al dar la vuelta al coche, Mitchell se detuvo en seco y miró el interior del maletero.

—¡Dios bendito! ¿Quién es éste?

El agente uniformado de tercera Kamau dijo:

—Todavía no lo sabemos, señor. Parece que no lleva papeles de identidad encima. Pero no lo hemos registrado a conciencia. Quería que usted le viese así antes de moverlo.

—Supongo que está muerto, ¿no?

—Y desde hace mucho, creo.

—Que venga el fotógrafo.

Mitchell miró el cadáver del maletero y sus ganas de desayunar se evaporaron. La víctima llevaba sólo unos pantalones y una camisa de seda, estaba descalza y atada con sogas por los tobillos y las muñecas. Le habían pegado un tiro en la cabeza.

—¿Como si hubiera sido una ejecución? —dijo el superintendente Lewis de la División de Investigación Criminal de Nairobi. Acababa de llegar a Nyeri, tras recibir una llamada del inspector Mitchell, a quien en ese momento acompañaba hacia el patio del cuartelillo.

—Así parece —dijo Mitchell—. Atado como una cabra para el sacrificio. Un solo disparo. Le atravesó la cabeza, limpiamente.

—¿Alguna idea sobre su identidad?

—Ninguna. Hemos preguntado por ahí. Parece que es un extranjero. Nadie lo conoce y no se ha denunciado ninguna desaparición.

Llegaron adonde estaba el coche y miraron el maletero vacío. Había manchas de sangre cerca de la caja de la rueda.

—Sospecho que fue obligado a meterse aquí dentro —dijo Mitchell—. Fue atado de pies y manos y luego muerto de un tiro. El conde se ahorró la molestia de tratar de meter un cadáver en el maletero.

El superintendente Lewis, un hombre bajo y rechoncho, con gafas bifocales y bigote estilo morsa, se acarició la barbilla pensativamente. Le habían pedido que interviniese en el caso Treverton porque ahora se trataba de un caso de asesinato.

—¿Las fotos ya están preparadas?

—Todavía no, superintendente. Pero les he dicho que se dieran prisa en revelarlas.

Lewis se acercó al lado izquierdo del coche y miró en su interior. En la portezuela del conductor vio una pequeña mancha de sangre a una altura que, según calculó, correspondía a la cabeza del conde cuando éste se encontraba sentado al volante.

—¿Dice que el motor estaba en marcha?

—Sí, superintendente. En mi opinión, lord Treverton metió al hombre en el maletero, le pegó un tiro, luego se lo llevó con la intención de tirarlo donde los animales pudieran dar buena cuenta de él, o quizá se proponía enterrarlo. Pero durante el camino, en la carretera de Kiganjo, la culpa y el remordimiento se apoderaron de él, detuvo el coche y se pegó un tiro en la cabeza.

—¿Ha llegado ya el patólogo?

—Ya ha salido de Nairobi y está en camino.

El superintendente Lewis examinó a conciencia el interior del automóvil, tomó nota de las cosas que había dentro —unos guantes de hombre, una revista atrasada, una manta pulcramente doblada—, luego posó sus ojos pequeños e inteligentes en el asiento del pasajero. Había partículas de barro seco en él. El superintendente se echó hacia atrás, miró el estribo y vio dos grandes manchas de barro que podían o no podían tomarse por pisadas.

—¿La familia se ha enterado ya de esta novedad? —preguntó al inspector Mitchell.

—Todavía no. Les informé de la muerte del conde esta mañana. Decidí no comunicarles lo otro hasta que usted hubiera examinado la situación.

El superintendente miró a Mitchell por encima de la montura de sus bifocales y dijo:

—Si a usted no le importa, inspector, me gustaría ser yo quien les dé la noticia.

Dentro del cuartelillo los dos hombres se sentaron para examinar las fotografías recién reveladas. El superintendente Lewis se entretuvo un buen rato con las fotos de Treverton, la cabeza, en perfil, apoyado en la ventanilla, un agujerito redondo con quemaduras de pólvora en la sien izquierda. También había una foto de la pistola en la mano, apoyada en el asiento a su lado. En la foto eran visibles las partículas de barro en el asiento del pasajero. Y el barro parecía fresco.

Estaban sentados a la mesa del desayuno con tazas de té frío delante cuando Rose entró y dijo:

—¡No está!

James se levantó para ayudarle a sentarse en una silla mientras Mona llenaba una taza de té humeante y la ponía en las manos de su madre. Pero Rose no bebió.

—¡Carlo no está en el invernadero! —dijo Rose—. ¿Dónde puede estar?

Tim Hopkins se acercó a la ventana. Miró los cafetales desiertos, escuchó el silencio del río, donde la maquinaria estaba parada, y oyó, muy a lo lejos, el cántico de luto en el poblado kikuyu. Sabía que iban a echar mucho de menos al conde.

Pero él, no.

—¿Adónde puede haber ido Carlo? —preguntó Mona, sentándose al lado de su madre y apoyando una mano en su brazo.

Rose meneó la cabeza mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.

—Quizá se preocupó al ver que tú no acudías a la cita —dijo James—. Puede que esté en la estación de ferrocarril.

Tim dijo:

—Viene alguien. Ah, es el inspector de policía otra vez. Ahora viene con otro tipo.

—Grace —dijo Rose, sujetando la muñeca de su cuñada—. ¡No quiero hablar con ellos! ¡Por favor, procura que me dejen tranquila!

—No te preocupes, Rose —dijo Grace con acento triste; tenía el rostro blanco y demacrado y no había tocado su té—. James y yo nos ocuparemos de todo.

Pero el superintendente Lewis quería hacerle unas preguntas a lady Rose en particular. La primera fue cómo se había magullado la cara.

Rose se retorció las manos en el regazo y, sin mirar a los ojos del policía, dijo:

—Me caí.

—¿Se cayó?

—Anoche. Tropecé con la alfombra y me golpeé la mandíbula con el borde del tocador.

—¿Sabe usted a qué hora salió su esposo de casa anoche?

—No. Yo estaba… durmiendo.

—¿Sabe por qué salió de casa en plena noche?

—Superintendente —dijo James—, ¿es esto realmente necesario? Lady Rose ha sufrido una conmoción terrible. Sin duda yo mismo podré responder a sus preguntas. Yo también estaba en la casa anoche.

El policía alzó sus pobladas cejas.

—¿De veras? Pues bien, quizá pueda usted ayudarnos. —Sacó un bloc pequeño del bolsillo del pecho, lo abrió y dijo a James—: Usted y el conde eran amigos íntimos, ¿no es verdad?

—Nos conocíamos desde hacía años.

—¿Lord Treverton usaba la mano derecha o era zurdo?

—La derecha. Oiga, ¿a qué viene todo esto? ¿Y por qué interviene en el asunto la División de Investigación Criminal?

—Porque se ha producido una novedad seria en el caso desde que encontraron al conde esta mañana, sir James.

—¿Qué clase de novedad?

El policía sacó una foto del bolsillo del pecho.

—Al parecer, también se ha cometido un asesinato.

Lewis observó la cara de los presentes mientras les hablaba del cadáver del maletero y de su teoría de que Valentine había matado al hombre y también él había muerto cuando se disponía a desembarazarse del cadáver.

—Estamos tratando de identificar a la víctima. ¿Quizá ustedes la conozcan?

Inclinaron la cabeza sobre la espantosa fotografía. Mona apartó la cara, apretándose la boca con la mano. Tim soltó una exclamación y James y Grace la miraron con ojos atónitos.

Mas cuando Rose se inclinó y vio el cuerpo de Carlo en el maletero, atado de pies y manos y con una herida de bala en la cabeza, de repente chilló:

—¡Valentine, eres un monstruo! —Y cayó al suelo desmayada.

—Una reacción bastante interesante —dijo el superintendente Lewis, de vuelta en el cuartelillo—. ¿A usted no se lo parece?

Mitchell bebió unos sorbos de té, los ojos clavados en la pared desnuda de su despacho.

—Yo diría que lady Rose conocía al individuo —dijo.

—Ésa misma fue mi impresión. Los otros reaccionaron de una forma previsible. No vi ninguna señal de reconocimiento en sus caras. Sencillamente estaban mirando la horrible fotografía de un cadáver. Pero lady Rose… ¡eso sí fue una reacción!

—¿Superintendente? —El doctor Forsythe, el joven patólogo enviado desde Nairobi, entró en el despacho—. Acabo de empezar la autopsia del conde, tal como usted ordenó, pero la he interrumpido porque hay algo que debe ver usted.

—¿Qué es?

—Le costará creerlo. Será mejor que lo vea usted mismo.

El «depósito de cadáveres» de la policía era en realidad una habitación que servía para todo, contigua a la única celda con barrotes. El cadáver de Carlo Nobili estaba debajo de una lona sobre unas cajas de embalaje; el de Valentine Treverton yacía sobre una mesa, desnudo.

No fue necesario que el patólogo le señalara al superintendente lo que le había llamado la atención. No era la primera vez que Lewis veía heridas ocasionadas por un cuchillo.

Era una herida muy limpia, justo a la izquierda del esternón, prácticamente sin sangre.

—Esto es lo que le mató —dijo el doctor Forsythe— y no la bala en la cabeza. Me jugaría mi reputación.

Mitchell soltó un silbido. Parecía tan inofensiva, una simple rajita en la piel, de unos tres centímetros y pico de largo, con un hilillo de sangre oscura.

Pero Lewis sabía lo mortal que podía ser aquella señal de aspecto insignificante. Las cuchilladas, especialmente las que penetraban en cavidades del cuerpo como el vientre o el pecho, raras veces producían grandes hemorragias. Los daños eran internos. A Lewis no le cupo ninguna duda de que el cuchillo había cortado un vaso sanguíneo importante, posiblemente el corazón mismo, y de que cuando abrieran el pecho del conde lo encontrarían lleno de sangre.

—¿Está usted seguro de que ésta es la causa de la muerte? —preguntó al doctor.

—Lo estaré más cuando mire dentro, pero, a juzgar por su situación, diría que sí. Y al mirar de cerca la herida de la cabeza, me parece que le fue infligida después de morir.

—¡Para que el asesinato pareciese un suicidio! —dijo Mitchell.

El superintendente dio media vuelta y entró de nuevo en el despacho, donde recogió las fotografías de la mesa de Mitchell. Estudió con atención especial las del asiento del pasajero, en las que se veía barro. Cuando el inspector se reunió con él Lewis dijo:

—El coche estaba a un lado de la carretera, como si el conde lo hubiera desviado hacia allí por alguna razón, y dejó el motor en marcha, como si no se propusiera permanecer aparcado mucho tiempo. ¿Sabe qué pienso? Pienso que alguien le dio alcance y le hizo desviar el coche. Alguien que llevaba un cuchillo.

—Ahora que lo pienso —dijo Mitchell, cogiendo el expediente del caso y hojeándolo—, la mujer que descubrió el coche, la enfermera Billings, al prestar declaración habló de señales de neumáticos de bicicleta alrededor del coche. ¿Dónde habré metido su declaración? Ah, aquí está.

Lewis leyó lo que había dicho la enfermera sobre las huellas que llegaban hasta el lado del automóvil correspondiente al pasajero y que luego volvían atrás en dirección a Nyeri. Puso el papel sobre la mesa y dijo:

—Tengo otra hipótesis para usted, inspector. Dígame lo que piense de ella. El conde mató al sujeto del maletero. Ya pensaremos en el móvil cuando conozcamos la identidad de la víctima, y podamos hablar con lady Rose de ella. Los de balística en Nairobi nos dirán si la misma pistola disparó ambas balas. Sin duda el conde asesinó al tipo del maletero y, como usted dice, se disponía a desembarazarse del cadáver. Pero entonces, digamos… —Empezó a pasear por el reducido despacho, se detuvo y se volvió hacia el inspector Mitchell—. Digamos que alguien siguió al conde y le dio alcance en la carretera de Kiganjo. Le hizo una señal y el conde se detuvo probablemente porque conocía a la persona de la bicicleta. Entonces esa persona se acercó al coche, subió al asiento del pasajero, dejando manchas de barro porque acababa de llover, y asestó una cuchillada al conde, en el pecho. Luego esa persona fue presa del pánico y, al ver la pistola que lord Treverton había usado contra el hombre del maletero, decidió simular un suicidio.

—Sin duda sabría que la cuchillada sería detectada.

—No necesariamente. No había sangre en la ropa del conde. Y si no iba a practicársele ninguna autopsia, fácilmente hubiese podido pasar inadvertida. Y así estuvo a punto de ocurrir, porque yo no ordené que se hiciera la autopsia hasta después de que usted descubriera el sujeto del maletero.

—Lo que significa —dijo Mitchell lentamente— que la persona del cuchillo no sabía nada del cadáver del maletero.

Lewis arqueó las cejas.

—Puede ser —dijo, acariciándose la barbilla—, puede ser que esa persona creyera que estaba impidiendo que el conde cometiese el asesinato sin saber que ya era demasiado tarde.

Los dos policías se miraron fijamente. La enormidad del caso, que había tenido lugar en el distrito de Mitchell, que normalmente era pacífico y tranquilo, empezaba a pesar en los hombros del inspector, que en cuestión de unos segundos se encorvaron de forma pronunciada.

—Quiero que traigan a todos los posibles testigos —dijo bruscamente Lewis, sacando su bloc y poniéndose a escribir—. Quiero que se sigan todas las pistas, por insignificantes que parezcan. Quiero que encuentren esa bicicleta. Quiero que encuentren el cuchillo. Pero le diré algo, Mitchell. Las cosas no están bien del todo en esa elegante mansión de la colina.

Grace se detuvo en la galería de Bellatu para taparse los ojos con el velo negro del sombrero. Era la segunda vez que vestía de negro desde que prestara servicio en la armada, hacía ahora veintiséis años.

Se quedó mirando mientras todos subían a los coches que esperaban para llevarles al cementerio particular de los Treverton, donde iban a enterrar a Valentine al lado de Arthur, su único hijo. Grace estaba desolada y necesitaba desesperadamente poder apoyarse en el brazo de James.

Morgan Acres, el hijo mayor del banquero, era el abogado de la familia Treverton y acababa de decirle a Grace algo asombroso.

Por la mañana se había leído el testamento de Valentine, que no contenía ninguna sorpresa: Rose era ahora una viuda rica, heredera de la plantación de café de Bellatu más la finca ancestral, Bella Hill, en Inglaterra. Pero después de que los demás salieran, el señor Acres le había dicho a Grace que lamentablemente, a causa de la muerte de lord Treverton, la aportación anual a la cuenta bancaria de la misión, iniciada años antes, iba a terminar.

Grace había tenido que sentarse a causa del asombro.

—¿Valentine? —había dicho—. ¿Mi hermano era el benefactor anónimo? Siempre había creído que era James…

«Después de tanto tiempo, Val —pensó Grace con tristeza—. Y nunca tuve la oportunidad de darte las gracias».

James salió finalmente a la veranda y la tomó del brazo. Subieron a una limusina, que compartían con Rose y Mona, y la procesión se puso en marcha. Tim Hopkins iba detrás en su propio camión, pensando en la tumba que estaba a punto de visitar y que no había visto desde hacía ocho años: la tumba de Arthur.

La columna de coches avanzaba despacio por la carretera sin asfaltar que bordeaba la inmensa plantación hacia el lugar solitario donde había un terreno acotado. A lo largo de la carretera numerosos africanos agitaban las manos con tristeza, despidiéndose de su bwana. Entre ellos estaba David Mathenge, con su madre, observando en silencio mientras los blancos apesadumbrados iban a meter a otro de los suyos dentro de la tierra.

El superintendente Lewis estaba estudiando las fotografías clavadas en el tablero de anuncios —fotografías del automóvil y el cadáver de lord Treverton— y el mapa de la escena del asesinato, donde una línea de puntos indicaba la ruta que, según la enfermera Billings, había tomado la bicicleta, cuando el inspector Mitchell entró jadeando.

—¡Ya lo tenemos! —exclamó, entregando a Lewis un sobre voluminoso.

Lewis lo sopesó pensativamente. Estaba cansado. Los dos policías llevaban cinco días trabajando en la investigación, utilizando todos los hombres disponibles del reducido cuerpo de policía de Nyeri y pidiendo especialistas forenses de Nairobi. Habían dormido poco y bebido demasiado café y ambos tenían los ojos enrojecidos. El contenido del sobre era la culminación de sus cinco días de indagaciones.

El día anterior habían encontrado la bicicleta.

La habían abandonado en la selva, en un lugar más o menos equidistante entre el coche del conde y la ciudad de Nyeri, tirada de costado con un reventón en el neumático de atrás. Los dos policías suponían que al reventar el neumático, el asesino había arrastrado la bicicleta al interior de la selva y luego había recorrido el resto del camino a pie. La bicicleta había sido identificada: pertenecía a la plantación Treverton.

Los interrogatorios habían sido concienzudos e intensos. Ambos habían salido con una pareja de policías negros y habían hablado con toda persona, por remota que fuese su relación con el conde, que pudiera proporcionarles algún indicio, la más pequeña pista. Hasta habían interrogado a los africanos que trabajaban y vivían en tierras de los Treverton, incluyendo la hechicera, Wachera, que se había limitado a hablar una y otra vez de una thahu. Pero las entrevistas más reveladoras habían sido las celebradas con los propios miembros de la familia.

Lady Rose se negaba a hablar. No había dicho ni una palabra desde que cinco días antes sufriera un desmayo al ver la foto del muerto. Había permanecido sentada, quieta y silenciosa, durante el interrogatorio, el rostro anormalmente pálido, lo que hacía que la magulladura destacase todavía más. Las preguntas las había contestado la doctora Treverton.

La doctora había explicado que el hombre del maletero era un prisionero de guerra italiano que se había fugado y se llamaba Nobili.

—En el distrito nadie más le conoce —había dicho el superintendente Lewis—. ¿Cómo es que usted sí?

—Rose me habló de él.

—¿Dónde vivía? —preguntó Lewis, el lápiz preparado para tomar nota de la dirección.

Pero al hacer ella una pausa demasiado larga y hablarle finalmente del invernadero y de la intención de Rose de marcharse de Kenia con Nobili, Lewis lo había visto todo más claro.

Y ahora, según el inspector Mitchell, tenían la prueba definitiva.

Habían destinado tres hombres a la plantación, para que vigilasen las idas y venidas de la familia, interrogasen al personal y buscaran posibles pistas. Esa mañana uno de los agentes negros había informado de que estaban quemando basura en un hoyo, no muy lejos de la casa. Era una operación rutinaria, pues los trabajadores de la plantación quemaban basura con regularidad, generalmente una vez a la semana. Lewis envió a uno de los especialistas forenses a que echase un vistazo. Y el sobre contenía el resultado. Lo abrió y, al ver lo que había dentro, movió la cabeza de arriba abajo, satisfecho. Por lo que se refería al superintendente Lewis de la División de Investigación Criminal, el caso estaba cerrado.

Se encontraban de pie bajo un cielo gris oscuro, un puñado de personas con la cabeza inclinada alrededor de un agujero en el suelo. El reverendo Michaelis, el ministro de la misión de Grace, leyó la oración fúnebre mientras bajaban el féretro hacia el interior de la sepultura. Había tristeza, desconcierto y dolor en el corazón de los presentes. Pero un corazón estaba lleno de amargura y odio; otro, de siniestra satisfacción por la muerte del conde.

Mentalmente James rezó una oración sincera despidiéndose de su amigo, el mismo que, veintiocho años antes, le había salvado la vida cerca de la frontera de Tanganika y que, empujado por el orgullo, le había hecho jurar que guardaría el secreto. James sabía que Grace pensaba que él le había salvado la vida a Valentine, pero éste le había hecho prometer que jamás hablaría de su extraordinario acto de valor al salvar la vida de James casi a costa de la suya.

Mona se despidió de un desconocido. Ahora la plantación era suya.

Tim Hopkins, que se encontraba separado de los demás, tenía los ojos clavados en la lápida sepulcral de la única persona a la que había querido en la vida. Rezó pidiendo que Arthur, desde el cielo, pudiese ver a su padre en el infierno.

A cierta distancia, no mucha, al otro lado de la reja de hierro forjado, estaban unos cuantos africanos: los sirvientes de la casa, sinceramente tristes al ver que su bwana se iba; Njeri, que no lloraba por el difunto, sino por su pobre y afligida señora; y David Mathenge, que con el corazón frío pensó:

«Adhabu un kaburi ajua maiti», un proverbio suajili que significaba: «Sólo los muertos conocen los horrores de la tumba».

Al echar un puñado de tierra sobre el ataúd de su hermano, Grace tuvo la sensación de que la muerte de Valentine señalaba el final de una era. El cambio estaba en el aire; Grace lo notaba y temía que una Kenia antigua, conocida y amada estuviese desapareciendo mientras algo nuevo y aterrador se acercaba para ocupar su lugar.

El superintendente Lewis y el inspector Mitchell esperaron hasta que el entierro hubo terminado y cuando los asistentes volvían a sus coches se acercaron a lady Rose, que caminaba entre su cuñada y sir James.

El superintendente Lewis pidió perdón por la intrusión y mostró algo a Rose.

—¿Puede usted identificar esto, lady Rose?

Rose no miró lo que le mostraba el policía. Miró la cara del hombre sin enfocar los ojos, como si hubiera ido caminando dormida.

Pero Grace y James sí miraron lo que el policía tenía en la mano: un trozo de lino, medio quemado y ensangrentado.

—¿Éste es su monograma, lady Rose? —preguntó el policía.

Rose miró más allá de él.

—Este pañuelo fue hallado esta mañana en el hoyo donde queman la basura. Envuelto en él había una daga ensangrentada. Vamos a ver, lady Rose, ¿tiene usted algo que decirme sobre la noche en que murió su esposo?

Rose siguió sin mirarle, los ojos vueltos hacia las hectáreas y más hectáreas de cafetos en flor.

Lewis alargó la mano para tomar el pañuelo que lady Rose llevaba en la suya. Lo acercó al pañuelo medio quemado y los dos policías lo compararon. Los monogramas eran idénticos.

Lady Rose Treverton —dijo el superintendente Lewis sin alzar la voz—, la detengo en nombre de la corona por el asesinato de su esposo, Valentine, conde de Treverton.