38

Wanjiru había bailado bajo la lluvia. Ahora yacía otra vez en su nuevo lecho de pieles de cabra, el cuerpo desnudo, mojado y reluciente, esperando a David.

Llevaba tanto tiempo esperando esa noche. Cinco años atrás, cuando David había vuelto finalmente a Kenia desde su exilio de Uganda, no habían tenido ninguna oportunidad de gozar el uno del otro. David se había alistado en el ejército y se había ido, casi en seguida, a aquel terrible lugar que llamaban Palestina, donde había estado a punto de morir.

Por eso David se encontraba ahora en casa, antes de que la guerra terminara, debido a las heridas que había sufrido al pasar con su jeep por encima de una mina. Después de doce semanas en un hospital de Jerusalén, y cuatro más en Nairobi, David por fin volvía a estar en casa y a ser de Wanjiru.

Se habían celebrado dos ceremonias de matrimonio: la civil, exigida por las autoridades británicas, y la kikuyu, exigida por la tribu. La segunda era la que estaban celebrando en esa lluviosa noche de abril. Toda la familia había venido del poblado de la otra orilla del río para compartir la felicidad de Wachera. David había pagado treinta cabras a la madre de Wanjiru… ¡un buen precio! Luego él y sus amigos habían levantado las paredes de una nueva choza de barro, tras lo cual, siguiendo la costumbre antigua, Wanjiru y las mujeres se habían pasado la mañana colocando el techo. Dos semanas antes la madre de David le había hecho a Wanjiru el corte que le permitiría tener relaciones sexuales, deshaciendo con ello la labor que ella misma hiciera cuando la irua de Wanjiru, hacía ahora ocho años. La herida ya estaba curada y Wanjiru yacía ahora en el lecho, preparada para su hombre.

David empezaba a pensar que la celebración duraría toda la noche. Estaba taciturno y le hubiera gustado sentirse tan alegre como todos sus parientes, que bailaban y se pasaban calabazas llenas de cerveza de caña de azúcar. Pero eran gente feliz e ignorante, gente capaz de ser feliz, mientras que él, demasiado educado y demasiado mundano para su propio bien, se encontraba sentado en la melancólica sombra de la realidad.

Por sus heridas y su servicio a la corona, los británicos le habían dado una medalla y una licencia honrosa y prematura. Pero nada más. Al volver a casa, se había encontrado con que no había ningún empleo para él, que en Kenia no había sitio para un «negro educado», como le dijo alguien. Aunque había maestros africanos en escuelas «nativas», así como empleados africanos en algunas oficinas del gobierno, y aunque cada vez era mayor el número de africanos que se dedicaba a negocios particulares, nadie parecía necesitar a un brillante joven de veintisiete años con un título universitario de agronomía y una expresión ambiciosa en los ojos.

Alguien puso en sus manos una calabaza llena de cerveza y él bebió.

Sabía que Wanjiru se encontraba ya en la choza nueva, la que él y sus amigos le habían construido junto a la de su madre. Pero aún no se sentía capaz de presentarse ante ella. Estaba demasiado lleno de ira y de amargura para acudir a ella enamorado. Así que se bebió toda la cerveza y pidió más. Vio que su madre lo miraba desde el otro lado de la hoguera, alrededor de la cual bailaban los jóvenes.

David calculaba que su madre tendría cincuenta y cinco años. De no ser porque se afeitaba la cabeza, sin duda se le verían las canas. Pero su rostro seguía siendo terso y hermoso; su largo cuello aparecía adornado con multitud de collares de cuentas. Todavía llevaba el vestido anticuado hecho con pieles suaves y lucía grandes aros de cuentas a ambos lados de la cabeza.

A ojos de su pueblo, Wachera simbolizaba las costumbres que iban perdiéndose, un África en trance de desaparecer. David veía a su madre como una especie de icono sagrado que representaba el viejo orden que estaban borrando de su tierra. El corazón le dolía al verla. ¡Tantos años de soledad! Sin esposo, sin más hijos que él, viviendo sola en una choza que había sido derribada repetidas veces y que ella había vuelto a construir hasta que el hombre blanco finalmente la dejó en paz. La madre de David, Wachera Mathenge, ya era una leyenda en toda Kenia debido a su postura contra los europeos.

Desde su regreso, David había pasado muchas horas hablando con su madre, que le escuchaba en silencio. Le había hablado de su lucha en Uganda, como estudiante sin recursos, para llegar a ser el primero de su clase, así como de sus dolorosos años en Palestina, lleno de añoranza, sin más consuelo que el pensamiento de volver a casa. Y ahora le hablaba de lo decepcionante que era volver y descubrir que, bien mirado, no era sino un ciudadano de segunda clase.

—Nos alaban en los periódicos —le había dicho junto a la hoguera—. Y por la radio. El gobierno alaba a sus tropas «de color». El parlamento vitorea a sus héroes «nativos». Nos inculcan orgullo y amor propio; nos enseñan a leer y a escribir y a luchar por una causa unificada, luo y kikuyu codo a codo. Pero cuando volvemos a Kenia nos dicen que no hay lugar para nosotros, no hay empleos, ¡y que debemos volver a nuestros hogares de las reservas nativas!

»¡Madre! En todo el Imperio británico las colonias están obteniendo su independencia. Y yo te pregunto: ¿Por qué Kenia, no?

David sabía que no era el único que se hacía esa pregunta. Aunque el estallido de la guerra había puesto fin a la creciente concienciación política de los africanos, en la que David había participado en 1937, ahora estaba renaciendo. En ese mismo instante, mientras vaciaba otra calabaza de cerveza, David sabía que en Nairobi se estaba celebrando una reunión secreta, una sesión de la Unión Africana de Kenia, en la que ciertos líderes clave —hombres jóvenes, educados y enérgicos— trazaban sus planes para la independencia. También se rumoreaba que Jomo Kenyatta, el famoso «agitador», pensaba volver tras una ausencia de diecisiete años. Con semejantes fuerzas en movimiento, y con la vuelta inminente de setenta mil soldados africanos cuando terminara la contienda, David tenía la certeza de que la faz de Kenia cambiaría para siempre.

Significaba que le sería devuelta su tierra.

Se puso en pie con dificultad y se volvió para mirar el risco que se alzaba sobre el río. Justo por encima de las copas de los árboles podía ver las luces de Bellatu, la monstruosa casa de piedra construida con sangre y sudor de los kikuyu. Pensando en la gente blanca que había dentro de la casa —los Treverton— David dijo para sus adentros:

«Pronto…».

Su madre se le acercó.

—Ve con tu esposa ahora, David Kabiru. Te está esperando —dijo.

David entró en la choza y se detuvo a pocos pasos del umbral. Los rescoldos de una hoguera llenaban el aire de humo; el interior era cálido y cargado entre las paredes de barro; el olor de la lluvia y la cerveza llenaban la cabeza de David. Al ver a Wanjiru acostada, voluptuosa y desnuda, se le hizo un nudo en la garganta.

Se sintió como un impostor.

Una mujer tenía derecho a un hombre por esposo, un hombre de verdad. Según la ley kikuyu, si la mujer no se sentía sexualmente satisfecha, si el esposo no le daba hijos, si no podía cumplir como hombre, la mujer podía repudiarle y volver con su familia. David deseaba desesperadamente demostrarle cuánto la quería y deseaba, tomarla como correspondía a un guerrero y darle placer. Pero se sentía inútil, impotente.

Wanjiru alzó los brazos y David se le acercó. Tras acostarse a su lado, David apoyó la cara en los pechos grandes de Wanjiru y trató de decirle lo que tenía en su corazón. Pero había bebido demasiada cerveza. La lengua no le obedecía. Y lo mismo todas las demás partes de su cuerpo.

Al principio Wanjiru se mostró paciente, pues, como enfermera, conocía a los hombres mejor que la mayoría de las recién casadas. Acarició a David, intentando tranquilizarle. Le musitó palabras cariñosas en kikuyu. Movió el cuerpo de forma excitante. Pero cuando sus esfuerzos no lograron arrancar una respuesta satisfactoria del muchacho, cuando permaneció fláccido en la mano de Wanjiru, notó que la rabia de antaño volvía a encenderse.

Ocho años antes había tenido que azuzar a David Mathenge hacia la hombría, cuando él, subido en el tocón de un árbol, recitaba proverbios. Ahora tenía que hacerlo otra vez… ¡en su noche de bodas!

Wanjiru se incorporó a medias.

—David, ¿qué te pasa?

David estaba anonadado. La cerveza, sus sentimientos de humillación, la sensación de haber sido despojado de su hombría…

—¡La thahu no se cierne sobre ellos! —exclamó, señalando hacia Bellatu—. ¡Se cierne sobre mí!

Wanjiru se llevó una gran sorpresa. Y al ver que los ojos de David se llenaban de lágrimas y oír el tono de compasión de sí mismo que había en su voz, sintió repugnancia. Nada le parecía más despreciable en un hombre que verle comportarse como una mujer.

—Déjame —dijo—, y vuelve a mi lecho cuando seas hombre.

David salió dando traspiés de la choza. Miró a sus primos y tíos, que seguían celebrando la boda alrededor de la hoguera, luego les volvió la espalda y desapareció en la noche.

—Oiga —dijo Tim Hopkins cuando sir James se unió a él en la terraza—, parece que está pasando algo allá abajo, en la choza de la vieja hechicera. ¿Qué supone usted que es?

James alzó los ojos hacia el cielo oscuro y se preguntó cuánto tiempo tardaría la lluvia. Volver a Kilima Simba en medio de una tempestad podía ser peligroso. Decidió pues aceptar el ofrecimiento de Valentine y pasar la noche en Bellatu.

—Val dice que el hijo de Wachera se ha casado. Construyeron una choza nueva para la esposa.

—Así que ahora hay tres chozas en el extremo del campo de polo, ¿no?

—Sí, y Val está furioso. Ha declarado que piensa derribarlas todas por la mañana, incluso la choza de la vieja esta vez.

«Estupendo —pensó Tim—. Espero que el muy cabrón cumpla su palabra. Los kikuyu no lo consentirán y se vengarán. ¡Puede que esta vez utilicen a lord Treverton para alimentar a sus cabras!».

Grace apareció en la puerta de dos hojas. Titubeó y se quedó mirando al joven Tim, que hablaba tranquilamente con James en la noche neblinosa. Ahora Grace usaba gafas, pero, como el ojo derecho estaba ciego, uno de los lentes era de cristal sencillo.

—James —dijo, reuniéndose con ellos.

James vio que algo le preocupaba.

—¿Qué ocurre, Grace?

—¡Rose acaba de contarme algo extraordinario! —Volvió la cabeza hacia el comedor, donde los sirvientes estaban poniendo la mesa para la cena—. Aún no me he repuesto de la sorpresa. Hace un momento me pidió que subiera a su habitación ¡y me he contado una historia de lo más extraordinaria! Ahora ha subido Mona y sin duda le estará contando lo mismo. James, Rose piensa marcharse.

—¿Marcharse? ¿Qué quieres decir?

—Que se va, que se marcha de Kenia. ¡Rose va a dejar a Valentine!

—¡Qué! —dijo sir James en voz tan alta, que Grace tuvo que pedirle que bajara la voz.

—Valentine todavía no lo sabe. Rose piensa decírselo durante la cena.

—Esto es absurdo. ¿Acaso está borracha?

—Está completamente sobria, James. Verás… es que hay otro hombre.

James y Tim miraron fijamente a Grace.

—Rose tiene un amante —susurró ella.

—Tonterías —dijo James—. Te ha contado un cuento.

—No lo creo. Quizá recordarás que hace un tiempo te dije que mi cuñada parecía otra desde hacía unos meses. De pronto se volvió animada, enérgica. Empezó a dar órdenes al servicio. Hasta despidió a dos criadas. ¡Pero si una vez llegó a decirme a mí que me ocupase de mis propios asuntos! Mona y yo hablamos de ello entonces y, considerando que Rose tiene cuarenta y seis años, pensé que sería algo propio de la edad. Pero ahora Rose me dice que ha tenido un amante durante todos estos meses y que los dos se fugarán por la mañana.

James frunció el ceño.

—No puedo creerlo. Si Rose hubiese tenido un amante todo este tiempo, sin duda habrían circulado rumores. ¡Ya sabes que Kenia es como una ciudad pequeña llena de chismosos!

—Al parecer, lograron que la cosa permaneciera en secreto. Ninguno de nosotros conoce al hombre y Rose lo ha tenido oculto.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—Dice que es uno de los prisioneros italianos que se escaparon, los que tú y Tim estuvisteis buscando en septiembre.

—¡Pero de eso hace siete meses! Sin duda si el hombre hubiera llegado hasta Nyeri, tratando de esconderse, lo habríamos encontrado.

—No lo habríais encontrado donde Rose lo escondió.

—¿Dónde?

—En el claro de los eucaliptos. ¡En el invernadero!

James y Tim se miraron.

—¿Lo tenía escondido allí? —preguntó el joven.

—Dice que cuando lo encontró estaba herido. Rose lo cuidó hasta que recuperó la salud. Después se fueron a la casa de la playa.

—Pero eso es imposible —dijo James—. ¿Cómo pudieron viajar? Sin duda el hombre no tenía papeles.

—Eso mismo le he dicho a Rose, pero afirma que fue lo más fácil del mundo. Lo presentaba diciendo que era una especie de primo lejano, extranjero. Y como el hombre iba con lady Rose, condesa de Treverton, y no intentaban ocultarse, nadie la interrogó, nadie les pidió los papeles. ¡Se fiaron de la palabra de Rose!

James meneó la cabeza.

—Es absurdo. Esto es muy impropio de Rose. —Reflexionó un momento y añadió—: No sé cómo Valentine puede no estar enterado de esto. La semana pasada fue a esperar a Rose a la estación, para darle una sorpresa. ¿Acaso ese hombre no estaba con ella?

—Sí. Y Rose me ha dicho que cuando el tren entró en la estación y ella vio que Valentine la esperaba, le dijo a Carlo que se apearían por separado y más tarde se encontrarían en el invernadero.

—¿Y es allí donde ahora está el tal Carlo?

—En el invernadero. Esperándola, según Rose. Se irán en cuanto amanezca.

James miró fijamente a Grace durante un momento, luego se volvió y empezó a pasear por la terraza. Empezaba a llover de nuevo.

—¿Tú la crees, Grace?

—Al principio, no la creí. Pero se comporta con tanta serenidad, con tanta sensatez. Y además están los detalles. Pues, sí, la verdad es que la creo.

—¿Deberíamos tratar de impedírselo?

—No sé cómo. Está muy decidida. Por otra parte, ¿tenemos derecho a entrometernos?

—Valentine se pondrá furioso.

Grace se abrigó bien con la chaqueta de punto.

—Ya lo sé —dijo, y entró apresuradamente en la casa para no mojarse.

En el interior de la casa, donde el aroma del cordero asado se mezclaba con la fragancia humosa del fuego de la chimenea, Valentine se apartó de la ventana abierta por donde acababa de oír toda la conversación y se apoyó en una pared, con la mirada clavada en el infinito.

Mona apenas probó la comida y se preguntó cómo su madre podía comer teniendo en cuenta lo que se proponía hacer en cuanto amaneciese. Pero allí estaba Rose, cortando la carne, sirviéndose otra ración de boniatos, sonriendo en todo momento, encantadora, hablando de cosas intrascendentes con Tim Hopkins.

Grace y sir James comían en silencio, intercambiando miradas frecuentes por encima de la mesa, mientras Valentine hablaba.

—Te diré lo que pronto va a dar mucho dinero, James. Los cacahuetes —dijo, volviendo a llenar la copa de vino—. Pienso desbrozar unas mil doscientas hectáreas y plantar cacahuetes.

Mona miró a su padre.

—No saldrá bien —dijo.

—¿Por qué no?

—Porque esta región es demasiado alta para los cacahuetes.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque lo intenté hace dos años y se murieron.

—Sería porque hiciste algo mal.

Su padre siguió hablando con sir James y Mona notó que se le encendían las mejillas. La forma en que su padre rechazaba todo lo que ella decía la ponía furiosa. Mona había esperado una bronca terrible cuando su padre volviese del norte y se había preparado para ella. Pero con gran sorpresa y decepción por su parte, Valentine había recorrido la plantación en coche, inspeccionando lo que ella había hecho durante su ausencia, y había dicho vagamente:

—Tuviste suerte. Aunque, por supuesto, todo esto habrá que quitarlo.

Ninguna muestra de enfado, ningún grito. Sólo una sencilla y humillante indiferencia ante sus trabajos y sus logros. Mona lo consideraba peor que la bronca.

—A partir de ahora, te mantendrás apartada de mis asuntos —había dicho luego Valentine—. Ya me encargaré yo de llevar la plantación.

—¿Y se puede saber qué he de hacer yo? —había contestado la muchacha.

Y Valentine había dicho:

—¡Demonio! ¡Tienes veintisiete años! ¡Cásate!

De eso hacía una semana y a Mona aún no se le había pasado el disgusto. Su padre le había dicho que se casara, pero en realidad quería decir que lo dejase en paz y fuese a darle la lata a otro hombre. Valentine se había equivocado incluso en la edad.

Mona pensó en su madre, en la sorpresa que había experimentado al enterarse de su aventura amorosa y de su propósito de fugarse. Al principio se había disgustado, luego se había preocupado por el estado mental de su madre. Pero pronto había empezado a envidiar la vida nueva de su madre, su descubrimiento del amor y la pasión, su entrega total a un hombre. Recordó la expresión de la cara de su madre al hablar de su muy querido Carlo. Mona había sentido dolor en el corazón, y luego se había alegrado por ella.

—Sí —le había dicho finalmente a Rose—. Hazlo. Sigue al hombre al que amas. Aléjate de papá. ¡Ojalá pudiera yo hacer lo mismo!

Mientras jugueteaba con la comida en el plato y oía cómo su padre hablaba de los planes que tenía para su plantación, Mona pensó en Geoffrey Donald, que pronto regresaría de Palestina. Casarse con él encajaría a la perfección en su propio plan. Geoffrey no quería seguir trabajando en Kilima Simba; lo que quería era poner en marcha un negocio turístico. Y Mona pensó que podía hacerlo tan fácilmente desde Bellatu como desde cualquier otro lugar. En vez de irse de Bellatu al casarse, como sin duda esperaba su padre, Mona se proponía traer a su esposo a vivir en casa. Porque Mona Treverton no pensaba renunciar nunca a la plantación. No pensaba cedérsela a su padre ni a nadie más.

—¿Sabías, James —dijo Valentine, sirviéndose más vino—, que se habla de un plan nuevo para los excombatientes? Servirá para reforzar la economía después de la guerra. Los precios de la tierra serán bajos y esto atraerá a más colonos blancos.

—Sí, he oído los rumores y a mí me parece que no hay tierra suficiente.

—Es que obligarán a los nativos a volver a sus reservas. Todos los kikuyu de este distrito tendrán que regresar a las tierras que el gobierno reservó para ellos en un principio.

—No lo harán de buen grado, como en los viejos tiempos. —James y Grace se miraron. Había una tensión palpable en torno a la mesa. El buen humor de Valentine parecía forzado y estaba bebiendo en exceso.

Valentine le estaba diciendo algo más a James cuando de pronto Rose empujó la silla hacia atrás y se levantó.

—Voy a desearos las buenas noches a todos. Pero antes de subir, tengo algo que deciros.

Los invitados se volvieron hacia ella, expectantes, aprensivos. Sabían que el hombre que ocupaba el otro extremo de la mesa poseía un temperamento fuerte y destructivo.

Rose estaba muy bella, pues para la ocasión se había puesto uno de sus mejores vestidos de noche; era largo, lustroso y negro, el escote bajo y adornado con piedras que imitaban diamantes. Llevaba el pelo recogido sobre el cráneo y sujeto con una orquídea.

—Valentine —dijo—. Tengo algo que decirte.

Todos esperaron.

—Voy a dejarte, Valentine. Me iré por la mañana y nunca más volveré.

Hizo una pausa. Los otros cuatro comensales sentían deseos de mirar a Valentine, pero ninguno se atrevió a moverse.

Rose aparecía serena y segura de sí misma.

—He encontrado a alguien que me quiere sólo por mí, Valentine, no por lo que puede producir utilizando mi cuerpo. Un hombre que me quiere, que me escucha, que me trata como a un igual. Mi vida contigo ha terminado. Empezaré de nuevo, lejos de Kenia. No reclamo tu dinero ni Bellatu. Y te devuelvo tu título. Nunca he sido una buena condesa.

Calló y sus ojos recorrieron la mesa hasta posarse en Valentine. Los que estaban cerca de ella podían ver cómo el corazón le palpitaba debajo del pecho.

—No, Rose —dijo Valentine, suspirando—. Tú no vas a ir a ninguna parte.

Grace miró a su hermano y vio el fuego en sus ojos, el latido en la sien.

—Sí, Valentine. Voy a dejarte y no puedes impedírmelo.

—No lo permitiré.

—No puedes seguir amedrentándome, Valentine. Ya no me das miedo. Carlo me enseñó a no tener miedo. También me enseñó a amar. Era algo de lo que siempre me había creído incapaz, porque tú lo mataste en mí hace años. Podría haberte amado tal como tú querías, Valentine, pero tu impaciencia y tu indiferencia ante mis sentimientos me alejaron de ti. Incluso mi propia hija, a la que podría haber amado de haber hecho tú un solo gesto cuando llegué aquí con ella. Si hubieses reconocido a mi bebé, si hubieses pronunciado una sola palabra de aprecio o afecto, entonces me habría permitido a mí misma amarla. En vez de ello, me hiciste sentir culpable por haberla traído al mundo. Y me castigué a mí misma por ello, y castigué también a Mona.

»Y tu hijo, Arthur, cuyo único deseo en toda su corta vida fue complacerte… también a él lo alejaste de ti. Murió porque intentaba ser valiente, para que te enorgullecieses de él. He encontrado el amor otra vez y no voy a dejar que se me escape esta oportunidad. No te odio, Valentine. Sencillamente no te amo. Y no quiero seguir viviendo contigo.

Miró a los demás y dijo:

—Adiós.

Luego salió del comedor.

Las cinco personas se quedaron inmóviles, escuchando el susurro de la lluvia. Grace esperaba la explosión de Valentine, se preparaba para resistir su furia.

Pero lo único que éste dijo fue:

—Es tarde. Y está lloviendo, así que será mejor que todos os quedéis aquí esta noche. ¡No conviene mojarse!

Lo vieron levantarse y acercarse al carrito del whisky. Uno a uno se pusieron en pie lentamente. Mona y Tim fueron los primeros en salir para irse a sus respectivas habitaciones; luego Grace dijo en voz baja a James que subiría a ver a Rose.

Cuando los dos hombres se quedaron solos, James trató de decir algo. Pero Valentine le dirigió una sonrisa animosa.

—No se irá, ¿sabes? No hablaba en serio. Rose no tiene arrestos para irse.

—Creo que habla en serio, Val.

Valentine bebió el whisky de un trago y se sirvió otro.

—Bueno, puede que en este momento ella crea que habla en serio, James, pero ya lo verás. Mañana por la mañana Rose seguirá aquí. Te lo garantizo.

James se acercó a él.

—Valentine —dijo—, ¿por qué no dejas que se vaya?

Valentine se rió, quedamente y sin rencor.

—Tú no lo comprendes. James —dijo, apoyando una mano pesada en el hombro de su amigo—. Construí esta casa para ella. Todo esto… para mi preciosa Rose. No creerás que va a abandonarlo todo, ¿verdad? Ahora vete a la cama, amigo mío. Mañana mis cafetos empezarán a echar flores blancas. ¡Piénsalo! ¡Miles de hectáreas de cafetos! —sonrió—. Que duermas bien, James. Y no te preocupes por Rose ni por mí.

Grace despertó de repente.

Parpadeó en la oscuridad, tratando de adivinar qué la había despertado.

Entonces se dio cuenta de que era el ruido del motor de un coche.

Intentó leer la esfera del reloj de la mesita de noche. Eran las cuatro y cinco o la una y veinte. No acertó a distinguirlo. ¿El ruido del motor había sido sólo un sueño? ¿O realmente alguien se había ido en coche de Bellatu en plena noche? Quizá era Tim, preocupado porque su hermana estaba sola en casa.

Grace miró la cabeza que dormía en la almohada de al lado. El ruido no había despertado a James.

Escuchó el silencio de la casa grande y pensó:

«Ha dejado de llover».

Cuando estaba a punto de dormirse otra vez le pareció que el entablado del pasillo crujía, como si alguien anduviera de puntillas.