37

En el distrito todo el mundo sabía que el invernadero estaba embrujado.

De noche, sentados alrededor de las hogueras, los kikuyu hablaban en voz baja del espíritu que moraba en el invernadero; en la escuela los niños hablaban del fantasma; las mujeres murmuraban en el mercado. Antes de que transcurriera mucho tiempo, el rumor llegó a conocimiento de todos los africanos de la región y nadie, ni siquiera los ladrones, se atrevía a acercarse al invernadero tabú del claro de los eucaliptos.

Njeri había hecho bien su trabajo.

Rose iba cantando al salir de casa en esa hermosa mañana de diciembre. Como hacía todas las mañanas últimamente, se había preocupado mucho por su pelo, por su indumentaria. Había probado varios perfumes y escogido las joyas más apropiadas. Deseaba vivamente complacer a Carlo, ganarse su sonrisa. Pero eso era exactamente lo que el general Carlo Nobili había hecho cada día durante tres meses: sonreír a Rose.

En octubre habían encontrado los restos de un hombre blanco en la selva, cerca de Meru. Suponían que eran del tercero de los prisioneros italianos que se habían fugado y que había encontrado la muerte en las fauces de los animales salvajes. Los restos fueron enviados a su finca ducal de Italia, se abandonó la búsqueda y se cerró el caso. Nadie —ni Grace ni sir James, ni Mona ni Tim Hopkins— sabía del misterioso ocupante del invernadero ni sabía que Rose había dejado de trabajar en el tapiz hacía varias semanas y que ahora iba cada día al claro con un propósito muy diferente.

Se detuvo en el borde de la calzada y con la mano se protegió los ojos del sol.

Mona conducía un camión cargado de sacos de café. A Rose le maravillaba la obsesión de su hija con la finca. Era como una locura. En relación con Bellatu y sus dos mil hectáreas, Mona se mostraba tan ferozmente posesiva como Valentine, por lo que Rose se decía que la muchacha era decididamente hija de su padre. Pero se preguntaba también qué iba a pasar cuando terminase la guerra y Valentine regresara a casa para ponerse al frente de la plantación.

Rose sintió frío en el alma.

Valentine.

Albergaba la esperanza de que no volviese nunca.

El general estaba en el invernadero, cortando plantones de delfinio con un cuchillo. Los había plantado en semilleros dos meses antes, una de sus primeras tareas después de la convalecencia. Rose se detuvo en el umbral para observarle. Se encontraba de pie bajo la luz del sol refractada que entraba por el techo de cristal, envuelto en una especie de aura suave, como de gasa. Nada aparecía nítido. Las flores de color azul oscuro y lavándula que le rodeaban aparecían borrosas; las hojas de color verde claro se mezclaban con las de color esmeralda. El propio general estaba transformado: Rose pensó que parecía una figura mítica —tan alto y esbelto, la cabeza de negros cabellos inclinada—, como un dios de complexión aceitunada caminando en algún jardín olímpico.

El general alzó la vista. Rose no había hecho ningún ruido, pero él se había percatado de su presencia.

—Rosa —dijo con voz queda.

Rose entró y dejó la cesta con el desayuno en el suelo.

—¿No es demasiado pronto para dividir los plantones? —preguntó Rose, colocándose a su lado y mirando el semillero.

—¡En Kenia, no! ¡Este país es fantástico, Rosa! Tenéis un clima tan templado, sin invierno, primavera ni otoño. Nada permanece dormido ¡y las plantas florecen todo el año! —Le dirigió su radiante sonrisa—. Esto es el paraíso del jardinero.

Rose había descubierto que Carlo Nobili era experto en flores. En su finca ducal del norte de Italia había pasado años cultivando y experimentando, haciendo cruces, produciendo híbridos nuevos y creando un inmenso jardín de flores que, según él, causaba envidia hasta el Vaticano. Durante su convalecencia en la cama que Rose y Njeri le habían improvisado con paja y mantas, el general había comentado la excelencia de las plantas de Rose con palabras de entendido, y entonces habían descubierto que tenían un interés en común. En las semanas subsiguientes, mientras iba creciendo su casta y dulce amistad, habían pasado horas compartiendo este interés, aprendiendo el uno del otro, hablando de experiencias, de éxitos y de fracasos. El general le había enseñado a cortar las begonias de un modo que las hacía durar más; ella le había enseñado a cultivar el asombroso delfinio azul opalescente que era propio de Kenia y que Rose había encontrado en la selva y trasplantado en su claro.

Él la miró, vio cómo la difusa luz del sol enmarcaba su cara pálida, suavizaba los colores de su vestido. Al duque de Alessandro, el invernadero escondido en el corazón del bosque le parecía un lugar encantado. Sabía que vivía una existencia embrujada bajo su techo de cristal y entre su tierra rica, el perfume embriagador de las flores, las grandes hojas que se mecían, recibiendo cada día la visita de esa mujer hermosa y pura a la que aún no había tocado y que sin duda había salido de un cuadro de Botticelli.

—¿Has dormido bien, Rosa? —preguntó.

Rose contuvo el aliento.

—Sí. ¿Y usted, signor?

—Me has construido un palacio aquí. —Hizo un gesto con el brazo señalando el rincón donde un tosco camastro de paja y mantas, una silla plegable y un palanganero con un jarro de agua formaban su escondrijo—. Y tienes que llamarme Carlo.

Rose se ruborizó y alargó la mano hacia la cesta.

Rose no acertaba a explicarse por qué no podía llamarle por su nombre de pila. Sin duda el duque creía que después de la intimidad de atenderle en su enfermedad, de lavarle las heridas, de darle de comer como a un niño, y ayudarle luego a dar sus primeros pasos… sin duda el duque pensaba que después de varios días así, Rose debería llamarle Carlo. Pero, por increíble que fuese, ella no podía.

Carlo la había visto cambiar mientras se recuperaba; había visto cómo la enfermera dulce pero firme que se había hecho cargo de su vida, que lo había hecho todo por él, se transformaba en una criatura tímida que en ese momento parecía a punto de huir corriendo. Casi era como si a medida que él recuperaba sus fuerzas, ella hubiese perdido las suyas. Cuanto más crecía el poder del duque, más disminuía el de Rose. Y ahora apenas era capaz de mirarle a los ojos.

Rose sacó lo que contenía la cesta, extendió un mantel limpio en el suelo y colocó en él los bizcochos, la mantequilla, el tarro de miel y una tetera llena de té Condesa Treverton. Mientras comían, Carlo habló de su hogar, de la finca donde vivía solo, pues su esposa había muerto hacía cinco años, al dar a luz. Hablaban de jardinería, pintura, música y libros, pero ninguno mencionaba la guerra ni las terribles experiencias de Carlo en el campo de prisioneros. Nunca hablaban de lo que le había traído a ese lugar y ahora le retenía en él.

Cada día Carlo veía en los ojos de Rose una pregunta tácita: «¿Por qué te quedas?». Era como si ella temiese que un día se desvaneciera. Y cada día él se hacía la misma pregunta y no encontraba respuesta, sólo la sensación de que cuanto más tiempo permanecía allí, mayor era su necesidad de quedarse.

Porque ahora Carlo vivía para ese hechizo robado, un fragmento de tiempo hechizado y cortado del horrible tejido de la guerra, como si el pasado y el futuro no existiesen. Pero sabía que pronto tendría que tratar de reintegrarse a su ejército, volver a la ignominia de la derrota.

Pasaron la mañana fertilizando las orquídeas de Rose, empapándolas y haciéndolas girar de la luz del sol a la sombra. Carlo hacía preguntas mientras trabajaban:

—¿Por qué las tienes en unas macetas tan pequeñas, Rosa? Me parece que unas macetas más grandes les sentarían mejor.

La primera vez que él le había hecho una pregunta, varias semanas antes, Rose no había sabido qué decir. Estaba tan poco acostumbrada a responder a preguntas —ni siquiera los sirvientes africanos acudían a ella en busca de órdenes—, que al principio se había quedado perpleja. Pero con el tiempo, al acostumbrarse a las preguntas de Carlo y darse cuenta de que él la escuchaba de verdad cuando hablaba, había cobrado confianza en sí misma y ahora le explicaba las cosas.

—Es que son orquídeas sudafricanas. Les gustan las macetas pequeñas porque les gusta apretarse contra los costados.

Se lavaron las manos por la tarde cuando Njeri les trajo el té, lo sirvió y se fue. Mientras comían los pequeños emparedados, Carlo y Rose se dieron cuenta de que el día se estaba nublando. Cuando las primeras gotas cayeron sobre el tejado de vidrio Rose dijo:

—Tengo que irme ya.

Pero Carlo le tomó súbitamente la mano y dijo:

—No. No te vayas. Por una vez, Rosa, quédate conmigo.

Rose sintió que el corazón le daba un vuelco. Miró la mano morena que le sujetaba la muñeca. Era la primera vez que la tocaba de verdad y se sintió excitada, asustada.

—¿Me tienes miedo, Rosa? —preguntó Carlo en voz baja. Luego se levantó, se acercó más a ella y susurró—: Quédate. Quédate conmigo esta noche.

—No…

—¿Por qué no? —Con la otra mano le acarició el pelo—. ¿Quieres irte, Rosa?

Rose cerró los ojos.

—No.

—Pues quédate.

La proximidad de Carlo la hacía sentirse mareada. El perfume de un centenar de flores la atenazaba en el invernadero cálido y húmero. Sintió los dedos de Carlo entre sus cabellos, en la muñeca. Aunque su relación era platónica, pensaba continuamente en él, tanto en las horas de vigilia como en sueños. De día se acercaba a él recatadamente, castamente, pero de noche tejía fantasías…

Al sentir los labios de Carlo sobre los suyos, abrió rápidamente los ojos y se apartó. Pero él la sujetó y dijo:

—Dime que no me quieres, Rosa. ¡Dímelo!

Signor, por favor, suélteme.

—Me llamo Carlo. Quiero oírtelo decir. —Le apretó más la muñeca—. ¿Me quieres? Si no me quieres, dilo y yo te soltaré.

Rose miró sus ojos negros y se sintió perdida.

—Sí —susurró—. Sí te quiero.

Carlo la soltó, sonrió y tiernamente tomó la cara de Rose entre sus manos. Rose se preparó para resistir, pero apenas notó su beso.

—Dime qué es lo que te da miedo, querida mía —musitó—. Estamos solos aquí. Nadie puede vernos. Déjame hacerte el amor. Lo he deseado desde la primera vez que abrí los ojos y vi a uno de los ángeles de Dios.

—No…

—¿Por qué no?

«Me odiarás —pensó Rose—. Te decepcionaré y entonces ya no me querrás. Igual que Valentine…».

Bajó la cabeza.

—Porque… no me gusta.

—Entonces debo hacer que te guste. —La rodeó con un brazo y la condujo al camastro. Rose se puso rígida, disponiéndose a ofrecer resistencia, pero se llevó una sorpresa cuando él, en vez de acostarla, la invitó a sentarse.

La lluvia caía con fuerza sobre el tejado de cristal. Carlo encendió una lámpara a prueba de viento y se sentó en el camastro al lado de Rose. Le pasó un brazo por los hombros y tiró de ella hacia atrás hasta que las dos espaldas se apoyaron en la pared. Durante largo rato permanecieron sentados, escuchando la lluvia.

Rose se sentía confundida. Una parte de ella lo quería; otra parte lo rechazaba. Sentía algo cercano al deseo, pero no pasaba de cosas sencillas: un roce, un beso. Más allá de eso, un muro de temor se alzaba ante ella.

Carlo empezó a acariciarle el pelo. Le besó la frente. Musitó algo en italiano. Rose notaba el calor de su cuerpo a través de la camisa de seda; sentía sus músculos firmes, la fuerza masculina reprimida. Sabía que, de haberlo deseado, Carlo habría podido forzarla, como Valentine hiciera una vez. Si la forzaba, el hechizo se rompería para siempre.

Pero no había nada imperioso en los gestos de Carlo. Rose no sintió el apremio que había sentido en Valentine. Encerrada en el ambiente cálido y luminoso del invernadero, rodeada por una jungla de helechos, enredaderas y flores tropicales, con la lluvia repiqueteando arriba, empezó a sentirse lánguida. Se apoyó en el abrazo de Carlo. Doblándola y medio sentándose en él, apoyó la cabeza en el hombro masculino. Empezaba a tener la sensación de estar soñando: la voz suave de Carlo, el roce de sus dedos, su proximidad consoladora.

Entonces la mano de Carlo bajó hasta su muslo.

—No —dijo Rose.

—Por favor —susurró él—. Déjame que te cuide, querida mía.

Rose procuró relajarse, trató de admitirle en su cuerpo, pero cuando la mano de Carlo empezó a subir, fue presa de pánico.

—Rosa —dijo él al notar que se ponía rígida—, mírame.

—Yo…

—¡Mírame!

Rose echó la cabeza hacia atrás. Los ojos de Carlo estaban cerca de los suyos. Se apoderaron de ella y la retuvieron mientras su mano continuaba explorando delicadamente.

—Abre las piernas —susurró él—. Sólo un poquito.

—No.

—Ábrete a mí, Rosa.

Su mano se movió hacia adentro. Rose soltó un respingo y se puso más rígida todavía.

—Chist —dijo él—. No luches conmigo. Relájate, querida mía.

—¿Qué estás…? —empezó a decir Rose, el aliento entrecortado.

—Sigue mirándome, Rosa. Te quiero. Te estoy diciendo que te quiero.

Rose notó que le estaba sucediendo algo extraño. Se sobresaltó. La mano de Carlo se movía despacio; sus ojos estaban clavados en los suyos.

—¡Oh! —exclamó Rose.

—Ven a mí, Rosa —dijo él—. Ven a mí.

La mirada de Carlo la tenía cautivada. No podía moverse. Pero algo estaba pasando.

—Espera —susurró Rose—. Voy a…

—¿Qué? ¿Qué vas a hacer?

La mano continuaba acariciando rítmicamente.

—Sí —susurró ella—. Oh, sí.

Entonces él la tocó. Rose soltó una exclamación cuando la oleada pasó por encima de ella. Luego pareció derrumbarse en los brazos de Carlo. Él le levantó la barbilla y la besó apasionadamente.

—¡Carlo! —jadeó Rose—. ¡Oh, Carlo!

—Cuéntame qué es lo que sueñas, querida mía. Cuéntame tus sueños.

Los ojos de Rose se llenaron de lágrimas. Había tenido un sueño en otro tiempo, hacía años, el llegar a Kenia por primera vez. Había soñado que se convertía en una mujer de verdad. Había creído que el África Oriental haría de ella una mujer completa. En vez de ello, los vientos de las tierras altas se habían llevado su espíritu.

Pero esa noche, bajo la fuerte lluvia, entre los brazos de Carlo, Rose empezó a soñar otra vez.

De repente se levantó de un salto y se acercó a la puerta.

—Njeri —llamó.

La muchacha estaba sentada en la glorieta, esperando a su señora.

—Njeri, vuelve a casa. Me quedaré aquí. Si alguien llama por teléfono o viene a visitarme, dices que estoy en cama, que me duele la cabeza, que no quiero que me molesten. ¿Me has comprendido?

Njeri miró a su señora con expresión indecisa. Luego dijo:

—Sí, memsaab.

Rose cerró la puerta y se volvió hacia Carlo, que la miró con gran ternura.

—Y ahora, querida mía —dijo—, ¿soñarás conmigo?

—Sí.

—¿Y no volverás a tener miedo?

—No —dijo ella—. No volveré a tener miedo.

Rose lo encontró en el claro, contemplando la luna y las estrellas. La brisa suave agitaba sus cabellos, su expresión era concentrada. Le pareció tan alto y guapo, sin camisa, con la luz de la luna pintando de nácar sus musculosos brazos y su pecho. Era tan magnífico, que a Rose le pareció que, igual que Adán en el Edén, acababa de ser creado como un ser nuevo, mágico y solo.

Pero al acercársele, vio las cicatrices en su espalda y le dolió el corazón. Algunas noches, durante los dos meses que llevaban viviendo juntos y enamorados, Carlo había gritado en sueños. Entonces ella lo consolaba y él lloraba, y luego le hablaba del campo de prisioneros, de las atrocidades infligidas a sus hombres. Un sentimiento de culpabilidad atenazaba el alma de Carlo Nobili. Era un hombre atormentado, profundamente angustiado. Creía haber abandonado a sus hombres y que debería de haber perecido con ellos.

Rose se le acercó y le tocó el brazo.

—La guerra está terminando —dijo él, dirigiéndose al viento.

—Lo sé.

Carlo se volvió para mirarla.

—Ha llegado el final del tiempo que hemos estado juntos aquí. Ya no podemos seguir así.

Rose asintió con la cabeza.

—¿Te quedarás con él? —preguntó Carlo.

Durante las últimas ocho semanas ambos habían evitado hablar de ello. Pero la pregunta no sorprendió a Rose; sabía que algún día tendría que hacerse.

—No —dijo—. No me quedaré con Valentine. No quiero seguir viviendo con él. No quiero estar aquí cuando vuelva a casa.

—¿Y tu hija… tu hogar?

—Mona no me necesita. Y Bellatu sólo ha sido una casa para mí, nunca un hogar. Tú eres mi hogar, Carlo.

—¿Entonces vendrás conmigo?

—Sí.

—¿Adónde yo diga? ¿Adónde yo vaya?

—Sí.

—No sé qué haré, adónde iré. Mi familia me da por muerto. No sé qué me espera en Italia. Quizá no vuelva a casa, quizás empiece de nuevo en otra parte. ¿Eso te asusta, Rosa? ¿Te da miedo que yo sea un hombre sin hogar?

—No tengo miedo, Carlo.

Carlo la abrazó y apretó el rostro contra los cabellos de oro pálido.

—¿Qué he hecho en la vida para merecerte, querida mía? Cuando pienso en los años de dolor que viví tras la muerte de mi esposa… y los años largos y solitarios en la casa de mis antepasados, pensando que nunca volvería a amar. Vivía sólo a medias, Rosa, antes de conocerte.

La besó con gran delicadeza, luego dijo:

—No puedo prometerte nada más que esto, querida mía. Esto y mi amor y mi devoción eternos.

—Es lo único que pido. Es lo único que he querido en la vida. Dejaré todo esto atrás, ahora mismo, si así lo deseas.

Carlo asintió con la cabeza.

—Entonces nos iremos en seguida.

En ese mismo momento Valentine se encontraba en el andén de la estación ferroviaria de Nairobi y volvía a preguntarse si debería telefonear a Rose y decirle que le habían concedido un permiso inesperado o sería mejor darle una sorpresa.

Quería causar sensación, que su llegada fuese un gran espectáculo como en los viejos tiempos, cuando toda la colonia decía que Valentine Treverton era un maestro del espectáculo.

Ante él tenía seis semanas benditas, seis semanas de estar en su propia casa, dormir en su propia cama y comer alimentos de verdad. Después de cuatro años en el horrible desierto, combatiendo contra los italianos, Valentine sólo pensaba en una cosa: volver a poner los pies en Bellatu.

Incluso esperaba con ilusión el momento de ver a Rose. Y se decía, esperanzado, que quizá cuatro años de soledad la habían hecho más receptiva.

Así pues, le dijo a un chico que llevase su equipaje, se alejó de donde estaban los teléfonos y buscó un taxi. Acababa de decidir que su vuelta a casa sería una sorpresa.