Rose se quedó inmóvil con el cuchillo en la garganta y el hombre que estaba detrás suyo sujetándola dolorosamente. Miró hacia la puerta entreabierta y pensó en Njeri, que estaba a sólo unos metros del invernadero, preparando el tapiz. Rose abrió la boca y en el acto el cuchillo se clavó más en su cuello.
—¡Silencio! —susurró el hombre.
Rose cerró los ojos.
—No se mueva, signora. Escúcheme.
Rose se quedó esperando y notó que al hombre le costaba respirar y temblaba. La mano que le sujetaba el brazo desnudo estaba caliente y húmeda.
—Per favore… mi aiuti. —La presión en el brazo empezó a aflojarse—. Por favor —susurró el hombre—, ayúdeme…
De pronto el cuchillo se apartó y Rose quedó libre. Dio un salto hacia atrás en el momento en que el desconocido caía de rodillas. El cuchillo hizo un ruido al chocar con el suelo de piedra.
—Por favor —volvió a decir el hombre, apretándose el pecho, la cabeza inclinada—. Necesito…
Rose bajó los ojos y vio que tenía sangre en el brazo: sangre del hombre. Luego vio que el hombre se desplomaba y quedaba tendido de costado, con los ojos cerrados, la cara desfigurada por el dolor.
—Ascolti —dijo con voz entrecortada—. Chiami un prete. Tráigame un…
Rose se apoyó contra la pared.
—Por favor —gruñó el hombre—. Se lo suplico, tráigame un prete.
Rose se echó a temblar. Vio la sangre en la camisa del hombre y las manchas de hierba y suciedad, consecuencia de su huida a través de la selva. Y tenía el rostro sucio y sudoroso.
—Un sacerdote —dijo el hombre—. Me estoy muriendo. Por favor, signora. Tráigame un sacerdote.
Rose se apartó, aterrorizada. Tropezó con una maceta y buscó la puerta a tientas. La voz de Mona volvió a sonar en su cerebro:
«Mutilaron a un guardián».
Y entonces vio algo que la hizo detenerse. Unas manchas de sangre estaban empapando la espalda de la camisa del hombre.
Rose miraba fijamente, presa de confusión, tratando de pensar.
—¿Quién…? —empezó a decir—. ¿Quién es usted?
El hombre no contestó.
—Voy a buscar a un policía —dijo. Temblaba tanto, que temió que las piernas no la sostuvieran.
Pero el hombre no contestó, ni se movió.
Rose siguió con la vista clavada en las manchas rojas de la camisa. Luego, cautelosamente, como si se acercara a un animal peligroso y herido, dio un paso hacia el hombre, se detuvo y le observó; luego dio otro paso y otro más, hasta llegar a su lado.
El desconocido yacía de costado, con las piernas encogidas, los ojos cerrados, respirando trabajosamente.
—Es usted uno de los prisioneros que se han fugado, ¿no es así? —dijo Rose con voz trémula.
El hombre siguió gimiendo. Rose se retorció las manos.
—¿Por qué ha venido aquí? ¡Yo no puedo ayudarle! —Los ojos seguían clavados en la sangre de la espalda, que iba atravesando la tela de la camisa.
Rose estaba aterrorizada.
—Usted es enemigo —dijo—. ¿Cómo se atreve a pedirme ayuda? Avisaré a los hombres que andan buscándole. Ellos sabrán lo que tienen que hacer con usted.
El hombre susurró una palabra:
—Sacerdote…
—¡Está loco si cree que voy a ayudarle! —exclamó Rose—. ¡Santo Dios! —Podía ver que el hombre sufría terribles dolores y pensó que se estaba muriendo.
Cuando se dio cuenta de que el hombre ya no podía hacerle daño y de que probablemente en ningún momento había querido hacérselo, se arrodilló despacio y miró las manchas rojas de la camisa. Se dio por vencida.
—Le han azotado… —musitó.
Los ojos del hombre se abrieron fugazmente. Eran negros y húmedos y hacían pensar en los ojos de un antílope herido. El hombre temblaba y gemía.
—Ayúdeme —susurró—. En el nombre de Dios… —Los ojos se cerraron y el cuerpo dejó de moverse.
Rose se mordió el labio. Y de repente se levantó:
—¡Njeri! —llamó, saliendo del invernadero.
La muchacha africana alzó la vista, sobresaltada.
—Vuelve a casa —dijo Rose, jadeando—. Y tráeme jabón, agua y toallas.
Njeri la miró con cara de sentirse intrigada.
—¡Date prisa!
—Sí, memsaab.
—Y mantas —añadió Rose mientras la muchacha se alejaba rápidamente por el sendero que salía del claro.
Mientras bajaba corriendo los escalones que conducían a la misión, a los pies de la selva, Rose intentó pensar dónde estaría su cuñada a esa hora. Grace sabría cómo tratar al herido, se ocuparía de él.
Pero al llegar a la calzada de grava que conducía a la casa de Grace, recordó con pesar que su cuñada estaba en Nairobi.
Rose se detuvo en el cruce de tres caminos de tierra y miró a su alrededor, retorciéndose las manos. Al ver de nuevo la mancha de sangre en el brazo, pensó en la enfermería, el edificio pequeño donde curaban las heridas de poca consideración.
Se acercó a él con pasos indecisos, temerosa de ser vista y sin tener la menor idea de lo que iba a hacer una vez dentro. Subió los escalones y en el momento de cruzar la puerta se le ocurrió una idea.
Poco antes Grace le había hablado de una nueva sustancia «milagrosa», algo que detenía la infección y salvaba vidas incluso en los casos más extremos y que iba a revolucionar la medicina. Pero ¿cómo se llamaba?
No consiguió recordarlo.
En la enfermería no había nadie. Bajo la luz del sol, su única habitación aparecía limpia y reluciente, esperando pacientes. La recorrió con la mirada. El encargado sin duda llegaría de un momento a otro, después de desayunar. Tenía que darse prisa.
Le parecía recordar que el nombre de la sustancia milagrosa empezaba con «P». Se acercó al armario de las medicinas y miró a través de las puertas de cristal, tratando de leer las etiquetas. Algunas le resultaban conocidas; pero la mayoría, no. Y ninguna empezaba con «P». Al ver el frasco de morfina, decidió llevárselo.
Se disponía a irse apresuradamente cuando la vio: era una caja pequeña, recién llegada, y el nombre aparecía en ella: penicilina. La sustancia milagrosa de Grace.
Tras tomar varias cosas más, aunque en realidad no tenía idea de lo que necesitaba ni en qué cantidad, o ni siquiera de cómo usarlo, Rose lo envolvió todo con una toalla y salió rápidamente de la enfermería.
Al llegar al claro, encontró a Njeri sentada en la glorieta con un cubo de agua, una botella de jabón para limpiar los suelos, una toalla y ninguna manta.
—¡Jabón para las manos, Njeri! —exclamó—. Para lavarse las manos. Y una manta y una almohada. ¡Corre! Y no hables con nadie.
Abrió la puerta del invernadero y se asomó al interior. El hombre no se había movido. Yacía bajo la luz difusa que entraba por el techo de cristal, y su cuerpo maltratado parecía una obscenidad entre las flores de colores y los frutales en macetas.
Rose sintió que la embargaba una emoción intensa, una emoción que era conocida y al mismo tiempo desconocida. Había experimentado esta compulsión en muchas otras ocasiones; era lo que la empujaba a salvar a animales heridos o huérfanos, a protegerlos y cuidarlos. Pero nunca la había experimentado por un ser humano. Se sentía confusa. El hombre era un enemigo; su esposo estaba en el norte combatiendo contra los italianos. Y, pese a ello, Rose no veía ningún enemigo en el cuerpo herido que yacía entre sus flores. Observaba al prisionero, no con los ojos, sino con el corazón, y su corazón únicamente veía un ser vivo que necesitaba ayuda.
Se arrodilló a su lado. El hombre aún vivía, pero Rose temió que fuera a morirse de un momento a otro.
—¿Puede oírme? —preguntó—. Voy a tratar de ayudarle. He traído medicinas.
El hombre no respondió.
Rose alargó la mano, titubeó, luego le tocó la frente. Estaba ardiendo. Miró a su alrededor. Había un espacio despejado al otro lado de su mesa de trabajo, suficiente para que en él cupiera un hombre tendido en el suelo. Dejó a un lado el hatillo con los medicamentos y metió las manos debajo de los brazos del hombre.
Pero no pudo moverle.
—Por favor —dijo—, tiene que ayudarme a trasladarle.
El hombre gruñó.
El pánico empezaba a apoderarse de Rose. El hombre yacía cerca de la puerta abierta. Casi nadie se presentaba nunca en el claro de los eucaliptos, pero si por casualidad aparecía alguien vería al desconocido.
Y entonces se dio cuenta de que tenía que esconderle. No se le ocurrió poner en duda esa necesidad. Unas corrientes más profundas y complejas la empujaban en ese momento: el instinto de proteger de sus perseguidores a cualquier criatura herida.
Volvió a mirar a su alrededor. Sus nuevos rosales estaban alineados a lo largo de la pared más cercana, recibiendo la suave luz del sol, esperando que los trasplantasen. Con movimientos apresurados, Rose arrastró las pesadas macetas por el suelo de piedra hasta que le pareció que había espacio suficiente para el hombre. Entonces se acercó a éste de nuevo y, tirando y empujando, consiguió apartarlo de la puerta.
Tras cubrir el suelo con una manta, instaló al extraño entre sus rosas.
No había nada que Njeri Mathenge no estuviese dispuesta a hacer por su señora.
Aunque era la memsaab Grace quien le había dado la vida al extraerla del vientre de Gachiku hacía veinticinco años, y aunque era también la memsaab Grace la que había tratado de salvarla de la terrible ceremonia de la irua hacía ahora siete años, era a la memsaab Rose a quien la medio hermana de David Mathenge quería con verdadera devoción.
Njeri no alcanzaba a recordar ninguna época en la que no anhelase vivir en la gran casa de piedra y estar cerca de la hermosa memsaab que parecía un espíritu del sol. Desde sus primeros años, cuando se escapaba una y otra vez de la shamba de su madre para espiar a la memsaab en el claro, Njeri siempre había notado una magia especial en su señora. Una tristeza dulce envolvía a la esposa del bwana; andaba con un aura de melancolía que nadie más parecía notar, pero que la bondadosa Njeri, en su percepción sin par, advertía claramente.
Siempre estaban juntas, Njeri y lady Rose. En los primeros tiempos Njeri salía sigilosamente de la choza de su madre para sentarse con la señora en el claro; la memsaab nunca decía nada cuando veía aparecer a la niña de repente, la aceptaba con una sonrisa y le daba de comer cosas que sacaba de la cesta de mimbre que siempre llevaba consigo. En aquel tiempo la memsaab Mona, la hija de la memsaab Rose, que tenía su misma edad, también estaba en la glorieta con ellas, recibiendo las lecciones que le daban sus institutrices. Pero luego Mona se había ido a la escuela de Nairobi y Njeri había tenido a la memsaab para ella sola. Después la memsaab Rose se la había llevado a la casa en calidad de doncella personal y le pagaba tres chelines al mes que Njeri entregaba a su madre. Ahora la vida de Njeri era perfecta: llevaba los vestidos que la memsaab desechaba; dormía ante la puerta de su alcoba en la casa grande; le subía el té de la mañana y luego se pasaba una hora peinando la cascada de cabellos.
Njeri no podía comprender por qué a su hermano, David, o a la chica llamada Wanjiru, no les gustaban los wazungu. Njeri los adoraba, a ellos y a su blancura y a sus costumbres maravillosas, y pensaba que la tierra de los kikuyu debía de haber sido muy oscura y poco acogedora antes que los wazungu llegaran.
Caminaba alegremente por el sendero con la manta, la almohada y una pastilla del jabón de lavanda Yardley especial de la memsaab, sin hacerse la menor pregunta. Njeri nunca se hacía preguntas sobre las órdenes o actos de su señora, y nunca se las haría.
Pero al cruzar la puerta del invernadero, Njeri soltó una exclamación y se le cayeron las cosas.
—¡Silencio! —dijo Rose—. ¡Entra y ayúdame!
Njeri no podía moverse. Los antiguos tabúes kikuyu la tenían clavada en el suelo de piedra.
—¡Njeri!
La muchacha miraba con ojos atónitos al hombre que yacía boca abajo en la manta, sin camisa, con la espalda al descubierto. La memsaab le estaba tocando… tocaba sus heridas, su sangre.
Rose se levantó de un salto, recogió el jabón y sujetó a Njeri por un brazo.
—¡No te quedes embobada! ¡Ven a ayudarme, que este hombre está herido!
Njeri obedeció dócilmente y se arrodilló al otro lado del herido, pero se sintió incapaz de tocarle. Contempló cómo Rose le lavaba con cuidado las heridas de la espalda, que ya estaban medio curadas; contempló cómo aquellas manos finas y blancas, que nunca tocaban nada que estuviera sucio o no fuese bello, eliminaban la sangre y la suciedad, secaban cuidadosamente las heridas y luego aplicaban una pomada curativa. Finalmente Rose se sentó en el suelo y dijo:
—Puede que esto le vaya bien. No sé qué más puedo hacer por él. Me parece que tiene mucha fiebre y eso es peligroso. Podría matarle. Algunas de estas heridas están infectadas y son la causa de la fiebre.
Los ojos de Njeri examinaron la espalda del desconocido. Entonces vio lo que su señora debía de haber visto también: cicatrices viejas entre las nuevas.
—Lo han castigado muchas veces, memsaab.
Rose estudió el frasquito de penicilina. No tenía idea de qué dosis debía administrarle. Sin duda, demasiado poca no serviría de nada. Pero se preguntó si un exceso podía matarle. Y también se preguntó qué diablos era aquello que llamaban «penicilina».
Las manos le temblaban al llenar la jeringuilla hipodérmica tal como se lo había visto hacer a Grace, con dos dedos a través de los anillos de metal y el pulgar guiando el émbolo. Era un instrumento pesado, de manejo engorroso, y la aguja parecía demasiado larga.
Una vez hubo llenado la jeringuilla, Rose miró al hombre inconsciente y musitó:
—¿Dónde le inyecto?
Recordó que las vacunas solían ponerse en el brazo, así que limpió un punto pequeño en el músculo duro cerca del hombro y clavó la aguja en él.
El hombre no reaccionó.
«Dios mío —rezó Rose, mientras apretaba lentamente el émbolo—, haz que ésta sea la cantidad apropiada».
Al terminar, volvió a sentarse y miró atentamente al hombre. Dormía profundamente; Rose pensó que demasiado profundamente. Y entonces reparó en que su perfil era limpio y bien parecido.
Comprobó su pulso en el cuello. Le pareció que no era el normal. Era como si su corazón estuviera debatiéndose, como si cada latido fuese una llamada de auxilio. Rose alargó una mano y acarició el cabello negro que caía sobre la frente del herido.
—Pobre hombre —dijo en voz baja—. ¿Qué habrá hecho para merecer un trato tan inhumano?
Rose se replegó en el silencio, los ojos azules posándose en la cabeza de cabellos negros. El tiempo se detuvo y el aire se volvió húmedo y pesado con el aroma de la tierra rica y las flores exóticas. Algo rozó el tejado de cristal. El sol se ocultó detrás de un eucalipto, suavizando los colores y las sombras en el invernadero. Las dos mujeres, la blanca y la africana, permanecieron sentadas mientras el herido dormía entre ellas.
Durante el largo rato que pasó junto al hombre dormido, una sensación de impotencia y de inutilidad absoluta abrumó a Rose. Con el cuerpo del pobre hombre tendido ante ella, la vida escapándosele poco a poco, latido a latido, Rose odió su propia debilidad y la imposibilidad de hacer algo.
Faltaba poco para la puesta del sol cuando Njeri recordó a su ama que no tardaría en oscurecer. La noche inspiraba terror a Rose, que siempre procuraba estar de vuelta en casa antes de que se apagara la luz diurna. Pero en ese momento era reacia a irse.
Apoyó una mano en la mejilla ardiente y pensó:
«Probablemente morirás aquí durante la noche, solo, con dolor, y sin nadie que te consuele».
Pero la oscuridad la asustaba y finalmente no tuvo más remedio que abandonar el invernadero. Después de cerciorarse de que el herido estuviese tan abrigado y cómodo como fuera posible, se detuvo en la puerta para mirar la figura patética que dormía en la penumbra.
Pensó en su tapiz. Era lo único que había hecho en su vida. Y, al pensar en ello, por primera vez Rose se despreció a sí misma.
No podía dormir.
Después de entrar en la casa con sigilo, para no tropezarse con Mona, Rose había subido directamente a su dormitorio, donde ahora se encontraba sentada a la luz de una lámpara a prueba de viento, mirando la selva oscura a través de la ventana.
Incapaz de soportar el silencio, puso la radio con la esperanza de oír música, pero en vez de ello oyó la voz de un locutor que leía las noticias de última hora. Rose se apresuró a bajar el volumen y escuchó con atención:
«Dos de los prisioneros italianos que se fugaron del campo de Nanyuki han sido encontrados. El tercero sigue en libertad y ha sido identificado. Se trata del general Carlo Nobili, duque de Alessandro».
Así que ahora ya tenía nombre.
Pensó en el hombre que yacía en el frío invernadero, muriéndose lentamente. Se preguntó si despertaría y sentiría terror durante los últimos momentos de su vida. Pensó en las heridas de la espalda, las viejas y las nuevas, que decían mucho sobre el trato cruel recibido en el campo de prisioneros. No era raro que se hubiese fugado. Quizás el guardián asesinado merecía morir.
Luego pensó:
«Debería haber hecho más por él. Pero ¿qué? ¿Qué podía hacer?».
Rompió a llorar. Ocultó la cara entre las manos y siguió llorando. La puerta del dormitorio se abrió y la luz del pasillo cayó sobre la alfombra. Njeri, que nunca había visto llorar a su señora, asomó la cabeza con expresión intrigada y asustada. Rose se volvió hacia ella.
—¿Por qué soy tan inútil? —preguntó entre lágrimas—. ¿Por qué soy una mujer tan inútil y ridícula? ¡Cualquier otra habría podido salvar a ese pobre hombre! ¡Si Grace hubiera estado aquí en vez de en Nairobi! Grace habría sabido lo que había que hacer para… —Rose miró fijamente a la doncella—. ¡Grace! —exclamó—. ¡Por supuesto!
Levantándose precipitadamente, Rose dijo:
—¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? —Y salió corriendo del dormitorio.
Njeri bajó tras ella y la encontró en la biblioteca, una habitación que olía a cerrado porque raramente se utilizaba y que era todo cuero y latón; las paredes aparecían cubiertas totalmente de libros.
—¡Tiene que estar aquí! —exclamó Rose mientras buscaba frenéticamente en las estanterías—. ¡Ayúdame, Njeri! Es un libro así —añadió, indicando el formato del libro con las manos—. Y es… es… —Repasaba rápidamente los lomos de los libros—. Es un libro de tapas verdes. ¡Date prisa, Njeri!
Desconcertada, la muchacha africana, que nunca había aprendido a leer, se acercó a una pared y buscó un libro de papel verde entre las encuadernaciones de cuero con letras de oro. Oyó que a sus espaldas la memsaab exclamaba:
—¡Tiene que haber un ejemplar! ¡Sin duda Grace nos dio uno!
Rose volaba a lo largo de las estanterías, alzándose de puntillas, agachándose luego para mirar en las de abajo. Había tantos libros, tantísimos.
—Memsaab? —dijo Njeri.
Rose se volvió y al ver el manual en las manos morenas de Njeri, exclamó:
—¡Sí, es éste! ¡El libro de Grace! Tráelo aquí, que hay más luz.
Era la cuarta edición de Cuando el médico es usted, publicada en 1936. El libro estaba nuevo porque nunca había sido hojeado, aunque amarillento y lleno de polvo a causa del olvido. Rose pasó el dedo por el índice de contenido.
—Aquí —dijo, señalando una página—. «Heridas infectadas». «Fiebres». «Cómo cuidar a un enfermo grave».
Sacó un bloc y una pluma del cajón y empezó a escribir.
Njeri temblaba de miedo cuando al cabo de pocos instantes ella y su señora salieron por la puerta de la cocina y se encontraron bajo la oscuridad de la noche. Como la mayoría de los kikuyu, la muchacha sentía un miedo instintivo a la noche.
Esta vez iban cargadas de cosas envueltas cuidadosamente, cosas que correspondían a una lista sacada del manual. Rose había encontrado un termómetro y aspirinas en el botiquín del cuarto de baño, y azúcar, bicarbonato de sosa y sal en la cocina, a lo cual había añadido vaselina, algodón en rama, un reloj con manecilla segundera, tres termos de agua hervida y dos linternas, todo ello recomendado por el manual de Grace.
Al mirar hacia el otro lado del jardín y ver la muralla de la selva negra, donde terminaba la luz que salía de la cocina, Rose sintió miedo. Luego pensó en el general Nobili echado en el frío suelo de piedra del invernadero y recobró los ánimos.
—Vamos —susurró, empezando a bajar los escalones.
Miró hacia atrás. Njeri estaba como paralizada.
—¡He dicho que vamos!
La muchacha permaneció cerca de su señora cuando bajaron rápidamente por el sendero.
—Ruega a Dios que siga vivo, Njeri —susurró Rose cuando se internaron en la espesura—. Ruega que no lleguemos demasiado tarde.
Cruzaron la selva corriendo, con fantasmas invisibles y animales imaginarios tratando de morderles los talones, y llegaron al invernadero temblando de miedo y de frío. Rose se acercó directamente al general y comprobó que aún vivía.
Mientras Njeri sostenía la linterna con manos temblorosas, iluminando al hombre que yacía inconsciente, Rose abrió el manual por la página titulada «Cómo reconocer a un enfermo» y comprobó metódicamente las constantes vitales del herido.
Al ver que el pulso era débil e irregular, y que tenía la piel húmeda, lo que indicaba una conmoción, Rose lo colocó de costado y le puso ladrillos debajo de los pies. Se tranquilizó al comprobar que sus respiraciones eran dieciséis por minuto y al alzarle los párpados e iluminarlos con la linterna, comprobó que las pupilas eran de igual tamaño y respondían a la luz, lo cual era un buen indicio según el libro de Grace. Pero la temperatura era demasiado alta.
De modo que Rose, siguiendo las instrucciones del manual, buscó la página titulada «Fiebres muy altas» y leyó:
«Pueden producirse lesiones cerebrales cuando no se hace bajar inmediatamente una fiebre alta».
Apartó la manta que cubría al general, como recomendaba el libro, para que el aire nocturno le enfriara el cuerpo; luego llenó una taza de agua y disolvió dos aspirinas en ella. Alzó la cabeza del general y le acercó la taza a los labios. No bebió ni gota. Rose probó otra vez. La aspirina era necesaria para que bajara la fiebre.
Recurrió al libro en busca de ayuda y vio que con letras gruesas decía: A UNA PERSONA INCONSCIENTE JAMÁS HAY QUE ADMINISTRARLE NADA POR VÍA ORAL.
Rose dejó la taza en el suelo y volvió a colocar la cabeza del general en la almohada. Continuó leyendo. Bajo el epígrafe «Señales de peligro» encontró un subtítulo que decía: «Un día sin beber líquido. Véase la página 89». Buscó esa página y leyó, bajo la luz temblorosa de la linterna de Njeri, lo que decía el libro sobre los peligros de la deshidratación.
Rose consultó su reloj y calculó que el herido llevaba inconsciente doce horas.
—Tiene que tomar líquidos pronto —musitó—, o morirá deshidratado. Pero ¿qué puedo hacer yo? No consigo hacerle beber. Necesita el agua y necesita la aspirina para que le baje la fiebre. ¡Es un círculo vicioso!
Miró la cara bañada por la luz de la linterna. Se preguntó qué edad tendría el general, de dónde sería, si tendría una familia que en esos momentos estaría preocupada por él.
Los dientes de Njeri empezaron a castañetear.
—Vuélvete a casa —dijo Rose—. Ya me quedo yo con él.
Pero Njeri cruzó las piernas y se sentó en el suelo, con la linterna en el regazo.
—Si busco ayuda médica —dijo Rose en voz baja—, lo llevarán de nuevo al campo de prisioneros. Pero si intento cuidarle yo misma, puede que muera. ¿Qué voy a hacer?
Volvió a tocar la frente del herido y le pareció que estaba más fría y más seca que antes. Al tomarle el pulso, le pareció que era más pausado y menos débil. También la respiración parecía más sosegada que antes.
—Njeri, dame esa cesta. —Rose preparó una bebida para rehidratar de acuerdo con la receta que daba el manual de Grace: azúcar, sal y bicarbonato de sosa disueltos en agua. La cató para asegurarse de que no fuera «más salada que las lágrimas», como decía Grace en el libro, luego la dejó junto a la taza con la aspirina disuelta, por si la necesitaba. Si recobraba el conocimiento le haría beber ambas cosas.
Pero decidió que, si el general no había vuelto en sí al amanecer, iría a buscar ayuda.
El amanecer asomó por encima de las paredes de piedra del invernadero, enviando puntitos de luz a través de las ramas de los eucaliptos. Rose se movió debajo de su manta; le dolía todo el cuerpo por haber dormido en el suelo. Se levantó y buscó a Njeri bajo la luz lechosa. Al parecer, la doncella, ahora que era de día, se había marchado.
Rose miró al general. Tenía los ojos abiertos y clavados en ella. Se miraron durante un largo momento, Rose envuelta en su manta, el general tendido de costado, de cara a ella, la cabeza en la almohada.
De pronto, recordando el contacto del cuchillo en la garganta, el modo doloroso en que le había retorcido el brazo, Rose volvió a ponerse a la defensiva.
El general abrió la boca e intentó decir algo, pero sólo logró emitir un sonido seco, gutural.
Rose tomó la bebida para rehidratar y acercó la taza a los labios del herido. Primero bebió a sorbos, luego se lo tomó todo de un trago y dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada.
—¿Le duele? —preguntó Rose con voz dulce.
El general asintió con la cabeza.
Rose le acercó a los labios la segunda taza, la que contenía la aspirina; debía de tener un sabor amargo, ya que el general hizo una mueca. Pero también se la bebió toda y cuando volvió a recostar la cabeza en la almohada, parecía respirar con mayor facilidad.
—¿Quién…? —empezó a decir.
—Soy lady Rose Treverton. Y sé que usted es el general Nobili.
Los ojos negros del hombre la miraron fijamente, con expresión interrogativa. Luego dijo:
—¿Le hice daño?
Rose meneó la cabeza. Los cabellos, que se habían soltado mientras dormía, le cayeron sobre los hombros.
El general Carlo Nobili miró los cabellos de Rose con expresión maravillada.
—Sé quién es usted —susurró—. Es uno de los ángeles de Dios.
Rose sonrió y le tocó la frente con la mano.
—Ahora descanse. Le traeré algo de comer.
—Pero ¿dónde?
—Aquí; es un lugar seguro. Y puede confiar en mí. Voy a cuidarle y me encargaré de que nunca vuelvan a hacerle daño.
El general cerró los ojos y su cuerpo se relajó.