En la radio sonaba una canción de Glenn Miller y Rose iba tarareando la melodía mientras daba un repaso a su ropa, tratando de decidir lo que iba a ponerse.
Miró por la ventana del dormitorio para que el tiempo fuese su guía. Como el día era gloriosamente soleado, lleno del color de las flores, y como pensaba poner las gardenias silvestres en su tapiz, al final se decidió por un vestido de crespón de seda amarillo.
En esos tiempos era imposible comprar vestidos nuevos. La guerra en Europa había paralizado la industria de la moda. Los estilos no habían cambiado durante los últimos cinco años y los vestidos tenían todavía los hombros acolchados y faldas que llegaban por debajo de las rodillas. Peor aún era que en Inglaterra la ropa estaba racionada y lo único nuevo que había salido en esos años era lo que llamaban «el traje utilitario». Todo ello desconcertaba a Rose. ¡La guerra hacía que los uniformes y la ropa de trabajo dictaran la moda!
Se sentó ante su tocador para que Njeri la peinara. Después de cortarse el pelo para la noche de la inauguración de Bellatu, hacía veinticinco años, Rose se lo había dejado crecer otra vez y ahora le caía sobre la espalda hasta la cintura. Seguía teniendo el color de la luna de la cosecha, juvenil y lustroso, y no había en él ni una sola cana, pese a que lady Rose Treverton acababa de celebrar su cuadragésimo quinto cumpleaños.
La radio emitió unos ruidillos, luego perdió volumen y finalmente enmudeció. Rose miró el aparato con expresión apesadumbrada. Al parecer, ya no era posible confiar en nada.
Las cosas no iban mucho mejor abajo en la cocina, donde, al cabo de unos minutos, se encontró con que una de las criaditas africanas estaba untando el pan con mantequilla antes de tostarlo.
—Y se nos está acabando el té —musitó al mirar en la lata.
Los suministros de Nairobi eran infrecuentes y raras veces completos. La guerra exigía tantas cosas —alimentar a las tropas de Kenia y a los miles de prisioneros italianos que llegaban a la colonia, por ejemplo—, que a lady Rose le parecía que quedaba poco para los civiles.
Estaba segura de que no hubiera ocurrido así de hallarse Valentine en casa.
Pero lord Treverton se había alistado en los Rifles Africanos del Rey hacía cuatro años, a raíz de la invasión del norte de Kenia por fuerzas italianas. Y allí se encontraba desde entonces, combatiendo primero en la campaña de Etiopía, que había culminado con la derrota del ejército italiano en el África Oriental, y en ese momento era oficial del servicio de información de la administración del territorio enemigo ocupado, encargándose de la vigilancia de la frontera entre Kenia y Somalia. En todo ese tiempo sólo había estado en casa una vez.
Y mientras echaba el té de la condesa Treverton en la tetera, Rose pensó que ahora, irónicamente, después de que tantos muchachos de Kenia combatieran y muriesen en aquella encarnizada batalla con los italianos, después de que su propio esposo estuviese a punto de morir al infectársele una herida, ochenta mil prisioneros italianos se encontraban en campos repartidos por toda Kenia y era necesario alimentarlos y vestirlos.
Al pensar en ello, se ponía de mal humor y se preguntaba por qué el gobierno británico sencillamente no los enviaba de vuelta a Italia.
—¡Buenos días, mamá! —dijo Mona, entrando en la cocina con un rifle en la mano—. ¡Por fin he acabado con el leopardo que atacaba a los cerdos! Les he dicho a los hombres que te dieran la piel cuando hayan terminado.
Rose dirigió a su hija una mirada de desaprobación, por varias razones. La primera era el comportamiento poco apropiado de Mona. La honorable Mona Treverton, que un día sería lady Mona, condesa de Treverton, no debería ir por la selva con un rifle de hombre, matando leopardos. La segunda era la forma en que Mona empleaba su tiempo últimamente. Debido a la ausencia de su padre, Mona dirigía la plantación, ¡hasta el extremo de trabajar en medio de los africanos e incluso reparar la maquinaria con sus propias manos! Pero la razón más importante de todas era que a lady Rose no le gustaba el atuendo de su hija, muy impropio de una dama.
Mona llevaba pantalones y botas, con una blusa caqui embutida en el cinturón. El pelo le llegaba hasta los hombros y se lo ataba con un pañuelo vulgar y corriente en la cabeza. Y desde la mesa, donde estaba vigilando las tostadas, Rose veía las manos que su hija se estaba lavando en ese momento; eran unas manos ásperas y morenas a causa de las faenas agrícolas.
—¿Dónde está Tim? —preguntó Rose, refiriéndose al joven que había sido amigo de Arthur y a quien éste había salvado la vida en el callejón siete años antes. Tim se había convertido en una figura habitual en la plantación Treverton.
—Ha subido a Kilima Simba con la intención de ayudar al tío James a buscar a los italianos.
—¿Los italianos?
—Te lo conté ayer, mamá. —Mona probó el té, sirvió dos tazas y se sentó a la mesa con Rose—. Tres de los prisioneros del campo que hay cerca de Nanyuki se fugaron. Los están buscando por todas partes.
—Pero ¿por qué? Si prácticamente los italianos andan sueltos por todo el país. James tiene a varios trabajando en su rancho, y tu tía Grace tiene a dos de ellos en la cocina de su hospital. A mí me parece que les dejan ir y venir a su antojo.
Mona cogió la correspondencia que había sobre la mesa, a sabiendas de que su madre iba a tardar días en echarle un vistazo.
Mona era consciente de lo que su madre pensaba de los italianos. Eran responsables de que Valentine estuviera ausente de Bellatu y representaban una carga onerosa para Kenia: había ochenta mil de ellos y cada uno necesitaba casi medio kilo de carne al día. Por eso se estaba llevando a cabo una matanza ininterrumpida de animales en las selvas y cada día pasaban por Bellatu camiones cargados de cebras y antílopes muertos. A Rose la enfurecía semejante exterminio masivo e implacable y echaba la culpa del mismo a los italianos.
—Estos tres eran prisioneros especiales —explicó Mona mientras miraba los sobres—. Oficiales. Me han dicho que incluso hay un general entre ellos. Los tenían bajo estricta vigilancia y, al parecer, mataron a un guardián al fugarse, por eso hay tanto alboroto.
Rose untó ligeramente las tostadas con mantequilla, cortó las cortezas y le ofreció la bandeja a Mona.
—Espero que Tim y James tengan cuidado.
—Sí. Y preferiría que hoy no fueses al claro, mamá. Si vas de todos modos, al menos llévate a un par de hombres, por favor.
Rose meneó la cabeza.
—Los fugitivos no pueden haber llegado hasta aquí. Me imagino que se habrán dirigido hacia el norte, hacia Somalia. Quizá tu padre los capture. En todo caso, no me gusta hablar de esto…
—¡Mamá, deberías ser más realista! ¡Estos hombres están desesperados y son peligrosos! El guardián al que mataron… fue una carnicería. ¡Lo mutilaron! Por favor, quédate en casa hasta que…
Rose se levantó bruscamente.
—Me has disgustado. Mona. De veras que me has disgustado hablando de estas cosas. Voy a prescindir del desayuno.
—Pero, mamá…
—Vamos, Njeri.
Njeri Mathenge, que estaba preparando el almuerzo a base de fresas con crema, empanadillas de carne y queso, cogió la cesta de la comida y la sombrilla de Rose y salió por la puerta trasera siguiendo a su señora.
Al salir al jardín y sentir en su rostro el aire fresco y el sol, Rose se encontró mejor. Y los pesares de su corazón fueron disipándose más y más a medida que avanzaba por el sendero, alejándose de Bellatu, hasta que la casa desapareció detrás de los árboles, y se internaba en la última reserva intacta de la selva, adonde nadie iba jamás salvo ella y Njeri.
El claro de los eucaliptos estaba casi igual que el día en que lo encontrara veinticinco años antes. La glorieta aparecía maltratada por la intemperie, la pintura desconchada, pero los árboles eran lozanos y verdes, las flores formaban una masa de color, y los pájaros y los insectos llenaban con sus cantos y sus zumbidos el aire perfumado. El claro era un mundo independiente del mundo más amplio y feo donde los hombres se mataban entre ellos y donde se perpetraban matanzas de animales inocentes. Ese segundo mundo no gustaba a Rose, así que lo borró de su pensamiento.
El tapiz estaba clavado a un bastidor grande y plegable que se abría de izquierda a derecha. Mientras trabajaba, Rose hacía girar una de las varillas de modo que el tejido subiera y no se ensuciase. Ya lo tenía casi terminado. Grande como un mantel, el tapiz aparecía cubierto en su totalidad por sedas e hilos de colores vivos y puntos de fantasía. Lo único que faltaba era el espacio en blanco en medio de los helechos y las enredaderas de la jungla, los escasos centímetros que llevaba tantos años sin saber con qué llenar. Rose decidió que pondría en él un elefante, quizá, o una choza africana.
Y después del tapiz, ¿qué? Había tardado veinticinco años en hacerlo y calculaba que si empezaba otro, duraría hasta el final de su vida. Cuando muriese, dos tapices demostrarían que había vivido.
En el extremo del claro, entre dos castaños poderosos, había un pequeño invernadero. Lo había hecho construir años antes, cuando, al comprobar que a veces se aburría con el tapiz, había decidido interesarse por la floricultura. Las paredes del invernadero eran de piedra, pero el tejado era de cristal. Había una ventana cuyos cristales se habían vuelto opacos con el paso de los años, por lo que desde fuera, al mirar dentro, sólo se veían sombras difusas y manchas de color. Allí era donde Rose plantaba y cuidaba sus preciosas flores. Encargaba semillas y bulbos que veía en los catálogos; hacía experimentos de hibridación; podaba y cortaba esquejes y hablaba a sus plantas como si fueran niños. Cada año ganaba cintas en el certamen de flores de Nairobi y la gente decía que sus orquídeas eran las mejores de toda el África Oriental.
También en el invernadero, entre las mesas de delfinios y lirios, entre dos lirios del Nilo cuyas majestuosas coronas azules empezaban a florecer, estaban guardadas sillas plegables que Rose sacaba en las ocasiones en que le apetecía trabajar al sol, como ese día. Mientras Njeri instalaba el tapiz en la hierba, Rose bajó al invernadero en busca de una silla.
Al caminar por el angosto sendero no vio que en el suelo había gotas de sangre reciente que conducían hacia la puerta.
Mona vio cómo su madre salía del jardín de la cocina y se preguntó si debía llamar a un par de hombres y decirles que fueran a vigilar el claro. Luego decidió que probablemente su madre tenía razón. Los prisioneros fugitivos no tenían ningún motivo para tomar la dirección de Bellatu; seguramente se dirigirían hacia el oeste, cruzando los montes Aberdare, o hacia el norte, para llegar a Etiopía. De hecho, James Donald y Tim Hopkins concentraban su búsqueda al norte de Nanyuki y Mona rezaba al cielo pidiendo que tuviesen cuidado, pues sabía que perseguir a unos hombres no era lo mismo que cazar animales.
Tim había sustituido al hermano perdido en la vida de Mona. Después del día del asesinato de Arthur, hacía ahora siete años, ella y Tim se habían buscado el uno al otro para encontrar solaz y consuelo hablando de Arthur, manteniendo vivo su recuerdo y su amor por él. Con el tiempo, Tim había llegado a ver a Arthur en Mona y ésta a ver a su hermano en Tim. Había nacido entre ellos una dulce amistad que incluso mereció la aprobación de Alice, la posesiva hermana de Tim, una vez se hubo convencido de que su relación era platónica.
El pobre Tim había intentado desesperadamente alistarse al estallar la guerra, pero, por culpa de sus pulmones, no había conseguido superar el examen físico. El oficial de reclutamiento había asegurado al abatido Tim que iba a ser una gran ayuda para la causa de Kenia quedándose en su rancho de Rift Valley y proporcionando alimentos y suministros a las tropas de la colonia. A resultas de ello, Tim y Alice Hopkins, al igual que James Donald en Kilima Simba y Mona Treverton en Bellatu, se estaban enriqueciendo con la guerra.
Volviendo al correo que estaba sobre la mesa y pensando en todas las cosas que debía resolver ese día —el problema de las víboras que había cerca del corral; el de los puercos espines que se metían en los sembrados de patatas; la resistencia pertinaz de los africanos de su padre a aceptar órdenes suyas—, Mona tomó el último ejemplar del East African Standard y miró la foto de la primera página.
Grace había ido a Nairobi para representar a los Treverton en la ceremonia en que iba a prestar juramento Eliud Mathu, el primer africano elegido miembro del Consejo Legislativo, es decir, del gobierno de Kenia. Era una ocasión trascendental, una ocasión que la mayoría de la gente había insistido en que nunca llegaría. (¿Un africano en el gobierno? ¡Imposible!); y en la foto, sentada entre el gobernador y el señor Mathu, aparecía su tía. El pie de la foto decía: «… también asistió a la ceremonia la doctora Grace Treverton, a quien su pueblo llama cariñosamente Nyathaa».
Era el nombre que los africanos daban a Grace, Nyathaa, que significa «Madre de toda la bondad y el amor».
Mientras bebía el té, Mona pensó en su tía. El nombre de Grace Treverton ya era una leyenda en Kenia y empezaba a ser conocido en todo el mundo. La séptima edición de su manual de sanidad, Cuando el médico es usted, con su sencilla y conmovedora dedicatoria, «Para James», la utilizaban los soldados en el campo de batalla. Mona tenía la sensación de que la energía de Grace era ilimitada. A sus cincuenta y cuatro años no daba la menor señal de cansancio. De hecho, Grace parecía cada vez más enérgica, como un vendaval que recorriera el África Oriental y Central distribuyendo la nueva vacuna contra la fiebre amarilla donada por la Fundación Rockefeller, visitando clínicas y hospitales en la selva, curando a los soldados heridos en Nairobi y, últimamente, dando conferencias sobre su causa más reciente: la conservación de la fauna de Kenia.
Ahora a Mona ya no le extrañaba que, después de todo, Grace no se hubiese casado con James. Habían hablado incesantemente de ello a su regreso de Uganda siete años atrás. Pero al final tanto Grace como James habían tenido que reconocer que casarse no habría sido lógico. Cada uno tenía su propia vida y sus propios proyectos; Grace no podía trasladarse a Kilima Simba, ni James a la misión. Los dos viajaban mucho por motivos de trabajo y apenas se habrían visto; además, como no podrían tener hijos, el matrimonio parecía casi superfluo.
Así pues, eran buenos amigos, se tomaban unos días de fiesta juntos cuando ello les era posible, pasaban breves temporadas de vacaciones en la costa, y a veces Grace tomaba su viejo Ford y se iba a pasar uno o dos días en Kilima Simba. Los dos disfrutaban de esta forma de organizar su vida y se sentían felices.
Había tres cartas del extranjero. La primera era de Edith, la tía de Mona que vivía en Bella Hill.
El tío Harold había muerto al empezar la guerra, al ser alcanzado su club de Londres por una bomba alemana; y Charlotte, que era enfermera, se encontraba en el Pacífico sur, combatiendo contra los japoneses. La tía Edith, por consiguiente, vivía sola en Bella Hill, exceptuando setenta y ocho niños que habían sido evacuados de Londres durante los bombardeos. La carta decía:
Llenan con sus risas estas viejas y lúgubres paredes. Los quiero a todos como si fueran hijos míos. Harold y yo sólo tuvimos a Charlotte. Yo siempre había querido más hijos. No me cabe ninguna duda de que muchos son huérfanos; algunos no han tenido noticias de sus padres desde que empezaron los bombardeos. ¿Qué harán con ellos después de la guerra? Este caserón parecerá tan vacío cuando se vayan.
Ahora que Charlotte se ha casado con su aviador norteamericano, estaré completamente sola aquí, y la idea no me seduce. Demasiados recuerdos y fantasmas. Conservar Bella Hill fue siempre idea de Harold. Como tú sabes, él y Valentine se pelearon durante veintiún años porque Valentine vendía tierras de Bella Hill para pagar las pérdidas de Bellatu. Ahora digo que puede hacer lo que le guste. Después de todo, Bella Hill es tu casa y la suya, Rose. Quizás os gustaría volver a Inglaterra y vivir aquí. Sea cual fuere vuestra intención, ya he decidido que, después de la guerra, cuando los niños hayan vuelto con sus familias, me trasladaré a Brighton y viviré con mi prima Naomi. Agradecería que Valentine me concediese una asignación anual…
La segunda carta era del padre de Mona, que titubeó antes de abrirla. No iba dirigida a ella, sino al capataz kikuyu.
Mona sabía que la carta contenía órdenes para dirigir la plantación. Y eso le hacía sentirse molesta. Desde su partida en 1941 Valentine había escrito con regularidad a Bellatu, dando instrucciones sobre cómo llevar la plantación a sus diversos capataces africanos. Mona le había escrito sugiriendo que le permitiese supervisar el trabajo, pero Valentine había contestado con un no rotundo. El sueño que Mona tuviera siete años antes, el de aprender el funcionamiento de la vasta plantación de café, no se había materializado. Las discusiones y los intentos de razonar con su padre —«¿Y cuando hayas muerto? ¿Quién llevará la plantación entonces?»— no habían logrado persuadirle a enseñar a Mona lo que necesitaba saber para poder sucederle. Ese derecho tenía que haber sido de Arthur.
Mona había mostrado a los capataces las primeras órdenes escritas enviadas desde Etiopía, donde su padre estaba combatiendo; órdenes relativas a podar, abrigar las raíces, abrir agujeros y regar. Pero luego las circunstancias habían empezado a cambiar. Era necesario alimentar a las tropas de Kenia y también a los miles de prisioneros italianos que su padre enviaba a los campos. El gobierno había pedido a los agricultores que sacaran el máximo partido práctico de su tierra, lo que para Mona significaba cultivar menos café para poder plantar otras cosas.
De nuevo había escrito a su padre para explicarle lo que ocurría y de nuevo se había negado él a hacerle caso, insistiendo en que continuaran plantando café y nada más. De manera que ella había puesto en marcha su propio plan. En el estudio de su padre había toda una colección de libros sobre agricultura reunidos a lo largo de los años. Los había leído y estudiado, había escuchado los consejos de otros agricultores, había ido a Nairobi para ver qué era lo que hacía falta y, al volver, había comenzado a falsificar una nueva serie de «órdenes» de su padre. Lo primero que había plantado en las hectáreas recién desbrozadas era maíz, y la cosecha había sido muy buena.
Mona recibió ayuda de sir James y de Tim, que recorrían los campos con ella y le hacían comentarios sobre lo que veían. Además, sus capataces eran buenos agricultores. Sabían cuándo se avecinaba lluvia, cuándo el suelo era demasiado pobre, cuándo se cernía el peligro de las langostas, cómo defenderse contra las orugas. A resultas de todo ello, el engaño de Mona fue una pequeña victoria sobre su padre.
Mona temía el regreso de Valentine después de la guerra. Sabía que iba a armar un escándalo por lo que había hecho y que luego volvería a ponerse al frente de la plantación, prohibiéndole intervenir de nuevo. Y sabía también que ella no sería capaz de aguantar esa exclusión. Durante los últimos cuatro años, por primera vez en su vida, había tenido la sensación de que Bellatu era su hogar de verdad. Nunca había experimentado lo mismo antes, nunca se había sentido parte de las dos mil hectáreas de árboles verdes. Cuando volvía de la escuela para pasar las vacaciones en casa se sentía como una invitada, dormía en una habitación que podría haber pertenecido a cualquiera, comía con unos padres que eran prácticamente unos desconocidos. Pero ahora…
Bellatu era suya. E iba a conservarla.
La tercera carta era de Geoffrey.
Mona se sirvió una segunda taza de té antes de abrir la carta, aplazando el momento para saborearla. Esperaba sus cartas con ilusión; últimamente vivía para ellas.
Geoffrey Donald estaba en Palestina, haciendo «trabajo de policía». No podía decir mucho sobre lo que hacía, pero Mona, por lo que había deducido de noticias dispersas, se daba cuenta de que corría peligro; con tantos judíos europeos huyendo de los nazis y refugiándose en Palestina, los árabes indígenas se sentían avasallados y, por consiguiente, se defendían luchando. En represalia, ciertos grupos judíos secretos lanzaban contraataques para recordar a los británicos su compromiso con el sionismo. No era el rincón del mundo donde más seguro podía estar un hombre, pero Mona se alegraba de que Geoffrey estuviera allí en vez de en algún lugar como Birmania, donde las tropas de Kenia sufrían grandes pérdidas. En su carta Geoffrey decía:
La guerra no puede durar eternamente, y cuando termine veremos que de ella surge un mundo nuevo. Ya lo verás, Mona. Las cosas serán diferentes. Será una Edad Moderna y pienso formar parte de ella. Tengo pensador hacer algo drásticamente nuevo cuando vuelva a casa. Me refiero al turismo, Mona. Esta guerra ha abierto el mundo. Ha hecho que la gente circule de un lado a otro y vea otros lugares. Ha despertado el interés por los viajes. Antes, el turismo era un deporte para ricos, pero creo que el hombre corriente, cuando haya vuelto a su vida corriente después de combatir en lugares exóticos, deseará ver más. Y pienso colocar a Kenia en el mapa turístico. Dime qué te parece mi idea; ya sabes cuánto valoro tu opinión.
El otro día me agencié una chuchería maravillosa para ti. Un viejo árabe la trajo a la guarnición; pedía demasiado dinero por ella, pero conseguí que rebajase el precio. Dice que es una antigüedad auténtica. Se trata de un fragmento de pergamino antiguo, sin duda fabricado en el patio trasero de su casa, pero parece de verdad. Quedaría bien adornando la pared sobre la chimenea en Bellatu. Espero que goces de buena salud, Mona. Gracias por los bombones. Eres un ángel.
Mona dobló la carta cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo. La leería varias veces más durante el día, mientras recorría la plantación supervisando a los trabajadores, y luego por la noche, una vez acostada, pensaría en Geoffrey.
Por fin sentía amor. Le habían dicho que la guerra surtía ese efecto, que la amenaza del peligro y la muerte empujaba a las personas a acudir unas a otras. ¿No había una vieja historia de la familia sobre la tía Grace y un romance a bordo durante la primera guerra? Al salir de la cocina para empezar el trabajo del día, Mona se maravilló de la facilidad con que el amor había acudido a ella. Siete años atrás, cuando se encontraba en la habitación de sir James, a la sazón enfermo, en Uganda, había mirado a Geoffrey preguntándose si quizá algún día podría amarle del mismo modo que su tía amaba al padre del muchacho. Así que había decidido dar tiempo al tiempo.
—No te rechazo —le había dicho a Geoffrey al volver de Kenia y pedirle él de nuevo que se casara con él—. Pero acabo de salir de la escuela. Deja que me acostumbre a la idea.
Geoffrey había accedido y los dos años siguientes los habían pasado como «pareja», yendo juntos a las fiestas, formando parte de la juventud distinguida. Hasta se habían besado, pero Mona no había podido permitir mayor intimidad y Geoffrey, respetando su deseo, no había insistido.
Y luego, al estallar la guerra, todo había cambiado. De pronto el mundo se encontró patas arriba. Todos los jóvenes de Kenia se vistieron de uniforme y empezaron a partir con destino a misteriosos puntos del mundo: Geoffrey a Palestina, donde mandaba un regimiento «de color» de la guarnición. Entonces habían empezado a llegar sus cartas y Mona había notado que cada vez lo echaba más de menos y al final sintió deseo —por primera vez en su vida— y se dio cuenta con gran alivio de que, después de todo, no era como su madre: incapaz de amar.
Mona decidió que cuando Geoffrey volviese definitivamente le daría el sí.
Rose se detuvo ante la puerta del invernadero y vio que habían arrancado el candado, que ahora estaba en el suelo.
«¡Ya han vuelto a entrar! —pensó, alarmada—. ¡La cuarta vez en lo que va de año!».
Nunca había ocurrido antes de la guerra, cuando Valentine siempre andaba vigilando. Pero desde que el bwana se había ausentado durante tanto tiempo, algunos de los habitantes de la región empezaban a no hacer caso de las leyes. Normalmente sólo robaban las herramientas, cosas que pudieran vender, pero en cierta ocasión se habían llevado algunas plantas valiosas. Preocupada, Rose entró apresuradamente.
Una mano surgió de detrás de la puerta y la sujetó, tirando de ella hacia atrás y retorciéndole el brazo en la espalda mientras una voz de hombre le decía al oído:
—No se mueva, signora.
Rose miró fijamente sus hileras de flores silenciosas y sintió que la afilada hoja de un cuchillo le rozaba la garganta.