Mona alargó la mano para tomar la de su tía, no porque le diera miedo viajar en avión, sino porque Grace estaba pálida como la muerte.
No hacían un viaje de placer; iban a un entierro.
Mona estudió el tenso perfil de su tía. Grace parecía haberse olvidado de que su sobrina estaba junto a ella. Mona se dijo que era porque estaba sentada en el lado «ciego» de su tía, el lado del ojo herido. Sin darse cuenta de que ella no podía verle, cualquiera que no conociera a Grace Treverton podía colocarse a su izquierda, de pie o sentada. Apretó la mano de su tía, que no respondió a la suya, y volvió a mirar por la ventanilla.
El monoplano Avro volaba a poca altura sobre espesas selvas y junglas. Mona pensó que, vista desde el aire, África era más salvaje e intimidante que desde tierra, pero también era más hermosa y atractiva, hasta el extremo de cortar la respiración. El oscuro continente era su hogar, sus ríos corrían por su sangre, sus árboles estaban arraigados en su carne; creía que por haber nacido en ella amaba África con una pasión superior a la de cualquier otra persona, especialmente de gente como su padre, intrusos en una tierra que apenas comprendían. Mona sintió deseos de quitar el cristal de la ventanilla y abrazarlo todo, gritar a los rebaños que pacían en las llanuras de abajo, llamar a los pastores que se apoyaban en sus palos largos. Mona creía que, debido a su amor incomparable por África, ésta nunca la desilusionaría ni amargaría.
Volvió a mirar a su tía.
Grace había hablado poco desde que recibiera el telegrama de Ralph Donald hacía tres días. Mona sospechaba que algo había pasado en la ceremonia de la irua, pero Grace no quería hablar de ello. Lo único que había dicho era:
—Estuve perdiendo el tiempo mientras James agonizaba.
Y ahora temía que fuese demasiado tarde.
Grace había insistido en que vistieran de negro. Mona no había llevado luto ni siquiera por Arthur; sencillamente no tenía nada de un color más oscuro que el marrón. Los colores claros eran los más prácticos en un clima ecuatorial. Pero en Nairobi habían encontrado una duka india que tenía vestidos de luto y unos sombreritos negros con velos del mismo color.
Mona notó que el aeroplano se estremecía y vio que sus alas recubiertas de lona se movían a impulsos de los vientos del África Oriental. La semana anterior, sin ir más lejos, un bimotor Hanno que llevaba correo a Uganda se había estrellado al aterrizar.
Pensó en la muerte. Pensó en Arthur, en su tumba solitaria del cementerio particular de Bellatu, la primera tumba en un terreno que esperaba a otros Treverton. Habían transcurrido sólo dos meses desde su muerte y parecía que hubieran pasado dos años. Y ahora quizá le tocaría el turno al tío James, a quien Mona apenas recordaba.
Geoffrey Donald iba sentado en la parte posterior del aeroplano, donde la cabina se estrechaba y donde compartía una ventanilla con dos monjas católicas que se dirigían a una misión de Entebbe. La muerte de la madre de Geoffrey había hecho que de repente Mona simpatizara con él, que sintiera una ternura inesperada por el muchacho; mientras el avión se inclinaba para emprender la última parte del viaje, Mona se puso a pensar en Geoffrey Donald.
Ralph estaba en el aeródromo de las afueras de Entebbe, esperándolos. Grace le había mandado un cable diciéndole en qué vuelo llegarían. Ralph llevaba una cinta negra en la manga de su indumentaria caqui.
Los dos hermanos se abrazaron solemnemente; luego Ralph se volvió hacia Grace, que le dio el pésame, y finalmente hacia Mona, a la que abrazó al mismo tiempo que le decía que se alegraba de verla. La muchacha miró al joven de aspecto cansado, tan soso en comparación con su hermano, y se preguntó qué habría visto alguna vez en él.
—Tu padre… —empezó a decir Grace junto a la portezuela abierta del Chevrolet de Ralph.
—Le administran treinta granos de quinina al día, pero está estabilizado.
Grace agachó la cabeza y susurró:
—Gracias a Dios.
—Ha sido una pesadilla —prosiguió Ralph—. Todo el mundo, todo, enfermo de malaria y… —La voz se le quebró.
Geoffrey le pasó un brazo por los hombros. Ralph se secó los ojos.
—Fue de locura. Los expertos del departamento médico de Makerere nos dijeron que se trataba de una variedad poco corriente. Mamá murió en poco tiempo, gracias a Dios. Apenas estuvo enferma. Y luego Gretchen luchó denodadamente. Ahora ya está bien, pero me temo que no la reconoceréis.
—Ralph —dijo Grace con voz queda, sintiendo un nudo en la garganta—, llévanos ahora donde tu padre, por favor.
Sir James estaba sentado en el lecho, diciéndole una y otra vez a su hija que le era totalmente imposible tragarse otra taza de té. Al entrar los cuatro en la habitación, se interrumpió en la mitad de una frase y miró como si no pudiera dar crédito a sus ojos.
Geoffrey se acercó a la cama, se sentó en el borde y abrazó a su padre.
—Gracias por venir —dijo Gretchen a Mona y Grace.
Mona se llevó una fuerte impresión. Ralph le había advertido que no reconocería a su vieja amiga. Gretchen aparentaba mucho más de dieciocho años, que eran los que tenía.
—Hemos venido tan pronto como hemos podido —dijo Mona—. Pensamos que el aeroplano sería más rápido que el tren.
—Sois muy valientes. Yo nunca me atrevería a subir a un aeroplano.
—Siento mucho lo de tu madre, Gretchen.
Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas.
—Bueno, al menos fue rápido. No sufrió.
Entonces Geoffrey se levantó de la cama y Mona miró a su tía. Pero Grace parecía incapaz de moverse. Así que Mona se acercó tímidamente y dijo:
—Hola, tío James. Me alegro de que te encuentres mejor.
—Bueno, no me encuentro… ¡estoy mejor! —dijo él con voz débil, pero sonriendo—. ¡Qué agradable es verte, Mona! Te has convertido en una mujercita preciosa.
Se hizo un silencio embarazoso y James miró a Grace, que estaba en el otro extremo del cuarto. Finalmente extendió un brazo y Grace se le acercó.
Mona vio cómo su tía se dejaba caer de forma suave y natural entre los brazos del enfermo, cómo enterraba el rostro en su cuello, llorando en silencio. Y vio cómo la mano de James le acariciaba la espalda, el pelo, cómo la consolaba. Y de repente adivinó la verdad: el tío James era el amor que la tía Grace había tenido tiempo atrás, el hombre con quien no había podido casarse.
Grace se echó atrás y examinó el rostro demacrado de James. Los años de vida dura en Uganda y esta última enfermedad habían dejado señales en sus facciones. Los pómulos eran más afilados; la boca, más delgada.
—Temíamos perderte —dijo Grace.
—Cuando Ralph me dijo que tú, Mona y Geoffrey ibais a venir, fue una medicina perfecta. En aquel mismo momento decidí no ir a ninguna parte.
—Lamento lo de Lucille.
—Fue feliz aquí, Grace. Hizo muchas buenas obras y ha dejado su huella. Muchas personas la recordarán con cariño. Cuando se estaba muriendo dijo que no le importaba. Había hecho su trabajo y se iba con el Señor. Si hay cielo, ahora estará allí.
Suspiró y, apoyando la cabeza en la almohada, dijo:
—Pero yo he terminado con Uganda, Grace. Quiero volver a Kenia. Quiero volver a casa.
Entebbe, pequeña ciudad portuaria en la orilla norte del lago Victoria, era el centro administrativo de Uganda. Un joven africano acechaba entre los edificios oficiales, como todos los días, con la esperanza de obtener noticias de casa. Vio que cuatro personas blancas salían del bungalow del comisario provincial y reconoció a las dos mujeres como Grace y Mona Treverton; David Mathenge se retiró hacia las sombras del edificio y las contempló mientras cruzaban la calle sin asfaltar.
Casi notaba el sabor dulce de la venganza.
Por culpa de ellas y de otras como ellas, había tenido que huir de su patria, vivir en el exilio, y se veía perseguido por un crimen que no había cometido, era un hombre deshonrado. Pero su madre le había prometido que algún día la tierra volvería a los Hijos de Mumbi y que la thahu que lanzara contra los Treverton se cumpliría. Los blancos eran ahora los amos del África Oriental, pero David Mathenge juró que no lo serían siempre. Algún día volvería a Kenia, cuando estuviese preparado, cuando hubiera aprendido lo que tenía que aprender, y entonces se tomaría su venganza.